III. Roma creadora de imperios

(741-882)

A medida que pasaron los años Roma fue encontrándose más a disgusto bajo el dominio de los bizantinos, quienes, aunque día a día perdían potencia y presencia en la península italiana, mantenían su clásica arrogancia y arbitrariedad. Por otra parte, Roma tampoco se encontraba tranquila ni satisfecha con la cercanía de los siempre inquietos lombardos, más incisivos y poderosos, que zarpazo a zarpazo desgarraban y se apropiaban de las tierras bizantinas ocupándolas con modos brutales al tiempo que daban a entender sin disimulo su ambición de «proteger» a los romanos. La capital del reino lombardo se encontraba en Pavía, y Spoleto y Benevento, al sur de Roma, constituían dos ducados vasallos del rey lombardo, aunque gozaban de cierta autonomía. Es decir, los lombardos seguían estando demasiado cerca de los romanos por el norte y por el sur, y los bizantinos, sin ser capaces de protegerles de su audacia, eran lo suficientemente prepotentes para continuar incordiándoles.

En 741 murió León Isáurico, en Constantinopla, Carlos Martel en Francia, y Gregorio III en Roma, lo que dio inicio a una nueva época que iba a cambiar las relaciones de fuerza entre los pueblos y las naciones emergentes.

El nuevo rey lombardo, Astolfo, decidió conseguir lo que sus antepasados habían intentado lograr sin conseguirlo: conquistar Italia. En 751 el exarcado bizantino de Rávena había sido ocupado, y esta conquista señaló el comienzo de la crisis bizantina, que iba a resultar decisiva para la independencia de Roma. En 753 Astolfo exigió de los romanos un tributo de una onza de oro por cabeza al tiempo que pretendió extender su jurisdicción sobre Roma y sus dependencias. Es decir, pretendía sustituir a los bizantinos. El papa Zacarías fue consciente de la gravedad de la situación y de que sólo de los francos podía esperar ayuda para afrontarla.

En 751 el llamado «mayordomo de palacio», Pipino, había decidido sustituir a la dinastía merovingia ocupando su puesto. Así se ponía fin a una situación insólita que había durado demasiado: la coexistencia en el mismo reino de una dinastía que reinaba pero no gobernaba y de una familia de mayordomos del reino que eran quienes realmente ostentaban el poder. Este importante acto político se efectuó con la bendición del papa y en su nombre, de forma que el prestigio del pontífice de Roma alcanzó en esos momentos su cénit en la corte francesa. Un año más tarde, cuando Esteban II había ya sucedido a Zacarías, Astolfo se presentó con su ejército ante las murallas de Roma y sin hacer caso a las sucesivas protestas y recomendaciones del papa pretendió conquistar la ciudad. Esteban abandonó Roma y se dirigió a la capital de Francia, donde fue recibido con todos los honores por Pipino. Éste se comprometió a defender la Iglesia de Roma y la persona del papa, y ya en aquellas conversaciones se repartieron entre ambos el reino de los lombardos, a pesar de que todavía no había sido conquistado.

En 755 Pipino descendió a Italia con su ejército, asedió al rey lombardo y lo obligó a firmar la paz y a comprometerse a devolver al papa los territorios del antiguo exarcado y otros territorios bizantinos, además de prometer que nunca más atacaría a la Iglesia. Astolfo volvió a las andadas en cuanto pudo y sitió de nuevo Roma, por lo que Pipino se vio obligado a regresar a Italia. Esta vez obligó con dureza al rey lombardo a capitular y satisfacer los deseos del papa. Es decir, Pipino, según el derecho de conquista, había adquirido legítimamente unos territorios que dio en propiedad al papa o, si queremos, a san Pedro, considerado en la Iglesia y en sus sucesores como capaz de poseer y de ejercitar la soberanía. Al trasladar la titularidad del poder temporal del emperador bizantino al papado, el ejército, que en la época bizantina constituía su encarnación y órgano más significativo de poder, pasaba a estar bajo la dirección del papa.

Nació así el Estado de la Iglesia, autónomo tanto de Constantinopla como de los lombardos y, también, de los francos, aunque con éstos se inició una alianza en la que no faltaron conflictos suscitados por las interpretaciones contrapuestas de los derechos del papado y del poder franco en materias tanto jurisdiccionales como políticas. Sin embargo, los soberanos francos nunca pusieron en cuestión el dominio temporal de la Iglesia de Roma.

No resultaron fáciles los inicios de este nuevo Estado, sobre todo por razones internas. Por una parte la aristocracia y el ejército romanos no estuvieron de acuerdo en abandonar toda posibilidad de participar activamente en el gobierno y en la administración de la ciudad. Por otra, aspiraron a formar parte de quienes elegían al pontífice y, más aun, a que fuera uno de ellos el elegido. Gran parte de los graves sucesos que se van a producir a lo largo de los siglos siguientes se deberán a la voluntad de muchos de colmar estas aspiraciones.

Carlomagno, hijo de Pipino, bajó cinco veces a Roma. En la primera venció definitivamente a los lombardos, nunca conformes con los compromisos adquiridos, y encarceló a su rey, Desiderio. Carlomagno asumió el título de rey de los francos y de los lombardos y aseguró la existencia del Estado pontificio con nuevas donaciones. Años más tarde concedió al papa Adriano nuevos territorios, quedando en manos del papado casi la misma extensión territorial que se prolongará hasta el siglo XIX. Desde 781 Adriano comenzó a datar los años según los de su pontificado, y no según los del reino del emperador bizantino, como se había hecho hasta entonces.

El restablecimiento del Imperio en Occidente parece haber sido una idea del pontífice y no de Carlomagno. Éste tenía puesto su empeño sobre todo en consagrar la división del antiguo Imperio Romano en un Occidente del que él era el jefe y un Oriente que pertenecía al emperador bizantino, pero se negaba a reconocer a éste un título imperial que evocara la unidad perdida.

Fue en 799 cuando León III descubrió las ventajas personales e institucionales de dar la corona imperial a Carlomagno. Detenido y perseguido por sus enemigos romanos, el papa tuvo necesidad de ver restaurada su autoridad de hecho y de derecho por alguien cuya preeminencia se impusiera a todos sin réplica alguna: un emperador. Por otra parte, fue consciente de que si coronaba a Carlomagno emperador de todo el mundo cristiano creaba un instrumento válido para luchar contra la herejía iconoclasta y para reconocer la supremacía del pontífice romano sobre toda la Iglesia. Restituía así a Roma la función de sede del Imperio, un Imperio que coincidía de hecho con el dominio carolingio y que se extendía sobre gran parte de la Europa bárbara y cristiana con la que el papado había estrechado importantes relaciones desde finales del siglo VII.

Carlomagno se dejó convencer y coronar el 25 de diciembre del año 800, pero la idea del pontífice no coincidía estrictamente con la del rey. Mientras que para los francos el nuevo emperador era considerado como la personalidad política y moral más importante del mundo cristiano y en cuanto tal digna de ser reconocida como emperador en Roma, la metrópoli, León III buscaba afirmar con aquel acto que el papado y el pueblo romano disponían de la dignidad imperial por antiquísima tradición y disponían de ella libremente para darla a un soberano amigo y protector. Sin embargo, puede entenderse este acto como la mayoría de edad del pueblo y del cristianismo germánicos. Prácticamente todos los emperadores occidentales desde entonces serán germanos, y aunque en ellos dominará la fascinación por Italia y el mundo romano, no cabe duda de que el talante germánico determinará la impronta de su carácter y su cultura. Carlomagno respetó las atribuciones del obispo de Roma, pero nunca olvidó que era el príncipe de una gran monarquía. Los pueblos que gobernó le vieron como el soberano supremo de los asuntos eclesiásticos; creó obispados y abadías; dictó leyes sobre cuestiones eclesiásticas; dio su aprobación a las constituciones pontificias integrándolas como leyes en su código; y en todo momento obispos y sínodos fueron conscientes del peso de su autoridad.

Los territorios donados por Pipino y Carlomagno supusieron para el papado nuevas fuentes de renta a las que habría que añadir las importantes cantidades de metales preciosos regaladas por Carlomagno y su sucesor Ludovico el Pío y los donativos que dejaban los peregrinos del norte que incesantemente llegaban a Roma. La combinación de estas entradas hizo posible la extraordinaria actividad de organización y embellecimiento del conjunto urbano y monumental llevada a cabo por Adrián I y León III. Levantaron iglesias desde sus fundamentos, reconstruyeron murallas y acueductos, reorganizaron el complejo lateranense, las infraestructuras de las calles y de acogida de peregrinos en San Pedro, el embellecimiento de todas las iglesias de la ciudad, la fundación de nuevos albergues y hospitales para los innumerables visitantes. León III mandó edificar en el ámbito de San Juan de Letrán unas grandes aulas destinadas a las ceremonias papales, imitando en la forma y en las funciones los edificios del palacio imperial de Constantinopla, con la intención de indicar la igualdad de rango entre el papa y el emperador oriental o, dicho de otro modo, el carácter imperial de la autoridad del papa.

