(417-741)
Las fronteras se abrieron de par en par y los pueblos bárbaros entraron en tromba en la envidiada y deseada Romanía, ese entramado político y cultural que durante seis siglos había animado y gobernado unos inmensos territorios que rodeaban el Mediterráneo y se prolongaban hasta Britania y el mar del Norte. El espectáculo resulta apasionante a nuestros ojos: una civilización que desaparece, pero no del todo; unos pueblos que vencen, pero asimilando en gran parte la cultura de los vencidos; una amalgama de pueblos romanizados que se funden con los invasores manteniendo sus usos y costumbres; una religión que lentamente estaba imponiéndose entre los romanos y que acabó siendo la religión de vencedores y vencidos. Esta religión, por medio de la Iglesia, fue el auténtico puente entre el viejo mundo y el nuevo, entre la cultura latina y la medieval. Ésta impuso en gran medida sus valores, su doctrina y sus instituciones, aunque a su vez resultó muy mediatizada por la filosofía griega, el derecho, las instituciones romanas y muchas prácticas de los jóvenes pueblos bárbaros.
Aunque el último emperador romano de Occidente no fue destituido hasta el año 476, Roma dejó de ser lo que era desde comienzos del siglo V, cuando los signos de la crisis, sobre todo política, eran ya evidentes. Es verdad que el Senado y el prefectus urbis, una especie de gobernador de la ciudad, continuaban en funciones y Roma contaba todavía con unos cuatrocientos mil habitantes, pero su descomposición y declive resultaban imparables.
La victoriosa invasión de los godos manifestó de manera rotunda la debilidad de Italia. Destruyeron, impusieron y gobernaron desde Rávena, su capital, más cerca de Oriente aunque en suelo italiano, y se entrometieron más de la cuenta en la vida eclesial. Tras la invasión de los ostrogodos en 569, éstos y los bizantinos lucharon entre sí denodadamente por mantener el dominio sobre Italia y Roma. La ciudad fue asediada y conquistada repetidamente por las dos partes. Las deportaciones, epidemias y éxodos voluntarios a lugares más seguros redujeron drásticamente la población. Roma se presentaba como un cascarón enorme y decadente, semiabandonada y con poca vida, pero siempre mantuvo su atracción y su capacidad de fascinar.
Durante el pontificado de Gregorio Magno (590-604) el prolongado periodo de descomposición encontró un reflujo al pasar de facto el gobierno de la ciudad a manos de la Iglesia. El papa se preocupó del mantenimiento de los acueductos, puso los medios para la defensa de la ciudad contra los ataques de los lombardos, trató con sus jefes cuando asediaban la ciudad logrando su retirada, y encontró y distribuyó comida en los momentos de hambruna. Un complejo de iniciativas y actuaciones que refuerza la impresión de que el gobierno de Roma se encontraba, al menos en los momentos más decisivos, prácticamente en las manos del papa. Era el inicio del régimen medieval en la ciudad.
Aunque la realidad no era tan sencilla, porque si bien el papa iba adquiriendo atribuciones propias de la autoridad civil bizantina, ésta, aunque muy debilitada, no había desaparecido. Constantinopla mantuvo el suficiente dominio sobre Roma todavía durante algunos siglos a través de nuevas instituciones administrativas.
Sin embargo, la historia monumental de la ciudad señala que no había recursos económicos ni nuevos proyectos. Nos encontramos en este periodo con poquísimas construcciones nuevas, incluso religiosas. Da la impresión de que los gobernantes se limitaron a restaurar algunos monumentos existentes o a construir pequeños edificios sin importancia, dando más relieve a la decoración, a veces suntuosa, de los edificios sacros.
Es decir, Roma conservaba las funciones de una ciudad con un cierto nivel de complejidad pero con una acentuada reducción de todos los aspectos cualitativos y cuantitativos. Algo parecido sucedió con todas las demás urbes, incluida Constantinopla, que tras la brillante edad de Justiniano redujo su población, sus proyectos y su complejidad administrativa.
Durante estos siglos la Iglesia fue elaborando y clarificando su doctrina cristológica, no sin grandes controversias y sobresaltos que complicaron la vida eclesial, sobre todo en Oriente, donde incluso el pueblo sencillo se implicó y dividió entre las diversas facciones. Los concilios de Éfeso (431) y Calcedonia (451) se enfrentaron a las herejías nestoriana y monofisita y definieron las características de la persona de Cristo, pero algunas regiones como Egipto y Siria se separaron de la línea oficial y crearon Iglesias alternativas, algunas de las cuales han llegado hasta nosotros. La disidencia religiosa conllevó a menudo disensos políticos. El problema doctrinal fue adquiriendo contornos mundanos, y por ello los emperadores, sobre todo Justiniano en el siglo VI, intentaron recomponer el problema doctrinal elaborando fórmulas teológicas como si fueran disposiciones políticas. La finalidad era acercar posturas y componer desacuerdos, pero al final sólo se lograron mayores enfrentamientos y divisiones.
A lo largo del siglo VII el Imperio de Oriente prosiguió su arriesgada obsesión por las especulaciones cristológicas. Una vez más se trataba de cuestiones doctrinales, pero mezcladas y complicadas con motivaciones políticas. Constantinopla siempre había necesitado mantener unido un abigarrado imperio constantemente desgarrado no sólo por razones culturales y étnicas sino también teológicas, y para conseguirlo intentó de nuevo elaborar una doctrina que contentase a las facciones enfrentadas. Naturalmente, sin conseguirlo.
Los conflictos religiosos entre cristianos y la expansión árabe islámica llevó a muchos orientales, sobre todo monjes y estudiosos de teología, a considerar Roma como la roca fuerte de la ortodoxia, aunque a costa de duros enfrentamientos del papa con el emperador y el patriarca de Constantinopla.
La doctrina del primado papal en la Iglesia universal, enunciada por los papas al menos desde el siglo V, fue renovada en términos adaptados a los tiempos y a las circunstancias por estos religiosos huidos de su tierra, quienes consideraban que la autoridad papal constituía la única defensa de los peligros que corría la fe cristiana.
La batalla más dura y más desconcertante fue la de la iconoclastia. Los emperadores bizantinos, cercados por los ardorosos musulmanes, buscaron atraerlos y dictaminaron que el culto a las imágenes, tan querido por el pueblo, era inaceptable y debía ser perseguido. En 730 el emperador promulgó una ley que imponía la destrucción de todas las imágenes, norma inaceptable para los católicos europeos, y que consiguió que se aborreciese aún más a los representantes de un imperio que ya no decía mucho a los italianos.
Poco antes, durante el siglo VII, Roma había experimentado un profundo cambio social. La debilidad económica de Constantinopla le impedía disponer de un ejército compacto capaz de moverse de una región a otra en función de las necesidades, de forma que el gobierno imperial se vio obligado a confiar la defensa de las provincias a milicias locales cuyos componentes se identificaban con su territorio de nacimiento. Estas fuerzas estaban dotadas de bienes y constituían parte integrante de la sociedad local. En Roma, como en otras partes, esta nueva determinación supuso el nacimiento de un nuevo grupo social y político, la milicia romana, distinta del pueblo, dirigida por oficiales que fueron adquiriendo un papel de primer rango en la vida de la sociedad.
También la administración papal fue organizándose en torno a numerosos oficios y funciones burocráticas que, en su conjunto, se convirtieron en el órgano de gobierno de la Iglesia de Roma. Los regentes de estos oficios, tanto eclesiásticos como laicos, junto a los jefes de la milicia, se convirtieron en un nuevo grupo dirigente de la ciudad que en pocos decenios se configuró como una nueva nobleza urbana. Finalmente ocupó el puesto del estamento senatorial, desaparecido al inicio del siglo.
A finales del siglo VII en Roma gobernaba un duque nombrado por el emperador bizantino con atribuciones de mando militar y de administración local, al tiempo que se extendían las atribuciones papales en el gobierno civil. Conocemos algunas monedas de esos años en las que aparece el busto imperial por una parte y el monograma del papa por la otra. Se perfilaba una cierta autonomía regional y ciudadana en la que las funciones del obispo de Roma destacaban por su extensión y por el prestigio moral conquistado por los papas.
