(1049-1292)
A mediados del siglo XI, en el Occidente europeo se tuvo la sensación de que era posible una renovación profunda y esperanzadora de la vida social y religiosa, que en esa época transcurrían bajo mínimos. Mejoraron sustancialmente todos los indicadores; las mortíferas correrías de musulmanes y magiares sufrieron un parón decisivo; las ciudades se recuperaban del prolongado estancamiento y recomponían su tejido organizativo; se produjo un sensible aumento demográfico y mejoraron las condiciones económicas generales, al tiempo que se multiplicaron las manifestaciones culturales de todo género.
El mundo cristiano buscó un nuevo universalismo espiritual que fuese capaz de superar las innumerables ataduras y condicionantes que lo habían maniatado y limitado durante los dos últimos siglos. Las diversas cristiandades renovaron sus ilusiones y multiplicaron sus contactos e intercambios.
La reforma eclesiástica, verdadera protagonista de esta época, aspiró a la moralización de la vida de los eclesiásticos y a la distinción neta entre clérigos y poder político. La simonía y el concubinato se convirtieron en los dos enemigos a combatir y superar, y el pueblo cristiano expresó con ímpetu e incluso con violencia sus aspiraciones de purificación, vuelta a los orígenes, valoración de la pobreza y ansias evangelizadoras. No todo era ortodoxo, pero no cabe duda de que se dio en la comunidad creyente un despertar y un sentido de corresponsabilidad antes impensable. Incluso los monjes buscaron mayor perfección, reformaron los monasterios y dieron origen a nuevas congregaciones religiosas y a experiencias anacoretas llenas de creatividad.
Este espíritu de reforma y renovación tuvo en el monacato su decisivo punto de apoyo. En los monasterios encontraron los papas y obispos reformadores personas adecuadas, programas, ánimo y colaboración. Entre los diecinueve papas que van desde Gregorio VII a Inocencio III encontramos once monjes o canónigos regulares, pertenecientes a congregaciones religiosas que no sólo aspiraban a la perfección personal, sino también a un apostolado directo entre el pueblo. Muchos monjes terminaron siendo nombrados obispos y no pocos fueron cardenales.
Resultó evidente la necesidad de delimitar las jurisdicciones entre la Iglesia y el poder político, tema siempre conflictivo en la historia del cristianismo, de forma que en muchos ambientes reformistas se preguntaron si era adecuado que el emperador concediese las diócesis y las abadías bajo la forma de una investidura. A mediados del siglo XI comenzó la prolongada y agotadora lucha entre el papado y el Imperio que se prolongó a lo largo de dos interminables centurias. Este proceso comprendió dos fases sucesivas: la querella de las investiduras (1056-1122) y la lucha entre el sacerdocio y el Imperio (1122-1256).Ambas representaban dos aspectos de la disputa entre el papado, o la Iglesia en general, y el emperador.
En lo que se refiere al tema de las investiduras, cuando parecía arreglarse este conflicto con la firma del compromiso de Worms (1122), la lucha entre los dos poderes adquirió una forma estrictamente política. Hay que recordar que si los papas crearon el nuevo Sacro Imperio Romano Germánico fue sobre todo para que los emperadores defendieran y protegieran a la Iglesia de sus enemigos. Por el contrario, desde muy pronto los emperadores creyeron que el papado debía estar sometido y a su servicio. El enfrentamiento resultó agotador y terminó debilitando a ambas instituciones. En 1059 se aprobó un decreto de elección papal que pareció podía resolver añejos conflictos. Pocos años más tarde se produjo el encontronazo entre Gregorio VII y el emperador Enrique VI en Canossa. Luego hubo que esperar dos siglos más para conseguir una clarificación aceptable.
En realidad el nunca resuelto problema de los equilibrios entre la función imperial, la soberanía papal y las ambiciones hegemónicas de las ciudades relacionadas de diversa manera con el patrimonio de San Pedro marcó la historia de estas instituciones a lo largo de estas centurias. Hay que reconocer que a ninguna dinastía el dominio de su reino, por grande que fuese, le costó luchas y dificultades tan penosas como las que causó a los obispos de Roma la posesión de su pequeño territorio. El genio de un centenar de pontífices, la fuerza y los bienes de la Iglesia, luchas infinitas, excomuniones y juramentos se pusieron en juego con el fin de crear y conservar un Estado que parecía disolverse cada poco tiempo. Casi cada papa tuvo que comenzar de la nada y recomponer pacientemente las teselas de un mosaico que la espada de príncipes y señores feudales o el ansia democrática del pueblo descomponía de nuevo. Durante todo el Medioevo los pontífices tuvieron que reanudar la batalla de su propia existencia autónoma.
León IX (1049-1054), primo de Enrique III, fue elegido en la Dieta de Worms. Puso como condición, antes de aceptar el cargo, que el pueblo y el clero romanos ratificaran la elección. Entró en la ciudad descalzo y, desde el primer momento, se esforzó por conseguir un gobierno central más fuerte y más austero que el anterior.
La actuación de León IX enlazó con las exigencias de los ambientes reformistas alemanes, y a lo largo de todo su pontificado se identificó con el espíritu y las reformas cluniacenses. Este papa puede ser considerado como un clásico representante de este movimiento, que aspiraba a la regeneración moral de toda la sociedad, particularmente del clero. Él consiguió que el papado fuera un reflejo internacional de la sociedad europea. Los reformadores insistieron en la elección canónica de los papas, y el pontífice reorganizó la Curia Romana según el modelo imperial, consciente de la necesidad de contar con nueva sangre en los sectores principales de la Iglesia romana. También puso en práctica las visitas de los legados pontificios a otras Iglesias con el fin de reformarlas y reafirmar su autoridad. Este papa y sus teólogos tendían a concebir la Iglesia como un reino único, articulado férreamente bajo la monarquía papal, en la cual los obispos no hacían más que participar marginalmente, repartiéndose de manera parcial y desigual la responsabilidad universal y el poder. En 1047 se celebró un sínodo en Roma que aprobó severos decretos contra la simonía y el matrimonio de los clérigos.
Se rodeó de eminentes consejeros de diversos países, entre ellos el monje romano Hildebrando, y con el esfuerzo de todos consiguió dar nueva vida y nuevas perspectivas a la Curia Romana, que fue transformándose de una organización local en una institución de composición y horizonte europeos.
Viajó incansablemente por Europa, reunió sínodos, defendió al clero y luchó enérgicamente contra la simonía, es decir, contra la compra y venta de cargos eclesiásticos, algo tan común entonces, y contra el matrimonio de los sacerdotes. Estaba convencido también de que ningún oficio eclesiástico debía ser conferido por un laico, aunque fuese el emperador, porque estos puestos eran de y para la comunidad creyente, y sólo por ella debían ser otorgados. Estos sínodos regionales de obispos y abades sirvieron para implicar a la autoridad local en la causa de la reforma y se convirtieron en altavoces de los programas renovadores.
El sistema de legados pontificios, más frecuente que nunca antes, favorecía los contactos con los eclesiásticos y las autoridades de los países lejanos, sobre todo cuando tenían que tratar cuestiones delicadas. Las decretales, es decir, las respuestas de los papas a preguntas concretas, las reglas que establecen, y los legados se convirtieron en el instrumento principal de la política papal. Así, la figura del papa comenzó a ser cercana y operante en las Iglesias europeas.
León se acercó al pueblo, se interesó por sus necesidades, le predicó con asiduidad. El pueblo se sentía confortado con su cercanía, lo veneraba, y desde muy pronto lo tuvo por santo.
En 1054 se produjo el Cisma de Oriente. El patriarca Cerulario, personaje soberbio y eminentemente político, juzgó intolerable el creciente influjo del pontífice en la Italia del sur y decidió tomar represalias: confiscó los pocos monasterios latinos existentes en Constantinopla, actuando de manera provocativa y vejatoria. El papa envió a la ciudad imperial una legación, compuesta por dos cardenales y un arzobispo, que fue mal recibida y peor tratada. El cardenal Humberto excomulgó formalmente al patriarca y a sus secuaces por medio de una ceremonia teatral en la que depuso solemnemente la bula de excomunión sobre el altar de Santa Sofía, y el patriarca, dos semanas más tarde, excomulgó a la legación y a todos sus partidarios. De hecho se exteriorizó de manera espectacular y dramática lo que ya existía desde hacía tiempo: la ausencia de relaciones de confianza, fraternidad y de auténtica comunión entre ambas Iglesias.
Mientras tanto, los normandos, que provenían del norte europeo, fueron expandiéndose y desarrollando una importante presencia en el sur de Italia. Entre otras cosas lograron desplazar a los musulmanes de Sicilia y, a menudo, a los bizantinos del sur de la península Itálica. El papa, receloso y preocupado por esta presencia no deseada, consideró que era hora de darles un aviso. Reunió tropas y él mismo se puso al frente de ellas, pero los normandos les castigaron severamente y mantuvieron prisionero al papa durante nueve meses (1053), aunque rodeado de todas las delicadezas posibles.
Fue entonces cuando invocó el papa por primera vez la Donación de Constantino, con el fin de definir jurídicamente el patrimonio de San Pedro y actuar como señor de territorios que en ese momento estaban ocupados por otros soberanos.
En esta época llegó a Roma como peregrino el rey Macbeth de Escocia, inicio de una tradición que llevará en peregrinación a Roma a los reyes nórdicos, cristianos nuevos pero con una esperanzadora devoción por san Pedro y sus sucesores.
Víctor II (1055-1057), asesor y canciller imperial, fue el último obispo alemán en ser elegido papa y, más importante todavía, fue el último papa nombrado por el emperador. A la muerte de León IX el emperador convocó una dieta de los príncipes del Imperio en Maguncia con el fin de discutir la sucesión pontificia. Allí propuso al futuro papa por su capacidad intelectual y por sus dotes de gobierno, pero Gerardo —éste era su nombre real— dudó durante varios meses hasta que Enrique III aceptó sus condiciones. Asumió la nueva tarea con el talante y la actitud del pontificado anterior. Antes de morir, el emperador confió a la protección del papa a su hijo de seis años, Enrique IV, que tantos quebraderos de cabeza iba a producir a los papas siguientes, y Víctor aseguró la tutela del mismo a su madre, la emperatriz Inés.
Esteban IX (1057-1058), abad de Montecassino, fue elegido a los cuatro días de la muerte de su predecesor, seguramente con la intención de que las familias romanas no sintieran la tentación de inmiscuirse en el proceso electoral. Hizo de Pedro Damián, del cardenal Hildelbrando y de Humberto de Silva Cándida los cardenales de la reforma eclesiástica. Hildelbrando, colaborador infatigable, recorrió Francia y Alemania propagando los principios de esta reforma, asistiendo a sínodos y explicando los deseos y exigencias de Roma.
Adquirió en este tiempo enorme fuerza y extensión el movimiento de la Pataria, profundamente popular, de tendencia democrática y social, nacido en Milán con la intención de combatir el clero simoníaco y de imponer en la vida eclesiástica los principios evangélicos de pobreza.
Benedicto X (1058-1059), hombre simple, sin fuste ni energía, fue el fruto inesperado de un intento fallido de retorno al pasado. La funesta familia Tusculana consiguió de nuevo instalar a un papa en el trono por medio de una elección irregular en las formas y simoníaca en el fondo. De hecho ha quedado en la historia como inequívocamente antipapa.
Hildelbrando y Pedro Damián, a la cabeza del clero reformador, fueron muy conscientes de que si querían poner en práctica su programa de reforma eclesial tenían que lograr que los papas fueran elegidos al margen de los intereses de la aristocracia romana y de las intromisiones del Imperio Germánico. Depusieron sin consideración a Benedicto y procedieron a una nueva y legítima elección. Benedicto vivió en la oscuridad durante muchos años, murió después de 1072 y Gregorio VII procedió a sepultarle con honores pontificios.
Nicolás II (1059-1061), obispo de Florencia, dotado de buena cultura, de vida intachable, fue el elegido por el partido reformador y constituye el inicio de una época nueva en la historia del papado.
En el mismo año 1059 reunió un sínodo en Letrán, en el que participaron 113 obispos, con el objetivo de fijar algunas normas para la vida de los sacerdotes. Con el fin de que no se repitiera la situación creada a la muerte de Esteban IX, el sínodo aprobó un decreto según el cual sólo los cardenales tenían facultad para elegir al pontífice, sin ninguna interferencia externa.
Al pueblo y al clero correspondía aprobar al elegido con sus aclamaciones, mientras que el emperador conservaba el derecho de confirmación. El decreto significó el nacimiento del colegio de cardenales como cuerpo restringido encargado de la elección del papa, con funciones propias de asesoramiento, a semejanza del antiguo Senado romano.
El colegio, con 54 cardenales, estaba compuesto por los 28 párrocos de las iglesias titulares romanas, que servían también en las cinco basílicas papales, por los titulares de las 7 sedes episcopales «suburbicarias» que rodeaban Roma, y por los 19 diáconos de la ciudad. Hasta nuestros días los cardenales se siguen distribuyendo en los tres órdenes tradicionales de obispos, sacerdotes y diáconos, pero hoy se trata de una distinción formal, ya que prácticamente todos son obispos.
El mismo sínodo reguló el celibato de los sacerdotes y prohibió recibir beneficios eclesiásticos de manos de los laicos, decisión que tenía como punto de mira la aristocracia romana y el Imperio. También prohibió la entrega de bienes eclesiásticos a los hijos, siempre ilegítimos, de los sacerdotes.
El papa reunió, también en 1059, en el sínodo de Melfi a los obispos del sur de Italia, a quienes quiso recomendar los decretos aprobados en el sínodo romano, al tiempo que estableció una relación más estrecha con unas Iglesias que tradicionalmente habían permanecido bajo el influjo bizantino.
El papa concedió a Roberto Guiscardo, jefe indiscutido de los normandos, el título de duque, dando así lugar a una sólida alianza entre los normandos y el papado, al tiempo que los consideraba e investía como vasallos suyos. Este cambio espectacular de la política anterior fortaleció indudablemente a los normandos, pero sobre todo aseguró al papa la existencia de un respaldo fuerte y fiable frente a cuantos pretendieran entrometerse indebidamente en la vida romana.
Alejandro II (1061-1073), una de las personalidades más atractivas del partido reformador, había sido obispo de Lucca, donde se esforzó por conseguir la reforma del clero, insistiendo en la conveniencia de la vida común y en la intensificación de la actividad religiosa personal, a imitación de los santos.
La elección canónica, reconocida más tarde por el concilio de Mantua, recayó sobre Alejandro II tras un serio intento del partido imperial de actuar por su cuenta eligiendo al antipapa Honorio II. Estos movimientos de rebeldía y oposición impidieron la entronización de Alejandro en San Pedro, de forma que durante la noche, de manera casi clandestina, tuvo que tomar posesión de su cargo en la iglesia de San Pedro ad Vincula. En 1064 Enrique IV acabó reconociendo al nuevo papa.
Todos estos avatares demostraban que las decisiones y las leyes reformadoras podían quedar en vía muerta si la comunidad cristiana no se convencía pronto de la importancia de que las elecciones pontificias se vieran libres de cualquier condicionamiento político.
Pedro Damián, que mantuvo siempre bajo los sayos cardenalicios la inquietud monástica, le escribió una carta en la que le preguntaba y se preguntaba por qué los papas duraban tan poco. Para él la brevedad era un elemento característico de la vida de un pontífice. La muerte del sucesor de Pedro recordaba a los hombres la vanidad y la fugacidad de la gloria mundana. A pesar de esto insistía en la importancia de renovar entre los fieles la conciencia de la necesaria autoridad papal, que había sido seriamente maltratada durante el siglo anterior.
