IV. Roma pecadora, humillada y violada

(882-1048)

El transcurso del siglo X significó para la decadente Roma medieval un periodo de crisis terrible por la crueldad de los actos, por la inmoralidad de las actitudes, por la manipulación de los puestos de carácter religioso, por su intensidad y por su duración. Al carácter feudal duro y violento del periodo se añadió en Roma la supervivencia del temperamento cruel y la brutalidad lombardas y francas, junto a la inhumanidad refinada de las torturas y ejecuciones bizantinas.

Los papas se sucedieron con una rapidez desconcertante. Desde el 882 hasta la muerte de León IX en el año 1049 hubo cuarenta y cuatro papas, más de veinte durante los ochenta años que median hasta la intervención de Otón el Grande. Como venían se iban. Muchos de ellos murieron de muerte violenta y muchos vivieron ignominiosamente.

La dignidad imperial resultaba tan frágil e inestable como la pontificia, y pasaba con enorme desenvoltura de una familia a otra, de un país a otro. La realidad europea siguió caracterizándose por las permanentes y mortíferas incursiones de normandos, sarracenos, húngaros y, en Inglaterra, daneses, con sus violentas devastaciones, y por la persistencia de graves desórdenes, tanto en la organización político-social como en el campo de la moral y del derecho. Ante todo predominaba la fuerza bruta en todos los ámbitos, y en gran medida ésta se dirigía contra los bienes de las Iglesias y los monasterios, especialmente en Italia y en la actual Francia. Los obispados dejaron de existir o fueron ocupados por seglares, así como las abadías y las demás instituciones eclesiales. Como resulta fácil de comprender, también en el clero se dieron síntomas de disolución: incultura, simonía, inmoralidad, bajo nivel social.

La actuación violenta resultó habitual, desapareció la sensación de seguridad y se hicieron más difíciles las peregrinaciones, ya que los ladrones de caminos volvieron imposibles los viajes seguros. Al mismo tiempo las orgías abundaban y la inmoralidad se desbordaba.

El papado, a causa de sus importantes posesiones temporales, se convirtió en manzana de discordia de codiciosas y salvajes luchas partidistas. Las familias nobles que conseguían el predominio en Roma emplearon en beneficio propio, sin consideración alguna, los ingresos y las posibilidades políticas del disminuido y debilitado Estado de la Iglesia. Durante el siglo X se extinguió la dinastía de los carolingios, verdaderos protectores de los papas, y la familia del noble Teofilacto, administrador pontificio, cónsul y comandante de la milicia romana, se hizo con las riendas del poder. Esta familia, a través de sus dos ramas, los Teofilacto y los Tusculum, subordinaron el pontificado a sus ambiciones y se apoderaron del poder durante un siglo y medio, usándolo exclusivamente en su propio provecho.

Llama la atención la potencia de las mujeres en este sorprendente y desgraciado periodo. Algún historiador ha denominado este ciclo como «ginecocracia», un fenómeno que no se arredró ni ante las funciones espirituales. Al morir Teofilacto y Alberico, jefes de la dinastía, las mujeres —Teodora y sus hijas Marozia y Teodora— tomaron el relevo y, con una desenvoltura y crueldad notables y sin escrúpulos de ninguna clase, movieron los hilos del poder y manejaron a los papas como a sus propios maridos. Marozia decidió residir en el castillo de Sant’Angelo y estableció una verdadera tiranía en la ciudad, situación que duraría quince años. Fue sucedida por su hijo Alberico, «senador de todos los romanos», quien gobernó sin límites durante veintidós años.

Mientras tanto el papado atravesó una de las crisis más graves de su historia. Se sucedieron los papas, pero lo eran sólo de nombre, sin voluntad ni proyecto propio, auténticas marionetas sin ningún ascendiente religioso, que ejercieron su cargo de susto en susto y de degradación en degradación, añadiendo sólo vergüenza y desolación a una historia triste y angustiosa.

En el periodo de la expansión del feudalismo, el rey, elegido entre los nobles, no representaba casi nada, aunque conservaba la capacidad de impartir justicia en el nivel más alto. Es decir, se le atribuyó una función de orden moral que los señores feudales consideraron necesaria. El sistema del vasallaje ganaba terreno sin cesar a medida que fallaba la autoridad de los reyes. Así, sin tener todavía el carácter de organización sistemática que tendrá en el siglo XI, el feudalismo estaba a punto de instituirse definitivamente sobre la descomposición del mundo carolingio, entregando el Occidente a una pulverización de autoridades.

Por otra parte, la notable restricción de la idea de bien público aceleró la casi desaparición del Estado y puso las instituciones en manos del más fuerte, del más bruto o del más irresponsable. En este cuadro tan deprimente, y a pesar de todo lo afirmado, la única cohesión social que demostró cierta estabilidad procedió de la Iglesia o de lo que quedaba de ella.

Alemania, o los restos de cuanto había sido, se había desinteresado completamente de los asuntos italianos y había abandonado Roma a su suerte. La llegada al poder de Otón I (936-973) inició un significativo giro en este sentido. Los primeros quince años de su reinado los dedicó a fortalecer su poder en Alemania, y fue entonces cuando se acordó de Italia y de Roma. En la recuperación de su autoridad en el gobierno de su reino, Otón contó con la ayuda inestimable de un grupo de obispos germanos.

Comenzó así medio siglo interesante con tres emperadores del mismo nombre que dieron la impresión de ser capaces de despertar la ilusión y la esperanza de una época mejor, pero que, de hecho, no lograron enderezar una situación aparentemente sin salida.

Marino I (882-884), espíritu tímido y activo, representó al papa anterior en dos ocasiones ante la corte de Constantinopla, y de esta experiencia conservó un profundo rechazo a la persona y a las ideas de Focio, a quien condenó de nuevo apenas alcanzó el pontificado. Elegido por unanimidad, convivió como pudo con una violenta reacción de la aristocracia romana contra la política de Juan VIII, y de hecho no siguió algunas de sus decisiones no tanto por autonomía personal, sino para no complicar más la delicada situación existente.

Ha sido el primer papa trasladado de otra diócesis (Cerveteri) a Roma, en contra de una tradición que venía de los primeros tiempos, y ésta fue la causa de que algunos eclesiásticos declararan nula su elección. Esta tradición, que tenía su razón de ser en la concepción de una íntima, casi marital relación del obispo con su diócesis, fue perdiéndose con el tiempo hasta llegar a una práctica, en el fondo nefasta, de ascensos de una diócesis menos importante a otra de más población y más categoría, costumbre que llega hasta nuestros días.

Marino se esforzó por aunar medios y fuerzas que se opusieran a los sarracenos, que en el año 883 asolaron la abadía de Montecassino, asesinando a numerosos monjes, incluido el abad, a quien decapitaron al pie del altar mientras celebraba la misa conventual.

No nos ha quedado en Roma ningún monumento que nos recuerde a este papa, ya que la basílica de los Doce Apóstoles, que él reconstruyó desde sus fundamentos, ha sido tantas veces rehecha y reformada que hoy ya no conserva nada de aquel tiempo.

Adriano III (884-885), romano, intentó por todos los medios reforzar su autoridad entre las encontradas facciones de la urbe, presentes de manera inquietante en el mismo presbiterio y entre los más altos dignatarios eclesiásticos. Murió camino de Francia, donde tenía proyectado encontrarse con Carlos el Gordo, quien ansiosamente buscaba el apoyo del papa para que su hijo ilegítimo, Bernardo, fuera reconocido como heredero. Apenas se habían cumplido los ritos de la sepultura, cuando los religiosos de la abadía de Nonantola, importante cenobio medieval situado en Lombardía, reabrieron la tumba con el fin de recuperar las vestiduras y ornamentos pontificios, signo macabro de la indignidad de los tiempos y de la ausencia de los principios más elementales.