Así, de la misma manera que la nobleza se integraba en las diversas formas del gobierno eclesiástico, el papado fue sensible al renacimiento de las memorias, historias y costumbres antiguas que configuraban una tradición de soberanía romana precedente e independiente respecto al Imperio Bizantino. Esto resultó evidente cuando en los años cincuenta del siglo VII el gobierno de Bizancio fue eliminado por los lombardos.
Sin embargo, en la vida diaria las transformaciones sociales, institucionales y culturales de la segunda mitad del siglo VII determinaron la desaparición de cuanto había sobrevivido de la época antigua. Todavía permanecía la relación con el Imperio, pero se fue diluyendo lentamente a lo largo del siglo VIII, cuando Roma pasó de una condición de autonomía administrativa en el ámbito del Estado bizantino a ser la sede de un poder estatal ejercitado por los papas, sin ninguna atadura con el Imperio, tanto en Roma como en un ámbito territorial que se extendía a todas las provincias de la Italia central que antes habían sido bizantinas. Al mismo tiempo, de ser una ciudad orientada sobre todo al Mediterráneo, Roma se convirtió en el fulcro de un complejo sistema de relaciones eclesiásticas, políticas y económicas que sin excluir, ciertamente, el Mediterráneo, se extendía de manera prevalente hacia la Europa continental. Era una transformación que restableció la centralidad de Roma en un plano esencialmente eclesiástico, en un mundo nuevo que había resurgido tras las invasiones bárbaras y la expansión islámica. En esta evolución influyó de manera determinante el descubrimiento de Roma como fuente de santidad y de normatividad religiosa por parte de los pueblos bárbaros recientemente asentados en la Europa continental y en Inglaterra. Roma aparecía a estos pueblos como la guía y el custodio seguro de la tradición apostólica, como el punto de referencia determinante en los asuntos eclesiásticos.
En un periodo más tardío, Esteban II, romano y probablemente de familia noble, creará la idea de una «república de la santa Iglesia de Dios y de los romanos» constituida por los obispos, el clero, los duques, los tribunos, el pueblo y el ejército de Roma, todos bajo la protección religiosa y política de san Pedro y del papa.
A todo esto se unió la consolidación de una práctica antes esporádica: la peregrinación a las tumbas de los apóstoles y de los mártires, que constituían el aspecto tangible y atractivo de la sacralidad de Roma. La llegada de peregrinos anglosajones, longobargos, francos, hispanos y de los pueblos del norte, y su costumbre de establecerse permanentemente en Roma, dieron a la ciudad un carácter universal que había perdido con la capitalidad, y que favoreció la mirada devota y obediente de todas las Iglesias europeas.
Zósimo (417-418) era griego de nacimiento, aunque tal vez de familia judía, y tuvo un pontificado tormentoso, caracterizado por intervenciones autoritarias y a menudo desafortunadas en relación con las Iglesias de la Galia y África. Ello era consecuencia de su temperamento impulsivo y probablemente de su desconocimiento de las prácticas eclesiales y del talante propio de Occidente. Se entrometió en la Galia con poco tacto, por ejemplo privilegiando a la diócesis de Arlés al convertir a su obispo en vicario pontificio para las Iglesias galas. Le dio muy amplias atribuciones, como la exclusiva de ordenar a todos los obispos de las diócesis del sur de la Galia sin tener en cuenta que las de Marsella y Vienne eran más antiguas, estaban sujetas a costumbres muy tradicionales y no estaban dispuestas a someterse al obispo de Arlés. El episcopado galo no era tan compacto como el africano, pero no recibió con agrado las indebidas intromisiones de Zósimo.
Mantuvo también una actuación confusa y poco inteligente a propósito de Pelagio, sacerdote africano que exaltaba tanto las capacidades y la libertad del ser humano que terminó devaluando las consecuencias del pecado original, lo que le llevó a enfrentarse a los obispos africanos en un tema muy sensible para ellos al acusarles de no haber sabido calibrar el problema. Su precipitación y su desconocimiento de la situación de la Iglesia africana fue manifiesta.
Pelagio era un monje que defendía que el ser humano era capaz de hacer el bien y superar el mal con sus solas fuerzas. Su teoría no tenía en cuenta el pecado original ni sus consecuencias negativas, y daba la impresión de que la Gracia y la acción redentora y salvadora de Cristo resultaban irrelevantes. Este tema ha estado presente de mil maneras en la historia cristiana, según las diversas interpretaciones de la Escritura y según las diferentes concepciones antropológicas. ¿Qué puede el hombre con sus solas fuerzas en el tema de la salvación, y qué consecuencias reales ha experimentado la naturaleza humana a causa del pecado original?
San Agustín escribió contra el pelagianismo algunas de sus obras más importantes, de forma que los teólogos cristianos le consideran el autor que más ha contribuido al esclarecimiento de este tema. Los obispos africanos, reunidos en concilio, condenaron la doctrina de Pelagio y el mismo Inocencio I respaldó la decisión. Zósimo había recibido, no obstante, una apelación de Pelagio y juzgó que éste se había arrepentido suficientemente de sus errores, por lo que juzgó que los obispos africanos debían reconsiderar su condena. San Agustín rechazó esta posibilidad indicando que nada había cambiado lo suficiente para variar los juicios y las decisiones tomadas. Más tarde los obispos africanos, escaldados por cuanto había sucedido, escribirán al sucesor de Zósimo pidiéndole que no acogiese con tanta facilidad las apelaciones de los descontentos africanos ni enviase a África legados ni ejecutores de sus sentencias, porque esta costumbre no había sido aprobada por ningún concilio. Zósimo encontró también en la misma Roma una tenaz oposición en buena parte del clero, tanto que dirigió a la corte de Rávena sus quejas.
Bonifacio I (418-422), hombre de confianza de Inocencio I, participó en algunas misiones papales a Constantinopla. Su elección se enfrentó a enconadas dificultades, entre ellas que durante los mismos días se produjo la elección alternativa del archidiácono Eulalio, elegido por los diáconos y por algunos presbíteros de la misma Roma.
El emperador Honorio decidió reunir un sínodo en Spoleto con el fin de decidir quién era el obispo verdadero, pero antes de su celebración se decidió por Bonifacio a causa de las irresponsables actuaciones de su contrincante Eulalio. Ante el penoso efecto producido por estas siempre conflictivas situaciones de cisma, Honorio publicó un edicto según el cual cuando se diese una elección contestada, ambos candidatos debían retirarse. Nunca fue aplicado, a pesar de que este mismo caso se repitió en más de una ocasión.
Durante este pontificado se da un nuevo episodio del crónico enfrentamiento entre Roma y Constantinopla. Dámaso, primero, y Siricio, después, intentaron imponer su autoridad en una región que había sido y será siempre conflictiva, disputada tradicionalmente tanto por Oriente como por Occidente. Se trata del Ilírico, en los Balcanes actuales. Para conseguir su control nombraron vicario al obispo de Tesalónica, con autoridad sobre los demás obispos de la región. Esto produjo un baile de intereses, con permanentes dificultades y reclamaciones. Por su parte, en 421 el emperador de Oriente, Teodosio, traspasó todas las competencias de esa región al patriarca de Constantinopla, con el argumento de que éste tenía todas las prerrogativas de la antigua Roma, pero Bonifacio se esforzó por conseguir que todos los obispos de la región le permaneciesen fieles, primero con la intervención del emperador occidental, Honorio, tío de Teodosio II, y más tarde por medio de unas enérgicas cartas en las que recordaba a los obispos y demás interesados los privilegios de Pedro: la Iglesia romana es para todas las Iglesias dispersas por el mundo lo que es la cabeza para los miembros, y quien se separa de ella se pone al margen de la religión cristiana.