En el sínodo de Letrán (1073) Alejandro renovó con decisión las disposiciones reformadoras de Nicolás II. Su alianza con los normandos facilitó la imposición de estas normas en las Iglesias del sur.
En 1063 Ramiro I, rey de Aragón, fue asesinado por un musulmán y Alejandro II prometió una indulgencia a todos los que lucharan por la cruz para vengar el magnicidio. La idea adquirió su desarrollo práctico en 1073 por medio de Gregorio VII, que ayudó a formar un ejército internacional para realizar esa campaña en los reinos hispanos. La propuesta papal incluía la garantía canónica de que los caballeros cristianos podrían conservar las tierras que conquistasen, siempre que reconocieran que los territorios pertenecían espiritualmente a la sede de San Pedro.
En 1068 Sánchez Ramírez de Aragón acudió a Roma y puso su reino en las manos del papa. Éste envió un legado a los reinos hispanos con el fin de convocar sínodos que aprobasen, también allí, las normas generales sobre la vida moral y disciplinar de los sacerdotes que ya habían recibido el visto bueno de los sínodos romanos. También consiguió cambiar la liturgia mozárabe por la romana (1071). Gracias a este papa se reanudaron las relaciones de estos reinos con la Santa Sede, antes casi inexistentes, menos en lo que se refiere a Barcelona.
Resulta digno de tener en cuenta el modo en que éste y los papas siguientes utilizaron el sistema feudal en favor de sus pretensiones, al favorecer que diversos estados europeos quedasen idealmente en manos de san Pedro, en situación de vasallaje con relación al papa.
Alejandro estableció en la Curia un registro de las cartas enviadas, organizó técnicamente la Cancillería y multiplicó las relaciones con las diversas naciones, tanto en el campo estrictamente eclesiástico como en el político.
El equilibrio frente a las reivindicaciones y las opiniones extremistas de distinto signo constituían, en su opinión, la garantía del ideal reformador basado en la razón y en la coherencia con el Evangelio. Cuando Enrique IV pretendió separarse de su mujer y pidió la anulación de su matrimonio en el concilio convocado en Frankfurt, el legado pontificio se opuso rotundamente, amenazando en nombre del papa con el rechazo de la corona imperial si no abandonaba tal idea. Enrique tuvo que aceptar la decisión papal bien a su pesar.
La reforma promovió también, en diversas regiones, nuevos modelos de vida monástica distintos del ideal propugnado por Cluny. Iba a ser la última gran renovación del monacato europeo hasta finales del siglo XII. En todos encontramos el deseo de volver a la pureza original monástica y a una vida más acorde a las exigencias evangélicas. Pobreza, penitencia, trabajo manual y, en la mayoría de los casos, soledad, constituían las características de todas estas reformas.
El movimiento reformador contó con el instrumento inestimable de los legados pontificios, quienes convocaron y presidieron sínodos locales y regionales a los que transmitieron lo acordado en los sínodos romanos, tanto sus decisiones doctrinales como organizativas y espirituales. Influyeron también en la renovación del episcopado, recusando elecciones de los capítulos catedralicios, cuando las consideraban inaceptables, y eligiendo a los candidatos más idóneos.
Sobre la base eremítica y benedictina renovada en su sentido más original surgieron los dos movimientos más importantes de este tiempo: la Cartuja y el Císter. La vida de estos religiosos constituía una llamativa protesta contra la mediocridad y las tendencias seglares de la Iglesia, además de un punto de referencia para cuantos querían una Iglesia más sencilla, más honrada y más evangélica.
Gregorio VII (1073-1085), el monje Hildelbrando, consejero íntimo de los papas desde León IX, se convirtió en el pontífice más importante de su época, y representó la victoria de la monarquía centralizadora pontificia, tal como se manifiesta en el famoso Dictatus Papae, documento según el cual el papa es el jefe supremo y absoluto de la Iglesia universal y tiene el derecho de deponer no sólo a los obispos, sino también a los reyes, cuya función les ha sido asignada por Dios pero también por la Iglesia. Este documento constituye la manifestación más señalada de los principios de la teocracia pontificia tradicional.
Toda la acción de su pontificado se centró en la lucha en favor de la reforma y la libertad eclesiásticas. Libertad de todo poder laico y compromiso en favor de una profunda reforma interior, aspectos que se encontraban muy relacionados entre sí. Reclamó para la Iglesia y sus miembros un derecho original e independiente que dependía enteramente del papa porque era sucesor de Pedro y jefe de la Iglesia, luego era el único que podía hacerlo. Así es como concebía a la Iglesia sometida a la monarquía pontificia. Aprobó decretos y medidas en pro de una vida religiosa purificada y los impuso a la Iglesia por medio de legados con poder y autoridad.
A lo largo de su pontificado celebró once concilios en Roma, generalmente durante la Cuaresma, en la catedral de Letrán, que se convirtieron en espacios de discusión y diálogo en los que se tomaban decisiones doctrinales y disciplinares. También dotó de nueva vida a los tribunales, en los que se pronunciaban importantes sentencias. En ellos se prohibió toda investidura por parte de los laicos y se condenó la simonía y el matrimonio de los sacerdotes. Se conseguía así que un papa tan autoritario como Gregorio gobernara sinodalmente, es decir, de manera comunitaria, proclamando leyes para toda la cristiandad. Enrique IV tenía veinte años al ser elegido Gregorio.
Tal como se plantearon las cosas y dado el carácter de ambos, el conflicto resultó inevitable.
En 1076 la Dieta de Worms declaró que Gregorio era un falso papa e invitó a los romanos a reemplazarlo. Gregorio excomulgó al emperador y desligó a sus súbditos del deber de fidelidad. La asamblea de príncipes alemanes decidió destituir a Enrique IV si en el plazo de un año no se le levantaba la excomunión. Enrique, vestido de penitente, acudió a Canossa, donde se encontraba el papa, y pidió humildemente perdón. Este acto ha quedado en la memoria histórica occidental: «ir a Canossa» significa humillarse y pedir perdón.
En ese momento el papa tenía la victoria en sus manos, pero aceptó las excusas y levantó la excomunión. No fue una reconciliación auténtica, sino movida por la necesidad. Este acto tan llamativo ni siquiera supuso la conversión del emperador que, una vez conseguido el perdón, siguió actuando con prepotencia sin límite, aunque sí quedaron claras las atribuciones de la autoridad pontificia.
Al no respetar Enrique ni los decretos ni las promesas, fue de nuevo excomulgado. Esta vez las reacciones y las consecuencias no fueron las mismas. Enrique eligió al antipapa Clemente III y ocupó Roma.
Los normandos, llamados por el papa, llegaron con celeridad a la ciudad y liberaron a Gregorio, mientras el emperador y el antipapa abandonaban una urbe cuya población estaba dispuesta a enfrentarse a unos y a otros. De hecho los normandos se vieron forzados a repeler una agresión de los romanos y reaccionaron con brutalidad: reprimieron, asesinaron, violaron y saquearon metódicamente hasta que los jefes de la población se arrodillaron a sus pies y pidieron perdón.
De todas maneras Gregorio VII no pudo permanecer en Roma ante el rechazo de sus habitantes, que le hicieron responsable de cuanto había sucedido. Murió un año más tarde en Salerno, expresando con una sola frase un pensamiento que ha quedado en la historia: «He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el exilio.» La Santa Sede quedó vacante durante un año.
Mantuvo una intensa correspondencia con los reyes hispanos, a quienes animó a proseguir sin descanso su lucha contra los árabes. En Castilla encontró una fuerte oposición su deseo de imponer el rito romano, y sólo en el concilio de Burgos de 1081 fueron aceptados los órdenes litúrgicos de Roma.
El objetivo principal de Gregorio fue el de establecer el «recto orden», es decir, la consolidación del Reino de Dios en la Tierra bajo la guía activa del sucesor de Pedro, a quien, según sus ideas, las potencias seculares debían subordinarse en todo lo que se refería a la salvación del mundo cristiano. Su proyecto de dominio universal se basaba, pues, en un fundamento estrictamente religioso.
La reforma gregoriana representó la ofensiva de mayor envergadura del papado en su intento de salir airoso de la postración crónica de la Iglesia. Gregorio VII pretendió reformar una Iglesia debilitada por la simonía y la incontinencia de los clérigos, y quiso restablecer la unidad y mantener los derechos de la sede romana. Siempre estuvo dispuesto a colaborar con los príncipes, pero en caso necesario no dudó en enfrentarse a ellos y castigarlos. No era nuevo lo que pedía el papa, pero no cabe duda de que era nueva la radicalidad con que planteaba sus exigencias.
La reforma gregoriana fue considerada por el papado como la ocasión de apartar a la Iglesia del dominio y las intervenciones de los laicos y, de manera especial, de alejar al papado de las pretensiones del emperador germánico. Consiguió también una separación más neta entre clérigos y laicos, entre Dios y el césar, entre el papa y el emperador. Es decir, lo contrario a la solución cristiana ortodoxa, la de Constantinopla, gobernada por el cesaropapismo, donde el emperador era una especie de papa. También era contrario a cuanto sucedía en el Islam, que no distinguía la religión de la política. El cristianismo latino, sobre todo desde esta reforma gregoriana, definió una cierta independencia de los laicos y sus responsabilidades específicas. El laicado formaba parte de la Iglesia, pero se produjo una distinción tal que facilitó más tarde, en la Europa de la Reforma y en la de finales del siglo XIX, la aparición, más allá del laicado, de la laicidad.
La Iglesia romana supo imponer su primacía a la vida de la Iglesia. Precisamente en la acción reformadora obtuvo el resultado de convertirse en el centro real de la Iglesia universal. La reforma gregoriana contribuyó a la unificación de la Iglesia y se extendió a todos, a obispos y clérigos, a monjes y laicos. Durante cincuenta años la Europa cristiana sólo habló de cuestiones eclesiásticas, de poderes de la Iglesia, de usurpaciones de Roma, de los beneficios aportados por Gregorio VII. Verdaderamente la sede apostólica aparecerá en adelante como la fuente más importante de la vida y de la actividad eclesiales o, como lo expresa Rupp, toda la Iglesia fue a partir de ese momento la «gran parroquia del papa».
Víctor III (1086-1087).Aunque el antipapa Clemente, elegido y protegido por el emperador Enrique IV, se mantenía en Roma, la mayoría de los cardenales eligieron a Víctor III, abad de Montecassino durante treinta años, y un personaje fuertemente comprometido con la reforma eclesial. La muerte de Gregorio VII dejó a la Iglesia en una situación preocupante y aparentemente debilitada, con un antipapa que gozaba todavía del respaldo del emperador y de los arzobispos de algunas diócesis importantes. Desiderio favoreció la búsqueda de un candidato de consenso, pero después de casi un año de incertidumbre fue elegido contra su voluntad. Luchó contra el antipapa calle a calle, en una guerra civil feroz que no hacía prever un desenlace claro ni próximo. Víctor abandonó Roma y murió en Montecassino.
Este papa puso de su parte los pocos medios que tenía para mantener la lucha contra los musulmanes del norte de África, el peligro temido por los países ribereños del Mediterráneo. El espíritu de cruzada fue una de las razones de la creciente solidaridad de los reinos hispánicos con el resto de Occidente: intereses comerciales, religiosos, militares e intelectuales se mezclaban, con el visto bueno del papado, junto a los progresos de la colonización franca, el auge de las peregrinaciones a Santiago y el interés de los influyentes monjes cluniacenses por la expansión de estos reinos.
Urbano II (1088-1099), francés de nacimiento, había sido prior de Cluny y discípulo de san Bruno, fundador de los cartujos, en la prestigiosa escuela catedralicia de Reims. La elección se produjo en Terracina porque Roma seguía en manos del antipapa.
Mantuvo y reforzó las medidas de Gregorio VII, pero su situación resultó a menudo inestable al no contar con Roma ni con su infraestructura operativa. Vivió varios años en el sur, en tierra normanda, contando con su apoyo, y viajó mucho. Por donde pasaba reunía concilios que congregaban a los obispos de las diferentes regiones. Allí afirmaba su autoridad pontificia ante reyes y obispos, y gracias a ellos se difundieron los principios teológicos, litúrgicos y administrativos de la reforma en las Iglesias locales. San Bruno y san Anselmo, arzobispo de Canterbury, le acompañaron en algunas ocasiones. El 15 de octubre de 1088 otorgó el pallium arzobispal a Bernardo de Toledo, monje cluniacense y primer obispo de la liberada Toledo. También por primera vez proclamó los derechos primaciales de la sede toledana sobre todas las Españas.
Movilizó a los monjes en favor de la reforma. Urbano había conocido en Cluny la predicación en favor de la «tregua de Dios», movimiento que favorecía la paz en una sociedad convulsa y atrapada en permanentes guerras privadas. Este movimiento imponía la paz en algunos tiempos litúrgicos y en los días que tenían que ver con la pasión de Cristo. En los concilios del sur italiano se impuso también este modelo con notable éxito.
En 1095 Urbano recibió la embajada de Alexis I Comneno, emperador en apuros de Constantinopla, quien le animó para que pidiese a los caballeros cristianos ayuda en su combate contra los turcos. Esta petición está en la base de su discurso en el concilio de Clermond (1095), en el que animó a los caballeros allí presentes a socorrer a los cristianos orientales y liberar Tierra Santa de manos de los infieles. Esta cruzada tenía un componente religioso indudable: purificar la cristiandad de sus pecados tanto sociales como individuales, y un componente belicoso que tenía que ver con la Reconquista hispana. El papa concedió indulgencia plenaria a los cruzados, es decir, dispensa completa de todas las penitencias aún no realizadas por los pecados confesados. «Si un hombre se decide a liberar la Iglesia de Dios en Jerusalén movido por una piedad sincera y no por amor a la gloria o al propio provecho, el viaje le supondrá el descuento total de sus pecados.» Esta relación tan íntima entre guerra santa y liberación constituyó una novedad absoluta y el pueblo europeo quedó fascinado.
Sicilia fue ganada para la Iglesia. La cruzada se presentó, en la conciencia de la época, como un imperativo religioso, asumido con entusiasmo por los diversos sectores de la cristiandad latina según su situación peculiar: para los papas y el alto clero era un medio de estimular el entusiasmo colectivo tanto espiritual como penitencial, al tiempo que podían realzar su autoridad aun a riesgo de una cierta confusión entre los aspectos específicamente religiosos y los militares y políticos, que necesariamente iban a predominar, dado que casi todos los componentes de los ejércitos cruzados eran aristócratas, políticos y simples fieles, imbuidos de ideales pero también de intereses, codicias y pasiones. Para los emperadores y reyes, capitanear la cruzada era un medio extraordinario de aumentar su influjo como dirigentes seculares de la cristiandad y, en muchas ocasiones, una fuente sustanciosa de ingresos para sus maltrechas economías.
Urbano II consiguió reunir al pueblo europeo al grito de «Dios lo quiere» y bajo el estandarte de san Pedro. Sólo él podía animarlos con tal entusiasmo, con la promesa de la absolución de los pecados y de un descuento de las penas en virtud de la guerra santa. En 1099, ante el fervor y el entusiasmo de toda la cristiandad, la ciudad santa de Jerusalén fue conquistada y su población musulmana aniquilada.
En 1098 el papa consiguió firmar con Francia un concordato basado en la distinción entre las funciones eclesiásticas y las mundanas, religiosas o seculares, de los obispos. Sólo la competente autoridad eclesiástica podía otorgar las primeras, mientras que las segundas (derechos patrimoniales, judiciales, militares, etcétera) correspondían al rey o a la autoridad secular correspondiente. Pocos años más tarde (1105) Inglaterra adoptó la misma fórmula. Poco a poco el papado fue consiguiendo aquello por lo que tanto había combatido Gregorio VII.