Esteban V (885-891) fue elegido unánimemente por el clero, la aristocracia y el obispo de Pavía, en calidad de enviado y representante del emperador. En el momento de tomar posesión de Letrán, se dio cuenta de que el tesoro, la despensa y la bodega del palacio habían sido saqueados. La sorprendente anarquía que se apoderaba de Roma apenas moría el pontífice explica estas costumbres bárbaras. Ante los testigos cualificados presentes en el acto, afirmó su voluntad de recuperar todo lo saqueado. En 904 un concilio romano decidió castigar la costumbre de saquear Letrán a la muerte de cada papa. En realidad se trataba de una tradición antiquísima, existente en muchos países, y que perduró en Roma durante siglos.

En 887 fue depuesto el emperador Carlos el Gordo, quien murió poco después, y el imperio de Carlomagno desapareció con él. Quedaba el título de emperador, pero en realidad poco más conservaba esta gloriosa institución que el mero título, aunque las aspiraciones humanas son tan desmesuradas que no pocos siguieron ambicionándolo. Este estado de inestabilidad, división e inconsistencia colocaba a la Iglesia en una situación crítica. En efecto, la experiencia demostraba que la autoridad eclesiástica conseguía la realización de toda su potencialidad sólo cuando contaba con un respaldo fuerte y estable. Al desaparecer éste, la ambición de los innumerables señores se centraba en aprovecharse de esa autoridad eclesial.

A pesar de la desesperante situación política, el papa dirigía todavía los asuntos de las Iglesias del antiguo Imperio Romano, mandaba reunir sínodos que trataban los problemas más importantes y controlaba suficientemente la elección de los diversos obispos.

Esteban, probablemente engañado por los obispos alemanes que defendían la práctica de la liturgia en latín, prohibió en Moravia el uso del eslavo en los ritos litúrgicos, con lo que destruyó de un plumazo los frutos de la importante labor de Metodio y de otros papas antecesores suyos. Los discípulos de Metodio emigraron a Bulgaria, colaborando en la consolidación de la nueva cristiandad local al margen de la jurisdicción romana.

Formoso (891-896), obispo de Oporto, fue elegido a pesar de que los cánones prohibían pasar de una diócesis a otra. Era sacerdote digno, de fuerte personalidad y vida austera. Durante años había mostrado sus cualidades negociadoras en importantes misiones confiadas por los papas, de manera especial las de Constantinopla y Bulgaria, donde consiguió un éxito fulminante de adoctrinamiento y organización. Se le achaca haber deseado el pontificado y haber buscado quedarse como patriarca en Bulgaria. No resulta ciertamente indigna ninguna de estas aspiraciones si no van acompañadas de manejos indebidos. Si Nicolás I hubiese aceptado la petición de Boris de Bulgaria, encariñado con la personalidad de Formoso, tal vez Bulgaria se habría anclado definitivamente en el ámbito romano y Formoso habría sido, sin duda, un digno patriarca. En cualquier caso, el papa se negó a cumplimentar el deseo del zar búlgaro con la excusa de que los cánones no permitían el traslado de una sede a otra, pero probablemente influyó también en su decisión el temor a la fuerte personalidad de Formoso.

En un primer momento Juan VIII había puesto toda su confianza en su persona, pero en los últimos años alguna circunstancia que desconocemos cambió la situación y el papa le acusó de confabular contra él y contra el emperador. Con Marino I, sin embargo, Formoso pudo recuperar su obispado y su estima en Roma.

Tras la muerte de Carlos el Gordo, el poder carolingio sufrió un brusco declive en la península italiana. Sólo quedaron dos candidatos al título de rey de Italia: Berenguer, marqués de Friuli, y Guido, duque de Spoleto, quien no ocultaba su deseo de quedarse con las posesiones pontificias.

Formoso pareció decantarse por el duque de Spoleto y, de hecho, lo coronó emperador, pero pocos años después, harto de su control, sus pretensiones y su desmedida ambición, coronó emperador a Arnulfo de Carintia, rey de Germania. El odio de aquél resultó demoledor.

Formoso fue misionero en su juventud y durante su pontificado manifestó con frecuencia su interés por los problemas y las dificultades de las Iglesias más periféricas. Resulta interesante su carta a los obispos ingleses en la que les anima a afrontar adecuadamente el despertar del paganismo en aquellas regiones.

Bonifacio VI (896), hijo del obispo Adriano, poco antes depuesto de su ministerio de sacerdote romano por su vida indigna e inmoral, fue elegido probablemente por imposición popular, pero su pontificado duró sólo quince días.

Esteban VI (896-897), hijo de un sacerdote, fue obispo de Anagni durante cinco años. Su pontificado se vio marcado dramáticamente por la celebración del juicio póstumo a Formoso, presionado sin duda por Lamberto, duque de Spoleto, pero sobre todo movido por un odio incomprensible y obsesivo hacia su predecesor. Se trata de uno de los espectáculos más bochornosos y degradantes de una historia no carente de escenas desconcertantes. Exhumado el cadáver momificado de Formoso a los nueve meses de su muerte, fue revestido con los ornamentos pontificios e instalado en el trono, asistiendo paralizado e inerme al desarrollo de un sínodo, el «sínodo del cadáver», cuya finalidad se redujo a degradar la memoria del difunto. La escena resulta demoledora. Ante los obispos y sacerdotes presentes se le fueron retirando una a una las insignias propias del cargo ejercido; las vestiduras papales fueron sustituidas por otras propias de los laicos para indicar que su elección había sido inválida; se le cortaron los tres dedos de la mano derecha, con la que había bendecido y ordenado; se anularon formalmente las actas de su pontificado y se declaró nulo el conjunto de sus ordenaciones. Toda esta macabra ceremonia tuvo la apariencia de un juicio: un tribunal fue acusando al cadáver y un diácono junto al mismo fue contestando en su nombre. Naturalmente el resultado estaba cantado.

El cadáver, finalmente, fue lanzado al Tíber. Este juicio constituyó la venganza de la familia ducal de Spoleto contra el papa por haber cambiado su alianza inicial y por haber optado por el emperador alemán, pero no se puede olvidar que un séquito numeroso de clérigos de diversa importancia participó también activamente. Este sínodo fue el espejo de la degradación moral de aquel tiempo.

Algunos meses más tarde una revolución popular, alentada por tanta locura e insensatez, metió a Esteban en prisión, donde acabó estrangulado. Ese mismo año se hundió la basílica de Letrán desde el altar hasta el pórtico, tal vez por no ser capaz de soportar entre sus muros tanta ignominia.

La elección de Romano (897), del partido formosiano, supuso una primera reacción de cuantos habían asistido impotentes y angustiados al desarrollo de tanta tropelía. Paisano del papa Marino, anuló todos los actos de su predecesor e inició la rehabilitación de Formoso. Fue depuesto a los cuatro meses de su elección y confinado en un monasterio por sus mismos partidarios, quienes lo sustituyeron por el más enérgico Teodoro II (897), quien hizo enterrar en San Pedro, con todos los honores y con sus vestiduras pontificias, el cadáver de Formoso, recuperado del Tíber por un piadoso eremita que le había dado una cristiana aunque clandestina sepultura. Anuló en un nuevo sínodo las decisiones de aquel otro tan siniestro, celebrado ese mismo año, rehabilitó a Formoso y validó los actos y las ordenaciones de su pontificado. Todo esto lo consiguió en los veinte días que duró su propio papado, antes de su imprevista muerte probablemente asesinado.