Parece ser que prohibió a las mujeres tocar o lavar los lienzos sagrados o quemar incienso en las iglesias, y cerró a los esclavos la posibilidad de ordenarse, medidas que evidenciaban la galopante clericalización de la Iglesia y el progresivo abandono de la igualdad de todos los cristianos.
El suceso eclesial más importante durante el pontificado de Celestino I (422-432) fue la controversia nestoriana y el concilio de Éfeso (431). Nestorio era patriarca de Constantinopla desde el año 428, tenía un carácter difícil y, sobre todo, unas ideas sobre la naturaleza de Cristo que chocaban con lo aceptado por la Iglesia después del concilio de Nicea. Él y sus fieles discípulos comenzaron a predicar que no se podía atribuir a María el título de Madre de Dios, atribuido tradicionalmente por la piedad popular, sino que sólo debía ser considerada Madre de Cristo.
Cirilo, patriarca de Alejandría, se opuso con toda su fuerza a esta nueva predicación y Oriente se dividió de nuevo. Los emperadores convocaron el concilio de Éfeso y, tras varias sesiones tormentosas y un episodio delirante de prepotencia de algunos obispos conocido como el «latrocinio de Éfeso», se terminó por condenar y deponer a Nestorio. Éfeso afirmó la divinidad de Cristo y declaró que María no era sólo madre de Jesús, sino también madre de Dios porque en Cristo, Dios y hombre, había una sola persona. Los nestorianos afirmaban que había dos personas completas en Jesús, la divina y la humana, unidas de manera íntima pero moral, no de forma consustancial. Era una tesis que rompía la unidad sustancial de Jesús.
En realidad, eran dos escuelas teológicas clásicas, la de Antioquía y la de Alejandría, las que se oponían en un tema tan crucial para el cristianismo. Los alejandrinos temían el peligro de subrayar excesivamente la unidad de las dos naturalezas y los antioquenos insistían en la existencia de dos naturalezas. Éfeso definió dos naturalezas en la única persona de Cristo, pero no consiguió pacificar los ánimos para los siguientes decenios. Celestino había enviado tres legados —a un concilio compuesto en exclusiva por obispos orientales— con el mandato de recordar la condena pontificia de Nestorio.
En otro orden de cosas, Celestino señaló a los galos que ya el concilio de Sardes había prohibido ordenar obispos a los monjes, en cuanto éstos sólo eran laicos y la tradición señalaba que para elegir a un obispo éste tenía que ser ya sacerdote. La mayoría de los monjes eran, en efecto, simples laicos, a menudo sin formación doctrinal específica alguna. La devoción popular hacia el monacato era desmesurada, pero naturalmente esto no comportaba su idoneidad para dirigir una diócesis. El episcopado constituía el último grado en la carrera eclesiástica, y Celestino recordó que había que recorrerlos todos para elegir adecuadamente a quien debía dirigir a los fieles. «Mis predecesores le consideraron también como uno de los mejores maestros», dijo de san Agustín, incansable escritor y detractor acérrimo del pelagianismo, doctrina que fue condenada en Éfeso.
En 431 Celestino envió a Palladio, «obispo de los escoceses creyentes en Cristo», y a Germán de Auxerre a Bretaña con el fin de reprimir a los pelagianos que allí se encontraban. Cada vez más la herejía presente en una región preocupaba a los obispos de otras, de manera especial a quien ocupaba la sede romana.
Sixto III (432-440), en una época políticamente difícil y económicamente confusa, dedicó atención y medios a renovar los edificios de culto. Construyó la basílica de san Lorenzo fuera de los muros de la ciudad, terminó el baptisterio de Letrán, solemne y esbelto edificio que aún permanece en pie, y transformó una antigua iglesia existente en la colina del Esquilino a la que dio un nuevo nombre, Santa María la Mayor, en honor del título de Madre de Dios que había sido revalidado en el concilio de Éfeso. Así aparece escrito y representado de manera brillante en los mosaicos consagrados a la Virgen situados en el arco triunfal del presbiterio. Los espléndidos mosaicos de este arco representan la presentación en el templo, la huida a Egipto, los Magos ante Herodes y la ciudad de Belén. Por primera vez María aparece con ricos vestidos y con toda la majestad de una emperatriz bizantina. Cristo muestra en todas las representaciones la prioridad y la majestad, mientras que María es exaltada como Madre de Dios. Años más tarde comenzaron a venerarse en esta basílica lo que la piedad popular consideró restos del pesebre donde la Virgen María dio a luz a Jesucristo.
Bajo este pontificado creció notablemente el patrimonio arquitectónico y, sobre todo, decorativo cristiano de Roma. Llamó la atención la nueva basílica de los Apóstoles, construida con los donativos de la familia imperial occidental, situada no lejos de los Foros Romanos, el centro neurálgico de la capital del Imperio.
A pesar de la transformación del primitivo baptisterio constantiniano del Laterano, que pasó de ser circular a una nueva forma octogonal, no era suficiente para acoger con dignidad el aumento incesante de la población cristiana, por lo que Sixto construyó, en otras zonas más periféricas de la ciudad, lugares litúrgicos idóneos en los que se comenzó a administrar el sacramento del bautismo. Se daba así inicio a la descentralización de este acto fundamental de la iniciación cristiana, hasta ese momento reservado exclusivamente a la catedral y al obispo.
Estas nuevas construcciones indican que ya no eran los emperadores ni los ricos ciudadanos quienes construían edificios religiosos, sino los obispos, que contaban con una organización eclesiástica más estructurada y con una capacidad económica más autónoma.
Sixto fue consciente del destructivo espíritu de venganza instalado en Oriente entre las dos facciones teológicas enfrentadas. Los alejandrinos habían salido confirmados y reforzados en el concilio de Éfeso y pretendían acabar con la existencia de la otra escuela, destituyendo a sus líderes, sobre todo a Juan, patriarca de Antioquía, pero el papa, consciente de que no se lograría la necesaria unidad sin un espíritu de reconciliación, insistió en que se llegase a un acuerdo en que se consiguiese la unidad perdida. Aparentemente al menos este espíritu prevaleció en el Símbolo de Unión aceptado por unos y otros. Siempre sorprende en la historia de la Iglesia la fuerza del «odio teológico» de aquellos cristianos que se enfrentaban entre sí, en apariencia buscando la verdad del Evangelio, pero que acabaron destruyendo la caridad.
León el Grande (440-461) fue el papa más importante del siglo V. Siendo diácono, su brillante personalidad fue respetada y valorada durante los pontificados anteriores, y fue elegido por unanimidad por los presbíteros romanos mientras se encontraba en la Galia realizando una delicada misión confiada por Gala Placidia, emperatriz regente, durante la minoría de edad de Valentiniano III. Se trataba de reconciliar al general Ezio, retirado en la Galia, con el prefecto del pretorio Albino.
La constante actividad conciliar de la Iglesia oriental, la disputa subterránea pero siempre enconada en favor de la preeminencia disputada entre la Iglesia de Constantinopla y la de Roma, y la influencia del emperador de Oriente, llevaron al papa León a buscar nuevos planteamientos en sus relaciones con la Roma de Oriente. Además de las legaciones esporádicas decidió mantener ante la corte imperial enviados papales permanentes, los llamados apocrisarios.
Queda en el imaginario occidental su encuentro con Atila, el terrorífico jefe de los hunos dispuesto a conquistar Roma y quedarse con los tesoros que pillara. León se encontró con él cerca de Mantua (452), y aunque no se conoce nada de la entrevista, lo cierto es que Atila abandonó Italia. Probablemente el caudillo huno tuviera otras razones para volver la espalda a Italia, pero no cabe duda de que su diálogo con el papa resultó determinante. El encuentro ha quedado inmortalizado en la espléndida pintura de Rafael que figura en las estancias del Vaticano.