En 1098 Roberto de Molesme y seis compañeros fundaron en Citeaux la orden del Císter, una vuelta a los orígenes del espíritu benedictino, con mayor austeridad y pobreza, con mayor dedicación al trabajo manual, con mayor soledad y sacrificio. El rigor de esta vida asustó a muchos, pero entusiasmó a no pocos. Uno de ellos fue san Bernardo (1090-1153), quien con veintiún años se presentó en la abadía rodeado por un numeroso grupo de familiares y amigos. Él fue el segundo fundador del Císter, y a su muerte había establecido 160 nuevos monasterios. Esta orden colaboró de manera decisiva en la colonización y evangelización de tierras nuevas, como Castilla, a medida que avanzaba la Reconquista, o la Alemania al este del Elba. Los cistercienses resucitaron en los desiertos y en los valles arbolados un espacio social digno de la tradición galorromana o de la Hispania romana.
En 1095 Urbano II concedió al obispo Dalmacio la bula Ex decretorum synodalium, privilegio por el que daba satisfacción parcial a alguna de las grandes aspiraciones de la Iglesia compostelana. Para esta Iglesia lo más importante era la aceptación oficial de la noción de apostolicidad de la nueva sede episcopal, cuyo reconocimiento había postulado formalmente Dalmacio. El carácter apostólico se basaba ahora no tanto en la actividad misionera de Santiago en Hispania y los occidentalia loca, cuanto en su presencia sepulcral en la ciudad compostelana. Roma quiso además manifestar su singular devoción y reverencia al apóstol Santiago con otras cuatro concesiones para su Iglesia: reconocimiento canónico de su carácter episcopal; declaración de sus obispos como exentos de cualquier metropolitano, salvo del romano; confirmación de lo recibido por los testamentos reales; y transferencia íntegra a los obispos de Compostela de todas las pertenencias de la diócesis de Iría.
Urbano reforzó el papel de los cardenales, quienes reunidos en consistorio aconsejaban al papa sobre los temas más importantes. El consistorio de cardenales se fue convirtiendo en el órgano de estudio y colaboración que los papas utilizaron durante siglos para el tratamiento de los asuntos eclesiásticos y político-administrativos de importancia: cuestiones relativas a la fe, erección de diócesis, nombramiento de obispos, concesión de privilegios, asuntos judiciales y gestión de los Estados de la Iglesia. Este papa reorganizó también la administración general de la Iglesia romana y la Cancillería. Dos semanas después de la toma de Jerusalén murió en Roma.
Pascual II (1099-1118) había sido monje en Roma y abad de San Lorenzo Extramuros, cardenal de San Clemente, y legado en Castilla y León con el fin de examinar las pretensiones de primacía de Compostela frente a Toledo y Braga. En el sínodo de León (1090) recordó que nada se podía decidir sin el consentimiento de Roma.
La elección del nombre era programática: estaba dispuesto a llegar a un acuerdo con el emperador alemán siempre que se respetara la libertad y autonomía de la Iglesia. Pudo asentarse en Roma tras catorce años de ausencia de un papa legítimo. Con un optimismo poco realista, propuso a Enrique V una solución admirable, pero imposible de realizar en ese momento: si Enrique renunciaba a la investidura y permitía elecciones libres y según los cánones de los obispos, la Iglesia renunciaba a todas las regalías: tierras, propiedades y subsidios económicos provenientes del poder secular. Esto significaba que desde ese momento todo el clero tendría que vivir de las ofrendas voluntarias y de los tributos eclesiásticos. Los príncipes y los obispos alemanes rechazaron de plano la propuesta, no sólo por motivos egoístas, sino sobre todo porque representaba un temblor social, un cambio de organización de tal calibre que no resultaba concebible ni posible.
En realidad esta misma situación se ha repetido en diversas ocasiones históricas, la última de ellas en la España franquista en 1971. Cuando el Estado y la Iglesia se encuentran fuertemente entrelazados, la solución no está en la pura generosidad, en el simple abandono de privilegios por una parte, porque el hecho contestado puede resultar tan entroncado en la organización social que su abandono suponga un auténtico terremoto organizativo. En aquel tiempo, tal como hemos visto en el capítulo anterior, los obispos constituían auténticos pilares de la organización sociopolítica del reino y necesariamente debían contar con la confianza del emperador. De forma que tuvo que enfrentarse a Enrique IV y a su hijo Enrique V, quienes continuaron creando antipapas, ocupando Roma y rechazando la política eclesiástica reformadora. El papa coronó a Enrique V por la fuerza, tras sesenta y un días de dura prisión y de toda clase de amenazas.
Llegó a un acuerdo con Luis VI de Francia por el que éste renunció a la investidura de los obispos por medio del anillo y el báculo, distinguiendo entre los derechos espirituales, que sólo podían ser concedidos por la Iglesia, y los derechos de regalía, que debía conferir el rey tras la consagración episcopal. El obispo, por su parte, realizaría el juramento de fidelidad al rey.
En 1116 Pascual II reunió un concilio en Letrán en el que se retractó de las concesiones hechas al emperador y a su entorno en circunstancias difíciles y por la fuerza, y condenó formalmente, una vez más, el derecho de investidura.
En este tiempo no existían las condiciones idóneas para un mínimo diálogo con los ortodoxos orientales: en Roma sólo estaban dispuestos a ser obedecidos. El papa escribió al emperador Alexis en 1112: «La causa de la diversidad de fe y costumbres entre griegos y latinos puede ser solucionada a no ser que los miembros vivan unidos bajo una misma cabeza. ¿Cómo pueden discutirse las causas entre cuerpos antagonistas cuando uno de ellos se niega a obedecer al otro?» Por su parte, aunque el emperador estuviera dispuesto a dar el paso, la Iglesia Ortodoxa nunca le habría seguido.
Gelasio II (1118-1119), cuyo nombre real era Juan de Gaeta, fue hombre de gran cultura, autor de varias obras de carácter histórico y jefe de la Cancillería pontificia durante casi treinta años. Durante su juventud fue monje en Montecassino, participó activamente del espíritu reformador y se resistió con decisión a ser elegido, pero dadas las circunstancias tuvo que resignarse. Se celebró la elección secretamente, con el fin de que Enrique V no se enterara, pero éste, apenas conocido el hecho, nombró al antipapa Gregorio VIII.
En 1118 concedió a los soldados cristianos hispanos que muriesen luchando contra los moros una indulgencia plenaria a cambio de limosnas y visitas a las iglesias. Concedió además una indulgencia parcial a quienes ofreciesen una limosna para la construcción de una iglesia en Zaragoza. Poco seguro en Roma, viajó a Francia buscando apoyos y respaldo en su desdichada situación, para lo cual había previsto la celebración de un concilio en Vienne, pero la muerte, que le sorprendió en Cluny, interrumpió sus proyectos.
Calixto II (1119-1124), elegido en Cluny por los pocos cardenales que acompañaban al difunto Gelasio, y confirmado más tarde por los cardenales que permanecían en Roma y por el pueblo romano, fue consagrado solemnemente en la basílica de San Pedro después de un intenso año de viajes a través de Francia, durante el cual se encontró con numerosos obispos. En París se entrevistó con el rey. Calixto II levantó el altar mayor de San Pedro, conservado y en uso durante los cuatrocientos setenta años siguientes.
En 1122 el concordato de Worms puso fin a la extenuante lucha de las investiduras. Enrique V renunció a la investidura eclesiástica con el anillo y el báculo y garantizó la libre elección y consagración episcopal en todas las iglesias del reino. Calixto, por su parte, concedía a Enrique que la elección de los obispos y abades del reino se celebrara en su presencia, excluyéndose toda intervención simoníaca o violenta.
Este concordato sancionó una línea de compromiso que había ido elaborándose con gran trabajo durante los meses previos. A pesar de que el episcopado mantenía su importancia política y social, se conseguía de alguna manera que fueran autónomos del poder político, al menos formalmente. En el reino germánico el emperador mantenía su influjo, pero éste disminuía en otros territorios del Imperio. Sobre todo, la ciudad de Roma se veía libre de la opresión germana. El mayor mérito de este concordato consistía en que se excluía la injerencia del príncipe en la composición, estructura y organización del cuerpo electoral eclesiástico, y en que los príncipes germanos aceptaban el primado jurisdiccional y de magisterio del papado. En Inglaterra los obispos regularmente elegidos juraban fidelidad a los gobernantes por los aspectos temporales de su sede, pero el rey no les reclamaba ninguna jurisdicción espiritual.
En 1123 reunió en Letrán a unos trescientos obispos para aprobar solemnemente las actas del compromiso de Worms, que fueron seguidamente colocadas en los archivos de la Iglesia romana. Se aprobaron también otras disposiciones disciplinares. Tal vez las más importantes trataban de reforzar la autoridad de los obispos en sus diócesis ante la indisciplina generada por tantos años de enfrentamiento entre las autoridades políticas y las eclesiásticas. Al discutir sobre la extensión de la autoridad episcopal, los obispos se quejaron de los privilegios monásticos, que limitaban y condicionaban el ejercicio de su autoridad. Esta queja se prolongará a lo largo de los siglos siguientes. Años más tarde este concilio será considerado como ecuménico, el primero de los occidentales y el noveno de la serie completa.
El famoso Codex Calixtinus, verdadera guía del camino de Santiago, lleva su nombre porque su autor se lo dedicó no tanto porque fuera el papa del momento, sino sobre todo por las relaciones que había mantenido con la península Ibérica y, de manera especial, con Compostela.
Honorio II (1124-1130) se llamaba Lamberto Scannabecchi, y fue elegido por la potente familia romana de los Frangipani. De nuevo Roma se encontraba a merced de dos poderosas familias, esta vez los Frangipani y los Pierleoni, que pretendían acaparar el pontificado, bien por razones de poder, bien por diversas orientaciones espirituales manifestadas respectivamente en la tradición monacal y en las nuevas órdenes monásticas. Eterno drama medieval, si no dominaban las familias, dominaba el emperador, todos ellos amparados por sus correspondientes cardenales y eclesiásticos.
En el concilio de Troyes (1129), querido y preparado por san Bernardo, fue aprobada una nueva orden religiosa verdaderamente sorprendente, la de los Templarios, la primera orden religiosa y militar de la cristiandad. Había nacido en Jerusalén hacia 1120 y experimentaría una expansión rápida y, sobre todo, un final tormentoso.
Honorio envió al legado Humberto de San Clemente en misión ante el rey de Castilla, Alfonso VII, con el fin de tratar diversos asuntos del reino. En 1130 este legado presidió en Carrión un concilio reformador en el que fueron depuestos tres obispos. También intervino con legados en asuntos de las Iglesias y de los reinos de Escocia, Inglaterra y Francia, favoreciendo con su actuación una mayor dependencia de estos episcopados con respecto a la Iglesia romana.
Inocencio II (1130-1143), cuyo nombre era Gregorio Papareschi, probablemente fue canónigo regular de San Juan de Letrán. Hábil diplomático, formó parte de numerosas misiones tanto en Italia como en Francia y Alemania. Fue uno de los autores del concordato de Worms. Estaba apoyado por la facción de los Frangipani.
Durante varios años convivió con el considerado antipapa Anacleto II, de la familia de los Pierleoni. Este cisma no se debió a ninguna intervención imperial, sino que reflejó la historia de las facciones romanas en el Medioevo, y se debió ante todo a la convivencia de los talantes contrapuestos de los dos cardenales. Todavía hoy resulta difícil determinar quién fue el verdadero papa, aunque en la lista oficial aparece Inocencio como legítimo. De hecho fue elegido primero Inocencio, pero con nocturnidad y alevosía, con los votos de doce cardenales, antes de que fuera enterrado el papa anterior. Los otros catorce cardenales, que no se habían enterado ni de la muerte de Honorio ni de la elección de Inocencio, eligieron, con la participación del pueblo, a Anacleto II en Santa María en Trastevere. La mayoría de los cardenales que se encontraban fuera de Roma reconocieron más tarde a Anacleto. Es decir, se puede dudar seriamente de la legitimidad de ambos.
La mayoría del pueblo y del clero romano apoyó a Anacleto, quien ocupó San Pedro, el castillo de Sant’Angelo y San Juan de Letrán, mientras que Inocencio se refugió en la fortaleza de los Frangipani. Inocencio fue ordenado sacerdote y al día siguiente ambos contendientes fueron consagrados, Anacleto en San Pedro e Inocencio en la iglesia de Santa María Nueva, situada en el circuito fortificado de los Frangipani.
En los años siguientes, mientras Inocencio vagaba por el norte de Italia y por Francia, Anacleto reinó pacíficamente en Roma. La gran ventaja de Inocencio sobre su rival fue el apoyo casi unánime de las nuevas órdenes monacales: cluniacenses, cartujos, cistercienses, camaldulenses y canónigos regulares, lo que se debió sobre todo al esfuerzo incondicional de san Bernardo. Cuando Luis VI de Francia reunió en Etampes un concilio que determinase a qué papa debía reconocer, Bernardo se dirigió al concilio impostando su discurso no sobre la legitimidad de la elección, sino sobre la superioridad de las cualidades morales de Inocencio. Por otra parte los incesantes viajes de Inocencio hicieron posible su encuentro directo con reyes y gobernantes, que acabaron por reconocerle. De forma que desde finales de 1131 la mayoría de los reinos europeos aceptaba a Inocencio, mientras que Anacleto sólo contaba con Italia, Aquitania y Escocia. Es decir, fueron las potencias europeas las que decidieron cuál de los dos oponentes debía ser reconocido, y no los ciudadanos ni el clero de Roma.
En 1131, en el concilio de Reims, Inocencio II confirmó la ley general sobre la Paz de Dios, que debía observarse desde la tarde del jueves a la mañana del martes. Sólo una época tan violenta y tan poco respetuosa de la vida y los sufrimientos de los demás puede explicar esta decisión de imponer bajo penas canónicas días y horas en los que era obligatorio abstenerse de actos violentos, pero no cabe duda de que resultó bastante eficaz. En 1139 concedió y confirmó el reino de Sicilia a Ruggero, el normando, quien rindió homenaje como vasallo. El mismo día Esteban de Inglaterra se hizo confirmar en su reino por el pontífice.
La muerte de Anacleto en 1138 acabó con el cisma. La actuación posterior de Inocencio con los que habían sido seguidores de Anacleto fue dura, con ribetes vengativos, destituyendo sin piedad a obispos y deponiendo a cardenales, hasta el punto de provocar las quejas de san Bernardo. En el I Concilio de Letrán (1138), Inocencio anuló solemnemente las actas de Anacleto.
Se debe a Inocencio la idea de sustituir el clero secular por los canónigos regulares o, al menos, la de imponer al clero secular la vida comunitaria y regular. Buscó que la mayoría de los obispos fueran monjes y que los monjes ejercieran un influjo más determinante en las diócesis.
El segundo concilio de Letrán (1139), al que asistieron más de cien obispos y numerosos abades, trató de temas eclesiales y morales de importancia relevante, de forma que más tarde ha sido considerado como concilio ecuménico. Además de las disposiciones contra los obispos favorables a Anacleto, se aprobó una disciplina eclesiástica severa y unas normas morales rigurosas para el pueblo cristiano, prohibiendo la usura, los torneos (por su violencia), los incendios provocados y los ataques al clero. A los monjes se les prohibió que estudiaran leyes y medicina. Los matrimonios celebrados por clérigos seculares y monjes fueron declarados inválidos. Tuvo importancia histórica el acuerdo de traspasar la elección de los obispos al cabildo catedralicio, y resultó funesta la condenación de la doctrina errónea del canónigo Arnaldo de Brescia, que arrastró a Roma a disturbios que duraron cuarenta y cuatro años.