Los antiformosianos, fieles siempre a los duques de Spoleto, eligieron a Sergio III, obispo de Caere, quien apenas tuvo tiempo de tomar posesión del Laterano antes de ser expulsado ignominiosamente por Lamberto de Spoleto. En una nueva elección salió elegido Juan IX (898-900), de estirpe germana, monje benedictino de personalidad débil pero digno e inteligente. En Rávena y en presencia del emperador Lamberto presidió un concilio con la loable intención de estabilizar la situación y conceder un poco de paz a los espíritus. Con la decisión de imposibilitar la repetición de situaciones anteriores y de que la Iglesia sufriera violencia durante la sede vacante, se prohibió rebautizar, reordenar y cambiar de sede episcopal, y se condenó una vez más la costumbre italiana de desvalijar las casas de papas y obispos a su muerte. En este concilio se culminó la rehabilitación de Formoso tras la anulación de las decisiones del concilio de 897, reconociendo como válidas, una vez más, su consagración y sus ordenaciones.

Las cuatro elecciones de los últimos cinco meses y los continuos y graves desórdenes imperantes en la ciudad demostraron la debilidad de los papas y su incapacidad para mantener el orden y la paz públicos. Por este motivo, en un nuevo sínodo celebrado en Roma, al que asistieron algunos obispos del norte de Italia, se determinó poner de nuevo en vigor la «Constitución romana» de Lotario (824), que determinaba que el papa debía ser elegido por el clero, pero con la activa participación de los laicos, y que su consagración debía celebrarse en presencia de los legados imperiales. Es decir, se restauraba el control imperial sobre las elecciones pontificias.

Esta decisión tuvo dramáticas consecuencias. El motivo de su aprobación fue obviamente el de conseguir unas elecciones ordenadas y seguras, pero sólo se consiguió ponerlas en manos de la codicia y la ambición de la aristocracia ciudadana, en ese momento y durante decenios dominada por la familia de Teofilacto, administrador pontificio, es decir, controlador de las finanzas papales, además de cónsul y comandante de la milicia.

Benedicto IV (900-903) había sido ordenado por Formoso y ciertamente pertenecía al llamado partido formosiano, pero poco sabemos de él, ni siquiera la fecha exacta de su elección y su consagración. Coronó emperador a Ludovico III, rey de Provenza, el 22 de febrero de 901, convencido de que con su apoyo su propia posición en la ciudad encontraría respaldo y fortaleza.

Algunas de las cartas enviadas a obispos franceses demuestran que en aquellas tierras la autoridad del primado pontificio seguía vigente y que, en caso de dudas, se continuaba pidiendo a Roma sus normas y decisiones. Lo mismo puede afirmarse de Alemania, donde el importante monasterio de Fulda y otros de menor calado pidieron a Benedicto la confirmación de sus privilegios. Conocemos también una carta del papa enviada a todas las autoridades del mundo cristiano en la que les recomendaba acoger fraternalmente a los cristianos obligados a huir de Jerusalén ante la invasión de los turcos, que habían encarcelado a numerosos monjes y destruido iglesias y posesiones cristianas.

León V (903), benedictino, fue encarcelado apenas un mes después de su elección por el sacerdote Cristóforo, quien pretendió sustituirle, pero éste fue a su vez destronado, siendo ambos asesinados por Sergio, antiguo antipapa, que se convirtió en su indigno sucesor.

Época de revueltas permanentes, intrigas y violencia crónica, que repercutieron directamente en la estabilidad y dignidad de la Iglesia, Teofilacto dominó la vida política romana durante toda la primera mitad del siglo X, ya directamente, ya indirectamente a través de su mujer Teodora, de su hija, la demasiado conocida Marozia, y de su nieto Alberico. Teodora y sus hijas Marozia y Teodora, tres mujeres seductoras, dominaron con su encanto y su crueldad sin oposición posible. El papado fue el juguete y el instrumento de sus pasiones. Estas mujeres intrigantes y descaradas profanaron aún más el significado religioso del pontificado, no tanto por su obscenidad o porque lo transformasen en un burdel, cuanto porque lo convirtieron en algo insignificante.

Sergio III (904-911) fue elegido gracias al favor de Marozia y del partido de Túsculo, quienes por medio de un golpe de Estado acabaron con el papa legítimo e impusieron el poder de la aristocracia. El nuevo papa dató su reinado desde su primera elección en 897, dando a entender que desde entonces era el pontífice legítimo, pero en realidad fue un personaje anodino, aunque cruel y sanguinario, hasta el punto de asesinar a sus dos predecesores. Había sido amigo de Esteban VI, el profanador de Formoso, y pretendió continuar con el ataque a la memoria de éste, imponiendo de nuevo la teoría de que todas sus ordenaciones habían sido inválidas.

En 905 Marozia se casó con Alberico, pero las crónicas dicen que hasta ese momento había sido la amante de Sergio, a quien abandonó cuando estaba bien asentado en su puesto. Tal vez lo único positivo de este personaje fue su dedicación a la reconstrucción de la basílica de Letrán, tarea iniciada por Juan IX. Mantuvo los fundamentos y las proporciones de la antigua construcción y, al mismo tiempo, junto a la basílica restauró el palacio lateranense.

En 910 Guillermo de Aquitania fundó la abadía de Cluny «para la salvación de su alma», y la vinculó al patrimonio de San Pedro, es decir, al papado. De este modo la abadía se mantenía independiente de la injerencia de los obispos y de los señores feudales, y esta autonomía, que rompía los vínculos del sistema feudal, constituyó el punto de partida de su grandeza. Las relaciones de Cluny con Roma fueron permanentes y la provechosa alianza se consumó en 1088, cuando Odón, antiguo gran prior de Cluny, fue elegido papa con el nombre de Urbano II.

El espíritu de la reforma cluniacense, que ofrecía por primera vez la imagen de una verdadera orden religiosa unitaria en la que la autoridad se concentraba en el abad de Cluny, resultó decisivo en el ámbito espiritual y religioso. Especialmente la vida litúrgica adquiría una solemnidad y una importancia extraordinarias, aumentaba el número de las misas, el culto mariano y la celebración de los sufragios por los difuntos.

Cluny resultó muy importante en la renovación monacal de los pueblos europeos. En los reinos hispanos los nuevos monasterios dependientes de Cluny estuvieron íntimamente unidos a la historia de la Reconquista. Fueron monjes bien relacionados con la sociedad feudal, y su estrecha y provechosa conexión con Roma se tradujo en la frecuente elección de monjes de la abadía para las sedes episcopales hispanas más importantes. Es decir, la reforma cluniacense se tradujo también en frutos positivos para la reforma eclesial en su conjunto.

Anastasio III (911-913) era de noble familia pero de perfil incierto, ya que no nos quedan datos de su paso por la sede petrina. Durante su corto pontificado se convirtieron los normandos, acontecimiento que tendrá indudable trascendencia en la historia pontificia e italiana de los siglos siguientes. De este papa queda una sola bula auténtica.

Lando (913-914) es casi un mero nombre en la historia del papado. No sabemos con certeza cuándo fue elegido ni cuánto tiempo duró su pontificado, aunque no pudo ser más de seis meses. Ni siquiera nos queda un documento fruto de este gobierno.

Juan X (914-928) era arzobispo de Rávena, favorecido por Teodora, viuda del cónsul Teofilacto, quien en sus años de imperio sobre Roma se había apropiado del patrimonio de San Pedro. Las fuentes de que disponemos dan a entender que tuvo relaciones amorosas con Teodora, pero sin que resulte sorprendente la noticia, no está suficientemente contrastada.