Este reclamo a la tradición imperial de Roma tuvo consecuencias inmediatas en la nobleza ciudadana. El patriciado buscó con decisión imponer en el trono pontificio a miembros de sus familias y, por otra parte, los papas se rodearon de familiares y personas adictas con el fin de facilitar el gobierno del dominio temporal. Familiares que, por otra parte, componían facciones que inevitablemente se enfrentaban entre sí. Estas ambiciones y consiguientes rivalidades marcaron los tiempos siguientes de manera negativa y, frecuentemente, sangrienta. Todos intentaron atraerse al poder carolingio, añadiendo confusión a la complicación. Por su parte, los diversos emperadores usaron y abusaron de estas rivalidades para imponer su voluntad, a menudo contraria a la de los papas del momento.

La clericalización del poder tuvo otra importante consecuencia: miembros prestigiosos del laicado entraron en los rangos eclesiásticos por oportunismo político, produciendo a menudo y como consecuencia una secularización de la formación y la vida de los clérigos.

Los complicados episodios del siglo IX y sucesivos señalan la inestable relación entre la aristocracia romana y el poder pontificio, que no llegan a definir las mutuas relaciones ni a coordinar sus respectivos poderes. Tampoco quedaron claras las relaciones entre la institución pontificia, en cuanto representante del poder de la ciudad de Roma, y las fuerzas locales del resto del territorio del Lacio, situación que desestabilizó a menudo la paz de la región y de las instituciones. A lo largo de los mil años siguientes el poder pontificio tuvo que afrontar frecuentes revoluciones, movimientos que habrían podido destruir los nacientes países de Europa occidental. Esto nos demuestra, por una parte, que el maridaje entre sacerdocio y principado albergaba una incurable contradicción, pero por otra, que el Estado eclesiástico era por naturaleza capaz de afrontar cualquier ataque dirigido desde el exterior.

Tras la muerte de Carlos el Calvo (877) la profunda crisis del sistema imperial arrastró con ella al cuadro político italiano en el vértigo de una crisis de autoridad. En este contexto la autoridad pontificia se identificó con los horizontes del principado romano y, consecuentemente, coincidió y chocó con los intereses de la aristocracia local, romana y laica.

Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, se cernía sobre Europa la amenaza de la invasión musulmana, decidida a conquistar las viejas cristiandades. Dos de las más importantes habían desaparecido de hecho: la antiquísima del norte de África, la de Cipriano y Agustín, y la del reino visigodo. Sus correrías habían llegado hasta Francia, donde fueron vencidos por Carlos Martel, además de a Sicilia y al interior de la península italiana, atreviéndose a incursionar por el entorno de Roma. Nunca olvidarán los papas el peligro islámico, viniese de África o del Oriente o, sobre todo, y más adelante, de Turquía.

La Iglesia desempeñó un papel fundamental en el cambio cultural de la época. Las órdenes religiosas, primero en los numerosos monasterios que fueron poblando el continente, y más tarde las órdenes de carácter internacional, se convirtieron en importantes focos de poder y cultura. El resultado de este fenómeno de expansión puede ser considerado como la «europeización de Europa», la expansión de una cultura que va a hacer a los pueblos europeos cada vez más homogéneos. Lo que era originalmente el acervo cultural del Imperio Carolingio se va a expandir hasta los últimos confines del continente durante la Edad Media.

Zacarías (741-752) era de familia griega, monje benedictino, culto, de carácter decidido pero tranquilo. Su gobierno aseguró un periodo de paz y prosperidad. En esa época Carlomán decidió renunciar a sus cargos y se recluyó en una abadía de Roma para dejar el campo libre a su hermano Pipino como único señor de un reino poderoso, aunque nominalmente seguían siendo reyes los miembros de la dinastía merovingia. Pipino, sin embargo, estaba decidido a ser proclamado rey desposeyendo al joven Childerico III, pero quiso antes pedir consejo al papa: ¿era lícito dar este paso? Zacarías contestó que debía ser considerado rey quien, de hecho, ejercía la potestad real, y aprobó formalmente la decisión. «Rex a regendo», había escrito Isidoro de Sevilla en sus Etimologías. «La palabra “rey” viene de “reinar”.» En la España visigoda, de hecho, no era raro que los reyes incapaces fueran depuestos.

Tras el golpe de mano y la reclusión del inepto Childerico en una abadía, Pipino fue consagrado rey por Bonifacio, representante del papa en Francia. Era la primera consagración en la historia por mandato del papa, aunque en España, desde Wamba, los reyes visigodos eran consagrados por el arzobispo de Toledo.

Zacarías mantuvo buenas relaciones con Liutprando, rey lombardo, con quien concluyó un tratado formal de buena vecindad. Apoyó la actividad misionera de Bonifacio, quien con ayuda de Carlomán y Pipino había emprendido la difícil tarea de reformar y purificar una Iglesia que había caído en manos de laicos codiciosos y clérigos ignorantes, unos y otros de vida inmoral. Esta reforma la realizó el valeroso Bonifacio en estrecha conexión con Roma. Zacarías les envió recomendaciones precisas tanto sobre temas de organización eclesial como de costumbres y normas morales. Carlomán y Pipino reunieron con frecuencia sínodos que determinaron que los clérigos debían llevar una vida acorde a sus funciones. Los obispos, por su parte, debían reunirse una vez al año con todos sus sacerdotes. En 743 el papa reunió un concilio en el Laterano en el que se condenó la inmoralidad de los clérigos, exigiéndoles un hábito particular y que acabaran con las supersticiones, verdadera plaga nefasta de aquel tiempo. Poco después Zacarías envió a los gobernantes francos una respuesta detallada a veintisiete puntos que le habían propuesto, respuesta que constituirá en el futuro inmediato la legislación canónica que les faltaba.

Astolfo sucedió a Liutprando y mostró desde el principio que las ambiciones expansionistas del pueblo lombardo se mantenían todavía. De hecho tomó Rávena y se asentó en ella, con lo que acabó la presencia de los bizantinos en el norte de Italia. Después pretendió unificar Italia ocupando Roma, con la pretensión de convertir al papa en un obispo lombardo. Al morir Zacarías le sucedió Esteban II (752-757), quien evidentemente no se mostraba dispuesto a aceptar las intenciones del rey lombardo, convencido como estaba de que para mantener en plenitud la primacía romana resultaba necesaria la independencia política. Dispuesto a conseguirla, señaló a Pipino su interés por concertar una entrevista en Francia. El rey franco le envió dos personajes importantes del reino con el fin de que le acompañasen a través de un camino largo y complicado, toda vez que atravesaba el reino lombardo.

El 6 de enero de 754 el papa se encontró con Pipino en la residencia real de Ponthion, donde le expuso su situación y sus exigencias. Allí consagró nuevamente, caso único en la historia, a Pipino, y bendijo la frente de sus hijos con aceite santo bendecido. La ceremonia de la consagración real contenía elementos y símbolos de las ordenaciones episcopales, y señalaba inequívocamente, al modo de las unciones de los reyes judíos, el compromiso del nuevo rey con la divinidad. El papa prolongó su viaje y visitó París. Mil años más tarde, un nuevo papa visitará la capital francesa con el fin de consagrar también a Napoleón y obtener de él mayor libertad para la Iglesia.

Esteban deseaba ser liberado del asfixiante cerco lombardo y gozar de autonomía política. Roma no quería ni podía seguir siendo bizantina y no estaba dispuesta a ser lombarda. Para Roma los lombardos seguían siendo bárbaros, mientras que los habitantes de la ciudad se consideraban descendientes directos de la antigua ciudad imperial.

La ausencia de su protector natural, el emperador de Oriente, sólo permitía una solución: apelar a los francos, un pueblo cercano, poderoso, cristiano y respetuoso con la Iglesia. Los francos, pues, intervinieron en Italia. Pipino bajó a Italia con su ejército, venció a Astolfo y donó al papa —en realidad a San Pedro— las tierras liberadas, Rávena y otros territorios antes pertenecientes a Bizancio. Esto constituía la creación, desde ese momento, de los derechos políticos del papa sobre los Estados de la Iglesia. Esta intervención inauguró también una sucesión de intervenciones francas en favor de los papas y marcó la historia europea durante siglos. Por su parte, el papa prometió al rey y a sus descendientes la protección de la Iglesia. Pocos meses más tarde Pipino tuvo que regresar a Italia ante el repetido incumplimiento de lo pactado por Astolfo. El rey lombardo había sitiado Roma y estaba destruyendo cuanto encontraba a su paso. Zacarías escribió una carta patética a Pipino no exenta de reproches por la ingenuidad demostrada en sus tratos anteriores con Astolfo. Pipino obligó al lombardo a cumplir el pacto, imponiéndole una serie de condiciones difíciles de eludir.