Los Papareschi, de cuya casa descendía Inocencio II, dominaban en el barrio romano del Trastevere. Inocencio reconstruyó su iglesia más importante, Santa María, creando así una de las más bellas y poderosas basílicas romanas del siglo XII. En su ábside Jesucristo corona a su Madre, la Virgen María. Los protectores de la basílica y sus fundadores asistieron al acto. El bellísimo mosaico fue obra de unos artistas bizantinos que anteriormente habían trabajado en Venecia.
Reconoció a Roger II el dominio de Sicilia y el título de rey, que ya le había concedido Anacleto II, mientras que sus dos hijos recibieron el ducado de Puglia y el principado de Capua. Ambos papas reconocieron a Roger movidos por la necesidad. Anacleto por la urgencia de tener quien lo apoyase. Inocencio, por su parte, había reunido un importante ejército para oponerse al caudillo normando, pero fue vencido y hecho prisionero. Ninguno de los dos tenía opciones para oponerse a un deseo permanente en Roma: que el Estado pontificio no quedara emparedado entre reinos fuertes que limitasen su capacidad de relación y movimiento autónomo.
En 1143 se produjo la declaración libertaria del Ayuntamiento de Roma, por la que el pueblo asumió la responsabilidad del propio gobierno. Se daba fin a la administración de la aristocracia, tal como había sucedido ya en Milán, Pisa, Génova y otras ciudades del norte peninsular. Todos los papas de la segunda mitad del siglo XII tuvieron que afrontar la amenaza de sucesivas revoluciones por parte de estos ciudadanos dirigidos por una incipiente burguesía que se reunía en el Capitolio rememorando las antiguas glorias de la República Romana.
Celestino II (1143-1144), llamado Guido de Castello, fue probablemente canónigo regular según la regla de san Agustín, y acompañó y aconsejó a Inocencio II a lo largo de sus innumerables viajes. Antes de morir el papa Inocencio dio cinco nombres entre los cuales los cardenales debían elegir a su sucesor. Por unanimidad fue elegido Guido, hombre muy conocido y estimado.
A pesar de que su pontificado sólo duró cinco meses y medio, da la impresión de que sus pocas determinaciones indican un cambio de talante y dirección política con respecto a su predecesor. Nombró de una sola vez diez cardenales y reintegró en el colegio a alguno que había pertenecido al grupo de Anacleto y que Inocencio había depuesto.
Lucio II (1144-1145) era el hombre de confianza de Inocencio II, su legado en la Italia septentrional y en Alemania, además de canciller pontificio y bibliotecario de la Iglesia romana. Mantuvo pésimas relaciones con el pueblo romano, que estaba decidido a conseguir para sí la capacidad de autogobernarse por medio de un ayuntamiento o senado democráticamente elegido. Exigieron la renuncia del papa a sus derechos soberanos en la ciudad, menos a la recepción de la décima. Lucio llegó a un acuerdo con los normandos, a pesar de todas las quejas que tenía contra ellos, convencido de que de esa manera podría conseguir su apoyo contra los romanos.
No se sabe cómo murió. Una versión habla de una enfermedad y otra atribuye su muerte a una piedra lanzada contra él en el fragor de la batalla entablada contra los enardecidos romanos en el Capitolio. En cualquier caso, no cabe duda de que no contó con el apoyo de su pueblo. Lucio murió el 15 de febrero de 1145, en el convento de San Gregorio al Celio, donde había sido transportado bajo la protección de la poderosa familia de los Frangipani.
Eugenio III (1145-1153) fue un piadoso monje cisterciense discípulo de san Bernardo. También durante el pontificado vivió y se comportó como un cisterciense y, de hecho, favoreció a sus compañeros de monacato de todas las maneras posibles. A él escribió san Bernardo el De consideratione, una preciosa guía para los papas que quisieran cumplir su complicado oficio con humildad y prudencia.
Pasó poco tiempo en Roma, ciudad revuelta y poco segura, en manos de facciones que no podían ofrecerle ninguna confianza. Los senadores romanos le pidieron la renuncia al poder civil y el reconocimiento de la república. Al tercer día de su elección huyó al castillo de Monticelli, acompañado por un grupo de cardenales, y de allí se dirigió a la famosa y potente abadía de Farfa, donde fue consagrado. De sus ocho años y medio de pontificado, residió en Roma apenas un año y medio en tres momentos diferentes, cada uno de ellos protegido por un ejército distinto.
La ciudad estaba gobernada por el Senado, a cuya cabeza se encontraba Giordano Pierleoni, hermano de Anacleto II. Giordano Bruno, que residía en la ciudad, se había convertido en guía espiritual de los romanos y se esforzó por fundar una idílica República Romana sobre la base de la libertad y la igualdad ciudadanas. Describía la soberbia, la ambición, la hipocresía y los innumerables vicios de los cardenales, y se refería a ellos en conjunto como el «banco de cambio» y la «guarida de ladrones». Gritaba ante el pueblo que el papa no era discípulo de los apóstoles como pastor de almas, sino causante de incendios, asesino, verdugo de la Iglesia y pervertidor de la inocencia, ávido de llenar sus bolsillos con el dinero de los demás. Estos discursos entusiasmaban a un pueblo que con frecuencia se mostraba harto de la hegemonía eclesiástica.
Eugenio residió fundamentalmente en Viterbo, Túsculo y Segni, y viajó a Francia y Alemania en un denso itinerario que duró casi dos años. En Francia, con un séquito de diecisiete cardenales, coronó a Luis VII en Saint Denis. Celebró sínodos en París, Reims y Cremona, tratando temas doctrinales y de política eclesiástica. En el concilio de Reims se escuchó la negativa de Braga y Tarragona a aceptar el primado de Toledo. Donde él no llegó llegaron sus legados, que en Escocia, Irlanda, Inglaterra, Alemania y los reinos escandinavos fueron organizando diócesis, nombrando obispos, concediendo privilegios a monasterios y solucionando problemas matrimoniales de reyes y príncipes.
Durante este pontificado se organizó y desarrolló la segunda cruzada, con la participación de Luis VII de Francia y de Conrado de Alemania. La expedición fracasó en gran parte a causa de la equívoca actuación de los bizantinos, con lo que el rechazo del mundo latino hacia Bizancio aumentó y se radicalizó.
En una bula de 1153 aparece por primera vez el título de «Vicario de Cristo», que reivindica la función de máxima guía espiritual y que se debe, probablemente, a la influencia de los escritos de san Bernardo. Éste recalcó el poder supremo del papa, poder que era, sin embargo, esencialmente espiritual: «A Pedro —escribió a su discípulo Eugenio— nunca se le vio andar en procesión revestido con joyas y seda, ni coronado de oro ni sobre un caballo blanco ni rodeado de caballeros […] En todo esto eres heredero de Constantino y no de Pedro.»
Durante este pontificado el papa afirmó su autoridad en Irlanda, donde el legado de Roma presidió en 1152 un sínodo nacional en el que se decidió la organización de las diócesis irlandesas y se introdujo formalmente la liturgia romana. Otro legado papal decretó la independencia de la Iglesia noruega, creando el arzobispado de Trondheim con diez diócesis sufragáneas (1150), y en el mismo año un sínodo sueco, presidido por otro legado papal, promulgó diversos decretos romanos en los que se codificaba el derecho válido para la Iglesia escandinava.
Entre 1140 y 1150 se redactó el Decreto de Graciano, la primera colección sistemática de derecho canónico. Los historiadores consideran que con este papa termina la época de las reformas. Eugenio III murió en Tívoli el 8 de julio de 1153 y fue enterrado en San Pedro con solemne ceremonia. Este oscuro pero hábil discípulo de san Bernardo llevó siempre bajo la púrpura el hábito cisterciense. Las virtudes monacales le acompañaron durante su tempestuosa existencia y gracias a ellas pudo ejercer la fuerza de la resistencia pasiva que, según el historiador Gregorovius, ha sido siempre el arma más eficaz de los papas.
Anastasio IV (1153-1154) nunca se enfrentó a la constitución popular romana y pudo así permanecer pacíficamente en la ciudad durante el año y medio que duró su pontificado. Hizo trasladar a San Juan de Letrán el sarcófago de Elena, la madre de Constantino, para ser enterrado en él. Se trataba de un sarcófago imperial de pórfido, la piedra imperial por excelencia. De los datos que han llegado hasta nosotros, ésta fue seguramente su actuación más importante. Hoy se encuentra este sarcófago en el Museo Vaticano, a la vista de cuanto turista quiera acercarse. ¡Así pasa la gloria de este mundo! Ni emperatriz ni papa tienen asegurado el descanso, al menos en esta tierra.
Adriano IV (1154-1159), de nombre Nicolás Breakspear, dotado de extraordinaria energía, es el único papa inglés de la historia. Estudió en París y fue canónigo regular. Fue un hombre de acción, enérgico y decidido, de gran cultura y hábil orador.
Era abad de San Rufo, cerca de Avignon, cuando los monjes pidieron a Eugenio III que le depusiera de su cargo, descontentos por su rigor. El papa, que no pensaba igual, le pidió que se quedara con él. En 1150 se convirtió en cardenal y fue enviado a Escandinavia como legado pontificio (11521153). Organizó las provincias eclesiásticas de la Iglesia noruega, donde designó Trondheim como sede metropolitana al tiempo que garantizaba su autonomía económica. El éxito de su misión escandinava fue el motivo de que fuera elegido unánimemente como pontífice. Actuó con rigor cuando la violencia causada por la demagógica pero atrayente predicación de Arnaldo de Brescia se apoderó de Roma, llegando el papa a lanzar el interdicto contra la ciudad.
En 1155 coronó a Federico Barbarroja, hombre sin escrúpulos que estaba ya mostrando su disposición a actuar de manera autónoma sin tener en cuenta las disposiciones y los intereses del papado. Es verdad que cuando el Ayuntamiento de Roma le propuso ser coronado en el Capitolio, recordándole la grandeza de Roma, el emperador contestó con un escueto «Fuit» que señalaba que Roma ya no era lo que había sido. Fue coronado en San Pablo por el papa, pero resulta evidente que éste no podía confiar demasiado en la predisposición del emperador a defenderle de sus enemigos. Incluso cuando, poco después, el emperador apresó a Arnaldo de Brescia, que fue ejecutado por el prefecto de la ciudad, el emperador se preocupaba por sus intereses y no por los del papa.
Las relaciones con Federico Barbarroja estaban resultando, pues, complicadas. En Alemania Federico nombraba obispos devotos a su persona, se quedaba con el dinero de las sedes vacantes y llevaba a los tribunales imperiales las causas de los clérigos. El papa reaccionó, ante esta nueva página del enfrentamiento secular entre el sacerdocio y el Imperio, firmando un concordato en Benevento (1156) con Guillermo I de Sicilia, enemigo del emperador. Le ofrecía privilegios que habrían descompuesto a Gregorio VII, y transformó así las divergencias con el emperador en un enfrentamiento declarado. Poco después se vieron las consecuencias en Besançon, en un incidente provocado por el emperador contra los legados papales, que fueron maltratados y expulsados. Convencido de que debía la corona de Constantino sólo al poder de Alemania, pretendió domar la arrogancia del papa, quien le contraponía las ambiciosas ideas de Gregorio VII. Federico pareció aliarse con el Ayuntamiento romano hostil al papa, y éste se aproximó al Ayuntamiento de Milán y a otros igualmente hostiles al emperador. En 1156 el papa Adriano y el rey Guillermo de Sicilia firmaron un tratado en Benevento. Desde entonces los diplomáticos papales y sicilianos trabajaron con buen resultado y, en agosto de 1159, representantes de cuatro de los más acérrimos adversarios italianos de Federico (Milán, Crema, Brescia y Piacenza) se reunieron con el papa en Anagni. Allí, en presencia de los enviados del rey Guillermo, juraron el pacto inicial que había de convertirse en núcleo de la gran Liga Lombarda. Las poblaciones prometieron abstenerse de cualquier trato con el Imperio sin previo consentimiento por parte del papa, mientras que el pontífice, a cambio, se comprometió a excomulgar al emperador tras enviarle la acostumbrada notificación previa con cuarenta días de antelación. Con las espadas en alto por ambas partes, Adriano murió de una angina de pecho y fue sepultado en San Pedro.
Es en estos años difíciles cuando los canonistas de Bolonia, reconocidos por su ciencia, aportan su apoyo a la plenitud de potestad de la autoridad romana y consideran al papa Vicario de Cristo, precisamente por esta plenitud de potestad ejercida en todo el orbe cristiano.
Alejandro III (1159-1181), Rolando Bandinelli, estudiante y profesor de derecho en Bolonia, era favorable a la alianza con los normandos, en antítesis con la corriente curial que se mostraba favorable a alcanzar un acuerdo con el emperador. Las dos corrientes antagónicas presentes entre los veinticinco cardenales electores complicaron enormemente la elección del nuevo papa. De hecho se llegó a una doble elección, la de Octaviano de Monticelli, aristócrata muy relacionado con Federico Barbarroja, que tomó el nombre de Víctor IV, y la de Rolando Bandinelli.
Resultó épica la lucha de Alejandro, uno de los grandes papas medievales, con Federico Barbarroja, un choque tenaz entre teocracia y cesarismo, pero también entre libertad eclesiástica y predominio político. Lo que estaba en juego era la independencia de la Iglesia, que Federico deseaba someter a los concilios dominados por sus obispos y a la autoridad imperial. Estaban en juego todas las conquistas de Gregorio y de Calixto. El día de Jueves Santo, desde la catedral de Anagni, Alejandro lanzó la excomunión contra Federico Barbarroja, lo que equivalía en aquel momento a una verdadera declaración de guerra.
Contra el papa legítimo, Federico suscitó diversos antipapas. Siendo Roma una ciudad de fortalezas, propiedad de las grandes familias, podían convivir con ejércitos enfrentados papa y emperador, papa y antipapa. Alejandro se exilió a Francia, donde tantos antecesores suyos habían recibido fraterna acogida, y desde allí dirigió la Iglesia.
Toda la cristiandad se vio envuelta en el nuevo cisma. Por medio de una serie de concilios Alejandro logró la adhesión de los reyes de Francia, Inglaterra, Hungría, Escocia y los diferentes países cristianos de la península Ibérica. Incluso logró el apoyo de los senadores romanos. Mientras tanto, el sustento a los antipapas elegidos por Federico Barbarroja resultó siempre exiguo y fue disminuyendo con el paso del tiempo. El emperador los había mantenido como arma de presión y elemento de chantaje en sus conflictivas relaciones con Alejandro III. Eran papas imperiales, apenas en contacto con el resto de la Iglesia. Por su parte, al pueblo romano no le importaba mucho quién era el papa legítimo, sino de quién recibía más dinero.
En 1177, tras una malaria que diezmó su ejército y después de varias derrotas y calamidades, se reunieron en Venecia Federico y Alejandro. El emperador llevó las bridas del caballo del papa, en un acto de respeto que recuerda la actitud de Pipino cuatro siglos antes, y restituyó todos los bienes requisados durante el cisma.
Un año más tarde Alejandro volvía a su sede entre las aclamaciones de los romanos, y para señalar la normalidad de la situación y su decisión de seguir gobernando la Iglesia, reunió un nuevo concilio ecuménico (1179) al que asistieron más de trescientos obispos, con más de mil intervenciones y numerosas disposiciones, comenzando por una nueva regulación de la elección pontificia que exigía los dos tercios de los votos de los cardenales para considerar válido el resultado.