Enérgico, pero de moralidad dudosa, colaboró eficazmente en la derrota de los sarracenos del año 916, en la batalla de Garigliano, gracias a su capacidad para aunar las voluntades de los señores del sur de Italia. Llamó para conseguirlo a Berenguer, inquieto personaje que gobernaba el norte de la península italiana, a quien nombró emperador (915), probablemente en un intento de conseguir mayor autonomía respecto a las imposiciones de la aristocracia ciudadana. Tras esta victoria, cuyas características desconocemos, el centro de Italia quedó libre de la amenaza islámica.

Llegó a nombrar arzobispo de Reims a un niño de cinco años, según su política de aprobar sin más todas las elecciones episcopales regias. Era una manera de reforzar la autoridad real en un momento de dispersión feudal, pero no siempre los candidatos eran los más apropiados.

Convencida Marozia de que Juan X, que nunca fue un servil cortesano, quería emanciparse de la tutela familiar, mandó encarcelarle y asesinarle, asfixiándolo con una almohada. Esta poderosa mujer había enviudado y casado de nuevo con Adalberto. Los límites, pues, de este pontificado fueron marcados por dos mujeres: la madre lo encumbró y la hija acabó con él.

León VI (928) fue papa durante unos meses mientras aún vivía en prisión Juan X. No cabe duda de que el puesto se lo debió a Marozia, en plenitud de su poder con el inédito título de senadora y patricia. De lo poco que se conoce de su breve pontificado sobresale su interés por poner orden en las diócesis de Croacia, sufragáneas de Spalato, zona políticamente inquieta, con una Iglesia fuerte pero dividida.

Esteban VII (928-931) fue otra criatura más de Marozia. Desconocemos con precisión las fechas de su pontificado. Parece que murió asesinado, pero tampoco se puede afirmar con certeza. Su paso por el solio tuvo tan escasa relevancia que algunos historiadores de su época ni siquiera lo citan, pasando directamente de Juan X a Juan XI.

Juan XI (931-935), hijo de Marozia y de Sergio III, fue impuesto por su madre cuando apenas tenía veinte años. Sin duda su acto más importante, por la trascendencia que tuvo en el futuro, consistió en la exención otorgada al monasterio de Cluny de toda sujeción tanto al poder religioso como al civil, además de la inmunidad y la protección acordada por el papa. Al quedar en directa dependencia de Roma, este monasterio reformado y positivamente influyente se convirtió en un punto de referencia para los monasterios que deseaban cambiar sus costumbres y alcanzar la independencia de los señores feudales.

Celebró el tercer matrimonio de su madre, esta vez con Ugo, rey de Italia —título bastante más pomposo que su modesta realidad—, quien tuvo la poca habilidad de insultar públicamente al hijo de su nueva mujer. Éste, Alberico II, hijo del primer matrimonio de Marozia, reaccionó con prontitud, recibió el apoyo del pueblo romano y encarceló a su madre y a su hermanastro, y no llegó a actuar contra su padrastro porque había huido a tiempo. Con Alberico llegaron aires nuevos y el ambiente de la ciudad cambió. No se sabe si Marozia fue encarcelada directamente o reducida al anonimato en algún convento, método habitual con el que en aquel tiempo se acostumbraba anular a los personajes molestos. Probablemente Juan XI mantuvo su estatus, aunque vivió en el palacio de Letrán bajo arresto domiciliario.

Durante veintidós años Alberico, que todavía conservaba un cierto sentido de responsabilidad cristiana, gobernó autocráticamente como «senador de los romanos». En colaboración con Odón de Cluny puso orden a los asuntos de la Iglesia. Los cuatro papas siguientes fueron elegidos por Alberico, le fueron devotos y se dedicaron exclusivamente a sus atribuciones espirituales. Es decir, durante unos años, los papas quedaron relegados a su función estrictamente religiosa.

León VII (936-939), probablemente un monje benedictino, fue un papa irreprochable, hombre de oración y de mentalidad reformista al estilo de Cluny. Alberico era un político despiadado pero, devoto de una manera convencional, favoreció la reforma de la decadente disciplina monástica benedictina, protegió no pocos conventos y reconstruyó antiguos monasterios, como el de San Pablo, Subiaco, Santa Inés y San Andrés. Confió la abadía de San Pablo Extramuros a los benedictinos de Cluny (936), con el fin de que la repoblasen con sus monjes e instaurasen en ella la reforma cluniacense. Extraña paradoja la de este príncipe, de vida no ejemplar, intruso en la sede apostólica, gobernante de mano dura y, sin embargo, artífice de la reforma de la vida monástica en sus territorios. Pudo tener razones políticas para esta actuación, pero parece que no faltaron los motivos religiosos.

Para perfilar estos asuntos, Odón de Cluny fue llamado a Roma, trató con el papa y con Alberico la reforma de la Iglesia e introdujo el estilo de su abadía en algunos conventos romanos. Este papa favoreció también otras reformas monásticas, como las de Gorze y Fulda en Alemania. Otón I se convirtió en rey del país germánico, dando origen a una nueva época en la historia medieval que, probablemente, suscitó más esperanzas que realidades concretas.

Esteban VIII (939-942) fue un hombre piadoso y sinceramente religioso, dispuesto a extender la incipiente reforma monástica. Dado que su capacidad de acción política en Roma era nula, toda vez que Alberico constituía el único poder existente, su dedicación se centró en lo religioso. Intervino en las feroces luchas intestinas del reino franco, enviando con su legado Dámaso un documento personal en el que imponía a los vasallos rebeldes el reconocimiento del rey Luis IV bajo pena de excomunión.

De Marino II (942-946) no ha quedado casi nada, y tal vez por este motivo se produjo una equivocación en las listas de los pontífices en relación con su homónimo Marino I y con él mismo, al confundir su nombre con el de Martín, de forma que aparecen en algunos catálogos de papas como Martín II y Martín III. Por esta razón, en 1281, Simón de Brie, al ser elegido papa, tomó el nombre de Martín IV, sin que nunca haya habido un Martín II ni un Martín III.

Los pocos documentos que quedan de este papa se refieren a disposiciones y privilegios concedidos a monasterios. Queda, sin embargo, uno más trascendental, el nombramiento del arzobispo de Maguncia como vicario apostólico y legado papal en Alemania y Francia, con amplios poderes de nombramiento y organización.

Agapito II (946-955), romano, fue elegido como sus antecesores por la voluntad de Alberico de Spoleto, que reinaba en Roma como un monarca absoluto. Con su apoyo, el papa favoreció importantes medidas de reforma eclesiástica.

Envió legados a Francia y Alemania que presidieron sínodos y decidieron sobre importantes asuntos eclesiásticos. Confirmó los derechos de la diócesis de Hamburgo-Brema sobre los territorios recientemente conquistados en las tierras nórdicas de daneses, noruegos y suecos, y dio al rey Otón I amplias facultades para crear diócesis y organizar eclesiásticamente sus territorios. Una decisión que, obviamente, adquiría también una importancia política en la penetración, colonización e influjo de los nuevos extensos dominios del norte europeo.

En su lecho de muerte (954) Alberico hizo jurar a la nobleza y al clero romano que su hijo Octaviano, de diecisiete años, ocuparía la sede pontificia en la próxima vacante. De hecho, llegó a ser papa con el nombre de Juan XII (955-964), sin tener estudios eclesiásticos ni predisposición personal alguna. Fue el segundo papa de la historia, después de Juan II, en cambiar su nombre al ser elegido papa, algo que poco a poco se convirtió en costumbre. Era un pobre hombre, perezoso, impío, de vida escandalosa, aficionado a la caza y los festines, indiferente del todo a la vida religiosa, simoníaco. Sin embargo, fue este indigno papa quien llevó a cabo la acción de más trascendencia histórica para la Iglesia de entonces: obligado por la necesidad política, amenazado por Berengario, soberano de la Italia septentrional, en el año 960 llamó de Alemania a Otón I, que se sentía heredero de los carolingios y, por consiguiente, responsable de Italia.