Durante la estancia del papa en suelo francés, los francos adoptaron el rito romano, descubierto en las ceremonias papales probablemente durante los meses que Esteban residió en la abadía de san Dionisio, acompañado de un séquito de sacerdotes y diáconos que con toda seguridad instruyeron a los sacerdotes francos sobre los usos romanos. En realidad quedaron fascinados por la complejidad, el lujo y la grandiosidad de las ceremonias romanas. Para la evolución cultural de Occidente, esta aceptación y asunción de la liturgia romana fue importante. Consolidó la unidad de las Iglesias, invitó a los sacerdotes a rezar de la misma manera y relacionó a las Iglesias de los diversos pueblos con Roma y entre sí en un aspecto trascendental de la vida religiosa.

Terminó así la historia de la Roma bizantina y comenzó la de la Roma carolingia y, también, la historia de la Europa bárbara cristianizada bajo la dirección de Roma, de sus leyes, de su liturgia y costumbres, de sus normas morales, de su cultura. Constituyó, de hecho, un intento desconcertante y apasionante de crear un Estado al modo de los existentes, en el que una dinastía electiva, aunque de carácter sagrado, lo gobernase. Nunca se constituyó una dinastía familiar, aunque en alguna ocasión un papa fuera sucesor de su hermano, también papa. Durante más de mil años, los papas gobernaron los territorios cedidos por los carolingios. Esto condicionó sin duda su función religiosa, pero probablemente dio a la institución una estabilidad que de otra manera no habría sido posible.

Pablo I (757-767) se esforzó por mantener el estatus territorial y político logrado por Esteban II, aunque en todo momento tuvo que tener en cuenta la actitud siempre imprevisible del lombardo Desiderio, quien no disimulaba su deseo de volver a la situación anterior, incluso a través de conversaciones con los bizantinos, sus tradicionales enemigos.

Por su parte, la nobleza militar no soportaba encontrarse bajo la autoridad del clero, que tenía en sus manos el gobierno y la administración del Estado. Tanto los militares como los miembros de la aristocracia pretendieron una y otra vez participar junto al clero en la elección del pontífice. Pablo I pudo mantener las riendas de la situación, pero a su muerte (en pura soledad, porque todos le abandonaron en sus últimas horas de vida) las diferentes ambiciones surgieron con fuerza. Durante siglos se contraponen en Roma, con marcada violencia, los derechos municipales del pueblo romano, el antiguo derecho de la monarquía imperial y el recién creado derecho de los papas. La historia romana medieval fue con frecuencia la narración de estos conflictos.

Esteban II restauró la basílica de San Lorenzo, construyó varios albergues para peregrinos y levantó la primera torre de campanas de Roma. En 761 Pablo I fundó el convento de San Silvestre in Capite, todavía existente en nuestros días.

Apenas se conoció la muerte del papa Pablo, el duque Totón de Sutri introdujo en la ciudad una turba de sus partidarios y aclamó como papa a su hermano Constantino, quien en pocas horas y contra todas las normas recibió las órdenes por manos de un obispo coaccionado. La reacción por parte de quienes no estaban de acuerdo con esta prueba de fuerza fue rápida. Pidieron ayuda al rey lombardo Desiderio y éste envió un ejército que no sólo quitó de en medio a Constantino, sino que le vaciaron los ojos, costumbre bárbara e inhumana que se repetirá a lo largo del siglo. Incluso puso en su lugar a un secuaz suyo, el monje Felipe, aunque también con poco éxito. Porque, en efecto, al mismo tiempo que se producía esta nueva imposición se reunía en el Foro un gentío inmenso compuesto por el clero, los oficiales del ejército y los aristócratas, y entre todos eligieron a Esteban III (767-772), nacido en Sicilia pero residente en Roma desde joven y cercano colaborador de los papas.

Esteban convocó un concilio (769) en el que participaron trece obispos francos enviados por Carlomán y Carlomagno a petición del nuevo papa, unos cuarenta obispos italianos y el clero romano. Con el fin de que no se repitiesen los sucesos recientes, el concilio determinó que nadie podría ser elegido papa si no era ya diácono o sacerdote, y redujo la participación de los laicos a la mera ratificación del elegido por el clero romano. Bloqueaba así, de momento, la ambición de la aristocracia. En la última sesión se condenaron las doctrinas iconoclastas y a sus defensores.

Esteban era débil, sólo había vivido en monasterios y poco sabía de las intrigas romanas, que en aquel momento jugaban a tres bandas —entre los francos, los lombardos y los señores locales del Lacio—, de forma que resultó fácil engañarle y, sobre todo, fue incapaz de desenvolverse airosamente entre los intereses encontrados y las diplomacias cruzadas. En realidad quedó mal con todos. Durante dos años pareció que Desiderio dominaba la escena romana, pero sólo fue un espejismo que duró el tiempo necesario para que Carlomagno se hiciera con todo el poder en su reino, es decir, con el poder que había correspondido a su hermano Carlomán a la muerte de Pipino.

En su tiempo se aplicó la dignidad de cardenal-obispo a los siete obispos titulares de las diócesis que rodeaban Roma: Ostia, Velletri, Porto y Santa Rufina, Albano, Frascati, Sabina y Palestrina, a los que confió el servicio de Letrán y la celebración de la misa en el altar de San Pedro los domingos. Poco a poco, según se ve en pontificados sucesivos, comenzaron a participar en el estudio y a tomar decisiones sobre temas relacionados con la Iglesia universal.

Adriano I (772-795), de ilustre familia de la aristocracia militar, y de carácter enérgico y recto, ejerció un largo pontificado que supuso para Roma un periodo de autoridad reconocida, serenidad y tranquilidad. El papa volvió a apoyar la alianza franca y a sustentarse en ella, merecedora siempre de consideración por haber establecido la potencia temporal del papado.

La amenaza del rey lombardo Desiderio seguía acechando sobre Roma y sus territorios adyacentes, con creciente desasosiego de los romanos, por lo que Adriano logró convencer a Carlomagno de que sólo una acción enérgica suya podría atemorizar definitivamente al lombardo. Tengamos en cuenta que Carlomagno se había convertido en un hombre con capacidad estratégica y poder extraordinarios, que poco a poco había conseguido imponer una sorprendente unidad política a gran parte de Europa occidental, con lo que suscitó la admiración y el temor de los reyes y jefes de su tiempo. El rey franco, que se consideraba devoto hijo de san Pedro, bajó con su ejército a Italia y asedió Pavía, la capital lombarda. Acercándose la Pascua, Carlomagno dejó en manos de sus generales el ejército —manteniendo el cerco— y se dirigió devotamente a Roma, donde fue recibido con gran solemnidad (774). Honró al apóstol besando cada una de las escaleras que conducían a la basílica, ante cuya puerta se encontraba el papa rodeado de todos sus dignatarios. Adriano le leyó el documento de donación de Pipino, y Carlomagno, comprometiéndose a aumentar sustancialmente lo prometido por su padre, colocó el documento con la nueva promesa ante el altar de san Pedro y juró cumplirlo. Nunca lo cumplió del todo.

Sin embargo, llevó a cabo tan a rajatabla su juramento de liberar al papa de la opresión lombarda que simplemente acabó con el reino lombardo, hasta el punto de que él mismo tomó el título de rey de los lombardos. El papado quedaba de esta manera libre de la presión de bizantinos y lombardos, sus tradicionales opresores, pero esto no significó que se iniciaran tiempos pacíficos para el pontificado, entre otros motivos porque no eran tan claras ni tan acordadas las relaciones con el reino franco. De todas maneras Adriano aseguró para el Estado pontificio buena parte de lo prometido por Carlomagno y comenzó a actuar y decidir como gobernante con autonomía plena. A partir de 781 los documentos pontificios fueron datados según los años del pontificado y no del basileus, pero este deslizamiento hacia la plena soberanía fue, con frecuencia, condicionado, y a veces limitado por el control que Carlomagno tendió a ejercer sobre la administración pontificia.

En estos años aparecen por primera vez menciones a la «Donación de Constantino», un supuesto documento legal solemne por el que Constantino habría cedido al papa Silvestre y a sus sucesores «la ciudad de Roma y todas las provincias, las localidades y las ciudades tanto de Italia entera como de todas las regiones occidentales». Es decir, según el documento, el emperador romano habría concedido al papa honores imperiales junto a la posesión plena de la ciudad y de buena parte de la península italiana, además de otorgar privilegios senatoriales al clero romano, de forma que Roma e Italia se convertían en una propiedad personal del pontífice. Además Constantino reconocía la supremacía papal sobre todas las Iglesias entonces existentes, comenzando por los cuatro patriarcados orientales y «todas las prerrogativas propias de nuestra suprema condición imperial y la gloria de nuestra autoridad». Resulta fácil descubrir que se trata de una falsificación, aunque se discute si fue redactada en Roma o cerca de París, con el fin de justificar la soberanía temporal de los papas. No se conoce ni el autor ni la fecha exacta de redacción.

Siglos más tarde el poeta Dante, que como tantos otros cristianos achacaba al poder temporal de los papas muchos de sus males espirituales, escribió en la Divina comedia: «¡Ah, Constantino! ¡A cuántos males dio origen no tu conversión al cristianismo, sino la donación que de ti recibió el primer papa que fue rico!»