Su concienzudo gobierno de la Iglesia abarcó los diversos problemas de la época. En 1170 Tomás Becket, primado de Inglaterra, fue asesinado ante el altar de su catedral por instigación de Enrique II. Alejandro le canonizó cuatro años más tarde, y en 1175 canonizó también a Bernardo de Clairvaux, así como había canonizado en 1161 al rey inglés Eduardo el Confesor. Poco después reservó el derecho de canonización a la Santa Sede, un nuevo paso en la centralización eclesiástica. Desde ese momento los papas inscriben los nuevos nombres en el catálogo de los santos «por la autoridad apostólica» que sólo ellos ostentan. De las casi mil decretales pontificias del siglo XII que han llegado hasta nosotros, unas setecientas son de Alejandro, y la mitad de ellas tratan de asuntos ingleses.
Durante este pontificado los concilios «generales», presididos por el papa, no gozaron de plena autonomía. Ya no son los padres del concilio quienes determinan la ley, pues ésta emana del papa «en concilio». Es él quien legisla y el concilio sólo aprueba su ley. Innovación importante, que marcará de manera casi definitiva la historia de las fuentes del derecho canónico.
Concedió a Alfonso de Portugal el título de rey; condenó a cátaros y albigenses y prometió indulgencias a cuantos tomasen la cruz contra ellos; condenó los duelos; aprobó nuevas órdenes religiosas; fustigó el lujo de los obispos; elevó la diócesis de Upsala a sede metropolitana; prohibió que un sacerdote o prelado tuviera varios beneficios al mismo tiempo; reivindicó su papel como juez último en cualquier cuestión; y condenó la simonía de los puestos. No cabe duda de que este papa señaló a la Iglesia la dirección espiritual que debía marcar la vida de los cristianos.
Fue papa durante veintidós años, pero de ellos dieciocho fueron de cisma y durante más de la mitad vivió en el exilio. Su tenaz enfrentamiento con el emperador le consiguió fama y admiración en el pueblo cristiano, sobre todo a causa de la dignidad con la que afrontó tantos contratiempos.
Lucio III (1181-1185), de nombre Ubaldo Allucingoli, fue elegido en Velletri y allí mismo fue consagrado. Pudo permanecer en Roma sólo unos meses, y cuando se reiniciaron los conflictos con el Ayuntamiento romano, Lucio se vio obligado a residir en diversos lugares del Lacio, terminando en Verona, donde pasó los últimos meses de su vida.
No deja de resultar sorprendente la persistente debilidad de los papas ante los desafíos de sus súbditos, en un momento en el que su prestigio en la cristiandad se había consolidado, pero es que en Roma perduraba el espíritu libertario de Arnaldo, y cada pontífice debía combatirlo si quería lograr un ambiente tolerable. De lo contrario, se veía obligado a exiliarse.
Las relaciones entre el emperador y Lucio III fueron correctas, aunque el proyecto de matrimonio entre el hijo de Federico Barbarroja y Constanza, heredera de los normandos, las enturbió de nuevo, toda vez que la Curia Romana consideraba que ese matrimonio, que unía en una sola mano tierras que cercaban el Estado de la Iglesia, sólo podía complicar la precaria existencia del papado.
En 1184 lanzó desde Verona la decretal Ad abolendam, que instauraba una violenta represión contra todos los herejes amalgamados en un mismo saco («los cátaros, los patarinos, los que falsamente se llaman los humillados o los pobres de Lyon, los josefinos y los arnaldistas»). Esta amalgama ocultaba de hecho una sociedad dominada por la opacidad de la herejía. Quince años más tarde Inocencio III asimilará la herejía al crimen de lesa majestad, trasladando la realidad de la cruzada contra los herejes. En 1232 Gregorio IX instituyó una Inquisición pontificia con la misión de juzgar a todos los herejes en nombre de la Iglesia y del papa.
En su tumba, situada en Verona, se escribió la siguiente descripción: «Oh, Lucio, Luca te engendró, Ostia te dio el episcopado, Roma el papado, Verona la muerte. O, más bien, Verona te dio la verdadera vida, Roma el exilio, Ostia preocupaciones y Luca la muerte.»
Urbano III (1185-1187), de nombre Uberto Crivelli, arzobispo de Milán, hombre inflexible y violento, fue elegido en Verona y en esta ciudad permaneció enclaustrado durante los dos años que duró su pontificado, ya que las tropas imperiales y las de sus aliados dominaban las carreteras, impidiéndole realizar su deseo de dirigirse a Roma.
A pesar de las disputas y de las críticas relaciones con Barbarroja, tuvo que tragar la afrenta de que la boda de Enrique, hijo del emperador, y Constanza, se celebrase en la catedral de Milán, diócesis de la que seguía siendo obispo, incluso después de su elección. Naturalmente, su política antiimperial se enardeció aún más, intrigando y moviendo todos los hilos diplomáticos posibles con el fin de que las ciudades del norte italiano pasaran al bando contrario al Imperio.
Decidió ir a Roma por barco, vía Venecia. En el camino, a su llegada a Ferrara, se sintió enfermo y murió súbitamente. No tuvo ocasión de enterarse de que Jerusalén había caído en manos de Saladino.
Gregorio VIII (1187), llamado Alberto de Morra, estudió derecho en Bolonia y fue profesor en la misma universidad. Durante años permaneció en estado de permanente peregrinación debido a que los sucesivos papas le encargaron importantes legaciones en Inglaterra, Francia, Dalmacia, Hungría y, probablemente, Castilla. Estas misiones diplomáticas facilitaron su conocimiento de los problemas existentes en las diversas Iglesias. Fueron relevantes sus contactos con Enrique II de Inglaterra, tras la muerte de Tomás Becket, que desembocaron en la firma de un concordato que suavizó y recompuso la situación. Parece cierto que fue él quien elaboró la «Regla» de la orden militar española de Santiago, muy relacionada con el espíritu de las órdenes de canonicales tan en boga en aquel siglo.
Su brevísimo pero intenso pontificado de cincuenta y siete días parece señalar un viraje político y eclesial delineado en cuatro direcciones fundamentales: conseguir la paz con el Imperio y con el Senado romano, reformar internamente la Iglesia, reformar la Curia y organizar una nueva cruzada que fuese capaz de recuperar la ciudad santa de Jerusalén. Los cardenales hicieron voto de vivir de limosna y no montar a caballo hasta que se recuperase la ciudad en la que murió Jesucristo.
Clemente III (1187-1191), cuyo verdadero nombre era Paolo Scolari, fue elegido en Pisa sin estar presente en la elección a causa de una enfermedad, y entabló inmediatamente relaciones con los romanos porque ardía en deseos de asentarse en la ciudad.
Llegó a un acuerdo insatisfactorio con el emperador y restableció el Estado de la Iglesia, aunque ni Barbarroja ni Enrique VI estaban dispuestos a admitir su total soberanía. Tanto uno como el otro se consideraron príncipes universales y sucesores de los antiguos césares romanos, de forma que difícilmente podían ver a los papas como autónomos e independientes de su poder. Esta situación se complicó cuando Enrique VI, aspirante al reino de Sicilia, que podía corresponder por herencia a su mujer, dejó claro que no estaba dispuesto a reconocer la soberanía feudal de la Iglesia sobre el reino.
Envió legados a los reyes para animarles a tomar parte en la cruzada. Federico Barbarroja tomó solemnemente la cruz y, acompañado por obispos y caballeros alemanes, además de por un inmenso ejército, se dirigió a Tierra Santa. Felipe II Augusto de Francia y Ricardo Corazón de León se agregaron un año más tarde, viajaron juntos una parte del camino, cercaron y conquistaron San Juan de Acre, y discutieron y rivalizaron entre sí con pasión cuando más necesaria era la concordia.
Conviene recordar el caso de Ricardo Corazón de León. En Inglaterra existía un fuerte espíritu autonomista en materia eclesiástica, compartido por los reyes, los obispos y el clero, a pesar de la tradicional afirmación y aceptación de la autoridad romana sobre la Iglesia de los ingleses. No obstante, cuando Ricardo partió para la cruzada en 1191, dejó sus dominios bajo la protección de la Iglesia romana.
En esta tercera cruzada murió ahogado el indómito Federico Barbarroja (1190) al vadear el río Selef, desapareciendo súbitamente entre las aguas, de donde fue extraído ya cadáver. Desalentados con tal pérdida, muchos miembros de su ejército se volvieron atrás. Con la mayor parte siguió adelante Federico de Suabia, llevando consigo el cuerpo de su padre hasta Antioquía, donde le dio sepultura.
Clemente nombró cardenales a un grupo compacto de clérigos romanos, generalmente pertenecientes a importantes familias, con el propósito de robustecer la autoridad y el influjo de la Curia en su crónico enfrentamiento con el Ayuntamiento de Roma, que en la constitución de 1188 había conseguido una autonomía antes impensable.
Algunos historiadores comentan que a este papa le gustaba mucho el dinero y que ésta fue la causa de la mala opinión que de él tenían en no pocos lugares. Es verdad que encontramos algunos juicios negativos y que la situación financiera de la Curia fue casi desesperada, sobre todo después del oneroso acuerdo con los romanos, pero los documentos existentes sobre este tema son casi nulos.
Celestino III (1191-1198) tenía casi noventa años al ser elegido papa de compromiso, para evitar un cisma entre los cardenales. En cualquier caso se pretendía que el suyo fuera un gobierno de transición, pues dada su edad no era previsible un pontificado tan largo. Había estudiado teología y dialéctica con Abelardo en París y defendió al maestro de los ataques de san Bernardo en el concilio de Sens (1140).
En 1154 visitó los reinos hispanos como legado pontificio, con el encargo de predicar la lucha contra los moros, de recomponer los desencuentros entre príncipes y obispos, y de mejorar la disciplina del clero. Veinte años más tarde volvió a Castilla para solucionar la permanente querella entre Braga y Toledo, ambas con el título de ciudad primada de las Españas, y ambas con la ambición de mantener su preponderancia.
Tras su elección fue ordenado sacerdote y consagrado obispo. Encontró dificultades sin cuento en su relación con los cardenales, bien porque éstos esperaban su muerte y no estaban dispuestos a cambiar su modo de proceder, bien porque algunos vivían indebidamente. De hecho, un grupo de cardenales se declararon en huelga y no colaboraron con él, obligando a Celestino a nombrar seis nuevos cardenales de vida digna y fieles a su política.
Mejoró la situación económica de la Curia gracias, sobre todo, a que se encargó de elaborar una relación de datos que agrupaba todos los países, diócesis, abadías y personas que tenían que pagar una pensión anual a la Curia por los más diversos motivos. Precisamente una de las causas de la dificultad financiera de la Curia se debía a la carencia de una documentación completa capaz de sostener sus derechos y sus reivindicaciones financieras. Este Liber censuum contiene además contratos de alquiler desde el siglo VIII, donaciones y privilegios a partir de la época carolingia, juramentos feudales de los normandos, tratados concluidos con los príncipes, señores y ciudades, pactos estipulados por los papas con los emperadores y con Roma, así como fórmulas de juramento de los obispos, jueces y senadores.
Por otra parte la actividad administrativa y judicial de la Iglesia romana era relevante, y cada día más asuntos de los cristianos y de la Iglesias locales dependían de las decisiones de Roma. Las decisiones relacionadas con el derecho canónico, las diócesis y demás instituciones eclesiásticas seguían sobre todo el decreto de Graciano y las normas y decisiones de los canonistas contemporáneos que, a su vez, tenían en cuenta las decisiones y el modo de proceder de la Curia Romana.
Cuando Ricardo Corazón de León, a su vuelta de Tierra Santa, fue capturado y apresado, Celestino se encontró en el deber moral de tutelar al prisionero frente al emperador y al rey francés, con los cuales mantenía relaciones harto difíciles, sin turbar el frágil equilibrio de fuerzas entre el Imperio Germánico, Francia e Inglaterra. Era un asunto en el que la Iglesia ponía en juego su propia seguridad.
Al final de su vida sucedió lo que se ha repetido con otros papas: sus capacidades físicas y psíquicas disminuyeron, y fue su entorno quien decidió y gobernó en su nombre, con consecuencias no siempre felices.
Coronó emperador a Enrique VI (1191) sin mucho entusiasmo, pero apoyó a Tancredo como rey de Sicilia. Éste, por su parte, pagó al papa el censo debido como reino vasallo. Sin embargo, la muerte de Tancredo (1194) facilitó la unión de Sicilia y el Imperio, de forma que el papa se encontró cercado por tierras imperiales, precisamente la situación que siempre habían temido los papas. La muerte inesperada de Enrique en Messina, a los treinta y dos años, pareció liberar a la Curia de muchas de sus angustias, al menos por un tiempo pero, ni corto ni perezoso, Celestino invitó a los ciudadanos a liberarse de la tiranía alemana.
A finales de 1191 envió como legado a los reinos ibéricos a su sobrino, cardenal de Sant’Angelo, con el fin de reforzar el espíritu de la reconquista, aparentemente debilitado. Los diversos reinos cristianos peninsulares se enzarzaban en discordias recíprocas en lugar de luchar contra los infieles, y para combatir entre sí no dudaban en concluir treguas con los mismos sarracenos. Celestino ordenó al episcopado ibérico intervenir ante los reyes hispanos exigiéndoles la inmediata ruptura de dichas treguas y la búsqueda de vínculos de paz mutuos. Quienes no admitieran esta exigencia serían excomulgados. Pidió también a todos los cristianos y a los miembros de las órdenes de caballería, los monjes soldados medievales, que continuasen combatiendo a los infieles sin tener en cuenta la inconstancia pecaminosa de sus soberanos. Quienes aceptasen la llamada del papa recibirían las indulgencias y los privilegios equivalentes a los de los cruzados de Tierra Santa. Se trató de una decisión autoritaria que, de hecho, sustituyó a la de los monarcas de estos reinos.
El papa se encontraba cansado y decidió abdicar, pero puso como condición que los cardenales eligiesen a su hombre de confianza, Juan de San Pablo. Los cardenales rechazaron de plano la singular propuesta. Pocas semanas más tarde moría Celestino.
Inocencio III (1198-1216), de nombre Lotario de Segni, estudió teología en París, entonces centro intelectual de Occidente, y derecho en Bolonia. Tenía una inteligencia rápida, una capacidad oratoria sobresaliente y buen sentido del humor. Escribió obras de carácter espiritual, de teología de los sacramentos y de derecho matrimonial y familiar que denotaban una capacidad intelectual notable y su dominio de las corrientes intelectuales del momento.
Siendo estudiante había peregrinado a la tumba de Tomás Becket, el mártir defensor de los derechos espirituales de la Iglesia contra la prepotencia de los gobernantes seculares. Mantendría esta misma preocupación a lo largo de toda la vida.
Fue elegido el mismo día en que murió Celestino III, con el Imperio enfrascado en una grave crisis tras la inesperada muerte de Enrique VI. La Iglesia aprovechó ese momento de libertad para fortalecerse no sólo en su enfrentamiento con el Imperio, sino también en una realidad desconcertante caracterizada por la multiplicación de movimientos heterodoxos y de inquietudes religiosas contradictorias. Inocencio era el más joven de los veinticuatro cardenales, pues tenía treinta y siete años al ser elegido. Sobrino de Clemente III, poseía una buena formación teológica y jurídica y conocía bien la administración de la Curia.