La crisis moral y política que caracterizó el papado durante la dominación de la familia de Teofilacto pareció terminar con la coronación imperial de Otón I, pero desde nuestra perspectiva somos conscientes de que la dominación germana amenazó también, y gravemente, la independencia de los papas.

Otón I (936-973) había dedicado los primeros años de su reinado a imponer su autoridad en Alemania. Ejerció un férreo control en los nombramientos de los eclesiásticos de alto rango, particularmente de obispos y abades, los cuales dependían completamente de él. El rey basaba su fuerza en el sistema de propiedad laica de la Iglesia, convertido en uno de los principios constitucionales y sociales más importantes. Un siglo más tarde este tema será la causa del feroz enfrentamiento entre la Iglesia y el Imperio Germánico.

Conseguido este objetivo, Otón decidió renovar el imperio de Carlomagno, comenzando por imponer su autoridad en Roma, donde la dinastía de Teofilacto se había agotado. La política de los Otones fue impopular en Italia, y este estado de ánimo tuvo sus consecuencias en la capacidad de acción de los papas elegidos por ellos.

En 962 Juan XII coronó emperador a Otón al tiempo que le recordaba su obligación de defender la Iglesia romana. Se trataba de un pacto mutuo de fidelidad y apoyo, pero la inconsistencia de Juan XII le impidió permanecer a la altura de su puesto y de sus compromisos. Al constatar el malestar de la población, e inquieto por la autonomía del emperador en sus decisiones, traicionó a éste aliándose con el hijo de Berengario, enemigo declarado de Otón, y fomentó una revuelta popular contra los funcionarios imperiales. Ante tan magna felonía, Otón decidió tomar cartas en el asunto, y Juan, ante la llegada del emperador dispuesto a arreglar la situación, tuvo que huir de Roma, refugiándose en Córcega.

Otón I convocó un concilio romano en el que, olvidándose del principio de que al papa no le juzga nadie, se condenó a Juan solemnemente como reo de traición, de apostasía y de vida inmoral. Luego se le depuso y se eligió a continuación a León VIII (963-965), un laico sin especial formación que recibió todas las órdenes de manera sumaria en dos días. Algunos le consideran antipapa y otros sucesor legítimo de Juan XII.

La elección del nuevo papa no gozó de la aprobación popular, que malamente soportaba la presencia de los alemanes, de forma que al abandonar Roma el emperador hubo revueltas populares azuzadas por los partidarios del papa depuesto. Juan XII volvió a Roma, impuso el terror, pero fue asesinado mientras se encontraba en la cama con una mujer casada, probablemente por mano de su marido engañado. Otón impuso a la ciudad un castigo ejemplar y cruel, enajenándose definitivamente el fervor popular, de manera que a pesar de que León VIII intercedió en favor del pueblo romano, nunca consiguió su adhesión.

Los romanos eligieron a Benedicto V (965), pero llegó de nuevo a Roma Otón I, no reconoció la validez de la nueva elección y envió al exilio a Hamburgo al desvalido Benedicto, donde vivió y murió como simple diácono. Sin embargo, figura en la lista de los papas.

Tanto entonces como en nuestros días resultaba complicado comprender la validez de algunos de estos papas que, en realidad, se solapaban. Curiosamente, la lista oficial de los papas les cita como válidos, aunque no explique cómo en algunos años podía haber dos papas válidos a la vez. Dispuesto a que no se repitiesen tales desvaríos, Otón emitió un decreto en el que se notificaba a los romanos que habían perdido de manera definitiva su antiguo derecho a elegir papas, derecho que se reservó exclusivamente para sí mismo y para sus sucesores.

Juan XIII (965-972), de familia aristocrática, a quien algún historiador considera hijo de Teodora II, hermana de Marozia, atravesó sin problemas los diversos grados de la carrera eclesiástica hasta ser nombrado obispo de Narni. Cercano a Otón I, quien le nombró, nunca fue aceptado por el pueblo romano, que no soportaba la designación del emperador ni su forma de actuar prepotente y altanera. No resultó difícil fomentar un movimiento popular, dirigido por algunas de las autoridades de la ciudad, contra él y contra la autoridad imperial. El papa fue arrestado y encarcelado en el castillo de Sant’Angelo, pero pudo huir y refugiarse en Alemania junto al emperador, quien le condujo a Roma, abortando de este modo la fugaz experiencia democrática. La represión de las tropas imperiales en la ciudad fue brutal. Todos los jefes de la rebelión fueron colgados y otros muchos exilados a Alemania. Juan entabló relaciones con la familia de los Crescencios, que al poco tiempo alcanzaría el poder que en otro tiempo tuvieron los miembros del clan de Teofilacto.

En estos años la situación del sur de Italia era objeto de encontrados deseos. Estas tierras pertenecían en parte al imperio griego, y su liturgia y disciplina seguían siendo las bizantinas. El papa, por su parte, consideraba que debían estar sujetas a su jurisdicción, ya que sólo él era patriarca de Occidente, mientras el emperador alemán comenzó a interesarse también por ellas. La determinación de Otón de sustituir el dominio de los bizantinos por el suyo propio en el sur de Italia abrió a los papas la posibilidad de controlar sus Iglesias, desde hacía tanto tiempo sujetas al control directo del patriarca de Constantinopla.

Después de años en los que el horizonte de los papas parecía reducirse a los límites estrechos de la ciudad, Juan XIII mostró su interés y preocupación por la situación de las cristiandades del norte europeo. Aprobó la erección de Magdeburgo como archidiócesis, con el propósito de evangelizar más sistemáticamente a los eslavos, y envió al obispo Egidio a Polonia, recién convertida, con el fin de intensificar el adoctrinamiento cristiano entre los eslavos y los húngaros. Determinó también que Vich fuese metropolitana en lugar de Tarragona, pues esta ciudad había caído en manos de los árabes. Por último determinó que la iglesia de San Vito, en Praga, fuera la catedral de una nueva diócesis.

Benedicto VI (973-974) era un representante cualificado del partido imperial y pudo imponerse mientras la fuerza del emperador permanecía activa y visible. Muchas de sus actuaciones se refieren a cuestiones de los obispados alemanes, y no dejó de proteger con normas y consejos a las abadías reformadas.

Al morir el emperador, una revuelta popular impulsada por un miembro de los Crescencio encarceló al papa. Fue estrangulado por el antipapa Bonifacio VII, «papa nacional», un tipo de cuidado elegido por los mismos revoltosos. Expulsado a su vez por los imperiales, se refugió en Constantinopla no sin antes haberse quedado con el tesoro de la Iglesia. La llegada a Roma de los emisarios del Imperio reprodujo la reacción consabida de castigos y escarmientos ejemplares.

Benedicto VII (974-983), obispo de Sutri, fue elegido con la aprobación imperial pero también con el beneplácito de la aristocracia. Resultó ser un papa digno, moralmente íntegro, defensor de la renovación monástica y, sobre todo, preocupado por la expansión misionera en los países eslavos y germanos. Fundó la diócesis de Praga, a la que quedaban sometidas Bohemia y Moravia.

Los Otones tenían un cariño especial por Roma y, en general, por Italia, pero su campo inmediato y permanente de acción era la Europa central y del norte. Esto explica la preocupación de estos papas por esas regiones que siempre habían considerado Roma como su punto de referencia en las decisiones más importantes, por su reorganización eclesiástica, por la creación de numerosas diócesis que cubrieran pastoralmente los nuevos territorios, y por el intenso esfuerzo misionero. Se preocuparon también por el reclutamiento y la formación del clero alemán y por las relaciones de los obispos con los monasterios existentes en sus diócesis.