En 455 fue asesinado Valentiniano III, último representante de la dinastía de Teodosio, y Roma quedó al albur de la incertidumbre y de las facciones contrapuestas. En ese momento el vándalo Genserico arribó con su flota al puerto de Ostia y sus tropas rodearon la capital, una ciudad sin defensa y sin autoridades políticas relevantes. León, con su clero, salió a las puertas, y si bien no pudo impedir el saqueo inmisericorde, logró que Roma no fuese incendiada y que no saquearan las basílicas de san Pedro, san Juan de Letrán y san Pablo, lugares donde se refugió buena parte del pueblo.
León tuvo que afrontar también las permanentes querellas teológicas de Oriente, agudizadas tras el concilio de Éfeso, a propósito de la naturaleza exacta de la unión de lo divino y lo humano en Cristo. ¿Su humanidad quedaba absorbida por la divinidad? ¿Persistían en él dos naturalezas, humana y divina, tras la encarnación, en cuyo caso era verdaderamente Dios, o una sola, en cuyo caso era verdaderamente hombre? Resulta difícil para nuestra mentalidad comprender la pasión con la que se enzarzaban quienes defendían posturas diferentes en asuntos tan arduos. El tema era complejo y las disquisiciones lo complicaban. Por otra parte no eran sólo los especialistas quienes tomaban partido, sino el pueblo llano y los siempre inquietos monjes, a menudo analfabetos.
León fue solicitado por unos y otros y se vio obligado a contestarles con el famoso Tomo, una carta a Flaviano, obispo de Constantinopla, en la que enseñaba la existencia de dos naturalezas en Cristo, humana y divina, no mezcladas ni confusas, sino permanentemente unidas en una sola persona, de forma que se puede atribuir a la humanidad de Jesús todos los atributos y acciones de su divinidad, y viceversa.
Este Tomo fue aprobado en el concilio de Calcedonia (451), el más concurrido de la antigüedad, presidido por los dos delegados del papa y convocado para estudiar este asunto que constituye el meollo de su doctrina cristológica. «Pedro ha hablado por boca de León», aclamaron los obispos, pero esta afirmación, aunque declaraba la apostolicidad de la sede episcopal romana, no significó necesariamente que el concilio aceptase lo dicho simplemente porque había hablado el papa, sino, probablemente, porque consideraron que lo que había enseñado el papa era la verdad. De hecho, poco después el mismo concilio confirmó el canon 28 del concilio de Constantinopla, según el cual el obispo de Constantinopla ocupaba el segundo puesto después del de Roma, porque Constantinopla era la «nueva Roma». Es decir, por razones fundamentalmente políticas y no eclesiales o doctrinales.
León dejó un importante legado literario compuesto por cerca de cien sermones y más de ciento sesenta cartas. Aparece en sus textos la progresiva cristianización del tiempo, la meticulosa organización de las obras caritativas, la permanente lucha contra los usos y costumbres paganas, la recta administración de los sacramentos y la paulatina desaparición de las comunidades heterodoxas. Se nota con claridad la absorción del tiempo civil en el esquema del año litúrgico, mientras Roma, que en cuarenta años había padecido la invasión de los godos, el terror de los hunos y el saqueo de los vándalos, caía en el hambre, la carestía y la decadencia, sólo paliada por las organizaciones eclesiales de socorro a los pobres.
En sus escritos sobresale la majestuosa concepción que León tenía del pontificado y de la Iglesia. Para él Pedro estaba permanentemente presente en las acciones y las palabras del papa, y de él derivaba directamente su valor. Permanecer bajo la autoridad de Pedro significaba estar bajo la autoridad de Cristo, y repudiar la autoridad de Pedro llevaba a colocarse fuera de la Iglesia. Tenía un sentido fuerte del servicio que su ministerio debía aportar a las comunidades creyentes. Se consideraba un centinela de la verdad y de la comunión con el fin de que la Iglesia mantuviese con vigor su relación con Cristo, y de ahí se derivaba su convencimiento de poseer una responsabilidad pastoral personal en relación con todos los creyentes. En una época de grave inseguridad política y de traumática búsqueda teológica, León mantuvo un talante sereno y equilibrado tanto en sus relaciones con los poderes políticos como con las escuelas teológicas.
Toribio de Astorga envió al papa una relación de las principales proposiciones priscilianistas y la obra que había escrito para confutarlas. León I le contestó encomiando su celo y reprobando las proposiciones, al tiempo que aprobaba el proyecto de convocar en Hispania un concilio que tratase el tema, concilio que al parecer no llegó a reunirse.
Hilario (461-468) dedicó un especial interés a las Iglesias hispana y gala, las cuales, por su parte, no manifestaron mucho interés en seguir los consejos de Roma. Se relacionó con ellas con autoridad y energía, tratando de ayudarlas en sus dificultades, que no eran pocas. En Hispania a menudo consideraban el episcopado casi como un cargo hereditario, sin tener en cuenta las atribuciones del metropolitano ni el derecho a elegir propio del pueblo, y con el evidente peligro de designar no al más capaz, sino al más cercano. Acogió Hilario las denuncias contra Silvano de Calahorra por haber consagrado obispos elegidos irregularmente, y contra el obispo Nundinario por pasar indebidamente de su sede a la de Tarragona. Determinó con autoridad lo que había que hacer en cada caso, al tiempo que insistía en la necesidad de mantener la tradición y de seguir las normas emanadas por Roma. En el concilio celebrado en Roma en 465 confirmó las atribuciones del obispo de Tarragona en la consagración de los obispos hispanos. En este sentido recordó la conveniencia de celebrar regularmente sínodos provinciales que examinaran la vida eclesiástica, reservando los casos más graves a la definitiva decisión del papa.
Le gustaban en demasía los metales preciosos y los utilizó abundantemente en la decoración de algunas basílicas. Este derroche fue considerado como desmedido por sus coetáneos, y chocaba con la miseria del pueblo, más patente todavía en aquellos años de decadencia y de intrépidas y devastadoras incursiones de los bárbaros.
Simplicio (468-483) asistió impotente a la desaparición formal del Imperio Romano de Occidente. En 476 el bárbaro Odoacro, rey de los Hérulos, envió a Constantinopla las enseñas imperiales arrancadas a Rómulo Augústulo, un emperador marioneta y sin poder. La autoridad imperial desapareció de Occidente hasta los tiempos de Justiniano. Aunque en ese momento pareció que nadie se diera cuenta del profundo significado de este hecho, la ausencia de un emperador en Occidente debilitó la proyección pública del papado, al menos en Oriente, que bien pronto relegó la ciudad de Roma al rango de capital de provincia. Sin embargo, con el tiempo la Iglesia romana crecerá sobre las ruinas del Imperio y lo sustituirá.
Zenón I, emperador de Constantinopla, apoyado por su patriarca Acacio, buscando aplacar el incontenible y pasional fermento doctrinal existente en su imperio, promulgó el Henotikon (482), documento que irresponsablemente condenaba los decretos de Calcedonia, al tiempo que confundía más al pueblo cristiano en lugar de aclarar los datos de la controversia.
Estos emperadores, políticamente ya muy debilitados y sometidos a imparables tendencias disgregadoras, no podían permitirse la posibilidad de que Egipto y otras regiones se separaran del Imperio por motivos doctrinales. De ahí su incontenible búsqueda de fórmulas que contentasen a todos. Tarea imposible, pero que duró siglos. Ni Simplicio ni sus sucesores aceptaron este proceder, por lo que los enfrentamientos entre ambas sedes fueron permanentes.
Simplicio nombró a Zenón, obispo de Sevilla, vicario pontificio para Hispania con el objetivo de hacer respetar la disciplina eclesiástica y los límites de jurisdicción de los diversos obispos. Este cargo no estaba ligado a una sede episcopal concreta, sino a un obispo que había sobresalido en el país. Era la manus longa del papa, quien fiscalizaba e informaba a Roma sobre la realidad eclesial del país, y quien transmitía las directrices pontificias. Las comunicaciones entre los diversos países eran complicadas y a veces casi inexistentes, por lo que un enviado que viviera de manera permanente en el país constituía la posibilidad más real y eficaz de contacto. Obviamente se trata de los antecedentes remotos de los embajadores y nuncios actuales. Treinta años más tarde el papa Hormisdas limitó los poderes de Salustio, sucesor de Zenón, a las provincias Bética y Lusitana. Tras la conversión de los visigodos con Recaredo (586), no existió en Sevilla ningún delegado particular del papa con el rango de vicario.