Cada pontificado comenzaba con una liturgia compleja, con dos ceremonias esenciales, la toma de posesión del Laterano y la consagración y coronación en San Pedro. Tras su elección el papa recibía el manto rojo y elegía un nuevo nombre. En la basílica de Letrán debía sentarse en tres sedes o sillas. La primera, de piedra, todavía conservada en el claustro, estaba situada ante el pórtico. Tras sentarse, el elegido recibía del Camarlengo tres puñados de monedas, que las arrojaba al pueblo mientras decía: «Esta plata y este oro no me han sido dados para mi satisfacción; cuanto tengo os lo entregaré.» Después el papa entraba en la basílica, se sentaba en la sede patriarcal, que se encontraba en el coro, y recibía el beso de la paz de los cardenales. Finalmente, en una tercera sede de mármol rojo, recibía las llaves de la basílica y del palacio.
En San Pedro era consagrado —si no era obispo— y coronado mientras el cardenal diácono recitaba la fórmula: «Acepta la tiara y sé consciente de que eres el padre de los príncipes y de los reyes, el gobernante del mundo, el vicario en la tierra de Nuestro Salvador Jesucristo, a quien se debe honor y gloria por toda la eternidad.» A los dos años de la elección de Inocencio III, el Estado eclesiástico había adquirido la dimensión que tenía al tiempo de la donación de Pipino, y el papa no sólo fue reconocido como su señor por estos territorios, sino que también fue aceptado como protector de Italia.
La concepción eclesiológica que comportaba el vicariato de Cristo se convirtió en una idea central para él: el papa se encontraba «entre Dios y el hombre, entre Dios y sobre el hombre, más pequeño que Dios y más grande que el hombre, juez de todos y no juzgado por nadie, a excepción de Dios». En sus teorías, expuestas en numerosas decretales, y en su actuación práctica se sirvió de las tesis sobre el primado pontificio elaboradas por los canonistas de los últimos decenios, que fundaban el poder del papa en los principios monárquicos propios del derecho imperial romano. Para Inocencio III la posición única del papa se fundaba en los poderes que sólo a él pertenecían, pero este primado se enfrentaba con la conciencia cada día más asentada de poder autónomo y no subordinado de los poderes seculares. Con este papa, la «plenitud de la potestad» se convierte en un término técnico que define y fundamenta las atribuciones intransferibles y únicas de la soberanía pontificia. En este sentido intervino con frecuencia como pacificador en las cuestiones temporales, recordando la importancia de la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.»
Este poder invasor de los últimos papas ocasionó innumerables protestas de los obispos contra los abusos de las exenciones, «verdadera peste que enriquece a Roma y empobrece a las diócesis, y que favorece el desorden en nombre de la libertad». Denunciaban la multiplicación de los privilegios y la explotación de los beneficios eclesiásticos en provecho de unos pocos, a causa del negocio de las provisiones pontificias.
Gozó de la extraordinaria ocasión de coincidir y tratar personalmente con Francisco de Asís y con Domingo de Guzmán, y de aprobar sus nuevas órdenes. Inocencio III y san Francisco podrían ser dos caras de una moneda que simbolizara aquella época. En realidad son dos aspectos a menudo contradictorios y complementarios de una misma Iglesia: el poder y la pobreza, el dominio y la fraternidad, el orgullo de los poderosos y la humildad de los «mínimos» y de los marginados. Todos dicen actuar para mayor gloria de Dios, aunque no todos parecen igualmente evangélicos. Probablemente Inocencio comprendió y sintonizó mejor con la inteligencia práctica y con los proyectos apostólicos de Domingo de Guzmán que con los sueños y los ideales místicos de Francisco de Asís, pero protegió a ambos. El nuevo monacato se colocó en el núcleo interno de la actividad ciudadana, se mezcló con el pueblo, acogió en su seno incluso a los laicos bajo la fórmula de terciarios, se acercó a todas las variantes de la vida civil y alcanzó una fuerza extraordinaria.
La cuarta cruzada fue predicada por Inocencio III contra Egipto, pero quedó marcada por la sangrante toma de Constantinopla en 1204 y por la opresión y la humillación del gran imperio cristiano oriental por parte de los occidentales. Entre Bizancio y Roma los problemas religiosos resultaron desde ese momento secundarios en comparación con el inmenso foso político y mental que ha resultado, a lo largo de los siglos, insuperable.
Convocó este papa el cuarto concilio de Letrán (1215), que se caracterizó por su novedosa orientación pastoral: la predicación al pueblo, la administración de los sacramentos, la instrucción religiosa de los creyentes, la pastoral de los enfermos, los impedimentos matrimoniales, la veneración de las reliquias y la formación moral y doctrinal del clero. Constituyó un programa exigente y completo de actividad pastoral que para conseguir resultados eficaces tenía que ser aplicado a través de sínodos diocesanos bien preparados, condición que con frecuencia no se cumplió.
Su decisión de acabar con los herejes que proliferaban en el norte de Italia y en el sur de Francia fue igualmente constante y enérgica. Promulgó la cruzada contra los cátaros y albigenses, extendidos sobre todo en el sur de Francia alrededor de Toulouse. Esta cruzada degeneró en una guerra cruel centrada en la caza y exterminio de herejes.
Las líneas maestras de este pontificado, que sin duda resultó muy importante, fueron las relaciones con el Imperio y con los Estados vasallos de la Iglesia (en 1213 Juan sin Tierra enfeudó Inglaterra a la Iglesia romana), la cruzada, la lucha contra la herejía, la reforma religiosa, el desarrollo de las órdenes mendicantes (franciscanos y dominicos) y la celebración del concilio de Letrán.
Canonizó en 1197 a Omobono Tucenghi, comerciante, casado y padre de familia, dedicado fundamentalmente al trabajo y a la vida apostólica. Esta canonización constituyó sin duda un hecho revolucionario en una mentalidad imbuida de espiritualidad monacal, que difícilmente aceptaba que un laico casado pudiera alcanzar la santidad.
En 1199 promulgó la Constitutio pro iudeis, aplicable en todas las naciones cristianas. En ella se detallaban las leyes promulgadas en siglos anteriores según las cuales se otorgaba a los judíos, a cambio del abono de la capitación, un permiso indefinido de residencia, propiedad, comercio y justicia aplicada por ellos mismos, aunque no podían obtener la propiedad sino la posesión de tierra, ni ingresar en corporaciones de oficios o participar en la vida ciudadana. La constitución pontificia, siguiendo la doctrina de san Agustín, aseguraba que los judíos debían ser admitidos y amparados en los reinos cristianos porque, siendo custodios de la Escritura en su versión original, portaban consigo la confirmación de que las promesas de Dios se habían cumplido y el Mesías había venido ya.
Creó treinta cardenales, entre los que se encontraba el español Pelagio, a quien confió la dirección del ejército en la quinta cruzada. Residió generalmente en el palacio de Letrán, pero también en el Vaticano, donde levantó una torre. De sus doscientos veinte meses de pontificado residió en Roma ciento sesenta, y el resto, sobre todo durante el verano, en localidades más agradables del patrimonio de San Pedro.
En 1204 Pedro II de Aragón peregrinó a Roma, fue recibido solemnemente a las puertas de la ciudad y ungido, coronado e investido de las insignias reales por parte del papa. Por su parte, Pedro II juró obediencia a la Iglesia romana y ofreció su reino al apóstol san Pedro y se comprometió a pagar a la Santa Sede un canon anual. Se trató de la primera unción y coronación de un rey aragonés. Al morir este soberano dejó a Inocencio como tutor de su hijo Jaime, de seis años, tutoría ejercida por el papa con seriedad y eficacia.
El 4 de octubre de 1209 Otón IV fue coronado emperador en San Pedro. Otón había prometido al papa —con el fin de conseguir el Imperio— cumplir todos sus deseos, pero no tardó sino unos días en faltar a sus promesas y en actuar contra los intereses pontificios. Atacó, como antes sus predecesores, la supremacía pontificia en su talón de Aquiles, es decir, en el patrimonio temporal. «He jurado —declaró más tarde— tutelar la majestad del Imperio y reivindicar todos los derechos perdidos; no he merecido la excomunión, no he atacado el poder espiritual, que más bien intento proteger; pero como emperador quiero juzgar las cosas temporales en todo el Imperio.» Otón avanzó triunfante hacia el sur, conquistó Nápoles e invadió Sicilia, feudo del papa, donde reinaba el joven Federico, hijo de Enrique VI. Inocencio excomulgó a Otón y ofreció el Imperio a Federico, desatando así unos vientos que iban a zarandear la Iglesia romana durante decenios.
A su muerte, en Peruggia, durante la noche del 16 al 17 de julio, algunas personas le despojaron de los ornamentos preciosos con los que debía ser enterrado y su cadáver quedó abandonado en la Iglesia, casi desnudo y en estado de descomposición. Una vez más, lo mismo que sucederá mucho después con Inocencio X o con Pío XII; un observador discreto puede plantearse la breve duración de la vanidad de las glorias de este mundo, incluidas las pontificias.
Honorio III (1216-1227), de edad avanzada, carácter sencillo, benigno y generoso con los pobres, había demostrado en los puestos que ocupó anteriormente su enorme capacidad administradora, consiguiendo ingresos económicos más saneados y continuos para una Curia siempre necesitada de dinero. Elegido tras un breve cónclave celebrado en Peruggia, declaró que continuaría las líneas maestras del pontificado precedente.
Tal vez el objetivo principal de este pontificado fue la preparación de la cruzada proclamada por su antecesor y anunciada en el cuarto concilio lateranense, aventura que condicionó muchas de las actuaciones del nuevo pontífice. Envió legados a los diversos países con el fin de que se restableciese la paz en la cristiandad, de forma que sus dirigentes pudieran acudir a la cruzada, y urgió a Federico II a que cumpliese su juramento de prestar su ejército para liberar Oriente, llegando a amenazarle con la excomunión si no cumplía. Esta cruzada resultó un rotundo fracaso, y desde ese momento Occidente tuvo pocas ganas de emprender nuevas acciones en Oriente, a pesar de que los papas lo intentaron una y otra vez.
Gracias a su abuelo materno, Roger II de Sicilia, y a su niñez en la cosmopolita Palermo, Federico II había desarrollado una sorprendente curiosidad intelectual y una familiaridad con cinco lenguas y culturas europeas, además de con el árabe, todo lo cual le convirtió en una de las personas más cultas y atractivas de su época y le hizo ganar el título de «Stupor Mundi» o «Maravilla del Mundo». Por otra parte, y dada su afición a la magnificencia y el boato —la exótica colección de animales con la que solía viajar constituía una permanente causa de asombro para sus súbditos—, se sentía fascinado ante la belleza de las ciudades y las regiones italianas.
Las relaciones del papa con Federico II, que vivió la mitad de su vida en el Mediterráneo y era medio siciliano, y a quien coronó emperador en 1220, estuvieron marcadas por engaños permanentes, rechazo mutuo, incomprensión y odio. Se dijeron de todo e intentaron repetidas veces aniquilarse mutuamente. Federico reconoció en un principio la soberanía de los papas sobre amplios territorios de Italia central, algo que sus antecesores se habían negado a reconocer, pero al mismo tiempo la evidencia de que, en contra de sus promesas, unía en su persona el Imperio y el reino siciliano mantuvo el temor pontificio ante cualquier posible prepotencia imperial. La desconfianza mutua fue la causa de la incomprensión.
De todas maneras el mayor peligro inmediato para Honorio provenía del renovado deseo de los romanos de gozar de una mayor autonomía política, casi desaparecida durante el pontificado anterior. Honorio tuvo que abandonar Roma en diversas ocasiones a causa de los levantamientos y exigencias de los ciudadanos.
Durante este pontificado se construyó el espléndido claustro de San Juan de Letrán, que todavía hoy podemos admirar. En 1222 entregó a los dominicos el complejo de Santa Sabina, que sigue siendo la casa generalicia de esta orden. En 1216 aprobó la regla y confirmó la orden de estos religiosos, y favoreció la asimilación de los franciscanos a las órdenes religiosas ya existentes. Tres años más tarde aprobó la regla de los carmelitas.
Gregorio IX (1227-1241), de nombre Ugolino Segni, estudió teología en París y fue creado cardenal por su pariente Inocencio III el mismo año en que fue elegido papa. De carácter inflexible y costumbres puras, experto en derecho civil y canónico, fue también buen diplomático y componedor.
Canonizó a san Francisco (1228), san Antonio de Padua (1232) y santo Domingo (1234), a quienes conoció personalmente. Tanto los frailes menores como los dominicos le deben una comprensión interiorizada del significado de ambas órdenes y de la importancia que podían adquirir para el desarrollo de la vida cristiana. A él se debió el giro menos riguroso y más institucional que fue tomando el franciscanismo a la muerte de su fundador.
En 1277 Gregorio IX creó la diócesis de los cumanos, que confió a Thierry, prior de los dominicos de Hungría. Esta diócesis era totalmente original en comparación con las estructuras habituales y las tradiciones de la cristiandad, pues no tenía la sede en ninguna ciudad grande. En realidad ni siquiera era fija, sino que los sacerdotes seguían los desplazamientos de los rebaños, en un ejemplo de adaptación de la misión evangelizadora a un género de vida muy particular. Por otra parte el papa pensaba utilizar el país de los cumanos para lanzar, a través de las llanuras, una cruzada en auxilio de georgianos y armenios, víctimas constantes de los ataques de los turcos de Anatolia.
Sus relaciones con el Imperio y con algunas ciudades italianas del norte resultaron conflictivas dentro del crónico enfrentamiento entre güelfos y gibelinos, es decir, entre imperiales y papalinos, rivalidad que se prolongó durante más de dos siglos. Gregorio excomulgó al emperador por no haber cumplido su promesa de participar en la cruzada. Hay que reconocer que nunca tuvo Federico deseos de participar en la misma, a pesar de lo cual se comprometió varias veces. En 1227 llegó a embarcar en Brindisi, pero a los pocos días, ante el estupor de todos, volvió a tierra con una excusa que no fue creída. Lo curioso del caso fue que Federico participó finalmente en la cruzada (1229), pero ahora en contra de los deseos del papa y con la excomunión a cuestas. Sus frutos fueron fundamentalmente políticos y económicos, pero el desconcierto en la cristiandad estaba servido.
En 1241 el emperador se opuso a la celebración de un concilio convocado por el papa, ya que temía ser condenado, y cerró los pasos de Francia y Alemania a Italia, impidiendo de esta forma la participación de los obispos europeos. Génova fletó algunos barcos que trasladaron a estos obispos, pero Federico aprisionó a más de cien de ellos. El concilio no llegó, pues, a reunirse, y el emperador con su ejército se dirigió a Roma con las peores intenciones imaginables. Fue entonces cuando el viejo papa murió a las afueras de la ciudad. Todas las promesas de Federico de mantener la soberanía pontificia en Sicilia, de respetar los derechos de la Iglesia y de defender la integridad del patrimonio pontificio resultaron falsas.
Gregorio organizó el tribunal de la Inquisición (1231) y ofreció a los dominicos su dirección (1233). En estos mismos años los herejes fueron procesados en masa en Roma y no faltaron hogueras en las que ardieron los más recalcitrantes. El ayuntamiento colaboró con la Inquisición y se convirtió en su brazo armado.
Al dominico español san Raimundo de Peñafort encomendó la compilación sistemática del código de las Decretales. Los cinco libros resultantes forman la continuación del decreto de Graciano. En 1241 escribió una carta al arzobispo Sigurd señalándole que no se podía bautizar con cerveza.