A Benedicto VII fueron donados los monasterios de Besalú y de San Pedro de Rodas por sus respectivos obispos. El papa les concedió la libre elección del abad, la inmediata sujeción al papa y la exención de la autoridad episcopal.

Benedicto se esforzó también por eliminar la simonía, tal como se demostró en el concilio celebrado en 981 ante la presencia de Otón II, reunión de obispos alemanes e italianos que debatió y legisló sobre temas que preocupaban tanto a los latinos como a los germanos. Ante un nuevo intento del antipapa Bonifacio por apoderarse de la ciudad, el papa reclamó la presencia de Otón II, quien entró en la ciudad en medio del silencio general.

Juan XIV (983-984) era gran canciller, consejero escuchado, obispo palatino de Otón II en Italia y obispo de Pavía. Su pontificado, no obstante, quedó truncado antes de comenzar.

Tras la muerte de su protector Otón II en Roma, el 7 de diciembre de 983, a causa de la malaria, y después de ser enterrado en el mausoleo de Adriano, el antipapa Bonifacio VII (984-985), vuelto del exilio en un tiempo récord gracias al apoyo del emperador bizantino y de algunos grupos romanos, le encarceló y le dejó morir de hambre. Bonifacio, apoyado en un comienzo por los Crescencios, se ganó la animadversión de todos y fue eliminado tras once meses de reinado. Su cadáver fue profanado en una revuelta popular, arrastrado por las calles romanas, y abandonado a los pies de la estatua ecuestre de Marco Aurelio. Otón III (983-1002) tenía en ese momento ocho años de edad. Durante trece años Roma gozó de autonomía y libertad, al menos con relación a los alemanes.

De Juan XV (985-996), hijo de un sacerdote llamado León, desconocemos las circunstancias de su consagración. De todas maneras pertenecía a la facción imperial y por tanto no estaba bien visto por la facción nacionalista de Juan Crescencio. Éste gobernaba la ciudad como patricio, pero no se inmiscuía en el campo religioso del papa. Ni uno ni otro negaban la realidad del Imperio ni el papel del emperador, pero dado que éste era un niño y residía en Alemania, la autonomía política de Crescencio era completa. Juan XV, por su parte, se preocupó más por el bienestar de su familia que por el de la Iglesia, de forma que su autoridad moral no resaltó en ningún caso. De hecho fue odiado por su nepotismo y sed de dinero.

Sus relaciones con las diversas Iglesias europeas fueron constantes. Concedió el palio a los titulares de las archidiócesis más importantes, como Sens, Canterbury o Hamburgo. En relación con el mundo eslavo, protegió las misiones de Adalberto de Praga en Bohemia y aceptó la ofrenda de su reino a san Pedro por parte del rey de Polonia, Miesko I, preocupado por contrarrestar el influjo alemán. Esta fórmula, propia de la época feudal, que se repetirá en otras ocasiones, no sólo constituía una consecuencia de la aceptación del soberano poder de Cristo sobre la Tierra, sino que se transformaba en una fórmula de protección de un reino o territorio frente a otros estados de mayor potencia. San Pedro, y en su nombre el papa, lo defendía con la amenaza de excomunión, algo muy efectivo en aquellos siglos. El papa entabló también relaciones con Rusia, convertida por los bizantinos.

Los Capetos comenzaron a reinar en Francia en 987 y poco después, en 991, un célebre concilio reunido en Reims juzgó con dureza la situación de la Iglesia romana. En ese momento el problema no estaba en Roma, sino en Reims, donde tras deponer ilegalmente al arzobispo eligieron a otro. El papa quiso estar presente en la solución del cisma, envió legados que convocaron sínodos y discutieron el tema, pero no consiguió solucionar el problema porque el rey franco favorecía descaradamente al nuevo arzobispo.

La canonización de Ulrico de Augsburgo, en 993, fue la primera de la historia realizada por un papa. El pontífice escribió a los episcopados de Alemania y Francia ordenándoles que diesen culto público al nuevo santo.

Gregorio V (996-999), primo de Otón III, joven sacerdote de veinticuatro años, de buena cultura y de carácter decidido, fue el primer papa alemán del Medioevo. Mal recibido por los romanos, vivió austera y religiosamente.

En este momento de la historia debemos fijarnos en Otón III, un joven extraordinario que quedó en la historia como una más de tantas promesas incumplidas. Su personalidad fue fruto de diversas culturas: la griega, heredada de su madre, la princesa bizantina Teofano, quien le transmitió el gusto al fasto de la corte bizantina; la germánica de sus antepasados sajones, representada por su abuela Adelaida; y la latina, que se encuentra en la base de su educación occidental.

Otón tuvo buenas cualidades y también los defectos de su tiempo: pronto a la ira, supo castigar al modo alemán, pero no dudó en reencontrarse consigo mismo y hacer penitencia con una vida que se parece más a la de un asceta que a la de un rey. A veces se le llamó «emperador monje». De hecho vivió a menudo en Roma en un monasterio. No quiso conseguir la unidad del Imperio por la fuerza de las armas, sino con la fraternidad de las naciones basada en la religión común. Roma era el centro del nuevo «Imperio de Cristo», y por esto resultaba necesario que los romanos se renovasen espiritualmente: eran estos dos los elementos fundamentales de la concepción del emperador, la renovación del Imperio y la renovación espiritual de los romanos. Tal como ha sucedido una y otra vez, los romanos no se sintieron dispuestos a tal cosa.

El 21 de mayo de 996, con veinticuatro años de edad, Gregorio coronó a Otón III, que tenía dieciséis. Cuatro días más tarde papa y emperador convocaron un concilio con la finalidad de poner orden de manera definitiva en la ciudad y juzgar a cuantos se habían levantado contra ambos poderes en los años anteriores. El primero que debía ser juzgado era Juan Crescencio, y la pena que le aguardaba no era pequeña, pero el papa sugirió al emperador que la clemencia podía ser la mejor arma para ganarse a los romanos. Así que demostraron una actitud de absoluta clemencia. Políticamente esta actitud benevolente constituyó la gran equivocación del nuevo papa por las consecuencias que tuvo.

Cuando el emperador abandonó Italia, Crescencio asumió de nuevo el título de patricio romano, gobernó a su gusto y nombró al antipapa Juan XVI. Gregorio tuvo que huir a Pavía, donde con gran serenidad y dignidad convocó un concilio que determinó sobre cuestiones propias de la Iglesia. En 997 Otón III, libre de sus obligaciones en tierras eslavas, bajó a Italia con un gran ejército, se encontró con el papa en Pavía, donde celebraron la Navidad, y se dirigieron juntos a Roma. Apenas hubo resistencia salvo en el castillo de Sant’Angelo, ocupado y defendido por Juan Crescencio.

Al antipapa Juan XVI le fueron cortadas la nariz, la lengua y las orejas y se le vaciaron los ojos, y de tal guisa fue juzgado y depuesto solemnemente por un concilio en Letrán. Le hicieron cabalgar al revés en un asno por las calles de la ciudad con la mano agarrando la cola del animal. Vivió todavía quince años. Crescencio, por su parte, fue ajusticiado en Sant’Angelo, mientras doce de sus partidarios fueron colgados en el monte Mario.

Gregorio dedicó los pocos años que le quedaron a la reforma. Murió a la edad de treinta, tal vez envenenado. Otón III hizo que lo enterrasen en la tumba de Gregorio Magno, probablemente porque conocía su gran admiración por el primer papa de este nombre.