Félix II (483-492) estaba casado antes de ordenarse. Pertenecía a los Anici, potente familia aristocrática que desempeñó un importante papel en la historia de Roma. Al ser elegido recibió una especie de aprobación real del ostrogodo Odoacro, primer intento político de entrometerse en las elecciones episcopales romanas.
Félix excomulgó al patriarca de Constantinopla, Acacio, por su defensa del Henotikon, es decir, a causa de la irregularidad de sus doctrinas cristológicas, lo que dio origen al primer cisma entre ambas Iglesias, que duró treinta y cinco años. Durante el movido discurrir del proceso que desembocó en la excomunión, Félix envió sucesivamente dos legados a Constantinopla con el objeto de exponer las quejas y la postura del papa, amenazar con penas canónicas y, en vista del nulo resultado, anunciarles la excomunión solemne. En ambos casos los legados fueron corrompidos y traicionaron al papa. No era raro en Oriente este modo de actuar, y por eso en nuestros diccionarios este modo de proceder se denomina «bizantinismo», pero los legados demostraron en todo caso con su deslealtad que eran fácilmente corruptibles.
Fue el único papa sepultado en la basílica de san Pablo, debido seguramente a que allí estaban enterrados sus antepasados, así como su mujer y sus dos hijos. Durante su pontificado los vándalos asolaron el norte de África, impusieron el arrianismo con violencia y se esforzaron por conseguir la extinción de la Iglesia católica. Numerosos cristianos, laicos y sacerdotes apostataron.
Gelasio I (492-496) ejerció un pontificado corto, pero su nombre ha resonado con admiración durante todo el Medioevo a causa del siempre candente problema de las relaciones entre los poderes político y espiritual.
En 494 escribió al emperador Anastasio una carta en la que podemos leer lo siguiente: «Augusto emperador, este mundo se rige por dos cosas: la sagrada autoridad de los pontífices y la potestad real. Entre éstas tiene mayor peso la de los sacerdotes, porque ellos deben responder ante Dios también por el rey de los hombres. Por otra parte sabes, hijo clementísimo, que aunque por dignidad tú eres la cabeza del género humano, en las cosas divinas te sometes devotamente a los sacerdotes y de ellos esperas la salvación […] y sabes también que en los temas religiosos te debes someter […] y que en estas cosas tú eres quien depende del juicio de los sacerdotes, y no ellos quienes se someten a tu voluntad. En las cuestiones que tienen que ver con la dirección del Estado, sin embargo, aquellos que presiden la religión obedecen tus leyes, porque saben que por divina disposición te ha sido concedida la potestad imperial.» Añadía más adelante una frase relativa al papa: «Tú sabes además con evidencia que ninguno, en ninguna ocasión, por ninguna decisión humana, puede colocarse por encima del oficio de aquél a quien la orden de Cristo ha puesto por encima de todos y que la santa Iglesia ha siempre reconocido y devotamente tenido como su guía.» El emperador, pues, tenía que aprender, no enseñar cuanto tenía que ver con la religión, y su autoridad estaba sujeta en el ámbito espiritual a la del pontífice. Los historiadores han considerado esta carta como el gran documento del papado medieval y de la distinción exigida entre los dos poderes. El papa se convertía en el portavoz o vicario de Cristo, según una fórmula que apareció en estos mismos años, aunque en ese tiempo no sólo era atribuida al obispo de Roma.
Fue consciente, en la misma medida, de su autoridad para juzgar a los demás obispos: «La voz de Cristo, las tradiciones de los antiguos y la autoridad de los cánones confirman que Roma puede siempre juzgar a toda la Iglesia.»
Gelasio inició su pontificado al mismo tiempo que Odoacro y Teodorico se enfrentaban a muerte para quedarse con el título de rey de Italia, guerra que provocó graves daños en la península y en el campo eclesiástico. Cuando Teodorico consiguió consolidarse en el poder, surgieron problemas entre la Iglesia de Roma y el nuevo régimen político, más preocupado, comprometido y entrometido que el de Odoacro en el tema religioso.
El papa fue muy sensible a la degradación moral existente en el pueblo cristiano y el clero. Se esforzó por robustecer la disciplina, corregir los vicios y prevenir el materialismo y la búsqueda de placeres mundanos, sobre todo dentro de la Iglesia. Para ello reunió sínodos y dictó normas de conducta, exigiendo a los aspirantes al sacerdocio una vida moralmente íntegra y el ejercicio libre del oficio sacerdotal, no condicionado por el dinero ni por la ambición. En momentos extremadamente duros dio un decisivo impulso a la actividad caritativa y social de la Iglesia.
Una carta de Gelasio subordinó el derecho de los diáconos de administrar el bautismo o de administrar la eucaristía a la autorización del obispo o de los sacerdotes y a la ausencia de éstos. Esta disposición que supeditaba la actuación de los diáconos a la voluntad de los sacerdotes, respondía a la tradicional pretensión de los diáconos de ser superiores a los presbíteros.
Es considerado como el papa más importante entre León Magno y Gregorio Magno, en gran parte debido a su influjo en los siglos sucesivos por su teoría de los dos poderes, su idea del primado del poder espiritual sobre el temporal, su doctrina de la absoluta supremacía de la sede apostólica, y su contribución al derecho canónico posterior.
Anastasio II (496-498), hijo de un presbítero como lo había sido Félix III, era débil, con poca energía y no supo imponerse en una Roma muy dividida por actitudes políticas y sicológicas contradictorias.
Intentó recomponer el cisma con Alejandría, pero encontró gran oposición en los ambientes romanos por parte de quienes consideraban que ya había cedido demasiado con su actitud conciliadora. Siglos más tarde Dante lo colocó en el Infierno, siguiendo una opinión negativa sobre este papa fundamentada en el Liber Pontificalis, colección de biografías papales. En realidad el clero romano estaba dividido entre quienes consideraban que la política intransigente de Félix y Gelasio era la adecuada y quienes pensaban que había que ser más flexibles con los bizantinos, comprendiendo mejor sus pliegues y repliegues teológicos, y buscando un acuerdo con ellos. Los favorables a una acomodación con Constantinopla fueron los electores de Anastasio y así se comprenden sus concesiones que, por otra parte, no parece tuviesen que ver con la doctrina.
Durante este corto pontificado Clodoveo, el jefe de los francos, se convirtió al catolicismo y fue bautizado por san Remigio en Reims, y todo su pueblo con él, dando origen a la brillante historia cristiana del pueblo francés, fruto de la fecunda integración de los francos con los galorromanos.
Símaco (498-514) fue elegido por la mayoría de los clérigos junto a la minoría del Senado en San Juan de Letrán, pero una minoría del clero, junto a la mayoría de los senadores, eligió el mismo día a Lorenzo en Santa María la Mayor. Encontramos en esta división, de nuevo, las dos concepciones presentes en la comunidad cristiana romana sobre las relaciones que convenía mantener con Constantinopla, y no nos cuesta imaginar que las razones políticas prevalecían en la actitud de los senadores.
Se acusaron mutuamente de corrupción, se multiplicaron los tumultos populares y hubo muertos en las calles. Ambas facciones recurrieron a Teodorico, que se encontraba en su capital, Rávena, y aprovechó con entusiasmo la inesperada ocasión que se le ofrecía para intervenir en los asuntos romanos. Así pues, dictaminó que era papa verdadero quien hubiese sido elegido antes o quien hubiese obtenido la mayoría. Las crónicas hablan de la imparcialidad del rey ostrogodo, y será cierto, pero no podemos olvidar que Símaco era antibizantino y favorable a los godos.