Celestino IV (1241), de nombre real Godofredo de Castiglione, era sobrino de Urbano III y monje cisterciense o, al menos, estudiante en la abadía cisterciense de Hautecombe. A la muerte de Gregorio IX, Federico II mantuvo prisioneros a dos cardenales. Los diez cardenales restantes exigieron su liberación, pero no consiguieron nada. Dudaron indefinidamente y demoraron la elección hasta que los romanos, hartos de tal situación, los encerraron bajo llave en un monasterio. Esta clausura forzada de sesenta días suele ser considerada como el primer cónclave de la historia.
Este pontificado fue uno de los más breves, sólo diecisiete días. Parece que Celestino cayó gravemente enfermo dos días después de la elección y ni siquiera pudo ser consagrado.
Inocencio IV (1243-1254), cuyo nombre real era Sinibaldo Fieschi, estudió derecho en Bolonia y realizó una brillante carrera en la Curia Romana. Fue elegido tras dos años de sede vacante, uno de los periodos más largos de la historia.
Las pésimas relaciones con Federico II, que sitiaba Roma, movieron al nuevo papa a abandonar la ciudad y, pasando por Génova, dirigirse a Lyon, donde convocó un concilio que se celebró en 1245. Asistieron unos 240 obispos, muchos de ellos hispanos, y estuvo marcado no sólo por los problemas políticos, sino también por otros más propios de la Iglesia: los pecados del clero, la ocupación de Jerusalén y la derrota del ejército cristiano por parte de los musulmanes, la invasión mongola de Rutenia y la persecución de Federico II a la Iglesia, fuente de permanentes divisiones en las comunidades eclesiales alemanas.
Una vez más el enfrentamiento entre Imperio y sacerdocio se traducía en virulencia y confusión. Inocencio excomulgó de nuevo a Federico II y a su hijo Conrado IV, y depuso al primero en la última sesión del concilio «porque perjuró muchas veces, violó temerariamente la paz establecida entre la Iglesia y el Imperio, perpetró también sacrilegio, haciendo apresar algunos cardenales de la Santa Romana Iglesia y otros prelados y clérigos, tanto religiosos como seculares, que venían al concilio convocado por nuestro predecesor, y es sospechoso de herejía, no con indicios leves y dudosos, sino graves y evidentes». San Luis, rey de Francia, pretendió mediar, pero la cristiandad se mostró indiferente a esta nueva escaramuza y ningún obispo alemán le defendió. El 13 de diciembre de 1250 murió Federico en el sur de Italia de una infección intestinal, arrastrado por la «envidia de la muerte», según escribieron sus cronistas. Para Gregorovius fue el hombre más completo y más genial de su siglo, y aunque podamos dudar de la exactitud de su juicio, no cabe duda de que con él acabó un modo de interpretar el Imperio y de concebir la Iglesia como un apéndice de ese Imperio. Aunque tal vez ésa haya sido la tentación de todo poder terreno.
Con ocasión de la visita de Inocencio a la abadía de Cluny (1246), los cardenales vistieron por primera vez el sombrero rojo o capelo que el papa les había concedido en el concilio. La explicación que entonces se dio fue que los cardenales tenían que ofrecer su vida hasta la efusión de su sangre en defensa del cristianismo. Bella metáfora para purificar una ambición antigua. En efecto, hasta ese momento la púrpura era exclusiva del papa, y durante mucho tiempo los cardenales pidieron a los sucesivos pontífices el privilegio de poder utilizarla también ellos. Ese año lo consiguieron.
Durante los seis años de residencia en Lyon, este papa estableció la identificación entre «limina» —sepulcro de los apóstoles— y residencia del papa. Allí donde estaba el papa estaba Roma. De esta manera, al papa se le identificaba con la Iglesia y, de alguna manera, se convertía en el Cristo visible en la Tierra.
En los primeros meses de 1253 la corte papal se transfirió a Asís, instalándose en el convento de San Francisco, donde consagró la basílica superior. Visitó dos veces a santa Clara en San Damián, y el 9 de agosto, dos días antes de su muerte, aprobó su regla, la primera escrita por una mujer, y para mujeres, en la historia de la Iglesia. El 12 de agosto, Inocencio, con los cardenales y la Curia, acudió a San Damián para participar en los funerales. Cuando se inició el oficio de difuntos el papa pidió que se celebrara el de las vírgenes, dando a entender que quería canonizarla antes de enterrar su cuerpo. El cardenal ostiense objetó que en esa materia había que proceder con prudencia, y de hecho fue celebrada la misa de difuntos, pero dos meses más tarde Inocencio inició el proceso de canonización, que fue concluido dos años más tarde por su sucesor, Alejandro IV.
Inocencio demostró interés por Oriente y, en general, por los pueblos no cristianos. Se sirvió de franciscanos y dominicos como enviados suyos a diferentes cortes exóticas con el fin de establecer relaciones. Su consejero Lope Fernández de Ayn visitó el norte de África para conseguir del califa la libertad de culto en su reino. En 1249 subvencionó a diez estudiantes para que estudiaran en París el árabe y otras lenguas orientales.
A mediados del siglo se enconó el conocido conflicto entre profesores seculares y mendicantes en París por cuestiones de competencia. Inocencio apoyó a los últimos, acusados de poca ortodoxia por los seculares, pero siguiendo las indicaciones de éstos les puso algunas restricciones. Los enfrentamientos de unos y otros continuaron hasta que Alejandro IV dictaminó definitivamente sobre el tema (1255). De vuelta a Roma, el papa optó por residir en la colina vaticana. Construyó junto a San Pedro un palacio, una torre con habitaciones, y compró varias viñas que alegraban los alrededores del palacio. A su muerte se repitió lo que había sucedido con Inocencio III y con otros papas: su cadáver fue depositado sobre la paja, desnudo y abandonado por todos. ¿Por qué lo hacían? ¿Por conservar un recuerdo, una reliquia del difunto? Creo que no hay que confundir piedad con pillaje.
La muerte de Conrado IV (1254) puso fin a la gran lucha del pontificado con el Imperio, aunque se mantuvo todavía el permanente conflicto de las relaciones entre Sicilia y el pontificado. Las relaciones del Imperio con Italia y con los papas constituyen una página apasionante de la historia europea que duró siglos y provocó luchas y enfrentamientos sin cuento. La admiración y el desprecio por Italia y los italianos corrieron parejos.
Probablemente Alemania ganó poco en esta turbulenta historia, pero los emperadores quedaron subyugados por el mito, por el clima y por la civilización latina. Los papas se encontraron inmersos en una complicada maraña, a menudo superior a sus fuerzas, y gastaron energía e ingenio en una interminable confrontación cuyos frutos resultaron agridulces. Roma fue europea en gran parte gracias al Imperio, y no quedó engullida por la política provinciana italiana gracias al Imperio, pero el coste que tuvo que pagar fue considerable.
Alejandro IV (1254-1261). Rinaldo, conde de Segni, fue elegido papa en Nápoles, donde había muerto Inocencio IV. De carácter mediocre y vacilante, tal vez fue elegido por sus anteriores buenas relaciones con el emperador, pero fue incapaz de afrontar con visión y energía los problemas de su tiempo.
Se mostró neutral entre los dos pretendientes al título imperial: Alfonso X de Castilla, casado con Beatriz de Suabia, prima de Federico II, y Ricardo de Cornualles, hijo del rey inglés y cuñado de Federico II. Sus simpatías parecían orientadas claramente hacia el primero, aunque en un tiempo posterior pareció cambiar de opinión para favorecer al segundo. Mientras tanto, Manfredo, hijo ilegítimo de Federico II, aprovechando que Corradino, hijo de Conrado IV, tenía sólo dos años y se encontraba en Alemania, usurpó el trono y se hizo coronar en Palermo (1258).Alejandro lo excomulgó y lanzó el interdicto sobre los obispos y las ciudades que hubiesen reconocido su autoridad.
Fue el gran protector de los franciscanos en un momento de dolorosa división interna de éstos entre espirituales y conventuales, escisión que flagelará esta orden durante el siglo siguiente. Canonizó a santa Clara (1255) y nombró a Alberto el Grande, uno de los teólogos más importantes del Medioevo, obispo de Ratisbona.
Nació en su tiempo el poderoso movimiento de los flagelantes, uno de los fenómenos más desconcertantes de toda la Edad Media, de componente social y religioso, que buscaba una mayor interiorización de la fe, pero que con frecuencia se transformaba en movimientos revolucionarios. Las peregrinaciones de los flagelantes constituían la expresión popular de una miseria general, la protesta desesperada y la expiación colectiva de los hombres de aquel siglo, tan cautivados todavía por la psicosis masiva que había dominado la generación de las cruzadas.
Urbano IV (1261-1264), de nombre Santiago Pantaleón, francés, hijo de un zapatero de Troyes, estudió en París, fue obispo de Verdún y legado pontificio en Tierra Santa. Allí tuvo que recomponer las buenas relaciones entre los cruzados, enfrentados entre sí por motivos de prestigio e intereses.
Fue elegido en Viterbo por los ocho cardenales participantes sin ser cardenal y, por consiguiente, sin haber participado en el cónclave. Él se encontraba casualmente en la Curia para tratar de asuntos de Tierra Santa, y ciertamente resultó para todos una sorpresa la elección de un desconocido tras tres meses de incertidumbre. Fue un hombre enérgico, capaz de salvar al papado de su política sin rumbo.
Al no ser italiano ni haberse formado en Italia, su comprensión de los problemas que afectaban a la Santa Sede y su libertad particular era diferente a la corriente. Creó catorce cardenales, de los cuales varios eran franceses. Decidido a no reconocer a Manfredo como rey de Sicilia, optó por un candidato galo para este trono, Carlos de Anjou, hermano de san Luis, rey de Francia, medida que a la larga resultará de consecuencias muy negativas. Pensó que al introducir en Sicilia una dinastía extranjera acababa con la pesadilla de los alemanes y se ganaba la lealtad feudal y el agradecimiento de los nuevos dirigentes. En realidad sustituyó a un déspota por otro.
Recuperó el dominio de buena parte del Estado pontificio y mejoró sustancialmente las finanzas papales. Para conseguirlo cambió a los tradicionales banqueros romanos por otros de Siena. Cuando los dos candidatos al Imperio le nombraron árbitro de sus disputas, dio largas al asunto, provocando amargas quejas de Alfonso X, que se mostraba ilusionado con su aspiración hasta extremos desconcertantes.
Urbano nunca llegó a entrar en Roma, residiendo entre Viterbo y Orbieto. Finalmente murió en Peruggia, ciudad que consideraba más segura. Durante su estancia en la Curia, santo Tomás de Aquino fue su consejero teológico. En 1264, impresionado por el milagro de Bolsena, en el cual un sacerdote que celebraba la misa vio correr sangre de la forma consagrada, instituyó la fiesta del Corpus, que inmediatamente se implantó en toda la cristiandad y dio lugar a la celebración de uno de los días más solemnes y populares de la vida cristiana.
Clemente IV (1265-1268), de nombre Guy Foucois, estudió derecho en París. Fue jurista de confianza tanto de Blanca de Castilla, regente de Francia, como de Luis IX y de los condes de Provenza. Al morir su esposa entró en las filas del clero, poco después fue nombrado obispo de Le Puy y un año más tarde arzobispo de Narbona. En 1262 Urbano IV le hizo cardenal.
Fue elegido papa mientras se encontraba en Francia. Humilde de espíritu, ya que su experiencia vital le había enseñado la necedad de toda soberbia, entrado en años y de costumbres severas, dudó bastante antes de aceptar la tiara. Durante su gobierno escuchó el parecer y los criterios de los cardenales más de lo habitual, pero mantuvo firmemente sus decisiones cuando lo consideró conveniente. No nombró cardenales y mantuvo la anterior relación de fuerzas en la Curia y en el colegio cardenalicio, aunque colocó a los cardenales franceses en puestos de mayor responsabilidad.
Eligió y respaldó con todas sus armas a Carlos de Anjou como rey de Sicilia, hasta acabar con las posibilidades de la dinastía anterior alemana. Un papa previsor habría temido que un hombre tan ambicioso no resultase a la larga un subordinado dócil y buen paladín de la Iglesia, pero Clemente IV no podía permitirse el lujo de mirar tanto al futuro. Por otra parte fue capaz de ver el carácter y la acción del nuevo rey, que no era tan dúctil como habría deseado, pero tuvo que aceptarlo porque la alternativa tanto en Roma como en Italia era el vacío de poder.
Gregorio X (1271-1276), cuyo auténtico nombre era Tedaldo Visconti, estudió en París, vivió diversos años en Lieja y realizó misiones diplomáticas en Francia e Inglaterra. Fue elegido tras tres años de sede vacante, mientras él se encontraba en San Juan de Acre, en la guerra santa convocada por Luis IX de Francia y Enrique III de Inglaterra y su hijo Eduardo. Estando todavía en Tierra Santa se encontró con Marco Polo y le encomendó la tarea de invitar al gran khan Qublai a enviar emisarios a Roma para establecer contactos mutuos. Para dar más importancia a esta invitación acompañaron a Marco Polo dos dominicos italianos.
El cónclave de Viterbo duró tanto porque los cardenales italianos y franceses no se ponían de acuerdo. Tras dos años de parálisis, el pueblo de Viterbo encerró a los cardenales en el palacio papal, un espléndido edificio gótico del siglo XIII que todavía hoy se halla junto a la catedral, y derribó el techo para forzarles con el ayuno y la intemperie. Se dice que fue san Buenaventura quien sugirió esta idea. Un cardenal inglés señaló que tal medida intentaba favorecer la acción del Espíritu Santo, pero más allá de la ironía inglesa, este episodio señala la dificultad de mantener un colegio cardenalicio con grupos nacionales fuertes que, con frecuencia, se convertían en antagónicos.
El elegido, para su sorpresa, no era cardenal. Era, eso sí, italiano, pero con una prolongada experiencia europea, honrado de carácter y vida, y estimado por los diversos grupos. En Viterbo fue ordenado sacerdote y consagrado obispo, pero quiso ser coronado en Roma, ciudad que no veía un papa desde hacía quince años. Con su subida al trono se cumplía el objetivo perseguido por sus predecesores: restaurar el Estado de la Iglesia, al tiempo que la nueva dinastía de Sicilia se reconocía vasalla del papado.
Este papa fue consciente de que la insanable división de los cruzados y entre las Iglesias de Oriente y Occidente imposibilitaban la recuperación de Tierra Santa. Quiso afrontar también las exigencias ineludibles para emprender la necesaria reorganización eclesiástica, y fomentó con todas sus fuerzas la recuperación de la vida moral del clero por medio de la exigencia, la austeridad y la oración. Con tal fin convocó un nuevo concilio en Lyon, uno de los más importantes del Medioevo, en el que participaron cerca de quinientos obispos y sesenta abades.
En 1274, durante la celebración del concilio, se habló y decidió sobre la cruzada, la unión con la Iglesia griega, la reforma de la disciplina eclesiástica y las condiciones para obtener la paz. Asistió al concilio Jaime I de Aragón y los embajadores de otros monarcas cristianos. Jaime I no resistió mucho tiempo porque le aburría aquel ambiente tan serio, así que regresó a los brazos de su favorita, doña Berenguela, sin haberse comprometido con los planes del papa, juzgados por él como propios de un aficionado. Murió dos años más tarde, excomulgado por Gregorio debido a su fuga con la mujer de uno de sus vasallos.
En una de las sesiones del concilio, Gregorio y los embajadores del emperador de Constantinopla, Miguel VIII, fundador de la dinastía de los Paleólogos, firmaron la unión de las Iglesias, acontecimiento que no encontró eco en Constantinopla, porque en realidad sólo había tenido motivaciones políticas.