Silvestre II (999-1003), cuyo nombre era Gerberto de Aurillac, fue el primer papa francés. Amigo y consejero de Otón III, fue uno de los grandes sabios de su tiempo. Educado en la abadía de Aurillac, monje benedictino, estudió en Vich, donde su obispo, Hattón, muy versado en matemáticas, fue su maestro. También estuvo en Gerona, Ripoll y Barcelona, donde asimiló algo de la ciencia árabe. Fue preceptor del entonces joven y prometedor Otón III, y en todo momento este joven emperador mantendrá viva la admiración por su maestro. Acudió a Reims, centro intelectual respetado y concurrido, y allí estudió filosofía, retórica y ciencia. Abad de Bobbio, el célebre centro monástico fundado por san Columbano, permaneció allí cuatro años, pero no fue feliz, por lo que volvió en cuanto pudo a Reims y terminó como arzobispo de la ciudad por una carambola, después de que un concilio destituyera al arzobispo legítimo a causa de sus intrigas políticas en combinación con algunos enemigos del rey francés. Ante la negativa del papa a aceptar su elección, Gerberto atacó los derechos papales de intervención en los asuntos de las Iglesias locales. Más tarde obedeció al papa, pidió perdón e hizo penitencia. En Magdeburgo estudió astronomía, física y todo lo referente a la construcción de relojes y catalejos. Otón nombró a Gerberto arzobispo de Rávena mientras él se instalaba en Roma y renovaba la corte imperial al estilo bizantino.

A la muerte de Gregorio, Otón no dudó en elegirle para la sede romana. A sus sesenta años tomó el nombre de Silvestre, tal vez porque el primero que se llamó así era todavía considerado un modelo de colaboración entre papa y emperador. Una vez en el solio pontificio defendió vigorosamente las prerrogativas de la Santa Sede en Alemania e Italia.

Otón III, el emperador que se cubrió el día de su coronación con un manto bordado con escenas del Apocalipsis, quiso poner en práctica un sueño largamente acariciado: un imperio cristiano en el que el papa y emperador, «las dos mitades de Dios», instalados en Roma y fraternalmente unidos, serían los dueños del mundo. El emperador se consideraba el nuevo Constantino y el papa el segundo Silvestre. Otón se autodenominó «romano, sajón, italiano, servidor de los apóstoles, emperador augusto del mundo romano», pero en realidad se consideraba protector de una Iglesia que era ciertamente romana, pero sobre todo imperial.

En el sueño de ambos, en esa Europa nuevamente cristianizada, los escandinavos, los húngaros y los recién llegados eslavos ocupaban un lugar preferente. Es decir, se trataba de una Europa alargada hacia el este, sueño que todavía hoy está presente en los proyectos de unión europea.

Silvestre fue un papa reformador: condenó la simonía, impuso el celibato eclesiástico, exigió la formación doctrinal de los clérigos y apoyó que los abades fueran elegidos por los monjes. En tiempo de Silvestre se bautizó Esteban, duque de Hungría, que sería consagrado rey en agosto de 1001 con la corona real enviada por el papa. Reorganizó las Iglesias de Polonia y Hungría, instituyendo las sedes metropolitanas correspondientes en Gniezno y Esztergom, con el apoyo de Otón III y a pesar de la oposición de los obispos germanos de Magdeburgo y Passau.

Su fama se ha debido fundamentalmente a su cultura universal, tanto en el campo de las ciencias, de la música y de las matemáticas como en el de la literatura. En Bobbio, donde formó una espléndida biblioteca, coleccionó y conservó manuscritos de autores latinos clásicos.

Sergio IV mandó poner en San Juan de Letrán una lápida que le recordaba: «La virgen que favorece las artes, y Roma, cabeza del mundo, le dieron fama en todo el universo […] El césar, Otón III, de quien fue siempre fiel y devoto servidor, le ofreció esta iglesia. Uno y otro ilustran su tiempo con el resplandor de su sabiduría; el siglo se alegra, el crimen perece.»

La leyenda se apoderó de Silvestre y en ella ha permanecido entrampado a lo largo de los siglos: se trataba de un brujo cuyos maleficios eran innumerables. Cuando en su sarcófago en Letrán chocaban los huesos o caía agua del interior, era el anuncio de una muerte próxima. En 1909 se abrió su tumba, y su cadáver, que hasta ese momento se había mantenido intacto, se disolvió en puro polvo ante los atónitos testigos. Sólo se salvó su anillo, que quedó encima del polvo amontonado.

Juan XVII (1003) fue elegido probablemente por Juan II Crescencio, quien se quedó con el poder y el título de patricio de los romanos una vez muerto el emperador, y a él quedó subordinado en los seis meses de pontificado. Nada queda de su actuación, excepto un documento por el que animaba a unos monjes polacos a dedicarse a la evangelización de los eslavos, preocupación permanente de la Iglesia de ese siglo.

Durante la primera mitad del siglo XI los papas son personajes sin atractivo ni fuerza interior, oportunistas, manipuladores de su cargo, simoníacos, ajenos a cualquier voluntad de reforma. Sin embargo, no faltaron en la Iglesia experiencias de cambio y renovación religiosa. Los monasterios de Cluny, Gorze, San Vanne de Verdún y otros más favorecieron la interiorización religiosa, una liturgia más cuidada y cálida, una exigencia moral más acorde con el Evangelio.

Juan XVIII (1003-1009) entró en relación con Enrique II, nuevo rey alemán, y le concedió la erección de la nueva diócesis de Bamberga en Baviera, región estratégica para la expansión y el control territorial deseados por el rey. En realidad habría deseado que Enrique se presentara en Roma con ocasión de su viaje a Pavía para ser coronado rey de Italia, pero el autoproclamado patricio Conrado lo impidió. Canonizó a cinco misioneros que habían sido martirizados en Polonia el año anterior (1004).

Actuó con decisión a la hora de proteger la exención de los monasterios franceses. Cuando se enteró de que los obispos de Sens y Orleáns habían pretendido que la abadía de Fleury renunciara a los privilegios de la exención, exigiendo al abad que quemara las relativas bulas papales, convocó a Roma a ambos obispos bajo pena de excomunión y advirtió al rey francés, Roberto II, de que estaba dispuesto a lanzar el interdicto sobre el reino si no se presentaban. Hay indicios de que fue forzado a abdicar y de que murió como monje en San Pablo Extramuros.

Sergio IV (1009-1012), un papa más bajo el dominio de Crescencio, ofrece pocas noticias ciertas de su vida y de su pontificado. Sabemos que intentó unir los estados italianos en un esfuerzo común para expulsar a los árabes de Sicilia, que intentó con un cierto éxito mejorar sus relaciones con Enrique II y que se preocupó por alimentar a la parte más indigente de la población romana en un momento de carestía y hambruna.

Benedicto VIII (1012-1024) fue elegido tras la muerte del dictador Crescencio, ocasión aprovechada por la familia de los Túsculo, descendientes de Teofilacto, para excluir del control de la ciudad a los Crescencios, hacerse a su vez con el poder e imponer a su candidato. El que fuese laico no impidió su elección. Da la impresión, por otra parte, de que él era el cabeza de la familia Tusculana, por lo que unió en sus manos ambos poderes.

Desde el primer momento entabló relaciones cordiales con Enrique II, le invitó a Roma y le coronó emperador (1014). La política eclesiástica de Enrique estaba inspirada por los ideales cluniacenses y él mismo se consideraba el instrumento de la regeneración eclesiástica. Papa y emperador tomaron decisiones favorables para la vida eclesial, como establecer una edad mínima para recibir las órdenes sagradas, y disposiciones oportunas contra la simonía y otros abusos. Para agradar al nuevo emperador, en Roma comenzó a cantarse el Credo en la misa, costumbre habitual en la Iglesia franca, pero que no había sido aceptada en Roma hasta este momento con el argumento de que nunca Roma se había apartado de la fe.