La emperatriz Irene convocó en 787 el séptimo concilio ecuménico en favor de las imágenes, al que acudieron los legados del papa con un elaborado tratado doctrinal sobre el tema. Durante dicho concilio se declaró la oportunidad del culto a las imágenes y se restableció la plena comunión entre Roma y Constantinopla. Esta concordia entre las dos ciudades provocó una airada y desconcertante reacción de Carlomagno, tal vez por temor a que este acuerdo favoreciera el retorno de los bizantinos a Italia, y fue la causa del injustificado rechazo franco del concilio y de una injusta reprimenda al papa. Éste, por su parte, exigió a la emperatriz la devolución de los bienes que la Iglesia romana había poseído desde tiempos inmemoriales en Sicilia y en el sur de Italia y que habían sido usurpados por los bizantinos. También contestó al emperador franco demostrando la falta de fundamento de sus argumentos, basados en gran parte en una defectuosa traducción de las deliberaciones conciliares.

La victoria de los veneradores de imágenes se tradujo en Oriente en un desarrollo prodigioso de la fabricación de iconos y su culto. Muchos fueron transportados a Italia y a otros países europeos, donde influyeron en el desarrollo del arte y de la iconografía religiosa.

En 781 Carlomagno regresó a Roma para celebrar la fiesta de Pascua. Adriano y Carlomagno se abrazaron en las escaleras de San Pedro y poco después, sin perder tiempo, se dedicaron a los tratos políticos. Su hijo Pipino, de cuatro años, fue bautizado por el papa, quien coronó también como reyes de Italia y Aquitania respectivamente a Pipino y a su hermano Ludovico el Pío, repitiendo así lo que Zacarías había hecho con su padre y su tío. De esta forma se daba a entender que era toda la familia real la que participaba del ámbito de lo sagrado.

Conviene tener en cuenta que los encuentros entre el rey franco y el papa romano no quedaban reducidos a los asuntos políticos. Carlomagno seguía muy de cerca los asuntos eclesiales de su reino. Los impulsó, los diseñó con frecuencia, y en todo caso los protegió. Por tanto no puede pensarse que Adriano no tuviese en cuenta esta situación y no interviniese a su vez, aunque conviene considerar que con frecuencia la actitud de Carlomagno fue más de señor que de defensor de la Iglesia. Incluso cuando Adriano condenó la expresión «hijo adoptivo» referida a Cristo, utilizada por Elipando, obispo de Toledo, y por Félix, obispo de Urgel, en carta a los obispos hispanos, tuvo que ver más con las controversias adopcionistas presentes en la Iglesia franca, y que tuvieron su condenación solemne en el concilio de Frankfurt (794), que con lo que estaba sucediendo en Hispania.

Este papa dirigió también la reorganización de las Iglesias más lejanas, por ejemplo la del sur de Inglaterra, reino unificado por Offa (757-796), cuya Iglesia fue reformada por este soberano con la ayuda eficaz de los legados papales.

Durante su largo pontificado fueron reconstruidas y embellecidas numerosas iglesias romanas, de manera especial las áreas martiriales, lugares donde las concentraciones de peregrinos eran mayores. También restableció con más seguridad el cauce del río Tíber, puso en función algunos acueductos abandonados y restauró las murallas con sus 387 torres. Con su política solícita consiguió el bienestar del pueblo romano, aumentó el tesoro eclesiástico, embelleció suntuosamente las basílicas y regaló tapices orientales a diversas iglesias con el fin de engalanarlas en las fiestas litúrgicas más importantes. Resulta interesante observar cómo ya en estos años la lengua latina mostraba claros signos de abandono y descomposición, tal como se observa en la redacción de las cartas del papa a los reyes francos, al tiempo que encontramos las primeras manifestaciones de la nueva lengua italiana.

A la muerte del papa Carlomagno lloró «como si hubiese perdido un hermano o un hijo», según comentó su biógrafo, y Alcuino escribió en su nombre un magnífico epitafio en versos latinos que el emperador envió a Roma esculpidos en una lápida de mármol.

La elección de León III (795-816), calculador, astuto de espíritu fuerte, fue rápida y unánime, el mismo día en que fue enterrado su predecesor. Tal presteza pudo ser debida a su colaboración con el papa anterior o a la decisión de celebrar dicha elección al margen del concurso y de las presiones de la aristocracia laica.

León, ciertamente con menor autoridad que su predecesor, se apresuró a enviar a Carlomagno, patricio de los romanos, copia del acto verbal de la elección junto a las llaves de san Pedro y el estandarte de la ciudad, añadiendo la promesa de fidelidad y obediencia. Resulta llamativo este compromiso innecesario que proclamaba con énfasis la autoridad del rey franco en Roma y que no entraba en las normas ni en los compromisos contraídos, pero que, en cualquier caso, constituía un peligroso precedente que de hecho invitaba a una aprobación. Carlomagno le contestó con un tono de superioridad altanera, más propio de un señor a su capellán: León debía mantenerse fiel a su deber, escrupuloso en el mantenimiento de la disciplina eclesiástica, en combatir la simonía, conservando las buenas relaciones con la corte franca, haciendo respetar los derechos del patricio de Roma. Hay que constatar, sin embargo, que con el mismo emisario con el que le envió este mensaje le llegó gran parte del tesoro del pueblo ávaro, recientemente conquistado. Carlomagno, como Constantino cinco siglos antes, se sintió responsable de la marcha de la Iglesia. Era consciente de que ejercía un protectorado excepcional, pero respetó a conciencia el significado del obispo de Roma.

León instituyó en 798 la provincia eclesiástica de Baviera, organizando la práctica religiosa y relacionando más íntimamente con la sede romana las instituciones y la vida eclesiástica de la región.

En abril de 799 estalló una violenta conspiración contra el papa por parte de la aristocracia romana, probablemente con la intención de elegir un nuevo candidato más dócil a sus intereses. Mientras se dirigía a la iglesia de San Lorenzo in Lucina para rezar las letanías tradicionales, buscaron acabar con su vida y de hecho le dejaron moribundo en la calle tras intentar sacarle los ojos y cortarle la lengua. Parece que sus enemigos eran algunos parientes del papa Adriano que ocupaban cargos importantes en la Curia y que, probablemente, no se sentían tan protegidos y favorecidos como en la época anterior. Por tanto, se valieron para su rebelión del apoyo de algunos miembros de la nobleza a la que pertenecían. A pesar de la violencia sufrida, León III consiguió huir a Spoleto mientras en la ciudad se sucedían los tumultos y saqueos.

Informado de lo sucedido, tanto por los mismos enviados del papa como por algunos emisarios de los rebeldes, Carlomagno llamó a León a su corte y éste se presentó en Paderborn, donde mantuvieron prolongadas conversaciones. A finales de año pudo regresar a Roma, pero Carlomagno pretendió la celebración de un juicio solemne que determinase la veracidad de las acusaciones lanzadas por sus enemigos contra el papa, a pesar de que su ministro Alcuino le recordó que nadie podía juzgar al Vicario de Cristo en la Tierra.

A finales del año 800 el rey, acompañado de su hijo y de su gente, bajó a Roma, donde fue recibido con toda la pompa de la época, y en la basílica de San Pedro reunió una magna asamblea cuyo cometido era el examen de la consistencia de tales acusaciones. Los obispos declararon que ellos no podían juzgar la sede apostólica, culmen de todas las Iglesias, ni al papa, porque «aquél que a todos juzga por nadie puede ser juzgado», máxima que se convertirá en un argumento definitivo para el papado. Según el derecho germánico tocaba al acusado defenderse por medio del juramento. El 23 de diciembre León III leyó una declaración en la que afirmaba que actuaba espontáneamente, ni obligado ni por nadie juzgado, y se declaraba libre e inocente de cuantos delitos le atribuían: ni había hecho ni había ordenado hacer nada indigno. Dios le servía de testimonio. El clero aclamó a Dios, a la Virgen y a los santos, y de esta manera se dio por concluido el asunto. En realidad, aunque el desarrollo de la ceremonia demostró que todo estaba convenido y apalabrado, no cabe duda de que se trató de una humillación para el papa que no aportó nada a la verdad de los hechos. Carlomagno quiso demostrar su autoridad y su responsabilidad superior sobre la marcha de todas las Iglesias.

Dos días más tarde Carlomagno intervino con toda su corte en la tercera misa de Navidad, en una basílica aparejada con toda la magnificencia posible. En un momento determinado León colocó al rey una corona preciosa según el ritual del basileus bizantino. Arrodillado ante la confesión de san Pedro, rezó el rey al apóstol mientras el clero cantaba las letanías. Al levantarse, el papa colocó en su cabeza una corona de oro, al tiempo que los asistentes gritaron: «A Carlos Augusto, coronado por Dios, potente y pacífico emperador, vida y victoria.» Después el papa procedió a la consagración de Carlo, hijo de Carlomagno. Al final Carlomagno ofreció dones preciosos que había traído consigo: a las basílicas de San Pedro y San Pablo, mesas de plata y vajilla de oro macizo; a las basílicas de San Juan de Letrán y de Santa María la Mayor, cruces de oro cubiertas de piedras preciosas.