Concilio solemne y lleno de iniciativas, en el que se aprobaron también nuevas normas sobre los cónclaves (que sustancialmente se han mantenido hasta nuestros días). A más tardar, diez días después de la muerte del papa se debían reunir los cardenales en un lugar en el que debían permanecer encerrados hasta que se lograse la elección del sucesor. El cónclave se debía celebrar en la ciudad donde había muerto el pontífice anterior. El decreto pontificio determinaba también que la comida fuera reducida progresivamente hasta llegar al pan y agua como único alimento de unos cardenales que, de esta manera, se verían forzados a abreviar el proceso de elección si no por virtud, al menos por necesidad.
Durante los últimos días de la reunión el papa recibió una embajada que le encantó. El khan de los mongoles de Persia envío dieciséis legados con instrucciones para intentar concertar una alianza con las naciones cristianas frente a los mamelucos musulmanes. Gregorio alentó la idea pero, dada la situación en Europa, sólo pudo ofrecerles promesas piadosas poco concretas.
Todavía estaba pendiente la candidatura ideal para ocupar el cargo imperial. Gregorio decidió apoyar a Rodolfo de Absburgo, probablemente porque era el más débil de los aspirantes y, por consiguiente, el menos capaz y menos interesado en crear problemas. En cualquier caso era el único alemán entre los pretendientes, y en este sentido parecía el más adecuado. Así lo anunció en el concilio. Meses más tarde se encontró en Beaucaire, en el sur de Francia, con Alfonso X de Castilla para explicarle las razones que le habían llevado a realizar esta elección. El encuentro resultó difícil y no hubo acuerdo. Alfonso no aceptó la decisión pontificia y se mostró dispuesto a seguir por su cuenta hasta conseguir la ansiada elección.
Murieron durante este pontificado el franciscano san Buenaventura y el dominico santo Tomás de Aquino, probablemente los dos teólogos más importantes de la época. El primero en pleno concilio de Lyon y el segundo mientras se encaminaba a participar en sus sesiones.
Inocencio V (1276). Siendo estudiante en París, con Alberto Magno y Tomás de Aquino, compuso la Ratio studiorum de los dominicos, es decir, el método de estudios que utilizó la orden durante los siglos siguientes. Profesor en la Universidad de París y provincial de los dominicos en Francia, fue nombrado arzobispo de Lyon poco antes de que se celebrara en la ciudad el concilio. Fue el primer dominico en convertirse en papa, probablemente por su cercanía a Gregorio X y por su equidistancia de los grupos cardenalicios.
Durante los pocos meses de su pontificado resultó evidente que Carlos de Anjou, rey de Sicilia, ejercía un influjo tanto en Roma como en Italia superior a lo conveniente. Era típico de la época el que Carlos desease tan ardientemente el apoyo del papado. Su piedad era sincera y le dificultaba actuar contra la expresa voluntad del papado. No le impidió, sin embargo, empleando todas las argucias posibles, conseguir que el papa, al que reverenciaba, fuese una criatura suya.
Inocencio se preocupó por la suerte de la península Ibérica, invadida en 1275 por un ejército de benimerines dirigido por el sultán de Marruecos Abanjucet. Murió el 22 de junio de 1276, asistido por Arnaldo Villanova, médico valenciano.
Adriano V (1276), de nombre Ottobono de Teodisco Fieschi, sobrino de Inocencio IV, había dedicado su vida al servicio de los papas y su diplomacia. Creado cardenal por su tío (1251), activo legado papal en Inglaterra (1265-1267), trató con el indeciso san Luis de Francia sobre el apoyo pontificio a la candidatura de su hermano Carlos de Anjou al reino de Sicilia. Presente en el concilio de Lyon, aunque no protagonizó ninguna actuación de relieve, movió con constancia los hilos favorables a los intereses del partido francés.
Elegido tras un cónclave de tres semanas, con el apoyo eficaz de Carlos de Anjou, salió de Roma pocos días después, seguramente para huir del insoportable calor veraniego, pero llegado a Viterbo, murió el 16 de agosto, apenas un mes después de la elección, sin haber tenido tiempo siquiera para ser ordenado obispo y coronado. Dante lo acusa de avaricioso. Mientras vivió tuvo fama de vago entre cronistas y monjes ignorantes por su afición a las ciencias de la naturaleza y a la astrología.
Juan XXI (1276-1277), cuyo nombre real era Pedro de Giuliano, fue filósofo, teólogo, psicólogo, naturalista, decano de Lisboa y archidiácono de Braga. Le ordenó cardenal Gregorio X, de quien había sido médico. Era hombre de carácter simple, y participó en el concilio de Lyon. Un cónclave compuesto por nueve cardenales lo eligió papa por unanimidad, lo que le convierte en el único papa portugués de la historia. En realidad tenía que haber sido el vigésimo papa de nombre Juan, pero por un error de cálculo no ha existido nunca un Juan XX.
Intervino en la polémica entre Alfonso X el Sabio y Felipe III de Francia a causa de los infantes de la Cerda, nietos del rey de Castilla y sobrinos del francés. Envió a París a los generales de los franciscanos y de los dominicos como mediadores respetados, con el fin de conseguir la paz entre ambos reinos.
Los religiosos le acusaron de no estimarles y de haber actuado contra ellos. Esta acusación se debe probablemente a una bula del papa condenando la enseñanza en París de ciertas teorías contrarias a la fe que los dominicos consideraron dirigida contra algunos enseñantes suyos.
Murió aplastado por el derrumbamiento de un techo de su residencia, en una habitación construida por mandato suyo. Algunos dominicos atribuyeron esta muerte a castigo divino por su falta de aprecio hacia los religiosos.
Nicolás III (1277-1280), cuyo verdadero nombre era Juan Cayetano Orsini, fue estimado por la honradez de su vida y por su desinterés económico. Hombre de talento y sagacidad política, fue un cardenal prestigioso e influyente. Fue ordenado sacerdote, consagrado obispo y coronado en San Pedro.
Amante sincero de su ciudad y enemigo de cuantos extranjeros dominaban Italia, Nicolás III decidió recordar y subrayar la relación íntima entre Roma y el papado, decidiendo que sus magistraturas más importantes debían ser representadas por ciudadanos romanos elegidos por él. Igualmente aclaró con decisión la dependencia de las tierras del patrimonio de San Pedro de la persona del papa. El emperador Rodolfo confirmó por su parte la plena jurisdicción del papa sobre la Romagna y el antiguo exarcado bizantino.
En este mismo sentido resultó significativa la decisión de Rodolfo de Absburgo de declarar, en su «bula de oro», el carácter puramente germánico del Imperio, renunciando por consiguiente a Italia y a las tradicionales ambiciones de dominación universal. La hábil y paciente política de Nicolás consiguió la paz con el Imperio, el reconocimiento constitucional de la soberanía del Estado de la Iglesia, la limitación de la potencia de Carlos de Anjou y la sumisión del siempre inquieto Capitolio romano.
Tal vez por seguridad propia o por ambición familiar, encumbró a su familia a los puestos más importantes, enriqueciéndoles sin medida con un nepotismo escandaloso, incluso a costa del Estado eclesiástico. Dante le colocó por este motivo en el Infierno. Los Orsini serán durante siglos una de las principales familias romanas.
Apenas elegido Nicolás decidió comprar terrenos y viñas junto a San Pedro para la construcción de palacios y jardines. El palacio principal estaba formado por un ala de representación y de culto y un ala que comprendía una serie de habitaciones destinadas al uso privado del papa y sus familiares. Estos trabajos transformaron los edificios administrativos de Inocencio III y la torre de Inocencio IV en una residencia agradable y cómoda, con el aspecto propio de una vivienda principesca. Nicolás III fue el único papa que decidió residir permanentemente en el Vaticano. También unió el palacio con el castillo de Sant’Angelo por medio de un pasadizo que todavía existe. Por allí, en más de una ocasión de peligro, los papas huyeron y se refugiaron en la inexpugnable fortaleza.
Protegió a los franciscanos, aprobando definitivamente la regla de su orden, dándole una interpretación más bien rigorista en la debatida cuestión de la pobreza.
A su muerte el pueblo romano se alzó contra los prepotentes Orsini en un movimiento que se repetirá a lo largo de los siglos: la práctica del nepotismo provoca la reacción airada de cuantos quieren tomar parte en el reparto del pastel. Por su parte, el inquieto y prepotente Carlos Anjou, que había sido marginado por Nicolás III, acudió al cónclave para influir en su desarrollo.
Martín IV (1281-1285), llamado Simón de Brie, consejero de Luis IX, cambió radicalmente la dirección de la política pontificia con la intención de volverla más propicia a los intereses franceses y, sobre todo, a los de Carlos de Anjou, en cuyos brazos se abandonó con descaro. Esto le llevó a enfrentarse de nuevo al emperador de Constantinopla, a quien por motivos meramente políticos excomulgó. Indirectamente chocó también con el rey Pedro III de Aragón, quien a su vez rivalizaba con Carlos de Anjou, causa de todo el desaguisado.
En 1282 se produjeron las conocidísimas Vísperas Sicilianas, levantamiento de los sicilianos contra los aborrecidos franceses. El pueblo estaba resentido sobre todo por la insensata política fiscal del rey Carlos. Los alzados acabaron con todos los franceses residentes en la isla e invocaron la protección del papa. Acudió a Roma con este fin una embajada de sicilianos que se presentaron ante el papa como señor natural del reino, pero éste se empecinó en su respaldo incansable a Carlos de Anjou, por lo que finalmente los sicilianos nombraron rey al aragonés, que no tardó en acudir a la cita. Pedro III desembarcó en la isla dispuesto a recoger de las manos del pueblo la herencia de su mujer, Constanza. Martín IV excomulgó a Pedro III y decretó su deposición en cuanto Aragón era feudo papal desde el tiempo de Inocencio III, pero el aragonés no hizo el mínimo caso a una pena canónica que, de tanto usarla, había perdido valor y eficacia. La flota de Carlos IV fue severamente derrotada por la aragonesa, capitaneada por Roger de Lauria. En 1285 la política antiaragonesa del papa llegó al extremo de convencer al rey francés Felipe III para que declarara la cruzada contra los aragoneses, prometiéndole una sustanciosa ayuda económica. Esta aventura constituyó un verdadero desastre para el soberano francés, quien encontró la muerte en Perpiñán. Para entonces Martín IV había muerto en Peruggia, poco después del rey Anjou, quien dejó la isla tan descompuesta como estaba cuando la ocupó ilegalmente.
Martín IV había apoyado ciegamente a Carlos de Anjou contra el parecer de un pueblo devoto y contra la conciencia de gran parte de Europa, y su derrota significó la humillación del papado. Utilizó el arma de la guerra santa sin sentido, y al lanzar la excomunión mancilló este arma espiritual. Malgastó su autoridad en una causa perdida y sin la certidumbre de ser moralmente justa.
Este papa no residió nunca en Roma, según la tendencia de la mayoría de los pontífices de su siglo, que prefirieron la tranquilidad de las pequeñas ciudades a la permanente agitación de Roma. A causa de su legendaria glotonería, Dante le colocó en la cornisa de los prisioneros de la gula del Purgatorio, sometido al aprendizaje de la templanza.
Honorio IV (1285-1287), de nombre Santiago Savelli, pertenecía a una de las familias romanas más importantes del siglo XIII, y era descendiente de Honorio III. Fue cardenal durante veinticinco años, a lo largo de los cuales acumuló una sustanciosa fortuna. Fue elegido en Peruggia a los cuatro días de la muerte de su antecesor, y ello a pesar de sus setenta y cinco años de edad y de encontrarse semiparalizado. En Roma fue ordenado sacerdote, consagrado obispo y coronado. Sufría de gota y estaba incapacitado para andar o permanecer de pie, pero su energía moral y su voluntad permanecieron intactas.
Reforzó su poder en Roma, pero la anarquía dominó ciudades y territorios de todo el Estado pontificio. Mantuvo la política antiaragonesa de Martín IV y pretendió invadir Sicilia, mientras Jaime de Aragón fue coronado rey en Palermo. Por este motivo fue excomulgado junto a su madre Constanza y los obispos que habían tomado parte en la ceremonia. En esta actitud se mantuvo el papa hasta la muerte, no se sabe si por simple tozudez, por defensa inasequible al desaliento de sus derechos feudales o por una devoción incomprensible a la dinastía Anjou. Hay que reconocer que la familia Savelli se aprovechó de este pontificado más que la Iglesia. Palacios y fortalezas constituyeron su herencia.
Nicolás IV (1288-1292). Nacido Jerónimo de Ascoli, recibió una buena formación cultural y teológica. Fue provincial de los franciscanos en la región que hoy conocemos como los Balcanes, y su experiencia sobre la problemática propia de estas tierras fue motivo por el que Honorio IV le nombró responsable de la misión pontificia ante el emperador constantinopolitano con el fin de conseguir la unión de ambas Iglesias. La angustiosa situación en la que se encontraba este soberano facilitó el compromiso, que se tradujo en el acto de unión del segundo concilio de Lyon. Más tarde fue nombrado general de los franciscanos. Mostró siempre un carácter pacífico, componedor y desinteresado. Fue el primer papa franciscano.
El cónclave para elegirle, a la muerte de Honorio IV, se prolongó durante diez meses, a lo largo de los cuales murió un tercio de los electores a causa de la malaria. Fue elegido por unanimidad.
Entregado en cuerpo y alma a la familia Colonna, puso a varios miembros de este clan a la cabeza de la administración de diversas regiones del patrimonio pontificio. Fue juzgado severamente por su nepotismo, de la misma forma que lo había sido su predecesor, aunque en este caso ni siquiera tuvo la excusa de que los Colonna fueran miembros de su familia.
A su muerte, en el palacio junto a Santa María la Mayor, que él mismo había mandado construir, Colonnas y Orsinis disputaron la elección del sucesor. De diez cardenales romanos, tres eran Orsini y cuatro Colonna, todos enfrentados, todos dispuestos a conseguir sus propósitos a costa de los demás. Se presentaban madrugadores los malos tiempos que iban a caracterizar el siglo siguiente.
Nicolás fundó las universidades de Montpellier y Lisboa siguiendo la política pontificia de erigir y proteger centros de estudios superiores en las ciudades o diócesis más significativas.
San Juan de Acre, la última plaza fuerte de Siria en manos de los cristianos, fue conquistada el 18 de mayo de 1291. Representaba el final de las cruzadas, una historia sorprendente de heroísmo y generosidad, pero también de ambiciones descontroladas y crueldad.
Desde muchos puntos de vista el siglo XIII representó el culmen de la cristiandad medieval, tanto por el número y la calidad de los testimonios personales y comunitarios de espíritu religioso que nos ha dejado, como por la reflexión teológica y las creaciones artísticas que han llegado hasta nosotros. Maduró en este siglo el permanente interés por la persona de Cristo, expresado en sugestivas biografías del Nazareno y en meditaciones espirituales sobre su persona. En estos años la tradición franciscana, con su devoción a la humanidad del Hijo de Dios, replanteó con términos nuevos y más accesibles la tradicional espiritualidad medieval. Es un siglo rico en sucesos: tres concilios (el cuarto de Letrán y los dos de Lyon), cinco cruzadas, y un gran número de canonizaciones de personajes que habían vivido en ese mismo siglo. Nuevas órdenes religiosas dirigen la vida espiritual del pueblo cristiano, dándole un nuevo impulso y una mayor profundidad. A pesar de estos aspectos positivos, la inmoralidad estaba muy extendida tanto entre el clero como en el laicado, y el ímpetu reformador pareció estancarse.