Símaco convocó en 499 un sínodo con el fin de estudiar y aprobar un modo que impidiese situaciones como las vividas en su elección: «Os he convocado con el fin de buscar un modo capaz de suprimir los manejos de los obispos, los escándalos y los tumultos populares, como los provocados durante mi elección.» Este sínodo, compuesto por 72 obispos, publicó el primer decreto sobre la elección papal en el que se establecía la prohibición de entablar acuerdos previos para la elección del sucesor de un papa que todavía estuviera vivo. Si se prohibía explícitamente este comportamiento, quiere decir que antes se había dado el caso. Daba el decreto al pontífice la facultad de designar a su sucesor y, si tal designación no se hubiera producido, se establecía que el papa legítimo sería quien hubiese sido elegido por todo el clero o, al menos, por la mayoría. Por primera vez se hablaba de un cuerpo restringido de electores y no del conjunto de los fieles de la ciudad, aunque en realidad ya antes había sido restringido a los senadores. Es decir, el documento sinodal aprobado trataba de restringir al clero la capacidad de elección, mientras que los laicos veían reducida su participación en la aclamación posterior.
En cuanto a la posibilidad de que el papa designase sucesor, aunque no resultaba una novedad absoluta, apenas se había dado hasta entonces en ninguna diócesis porque generalmente se había considerado que se trataba de un modo incorrecto de elegir, teniendo en cuenta sobre todo la tradicional participación del pueblo. Tal como se ve, lo que estaba en juego en esta exclusión de los laicos era el principio tan nítidamente enunciado por san León Magno: «Lo que es de interés de todos, debe ser aprobado comunitariamente por todos.» Hipólito, por su parte, ofrece en el siglo III un testimonio explícito: «El obispo sea ordenado cuando haya sido elegido por todos.» La imparable clericalización de la Iglesia fue privando a los laicos de sus tradicionales atribuciones.
De las firmas que aparecen en el decreto de este concilio deducimos que en la ciudad existían 28 títulos o parroquias repartidas en las diversas regiones y dirigidas por párrocos o sacerdotes cardenales. Además existían las cinco basílicas patriarcales, que dependían directamente del papa, y dos basílicas menores, las de San Sebastián y Santa Cruz de Jerusalén, con los mismos privilegios.
Años más tarde la aristocracia romana, despechada por ser excluida de la elección papal, acusó a Símaco de diversos crímenes que no fueron probados. Teodorico quiso hacer caso a la aristocracia y decidió que un sínodo italiano lo juzgara, pero los obispos declararon que un papa legítimamente elegido no podía ser juzgado por ningún tribunal humano.
Este papa determinó que en las misas celebradas los domingos y en las fiestas de los mártires se cantase el Gloria, tradición importada de la liturgia griega.
Hormisdas (514-523), elegido por unanimidad, estaba casado y tuvo un hijo, Silverio, de quien conocemos el epitafio escrito en honor de su padre, y que más tarde fue a su vez elegido papa. Entró a formar parte de la jerarquía tras la entrada de su mujer en el claustro.
Favoreció la reintegración del episcopado africano en sus propias funciones tras la devastadora invasión de los vándalos. Interesado por la cristiandad hispana, dominada por los visigodos arrianos, concedió a Juan, obispo de Elche, en 517, el vicariato apostólico. Cuatro años más tarde, en abril de 521, dio a Salustio de Sevilla el vicariato apostólico en las provincias Bética y Lusitana. En sus cartas intenta responder a diversos problemas generados por la problemática integración del clero griego, que había emigrado de Oriente a las iglesias de la península Ibérica por las dificultades existentes en sus lugares de origen.
Durante este pontificado reinó en Oriente el emperador Justino, quien asoció al poder a su sobrino Justiniano. Justino, ortodoxo de Calcedonia, de fe simple y buen sentido, llegó a un acuerdo con el papa para eliminar el cisma acaciano, que había durado dos generaciones. Hormisdas envió una fórmula a Oriente para que laicos y obispos la juraran. En ella encontramos las palabras de Cristo a Mateo, «Tú eres Pedro», se admitía el primado de Roma como sede apostólica en la que siempre se había conservado la fe auténtica, y ponía como prueba fundamental de pertenencia a la Iglesia católica la comunión con Roma. Trece siglos más tarde, en el concilio Vaticano I, se cita esta fórmula como prueba de la infalibilidad pontificia. De todos modos, aunque muchos obispos orientales firmaron esta fórmula, no pocos lo hicieron con significativos cambios, como el añadir al inicio y al final del documento la afirmación de la igualdad entre la antigua y la nueva Roma.
Teodorico, por su parte, al comprobar el poderío creciente del Imperio, intuyó que Justino pretendía extender sus fronteras a su costa y apoderarse de Italia. Temiendo por la pervivencia de su reino, se obsesionó con la existencia entre los suyos de enemigos y traidores. Desde ese momento dificultó las relaciones del papa con Constantinopla, consciente de que Roma ocupaba un lugar estratégico en las pretensiones del emperador.
Juan I (523-526) tuvo un breve pontificado, problemático y desgraciado. Justino había iniciado una política de persecución sistemática de los arrianos, convencido de que su imperio se fortalecería si todos sus súbditos practicaban la misma religión. Teodorico, siendo arriano, había mantenido una actitud de respeto y protección para con los católicos, por lo que se enfureció ante la política poco tolerante desarrollada por los bizantinos, ya que consideraba que esa actuación del emperador iba no sólo contra su religión sino también, y de manera especial, contra él mismo, y sospechó que el papa estaba de acuerdo con Justino.
Juan, acompañado de cinco obispos y cuatro senadores, fue obligado a viajar a Constantinopla (523) por deseo de Teodorico con la misión de convencer al emperador sobre la conveniencia de que cambiase su actitud antiarriana. Era el primer papa que pisaba Constantinopla y fue recibido con entusiasmo por el pueblo, la corte y la familia imperial. Celebró la Pascua en Santa Sofía y coronó nuevamente al emperador, pero no consiguió lo que pretendía el rey godo.
A su vuelta a Italia fue encarcelado por Teodorico, quien viendo traidores y enemigos por todas partes ajustició al respetado filósofo Boecio y a su suegro Símaco. El papa murió a los pocos días en Rávena, probablemente a causa de las sevicias y lesiones sufridas. Trasladado posteriormente a Roma, fue enterrado en el pórtico de San Pedro, bajo una inscripción que recordaba su muerte, «Victima Christi».
Félix III (526-530) fue elegido directamente por Teodorico, precedente de una nefasta intromisión que haría escuela, y fue consagrado en Roma por una comunidad aterrorizada ante la furiosa persecución de Teodorico. Poco después murió el rey. Félix tuvo que navegar entre dos aguas, entre quienes favorecían a los godos y quienes añoraban a Bizancio, su cultura y su grandeza. Amalasunta, viuda del rey fallecido y regente de Atalarico, sucesor de Teodorico, propugnó un edicto por el que concedía al papa el derecho de juzgar las diferencias surgidas en un momento dado entre clérigos y laicos, decreto del que nació probablemente el privilegio del foro, que en España se mantuvo hasta 1975, y según el cual sólo los tribunales eclesiásticos podían juzgar a los clérigos.
Hacia 528 san Benito fundó el monasterio de Montecassino, cuna de los benedictinos, de donde han salido al menos veinticuatro papas. En ese mismo año el papa determinó que los laicos propuestos al diaconado, presbiterado y episcopado debían realizar antes de la ordenación un año de prueba, señal del mal resultado que ofrecían muchos sacerdotes, bien porque con facilidad volvían al estado laico, bien por una vida poco edificante.
Apenas elegido se enfrentó con la hostilidad militante de una parte del clero romano, entre quienes realizó una verdadera depuración, ordenando a su vez a un elevado número de nuevos sacerdotes para sustituir a los marginados.