Este acto produjo una sensación inmensa en el mundo cristiano. En Roma, el pueblo y sobre todo la Curia lo vivió con un estado de ánimo ambiguo. En un sentido no cabía duda de que León había quedado tocado en su dignidad por el trato recibido en el juicio celebrado pocos días antes; por otra parte el acto de la coronación podía recordar a más de uno actos semejantes celebrados en Constantinopla, oficiando un patriarca que en realidad era poco más que un capellán palatino. Sin embargo, olvidándose de éstas y otras realidades humillantes, el entorno del papa propició una imagen bien distinta que se impuso con fuerza en el futuro: Carlomagno devotamente arrodillado y León con todo su poder coronándole en una basílica de San Pedro que se había convertido en cuna del Imperio. Con este acto el papa había trasladado el Imperio de los romanos a los francos, restaurando el Estado romano desaparecido hacía más de tres siglos. Ésta fue la imagen que se impuso en la memoria romana. En los nuevos y lujosos edificios construidos por León en el Laterano, al estilo de algunos salones del palacio imperial de Constantinopla, el papa mandó colocar unos mosaicos que ponían a la vista con elocuencia el propósito que el papado atribuía a la coronación. En una escena Cristo entrega el palio papal a Pedro, mientras que a Constantino da el lábaro, es decir, el signo de la cruz y del nombre de Cristo. En otra escena paralela san Pedro da a León el palio y a Carlomagno una lanza y un estandarte. Es decir, para León III Carlomagno era el nuevo Constantino, consagrado por él para proteger la fe y propagarla bajo la dirección de san Pedro, lo que para León, obviamente, equivalía a la dirección del mismo papa.

En cuanto a las relaciones con Constantinopla, el emperador Nicéforo las consideró rotas y así se mantuvieron hasta 811, año en el que el mismo emperador bizantino decidió reconocer la dignidad imperial de Carlomagno. Sólo entonces se restablecieron las relaciones entre ambas Iglesias, aunque en la cada día más lejana Constantinopla siempre se consideró al emperador occidental como un usurpador y un simple advenedizo. Para Occidente, por su parte, la cristiandad contaba con dos emperadores.

Superadas sus dificultades, León III actuó como un conspicuo benefactor de la ciudad. Restauró veintiuna iglesias, entre las cuales estaban las principales basílicas apostólicas y dos cementerios situados fuera de la ciudad. Además repartió entre todas las iglesias de la urbe objetos y utensilios de plata (unas siete toneladas) y oro (más de 470 kilos), junto a vestiduras litúrgicas de seda y otros tejidos preciosos. También son dignas de tener en cuenta las nueve importantes haciendas agrícolas por él creadas en los alrededores de la ciudad como fuente de rentas y de trabajo para tanto romano desocupado.

En 806 Carlomagno envió a León los documentos que regulaban la sucesión en sus reinos, confirmados por el juramento de los personajes francos, con el fin de que el papa los aprobase. El papa puso su firma en ellos. Un signo más de los estrechos lazos existentes entre las dos autoridades de la cristiandad occidental.

Esteban IV (816-817) fue designado por un clero que tuvo en cuenta la necesidad de elegir a una persona que resultase más aceptada por el pueblo y la aristocracia romana que su antecesor. En efecto, pertenecía a una de las más nobles y respetadas familias romanas, de la que ya habían salido otros dos papas: Sergio I y Adriano I. Poco después de ser elegido acudió a Reims, donde fue acogido con grandes muestras de veneración. Allí se encontró con el emperador Ludovico I, a quien coronó y consagró con pompa extraordinaria en la catedral, renovando con él el pacto de amistad y alianza firmado con su padre por el papa Adriano. Era la primera vez que un rey era consagrado, y poco a poco se introdujo la convicción de que resultaba necesaria esta ceremonia pontificia, fuente de legitimación del poder imperial, para que un emperador fuera reconocido y aceptado.

El pacto firmado entre el papa y el rey reconocía la autoridad y la autonomía jurisdiccional y económica del papado en sus territorios, así como la libre elección canónica del papa por parte del clero y del pueblo romanos. Al emperador se le atribuía el deber de proteger al papado y la facultad de intervenir en Roma, sobre todo en la administración de la justicia y, en cierto sentido, también la capacidad de controlar, al menos indirectamente, el proceso de elección papal. Era un acto que, como mínimo, siempre debía ser comunicado al emperador.

Esteban afianzó y extendió el poder temporal, pero la debilidad del emperador Luis, contra quien se rebelaron sus hijos, auguraba un futuro imprevisible. La aristocracia laica romana, que no aguantaba el dominio del clero, comenzó a levantar la cabeza, una vez más, en una ciudad evidentemente clerical, pero permanentemente condicionada por la insatisfacción de los laicos.

Pocos meses más tarde el papa murió en Roma y fue sepultado en el atrio de San Pedro, donde generalmente eran enterrados los papas. Allí permanecieron todos hasta que la erección de la nueva nave de la basílica, en la última parte del siglo XVI, obligó a destruir sin ningún miramiento la antigua. Hoy encontramos algunos de estos sepulcros en las grutas vaticanas.

Pascual I (817-824), de talante hábil y decidido, fue elegido al día siguiente de la muerte de Esteban, probablemente para evitar interferencias indeseadas. Había nacido en Roma, y en el momento de su elección era abad del convento de San Esteban, cercano a San Pedro.

Respaldó al arzobispo de Reims, Ebón, confiriéndole el título de legado pontificio, con lo que le otorgaba una autoridad excepcional durante su provechoso viaje evangelizador a Dinamarca, región nunca tocada por el cristianismo hasta entonces. Este reino, junto a los de Suecia y Noruega, no tardó en seguir a los sajones por el camino que conducía a Roma. San Anscario, monje sajón, desplegó con extraordinario éxito un esfuerzo misionero asombroso recorriendo las tierras del norte europeo y predicando el Evangelio a sus pueblos, casi siempre en circunstancias difíciles. Nombrado primer obispo de Hamburgo, estableció una organización eclesiástica eficaz en aquellos países. En el año 826, uno de los pretendientes al trono danés, Harald, fue bautizado en Reims, en una ceremonia que tuvo gran resonancia. La mayor parte de su pueblo se convirtió al cristianismo poco después.

Ludovico el Pío decidió organizar y condicionar su sucesión, un acto futuro siempre impredecible en aquellos tiempos, y estableció que el mayor de sus hijos, Lotario, sería el futuro emperador, mientras que sus otros dos hijos, Pipino y Luis, tendrían reinos supeditados al emperador. Lotario fue coronado en Roma por el papa Pascual y pretendió desde el primer momento, a pesar de que esta coronación por manos del papa mostraba que no se era verdadero emperador si no intervenía el pontífice en la consagración, debilitar la autoridad pontificia y potenciar a su costa la imperial. Error siempre fatal, porque si algo demostraron a lo largo de los siglos estas escaramuzas era que en ellas perdían ambos contendientes.

Las relaciones de este papa con la aristocracia romana fueron agravándose a partir del año 820, llegando a enfrentamientos armados entre facciones opuestas, con ajustes de cuentas sangrientos. De uno de estos sucesos, especialmente grave, acusaron al papa de ser el instigador, y Lotario, que no estaba dispuesto a dejar pasar ninguna ocasión para imponer su autoridad, envió algunos representantes a Roma para realizar una encuesta. Pascual juró públicamente no ser responsable de tales muertes aunque también dijo que no las juzgaba injustas, dada la catadura moral de los fallecidos.

Construyó en Roma algunas iglesias con preciosos mosaicos que han llegado hasta nosotros, y en tres de ellas —Santa Cecilia, Santa Práxedes y Santa María in Domenica—, aparece él representado junto a Jesucristo y los santos, cosa rarísima en aquel tiempo, en el que sólo los santos y los ángeles eran juzgados dignos de aparecer junto al Señor.

A la muerte de Pascual el tumulto popular iniciado ya durante sus funerales hacía predecir momentos difíciles. Durante cuatro meses se enfrentaron el partido del clero y del pueblo con el partido de la nobleza laica, que pretendía una vez más su participación en la elección pontificia. Complicó más la situación la división del mismo clero, que se tradujo en la presentación de dos candidatos.

El enviado de Ludovico el Pío, abad de Corbie, intervino en la controversia y finalmente se llegó al acuerdo de elegir a Eugenio II (824-827), quien ordenó, en primer lugar, enterrar decorosamente a su predecesor.