Benedicto tenía un talante decidido y enérgico, de señor feudal y como tal actuó contra los señores que ocupaban indebidamente posesiones eclesiásticas, ampliando así su radio de acción e influjo. Apoyado por pisanos y genoveses, tomó parte en una batalla naval contra los árabes y liberó Cerdeña de su ocupación (1016).Visitó al emperador en Bamberga en medio del entusiasmo popular, estrechó sus amistosas relaciones con los normandos y participó del entusiasmo de la época por la reforma monástica.

Se opuso decididamente al matrimonio y concubinato de los sacerdotes, a la venta de los bienes eclesiásticos, a la inmoralidad del clero bajo y a la simonía, y defendió los derechos de la Iglesia romana allí donde los consideraba menospreciados o limitados indebidamente.

Juan XIX (1024-1032), hermano de Benedicto VIII, y miembro por tanto de la familia Tusculana, pasó en un día de ser laico a papa. Reforzó su posición gracias a una hábil política de acercamiento a otras importantes familias de la aristocracia.

Coronó emperador a Conrado II (1027), sucesor de Enrique II, en presencia de los reyes Rodolfo de Borgoña y Canuto de Inglaterra y Dinamarca. Durante su estancia romana, el rey inglés negoció con el papa una serie de privilegios, sobre todo económicos, para la Iglesia inglesa.

Este papa fue débil con Conrado, quien se mostró en todo momento arrogante, desconsiderado y poco interesado por la suerte del papado, y apoyó su política en Alemania, no siempre equilibrada ni favorable a los intereses eclesiásticos.

Protegió al abad Odilón de Cluny, manteniendo sus privilegios y favoreciendo su expansión. El monacato respondió al deseo de intensa vida espiritual presente en el alto Medioevo, a pesar de las violencias y decadencias de todo género. Las numerosas fundaciones, realizadas gracias a la generosidad y esfuerzos más diversos, constituyen el testimonio más vivo de esta situación. Monjes y abades aparecen en embajadas y misiones entre paganos, en las escuelas y en las cortes, revelando el prestigio y la influencia de una institución que se convirtió en un pilar de aquella época y de aquella sociedad y que mantuvo su relación con el papado como uno de sus puntales.

Benedicto IX (1032-1044; 1045; 1047-1048), sobrino de Juan XIX y de Benedicto VIII, fue elegido por presiones de Alberico III, de la misma familia. Era laico y llevaba una vida disoluta y escandalosa. Durante los primeros doce años de papado supo bandearse políticamente gracias al respaldo de su familia y a la habilidad de sus colaboradores. Mantuvo la alianza con el emperador Conrado y con su hijo Enrique III, al menos en los primeros tiempos.

En 1044 se levantó contra él el pueblo romano, harto de su vida inmoral y de las tropelías de la familia Tusculana, y le obligó a abandonar la ciudad, eligiendo papa a Silvestre III (1045), quien en ningún momento tuvo apego al puesto y volvió pacíficamente a su obispado de Sabina, donde permaneció al menos quince años más. Cuarenta y nueve días más tarde Benedicto IX regresó a Roma y expulsó a Silvestre III. Sin embargo, este nuevo periodo duró menos de dos meses, ya que el 1 de mayo abdicó en favor de su padrino, Juan Graciano, hombre respetado por su vida y por sus planes de reforma, quien tomó el nombre de Gregorio VI (1045-1046) y se convirtió en el tercer papa en menos de un año.

Pedro Damián, ex guardián de puercos convertido en abad de Fuente Avellana, una de las voces más autorizadas de la reforma monástica y eclesiástica de su tiempo, esperaba que la elección de Gregorio llevaría a la Iglesia a un tiempo de mayor purificación. Se desconocen las causas de la abdicación de Benedicto, pero en todo caso sabemos que el nuevo papa le regaló una enorme suma de dinero, soborno incomprensible en quien formaba parte del grupo reformador. Sin embargo, al papa Gregorio, por su pasado y a pesar de lo incorrecto de su elección, le acogieron con entusiasmo cuantos rechazaban y despreciaban a Benedicto IX.

En otoño de 1046 Enrique III volvió a Italia decidido a reformar la Iglesia. Benedicto fue citado junto a Silvestre III y Gregorio VI ante el sínodo reformador de Sutri, cerca de Roma, con el fin de aclarar si habían accedido a sus cargos por simonía. Silvestre no se presentó, pero no fue tenido en cuenta porque se encontraba desde el primer momento al margen de cuanto sucedía. Benedicto tampoco se presentó y fue formalmente depuesto. Gregorio VI, el único que acudió a la cita, fue obligado por los obispos y por el rey a reconocerse culpable y a abdicar, eligiendo el rey a un obispo alemán como papa Clemente II (1046-1047). Fue el primero de los cuatro papas alemanes impuestos por el rey con el fin de liberar el papado del control de las familias romanas. Clemente coronó emperadores a Enrique y a su mujer, Inés. No cabe duda de que su mentalidad y sus acciones eran reformistas, a pesar de que san Pedro Damián se quejara de la lentitud con que iba fraguándose la reforma. Al estudiar en 1947 sus restos se llegó a la conclusión de que había muerto envenenado, aunque no pocos historiadores afirman que esa suposición carece de fundamento.

Gregorio VI fue trasladado a Alemania con el fin de que no complicase la vida del nuevo papa. Le acompañó el monje Hildebrando, su secretario, figura relevante de los decenios sucesivos. Ocho meses más tarde murió Clemente y volvió a Roma el impenitente Benedicto, acogido con entusiasmo por una población que brujuleaba entre la adhesión y el rechazo. Tras unos pocos meses fue expulsado de nuevo de Roma por orden imperial y en su lugar fue elegido Dámaso II. Benedicto vivió hasta enero de 1056 en sus tierras tusculanas, considerándose en todo momento el legítimo pontífice. Fue enterrado en la abadía de Grottaferrata.

Dámaso II (1048), de origen bávaro, aparece como obispo de Bressanone en las primeras noticias que se tienen de él. Acompañó al emperador en sus viajes y gozó de su confianza. Elegido papa directamente por el emperador, entró solemnemente en Roma y fue consagrado el día de Pentecostés. Veintitrés días más tarde murió en las colinas romanas, probablemente de malaria, sin poder dar muestras de su capacidad.

A pesar de la ínfima calidad humana y moral de muchos de estos papas que durante siglo y medio sucedieron a Pedro, el aparato administrativo del papado continuó funcionando, aunque a ritmo reducido. Las cartas pontificias salían de la Cancillería dirigidas a todos los países cristianos y los papas seguían dando consejos y órdenes a cristianos de toda condición. Reyes y laicos no dejaron de fundar obispados y abadías, pero antes pedían la correspondiente licencia pontificia. Lo que contaba para el cristianismo era la institución como tal, no la personalidad de tal o cual papa, que para los contemporáneos tenía un escaso interés. Es decir, una vez más se mantuvo el principio que distinguía entre el cargo y la persona que lo ocupaba. En este mismo sentido los peregrinos que seguían confluyendo en Roma iban movidos por el permanente atractivo, por la llamada de la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo, y por la presencia en la ciudad de numerosas veneradas reliquias. Sólo si se tiene en cuenta esta mentalidad medieval, según la cual los criterios de valoración subjetiva tenían mucha menos importancia que en nuestro tiempo, se puede comprender que la inmoralidad de muchos de estos papas presentara menos consecuencias negativas para la institución del papado de lo que podríamos imaginar en nuestros días.