En 530, sintiéndose gravemente enfermo y temiendo dificultades, designó como sucesor, en presencia del clero romano y del Senado, al archidiácono Bonifacio, imponiéndole su palio y notificando lo decidido al gobierno de Rávena. Nunca hasta entonces un papa había investido a su sucesor, pero tal movimiento no suprimió las divisiones existentes ni fue capaz de enderezar la situación, ya que a su muerte una parte del clero y del Senado eligió al diácono Dióscuro, nacido en Alejandría y ordenado obispo de Roma el mismo día que Bonifacio. En realidad el cisma duró poco, ya que Dióscuro murió el 14 de octubre siguiente.
Durante este pontificado el monje Dionisio comenzó a contar los años a partir del nacimiento de Cristo, determinando que tal nacimiento se había producido el 25 de diciembre del año 753 de la fundación de Roma, de forma que el 754 de Roma se convirtió en el primero de la era cristiana. A pesar del probable error de seis años, esta decisión fue bien acogida. Se introdujo hacia el año 526 en Italia, en el siglo VII se difundió por Francia, España e Inglaterra, y se generalizó en Occidente en el siglo X.
Bonifacio II (530-532) era godo nacido en Roma, y su contrincante, Dióscuro, como su nombre indica, era griego y fue elegido por un número mayor de sacerdotes y laicos. De nuevo las dos facciones se movieron con rapidez para imponer su candidato, pero Dióscuro murió a los veinte días, lo que dio paso a una paz intranquila, a pesar de que sus seguidores aceptaron la elección de Bonifacio. Fue generoso con sus bienes familiares, que empleó para dar de comer a muchos necesitados durante una prolongada etapa de carestía.
Intentó repetir la experiencia anterior, imponiendo como sucesor a su candidato, Vigilio, pero ni el clero ni el Senado ni Rávena se mostraron dispuestos a aceptarlo, por lo que tuvo que dar marcha atrás. Obviamente, ninguna tradición atribuía papel alguno a los senadores, pero dado su poder consiguieron atribuirse la representatividad de todo el pueblo, costumbre que se prolongará a lo largo de los siglos.
Juan II (533-535) se llamaba en realidad Mercurio y es el primer papa que cambió su nombre tras la elección, probablemente porque el suyo, típicamente pagano, no fue considerado digno.
El gran emperador Justiniano, en la cúspide de su poder y soñando con recomponer tiempos pasados, diseñó un ambicioso plan de Reconquista del mar Mediterráneo e inició su acercamiento a Roma enviando generosos regalos al papado. Poco a poco Roma fue entrando en la órbita bizantina, bien por necesidad, bien porque su memoria de antiguos esplendores se conjugaba mejor con esta privilegiada relación con la gran capital oriental, sin darse cuenta de que Constantinopla era tan consciente de ser la nueva Roma que, de hecho, menospreciaba a la antigua.
Agapito I (535-536), hijo de presbítero, antes de ser papa había creado en Roma una biblioteca de obras de los santos padres, tanto griegos como latinos, con el fin de tener a mano la tradición doctrinal cristiana elaborada a lo largo de sus cinco siglos de historia. Más tarde quiso crear en la ciudad un centro cultural y doctrinal, dotado de selectos maestros, capaz de competir con los centros orientales para así contrarrestar los errores patrocinados por Bizancio. En ese tiempo, tal como aparece en la vida de san Benito, la enseñanza en Roma se fundamentaba en los autores clásicos de impronta pagana, situación que dificultaba la formación específica de los clérigos en una época en la que no existían todavía instituciones preparadas y destinadas de forma apropiada a procurarles una educación apropiada a su estado.
En su tiempo aparecen las primeras biografías oficiosas de los papas, que se convertirán en el Liber Pontificalis, una de las fuentes importantes de datos, aunque no siempre segura ni fiable. En cualquier caso, parece evidente que durante estos años surgió una especial preocupación por la historia, por conocer ese pasado que consideraban glorioso, pero que desconocían, para poder transmitirlo a las generaciones futuras.
Visitó a Justiniano en Constantinopla por encargo del rey godo Teodato para pedir al emperador que retirase sus tropas de Dalmacia y Sicilia. Recibido con honor, fracasó en su misión diplomática ante la decidida negativa de Justiniano a paralizar sus preparativos de conquista. No entró en comunión con el patriarca Antimo, al que exigió una profesión de fe ortodoxa calcedoniana. Justiniano apoyó esta exigencia de Agapito, quien consagró al nuevo patriarca Mena. Fue una victoria en cierto sentido pírrica, porque la poderosa emperatriz Teodora era monofisita y apoyaba más o menos en secreto a los monofisitas. De hecho, Antimo se escondió en el palacio de la emperatriz.
Justiniano y el nuevo patriarca hicieron confesiones ortodoxas y reconocieron el especial primado del papa, pero quien ejerció todo el poder como sacerdote y soberano durante su largo reinado fue el inflexible y autosuficiente Justiniano. Agapito murió en Constantinopla el 22 de abril de 536. El cadáver fue enviado a Roma y sepultado en San Pedro.
Silverio (536-537), hijo del papa Hormisdas, fue elegido por voluntad del rey Teodato, quien al poco tiempo fue destituido por sus soldados y asesinado. Poco después el general bizantino Belisario ocupó Roma, siendo recibido calurosamente por los ciudadanos y el mismo papa. Todos soñaban con la restauración del Imperio, convencidos de que Roma volvería a ser la ciudad poderosa de antaño. Entre los años 537 y 538 los ostrogodos sitiaron Roma, defendida por los muros aurelianos, de dieciocho kilómetros de extensión. Sin embargo, la guarnición, dirigida por Belisario, contaba con pocos efectivos frente a un ejército godo que Procopio estimó, con cierta exageración, en ciento cincuenta mil soldados.
Silverio fue acusado de traición y exiliado por orden de Belisario y por las intrigas de su mujer Antonina. Detrás de esta conspiración se encontraba la emperatriz Teodora ayudada por el diácono Vigilio, quien finalmente, y tras haber utilizado todos los medios, llegará a ser papa. La acusación era manifiestamente falsa, pero todos actuaron sin escrúpulos y utilizaron la simonía para conseguir sus fines. Silverio murió en la isla Pataria, vigilado por dos sicarios de Vigilio, seguramente de hambre. Abdicó antes de morir.
Vigilio (537-555), de familia aristocrática romana, consiguió finalmente el pontificado, aunque ciertamente no por medios evangélicos. Ambicioso y débil, había sido designado por Bonifacio II, pero tuvo que esperar varios pontificados antes de lograr de manera indebida lo que tanto había ambicionado.
Enviado a Constantinopla como embajador papal supo ganarse la voluntad de la corte imperial. Teodora le protegió y gracias a ella consiguió el pontificado, pero una vez nombrado papa, y aunque parece que nunca había aprobado expresamente las ideas monofisitas de la emperatriz, sus fluctuaciones y dudas terminaron por enfadar a la ambiciosa y caprichosa Teodora, por cuya orden fue apresado y enviado a Constantinopla (546).
En el concilio celebrado en esta ciudad en 543 bajo la égida de Justiniano, Vigilio actuó una vez más sin fuerza ni firmeza ni decisión. Probablemente prometió mucho, pero no fue capaz de conceder tanto, de forma que no fue bien visto por los ortodoxos y resultó rechazado por los heterodoxos. Finalmente fue autorizado a volver a Roma, pero murió por el camino, en Siracusa. Así pues, dos papas, Silverio y Vigilio, sufrieron profundas humillaciones por obra de dos mujeres, Antonina y Teodora, quienes en el culmen de su poder y ambición se deslizaron por las procelosas aguas de la teología y la heterodoxia. La posteridad ha juzgado a este papa muy negativamente, y a menudo se le ha considerado hereje.
Desde 546 hasta 554 ostrogodos y bizantinos lucharon por la conquista de Roma a costa de sus monumentos y su población. Desde el 554, y tras la victoria de Narsés frente a los godos, Roma será bizantina durante dos siglos. Con esta conquista Justiniano había conseguido integrar en su imperio África, Italia, Dalmacia, Sicilia, Cerdeña, Córcega, las Baleares y parte de la península Ibérica.