Poco después llegó a Roma el emperador Lotario, escuchó a cuantos tenían quejas y se consideraban injustamente tratados y decidió sobre los litigios presentados, atribuyendo los males pasados a la debilidad de los papas previos y a la codicia de sus funcionarios. Finalmente promulgó en San Pedro la Constitutio Lotharii, documento que representa el punto culminante de la supremacía del Imperio y de su capacidad de influjo en la vida romana. En este nuevo pacto, que en realidad era un golpe de mano, los laicos parecían recobrar en la elección pontificia el papel que el sínodo de 769 les había quitado, al decidir que la elección de un nuevo papa debía ser ratificada necesariamente por el emperador.

Las elecciones pontificias se realizaron según las normas de este documento durante el siguiente medio siglo, pero la inestabilidad del Imperio, debida a las permanentes luchas por la sucesión, hizo al papado recorrer el camino inverso, reafirmando progresivamente la propia autoridad.

En 826 Eugenio II presidió en Roma un concilio que pretendió afrontar la realidad de la comunidad creyente y reformar sus aristas más dolorosas. En él tomaron parte sesenta y dos obispos de los territorios pontificios y del reino franco de Italia, y hay que reconocer que abordaron con decisión los problemas más candentes. Los treinta y ocho cánones promulgados tratan de las condiciones exigidas para las elecciones episcopales, la urgente y decidida prohibición de la simonía, los deberes de los obispos para con sus fieles y su conducta personal, la instrucción de los clérigos, la disciplina de los monasterios, el reposo dominical, el debido comportamiento de los laicos y la moral matrimonial. En este concilio el pontificado tomó la iniciativa en el trascendental campo de la reforma de la vida y las instituciones cristianas y se convirtió en impulsor de la reforma espiritual. Se intentó incluso la creación y organización de instituciones educativas, apenas existentes, y se dieron los primeros pasos en un tema que resultará trascendental a partir de este siglo, el de la organización de monasterios reformados, que se convertirán en verdaderos motores de la vida pastoral y educadora de la Iglesia.

Probablemente durante este pontificado, entre los años 820 y 830, se descubrió en Compostela, en el lugar llamado «Campo de la Estrella», en el emplazamiento de una antigua necrópolis visigoda, y bajo el efecto de unas luces y apariciones extraordinarias, la tumba del apóstol Santiago. Desde su descubrimiento, y sobre todo a partir del siglo XII, esta tumba se convirtió en el tercer gran centro de peregrinación de la cristiandad junto a Jerusalén y Roma. Entre 1130 y 1140 se compuso la Guía del peregrino a Santiago, obra de un interés excepcional.

A Eugenio II le sucedió el diácono romano Valentín (827), elegido sin que él lo quisiera y, más aún, sin que lo supiera. Protestó vivamente por ello, pero no tuvo éxito y se vio obligado a aceptar el cargo. Era demasiado bueno para los tiempos que corrían. Tal vez por ello murió a los pocos días de su elección.

Gregorio IV (827-844) fue consagrado sólo después de que un enviado imperial verificara la elección, en la que había participado la aristocracia laica, y recibiera el juramento establecido en la constitución de Lotario, todavía vigente. Este refrendo fue concedido pasados seis meses de la elección, retraso intolerable que se repitió a menudo, dada la situación de las comunicaciones.

Su pontificado coincidió con el agrio enfrentamiento y la lucha sin cuartel entre Ludovico el Pío y sus hijos Lotario, Pipino y Luis el Germánico, hijos de la primera esposa del emperador, a causa de la decisión de éste de legar a Carlo, hijo de su segunda mujer, el reino de Aquitania. El papa cometió la equivocación de dejarse envolver en la querella familiar y de optar por el partido de los hijos rebeldes, quienes en realidad lo utilizaron y luego lo abandonaron a su suerte. Gregorio intentó inútilmente conciliar a los hijos con el padre (833), tal vez más preocupado por sus propios intereses que por la efectiva reconciliación de las partes, pero había perdido el respeto de unos y otros y no consiguió nada.

El Tratado de Verdún (843), muerto Pipino, dividió el Imperio entre los hijos restantes, según los diversos grupos nacionales. Carlos el Calvo se quedó con el reino de Francia occidental, lo que luego sería Francia; Luis con el reino de Germania, futura Alemania; y entre los dos quedó Lotario, con el título de emperador, con Aquisgrán como capital, a cuyos dominios se anexionó el reino de Italia. Esta lejanía del poder efectivo dio alas a los laicos romanos para entrometerse con más tranquilidad y más osadía en los asuntos temporales de los territorios pontificios, sin tener en cuenta la autoridad papal.

Gregorio se vio amenazado también por el avance imparable de los musulmanes, quienes desde 831 ocupaban Palermo y que poco a poco fueron ocupando toda la isla de Sicilia. El papa construyó en Ostia una verdadera ciudad-fortaleza a la que denominó Gregoriópolis, del mismo modo que los emperadores habían llamado Constantinopla o Alejandría a otras ciudades según sus propios nombres.

Instituyó la fiesta de Todos los Santos con gran aceptación del pueblo cristiano, siempre dispuesto a conmemorar piadosamente a sus muertos. El santoral fue aumentando en número, pero el sentido de la comunión de los santos pudo expresarse especialmente con la proclamación de esta fiesta y con la conmemoración de todos los fieles difuntos. Mientras en el alto Medioevo la canonización constituía el fruto del reconocimiento de la santidad por parte de los fieles, poco a poco, con el paso de los años, se llegó al convencimiento de que sólo el papa tenía la facultad de reconocer con autoridad la santidad de una persona. Los procesos de canonización reforzaron su seriedad y garantía, pero al mismo tiempo se acentuó la centralización eclesial.

Mientras la unidad imperial se disgregaba, el catolicismo seguía penetrando pacientemente en las tierras del norte. Gregorio IV nombró legado de la sede apostólica en Escandinavia y en las tierras bálticas a Anscario, obispo de Hamburgo y verdadero evangelizador de la región.

En la hermosa iglesia de Santa María in Trastevere el papa instaló a los monjes canónigos para el canto regular de los salmos, primera avanzadilla en Roma de los canónigos regulares que tanto éxito estaban consiguiendo en otras regiones europeas y que, poco después, regentarán numerosos monasterios en la península Ibérica, a medida que los reinos cristianos ampliaban sus fronteras.

El papa dedicó gran parte de sus energías a la restauración de edificios romanos, sacros y civiles, trasladando algunos cuerpos y reliquias de mártires de los cementerios a las iglesias más importantes. Buena parte de la religiosidad popular se iba a centrar en la devoción a esos mártires, cuyas vidas a menudo se desconocían.

La muerte de Gregorio fue acompañada de luchas sin cuartel entre las diversas facciones romanas. Dos candidatos pugnaron por conseguir el puesto vacante: el diácono Juan y el candidato de la nobleza, Sergio, que fue quien se alzó con el cargo. Como no estaban seguros de lo que podía ocurrir, y con el ánimo de superar la inestabilidad de la situación, fue ordenado con inusitada rapidez, presentando a los romanos el hecho consumado. Consciente de que esta actuación había constituido una flagrante violación de sus derechos, el emperador Lotario mandó a su hijo Ludovico con fuerte escolta para examinar el proceso de la elección y dejar establecido que en adelante ningún papa podría ser consagrado sin la presencia de los legados y sin antes recibir la ratificación preceptiva del emperador.

Sergio II (844-847), viejo, débil, charlatán y enfermo por sus excesos, dejó el poder en manos de su hermano Benito, a quien ordenó obispo. Era éste también un hombre corrupto, a quien los escrúpulos no condicionaban en absoluto, por lo que instauró un régimen de tiranía y simonía. No resultaba raro, en efecto, que la simonía adquiriese contornos inquietantes en personas que no dudaban incluso en vender los obispados al mejor postor. Se instaló en Roma un régimen deplorable.

Dado que la elección e institución de Sergio tampoco tuvo en cuenta los derechos del emperador, Lotario envió a Roma a un conspicuo grupo de personajes junto a su hijo Ludovico y a un cuerpo de ejército que saqueó y devastó cuanto se puso a su alcance, aunque terminaron reconociendo al nuevo papa, bien es verdad que tras un año de discusiones.

Los episodios del papado de Sergio II señalan con claridad, una vez más, el problema irresuelto de las relaciones entre la aristocracia y el poder temporal en aquella Roma altomedieval siempre complicada y siempre dispuesta a organizarse en banderías enfrentadas.

Mientras tanto, los sarracenos desembarcaban cerca de Ostia y, al no encontrar resistencia, se adelantaron hasta Roma y desvalijaron sin resistencia las basílicas de San Pedro y San Pablo, indefensas por estar situadas fuera de los muros que protegían la ciudad. El inmenso botín incluía tres toneladas de oro y treinta de plata y, sobre todo, los votos y dones que reyes, clérigos y pueblo habían ofrecido al apóstol a lo largo de cinco siglos. También violaron la tumba de san Pedro antes de regresar a sus barcos con la misma tranquilidad que a la ida. Al volver a sus bases de África, una tempestad hundió la flota con los tesoros robados. Enterado de la desgracia, Lotario envió un ejército que consiguió expulsar completamente, aunque no definitivamente, a los musulmanes instalados en el sur de Italia. Un historiador del momento escribió que ya que nadie había tenido el valor para enfrentarse a tantos males como estaban dominando la ciudad, Dios había enviado el flagelo de los sarracenos. Dolorido por la catástrofe y, sobre todo, por sus achaques, el papa murió algunos meses después.

León IV (847-855), romano de estirpe lombarda, fue elegido cuando todavía su predecesor no había sido enterrado. De buen carácter, con cualidades humanas generalmente reconocidas, fue aceptado por la inmensa mayoría de los electores.

Durante mucho tiempo la basílica constantiniana de San Pedro fue simplemente una iglesia cementerial en plena campiña. En sus alrededores había un monasterio y unas pocas casas más en las que vivían los encargados de la custodia del templo y el clero oficiante. Toda aquella zona del Transtíber ofrecía a los papas un lugar de refugio bastante seguro durante las frecuentes revueltas de esos siglos. Esta circunstancia fue aprovechada por el papa Símaco durante el cisma laurentino para establecer allí su residencia, del año 501 al 506, construyendo dos episcopios al lado de la basílica. El año 781 Carlomagno añadió un palacio para su uso y poco a poco fueron surgiendo otros edificios, sobre todo en tiempos de León III y Gregorio IV. Sin embargo, la invasión islámica demostró la debilidad de todo el conjunto. León IV fortificó la basílica de San Pedro y los terrenos circundantes con murallas y cuarenta y cuatro torres, espacio que corresponde a la actual ciudad leonina, gracias a los medios económicos excepcionales aportados por Lotario. En cierto sentido se trató del conjunto arquitectónico más importante de la Roma papal del primer Medioevo. Eugenio III construyó, entre los años 1145 y 1153, un nuevo palacio, posiblemente ampliación de uno de los episcopios de Símaco. Estos edificios antiguos fueron sacrificados más tarde en favor de la nueva basílica y la monumental plaza que conocemos hoy.

Levantó además el papa León torres y fortificaciones varias a lo largo de la costa, con el fin de que nunca más los árabes cogieran desprevenidos a los habitantes del Estado de la Iglesia. En estos trabajos participaron los habitantes de los Estados pontificios con un eficiente sistema de rotación, además de los mismos sarracenos capturados en la batalla de Ostia.

Coronó emperador a Luis II, hijo de Lotario, de inquebrantable energía, quien a lo largo de su vida se entregó apasionadamente a la política y vicisitudes de su reino de Italia. Sus treinta años de reinado constituyeron una larguísima batalla contra numerosos enemigos, los más temibles de los cuales no siempre fueron los que combatían a cara descubierta.

En 849 envió una flota, a la que se unieron naves de Nápoles, Amalfi y Gaeta, contra los sarracenos, a los que desbarataron completamente ayudados por una fuerte tempestad. Rafael pintó escenas de esta victoria en una las estancias de Julio II, pintura todavía hoy visible.

Entre ambos papas figura una leyenda pintoresca elaborada posteriormente, creación de la desbordante fantasía medieval y, sin ninguna duda, falsa: la existencia de una mujer papa, la papisa Juana. La primera noticia de esta leyenda, que tiene diversas versiones, aparece en una crónica de 1250, que dice que una mujer ocupó una vez la sede de San Pedro. Vestida de hombre, habría disimulado su sexo a lo largo de una vida inquieta y viajera, llegando a ser notario de la Curia, cardenal y, por último, papa. Existen otras variantes, pero todas presentan a una joven con dotes intelectuales y grandes habilidades amatorias. Siendo ya papa, cabalgando un día por la ciudad en el recorrido de una solemne procesión, sintió dolores de parto y dio a luz un niño. La justicia romana la condenó a ser arrastrada por un caballo mientras el pueblo la apedreaba. Esta leyenda fue utilizada con fruición en las polémicas sobre el papado que acompañaron la reforma protestante. Fue un protestante, sin embargo, David Blondel (1590-1655), quien demostró la absoluta falta de fundamento de la tradición y quien reconstruyó con seriedad y meticulosidad su origen literario.

Resulta difícil determinar con exactitud si los escándalos y la prepotencia de Mazocia estuvieron en el origen de la papisa Juana, dado que su «pontificado» aparece en un periodo anterior, entre León IV y Benedicto III, durante la usurpación de Anastasio El Bibliotecario. El pontificado de Juan XII, nieto de Marozia, pudo aparecer como el del «Anticristo que se sienta en el templo de Dios».

Benedicto III (855-858) fue elegido por su vida intachable y por su religiosidad manifiesta. Las crónicas narran cómo clero, aristocracia y pueblo, tras elegirle, fueron a buscarlo a San Calixto, donde se encontraba rezando, y en contra de su voluntad lo trasladaron al Laterano, donde fue entronizado en la sede pontificia. En realidad los ánimos no debían de ser tan unánimes. De hecho, un mes más tarde el emperador Luis II sostuvo la candidatura del antipapa Anastasio, llamado El Bibliotecario, buen helenista, que expulsó al papa del Laterano y pretendió hacerse con la basílica de San Pedro. El pueblo, sin embargo, estaba de parte de Benedicto y lo llevó procesionalmente hasta su sede, con tal entusiasmo y decisión, que los enviados imperiales fueron conscientes de la conveniencia de retirar su apoyo a Anastasio y confirmar a Benedicto.

Todo el asunto indica, una vez más, que la irresponsable intromisión del emperador en la elección del papa estaba dañando seriamente el rigor e independencia del proceso, al tiempo que favorecía las ambiciones de los sujetos menos dignos.

En 856 el Tíber inundó el campo de Marte y una buena parte de la ciudad. No se repetiría esta catástrofe hasta 1860.

En medio de la progresiva descomposición político-estatal, después del saqueo de Roma por los sarracenos, y antes de que el desmoronamiento alcanzase también a la Iglesia, sobrevino la vigorosa ascensión del papado gracias a algunas figuras sobresalientes. Una tras otra se sucedieron en la sede de Pedro tres personalidades notables, la primera de las cuales fue, en cierto modo, la que caracterizó la época: Nicolás I, a quien siguieron Adriano II y Juan VIII. Nicolás I (858-867), hijo de un eminente funcionario amante de las letras, recibió la mejor educación del momento. Muy bien preparado, fue apreciado por Sergio II y gozó de la confianza de León IV y de Benedicto III. El emperador Ludovico II estuvo presente en su consagración.

La tradición dice que fue Nicolás I el primero en ser ensalzado con una específica ceremonia de coronación el 24 de abril del año 858, acompañada de un fasto y una solemnidad notables. La participación popular fue enorme en una ciudad adornada de flores, con la intervención del Senado y de todo el clero. Con gran pompa se celebró la misa y la consagración en San Pedro, y el papa tomó posesión, después, de su catedral, San Juan de Letrán, entre dos alas formadas por gente del pueblo que lo aclamaba con himnos y vítores. El emperador Ludovico le llevaba las bridas del caballo, un honor que antes que él sólo Adriano había recibido de un soberano, Carlos, rey de los francos, que no era todavía emperador.

Al basileus Miguel III dirigió Nicolás una carta en la que le anunciaba que se había sentido «obligado a asumir la responsabilidad de todas las Iglesias» en razón de los «privilegios que Cristo, y no los concilios, ha otorgado a la Iglesia de Roma». Más adelante, con afirmaciones semejantes a las de Gelasio y Símaco, recordaba al emperador que «quien administra los asuntos de este mundo debe mantenerse alejado del gobierno de las cosas sagradas, de la misma manera que a los clérigos no corresponde tomar parte en los asuntos seculares».

Además de defender la autonomía de la Iglesia frente al poder político, Nicolás defendió a fondo el primado del papa por encima de cualquier otra autoridad eclesial a través de una atenta defensa de las prerrogativas pontificias sobre las sedes episcopales. Defendió la universalidad del papado contra los particularismos de algunas grandes diócesis, como la de Rávena, que pretendieron defender sus poderes a costa de la autoridad pontificia. Estaba convencido de que ninguna declaración o decisión de un sínodo o concilio podía considerarse vinculante sin la aprobación del papa, de que ningún obispo podía ser depuesto sin su consentimiento, y de que todas las decisiones tomadas por un papa tenían automáticamente fuerza de ley.

En su tiempo, Boris I de Bulgaria, preocupado por su independencia política amenazada por el poder bizantino, pidió a Nicolás el envío de misioneros latinos y la creación de una archidiócesis. Boris estaba en tratos con Constantinopla, pero había algo que no marchaba. Su problema no era teológico sino práctico. Las cuestiones que planteó al papa reflejaban las tensiones que habían creado en Bulgaria la recepción del cristianismo y, de manera especial, el rígido ritualismo de los ortodoxos griegos. ¿Tenían razón los bizantinos al prohibir a los búlgaros bañarse los miércoles y los viernes?

¿Al prohibirles comulgar si llevaban sus cinturones? ¿Al impedirles comer carne de animales sacrificados por los eunucos? ¿Era verdad que los laicos no podían dirigir oraciones públicas en favor de la lluvia? A éstas y otras muchas cuestiones el papa respondió con la evidente intención de favorecer a los búlgaros, pero tuvo la habilidad de eludir la petición de un patriarca propio, aunque inmediatamente envió un grupo de misioneros que emprendieron la tarea evangelizadora bajo la dirección de dos obispos, conforme a las directrices expresamente redactadas por Nicolás. Normas, por cierto, que constituyeron para esa Bulgaria en formación un auténtico código de leyes. De esta forma los usos y costumbres bizantinos fueron sustituidos por los romanos. Constantinopla se alzó en pie de guerra al observar que el patriarcado romano pretendía extender su influjo hasta sus puertas y se mostró dispuesta a todo con tal de impedirlo. En el sentido cultural los griegos eran más arrogantes que los latinos.

Roma estaba consiguiendo no sólo la evangelización, sino una tupida red de relaciones con las nuevas cristiandades del centro y del norte de Europa, tanto a través de los monjes y monasterios como de las diócesis y los obispos. La nueva Europa constituía una cristiandad con un nítido punto de referencia: Roma. Por el contrario, lo que hoy es Rumanía, Serbia y Grecia fueron cayendo bajo el influjo de Constantinopla. Por este motivo resultaba atrayente la invitación de Boris, país limítrofe con las dos culturas. No resultó, sin embargo, como el papa deseaba, porque Boris cambió de parecer por motivos políticos y Bulgaria cayó definitivamente en la órbita bizantina.

Los papas, con el fin de estar presentes en las cortes de Europa occidental y central, enviaban legados personales con poderes para intervenir en los asuntos más importantes de las Iglesias de esos países. A ellos correspondía el máximo poder judicial. Es decir, por primera vez en la historia estos legados gozaban de una parte de la jurisdicción pontificia. Entre sus poderes se incluían las investigaciones judiciales en los casos de mala administración y la convocación de sínodos. El pontificado de Nicolás representó un viraje en la historia de la diplomacia pontificia. La soberanía que la sede romana reclamaba sobre las Iglesias nacionales y su decidida política contra las violencias morales de los príncipes alemanes obligaron a los legados pontificios a entrometerse en cuestiones políticas, a tratar con los reyes francos y lombardos y a señalarles, por indicación del papa, cómo debían gestionar los asuntos eclesiásticos.

Nicolás rechazó el proceso de separación iniciado por el rey Lotario de Lorena respecto de su mujer, Teutberga. El rey se había encaprichado de su concubina, Waldrada, con la que había tenido un hijo, y fue apoyado en esta pretensión por los arzobispos de Colonia y Tréveris. En nombre de la moral y la religión, el papa protestó vehementemente por este vergonzoso modo de proceder y excomulgó sin contemplaciones a ambos arzobispos por considerarles cómplices de la bigamia del rey, consciente de que ambos habían traicionado sus principios morales por mero servilismo ante el poder. El emperador Luis, hermano de Lotario, asaltó Roma y asedió las estancias papales, pero Nicolás no cedió, sabedor de los graves deberes que, como papa, le incumbían.

En 863 Nicolás depuso y excomulgó a Focio, patriarca de Constantinopla, y escribió al basileus Miguel III: «Los privilegios de esta sede existían antes de tu imperio y mucho después de su desaparición estos privilegios permanecerán». La ruptura de Focio fue motivada en parte por la introducción del «Filioque» en el credo latino, fórmula elaborada por los teólogos francos que afirma que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. También influyó que el papa no aceptara la injusta deposición de Ignacio, legítimo patriarca de Constantinopla.

La pasajera aparición de Nicolás en medio del desmoronamiento generalizado de la situación política y de la preocupante realidad eclesiástica romana denota la existencia en la Iglesia de fuerzas de reserva, a menudo ocultas pero no agotadas. Convencido de ser, como sucesor de san Pedro, juez de toda la Iglesia, aceptó los deberes inherentes a tal condición. Fue de elevada moralidad personal y de fuerte sensibilidad jurídica.

Adriano II (867-872), casado antes de ser ordenado, simple, afable, de edad avanzada, parecía el hombre adecuado para imponer la paz en un ambiente tan enrarecido y para poner de acuerdo a las facciones enfrentadas, aunque algunos temían que mitigase o declarase nulas algunas de las duras decisiones tomadas por su predecesor. Según sus palabras, «quería perfeccionar por la dulzura lo que Nicolás había empezado por la severidad».

A principios de 868 un trágico suceso descompuso los ambientes lateranos. La hija de Adriano se había comprometido con un noble romano, Eleuterio, hijo del obispo Arsenio, quien la raptó y acabó asesinándola no sólo a ella, sino a su madre. No se trató sólo de un escándalo que dejó desconcertado al pueblo romano, sino también de una inesperada tragedia personal de la que el papa nunca pudo reponerse del todo.

Adriano recibió en Roma a Cirilo y Metodio, dos hermanos griegos que habían evangelizado las tierras de Moravia y que habían tenido la habilidad de crear una liturgia en eslavo que el papa no dudó en aceptar, aunque hasta ese momento sólo el griego y el latín habían sido consideradas lenguas litúrgicas. Llevaron a Roma las reliquias de san Clemente, considerado tradicionalmente como uno de los primeros papas, que había sido martirizado en Chernoseno. Vivieron un año en la ciudad y en ella murió Cirilo. Fue enterrado en la basílica de San Clemente, que había sido construida en honor del santo antes del descubrimiento de su cuerpo. Metodio, por su parte, fue consagrado obispo de Panonia, zona en la que la autoridad del papa no era reconocida, pero que durante los primeros siglos había pertenecido al ámbito de influencia directa de Roma.

Juan VIII (872-882) era un anciano dotado de una energía poco común y de una altísima conciencia de la dignidad pontificia. Como Nicolás I, se consideró cabeza de la cristiandad, expresión que su pluma repitió a menudo, y no dudó en exaltar en toda ocasión la grandeza de la Iglesia romana.

Sufrió a lo largo de su pontificado la angustia por el peligro que representaban los musulmanes, presentes en el Mediterráneo y dispuestos a atacar las localidades más débiles desde los puertos sicilianos. Por este motivo el temor a nuevas correrías por el territorio pontificio y a que los sarracenos ocupasen Roma de nuevo no le abandonó nunca. De hecho, aunque no llegaron a penetrar en la ciudad, en más de una ocasión las tropas musulmanas deambularon por la campiña próxima destrozando y robando cuanto encontraban a su paso. Tal vez por ello se esforzó por mantener buenas relaciones con el Imperio bizantino, entonces en plena decadencia pero todavía capaz de agrupar un ejército. Protegió con murallas San Pablo y San Lorenzo, las basílicas más expuestas, aunque sin integrarlas en las murallas de la ciudad. Eran como dos islas amuralladas en medio del campo.

En la Navidad de 875 Juan coronó y consagró emperador a Carlos el Calvo, rey de Francia. Produce nostalgia considerar cuánto había cambiado la situación a lo largo de esos tres cuartos de siglo. El descendiente de Carlomagno reinaba sólo sobre una parte del Imperio original, se había enfrentado con su padre y con sus hermanos, y el ámbito cultural y social había perdido la creatividad y la fuerza del primer periodo dorado. Sólo el papado, a pesar de su situación, mantuvo la inspiración antigua.

A la muerte de Carlos el Calvo, viéndose en situación desesperada por la presencia amenazante de los musulmanes, acudió el papa a Francia en 878 en busca de ayuda. Por desgracia, nada fue igual a cuanto había sucedido en 754, cuando Esteban II encontró respaldo y ayuda decidida en el rey franco Pipino. Los carolingios se encontraban divididos y enfrentados, y no resultaba fácil saber quién tenía razón ni quién acabaría venciendo. En 881 coronó a Carlos el Gordo, débil de espíritu y epiléptico, tomando así postura en favor de los carolingios alemanes en contra de los franceses, porque era consciente de que, a pesar de todo, no había otro mejor.

En estos años, el papado, frente a un Imperio carolingio que mostraba innegables signos de división, debilidad y decadencia, consiguió imponerse en la función de supremo regulador de la vida civil y eclesiástica del Occidente cristiano. En esta situación Juan VIII decidió apelar a la conciencia de la cristiandad en cuanto comunidad cristiana y sociedad temporal de los cristianos, vivificada por la fe y la doctrina espiritual, con el fin de recomponer sus fuerzas y enfrentarse a los enemigos exteriores.

Parece ser que Juan VIII fue asesinado por algunos parientes o, al menos, por gente cercana a quienes el papa pretendía depurar. Primero quisieron envenenarle, pero en vista de que el efecto era demasiado lento, le machacaron la cabeza con un martillo. Se trató de la primera de una serie de muertes violentas que enturbiarán el papado y la historia romana inmediata. A lo largo de la terrible crisis que durante estos años y el siglo siguiente sufrirá Roma, se repetirán estos asesinatos, cayendo la institución en manos de desalmados ávidos de poder por pura satisfacción personal. El veneno de la discordia se instalaba en Roma.