Justiniano promulgó la Pragmática Sanción (554), que concedía importantes privilegios al papa y a los obispos, dotados de gran prestigio moral. Esto aumentaba la autoridad de los religiosos ante los funcionarios estatales, pero determinó que su elección debía ser confirmada por el emperador para ser válida. Se trata de una larga e imparable cadena de intromisiones políticas en la elección pontificia: Constancio (355), Honorio (420), Odoacro (483), Teodorico (498), Atalarico (533) y Justiniano. Todos estos déspotas quisieron contar con la fidelidad y sumisión de los obispos de su reino sin tener en cuenta la conveniencia de la Iglesia. Tras su muerte se prolongó la sede vacante.
Después de casi un siglo de silencio en las comunicaciones entre Roma y la península Ibérica encontramos una decretal pontificia del papa Vigilio a Proferuro, metropolita de Braga, en el reino suevo, señal de que las relaciones no se habían interrumpido del todo.
Pelagio I (556-561) había sido representante de Vigilio en Constantinopla. Tan indeciso y débil en el tema doctrinal como su maestro, administró Roma durante la larga permanencia de Vigilio en la capital imperial.
Debió su elección a Justiniano, a quien trataba con confianza y complicidad. En correspondencia, el emperador colaboró con él a lo largo de su pontificado.
Los romanos y los obispos italianos no le aceptaron y hubo dificultad para encontrar obispos que le consagraran en presencia del general Narsés y los oficiales bizantinos. Fue acusado de haber intervenido en la muerte de su antecesor. Era una acusación falsa, pero se le obligó a jurar en San Pedro ante la cruz y los Evangelios que no tenía nada que ver con dicha muerte. Finalmente pronunció una profesión de fe destinada a aplacar la inquietud del pueblo y del clero sobre su ortodoxia.
De todas maneras, durante años hubo tanto en la Galia como en Italia sospechas sobre su integridad, y Pelagio utilizó de igual forma la dulzura y la fuerza pública para reconducir una situación que en ningún momento le fue favorable.
Durante años mantuvo una actividad edilicia importante, levantando iglesias y oratorios, transformando el panorama de la ciudad gracias a que los campaniles, mosaicos, estatuas y capillas subrayaban su orientación religiosa, al tiempo que aseguraban a sus ciudadanos trabajo y prosperidad.
De Juan III (561-574) sabemos poco, a pesar de la duración de su pontificado. Ello se debe sin duda a la inestable y confusa situación en la que se encontraba Italia. En 568 los lombardos invadieron Italia y establecieron su capital en Pavía. De golpe se rompió la unidad italiana, y así iba a permanecer durante siglos. Los bizantinos ya no podían mantener los proyectos de Justiniano y los lombardos, más salvajes y duros que los godos, no eran suficientemente fuertes como para dominar e imponerse en toda la península.
Favoreció la implantación de monasterios en su diócesis. Los monjes, que habían proliferado en Oriente, fueron instalándose también en Occidente, primero como una experiencia espontánea y poco a poco más reglada, según diversos fundadores y reglas. El monacato se hizo más urbano y favoreció modos de espiritualidad y de formación personal que enriquecieron la religiosidad de estas comunidades.
Benedicto I (575-579) fue consagrado once meses después de la muerte de su antecesor, el tiempo que tardó en llegar desde Constantinopla la autorización imperial. Su pontificado estuvo mediatizado por la crueldad de los lombardos y la hambruna subsiguiente. Roma se libró de una gran mortandad en el último momento gracias a los cargamentos de grano enviados por Justino II. A su muerte los lombardos asediaban la ciudad, razón por la que su sucesor fue consagrado sin la aprobación imperial.
Pelagio II (579-590), godo nacido en Roma, apenas elegido pidió a Gregorio, retirado en la residencia familiar del Celio, dedicarse al servicio de la Iglesia como diácono. En Gregorio confió mucho y a él consultó los asuntos más importantes. Le nombró embajador suyo en Constantinopla con el encargo de romper el aislamiento de Roma y de conseguir del emperador una ayuda urgente contra la insufrible dominación de los lombardos. Pidió la misma ayuda al rey franco Childeberto II, animándole a abandonar su alianza con los lombardos.
Mantuvo relaciones con los francos, con los obispos africanos de Numidia y con los obispos del norte de Italia, que desde hacía veinte años habían retirado su comunión por motivos doctrinales. Murió por una epidemia que violentamente invadió Italia, arrasando Roma, y que según san Gregorio de Tours era de peste bubónica.
Gregorio Magno (590-604), denominado a menudo «cónsul de Dios», ha sido uno de los papas más interesantes de la historia. De familia tradicional romana, excelente administrador tanto de la organización estatal como de las propiedades eclesiásticas, llegó a ser prefecto de la ciudad. Pelagio II le nombró embajador en Constantinopla, donde por capacidad y carácter consiguió la amistad de los personajes más importantes tanto del mundo político como del eclesial. Allí se convirtió en un experto en los complejos y sutiles entresijos orientales.
Su talante religioso le llevó a convertir su casa en un convento, y fundó además otros seis en sus tierras sicilianas. Fue el primer monje en ocupar el trono pontificio. Dedicó su vida y gran parte de sus escritos a la causa del monacato. Más allá de su fortaleza y de su capacidad de trabajo, fue la humildad la característica más relevante de su talante. La llamaba «madre y guardián de las virtudes» y «fuente de la felicidad». Reorganizó los territorios eclesiásticos de Campania, Sicilia, Dalmacia, Galia y África, creando un mapa eclesiástico que se prolongaría a lo largo de los siglos.
Llevó una vida exigentemente ascética y trabajó incansablemente en todas sus actividades. Pablo el Diácono escribió de él: «No descansaba nunca, se entregó a solucionar las necesidades de su pueblo, escribió sobre temas que interesaban a la Iglesia y escudriñó los secretos del cielo por medio de la contemplación.»
Envió al monje Agustín, junto a cuarenta benedictinos más, en el año 595, a predicar a los anglos, primer programa sistemático de evangelización de un pueblo. Cinco años después se creó la sede de Canterbury y Agustín fue su primer obispo. Gregorio se relacionó en tono afectuoso con Isidoro de Sevilla, y dio normas para el desarrollo de la Iglesia visigoda.
Su abundante correspondencia con eclesiásticos y políticos de todos los países, y algunas obras pastorales y doctrinales de relieve, dentro de las que cabe destacar las Reglas pastorales, en las que consiguió una admirable síntesis entre los espíritus romano y cristiano, hacen de él uno de los escritores medievales más importantes, con enorme influjo tanto en el Oriente como en el Occidente cristiano. Gregorio dio a conocer a los europeos la figura de san Benito, suscitando la admiración por la vida religiosa benedictina.
Puso los fundamentos del poder temporal del pontificado. Desempeñó un destacado papel en la administración de la ciudad, dividida en siete distritos, colocados cada uno bajo la autoridad de un diácono. Vigiló y reorganizó el aprovisionamiento diario, sujeto a las calamidades y desorganización crónica de la época, importando, cuando era necesario, grano de los territorios sicilianos de la Iglesia. Y reparó los edificios de una ciudad deteriorada, en franca decadencia.
Entre 606 y 774 la debilidad del poder bizantino y el peligro lombardo favorecieron el desarrollo del poder político pontificio. El papa era una fuerza moral de primer orden que las circunstancias, en un tiempo en el que no se era tan escrupuloso como hoy en establecer los confines entre lo espiritual y lo temporal, transformaban fácilmente en un potente factor político. Gregorio podía hablar con autoridad por encima de las fronteras a visigodos, francos, anglosajones y lombardos.
Levantó un nuevo altar sobre la tumba de san Pedro. Calixto II y Clemente VIII, más tarde, construyeron altares superpuestos, convirtiendo la tumba en todo un símbolo de Roma y del papado.
Tras el bautismo de Adaloaldo, hijo de Teodolinda, su pueblo arriano pasó al catolicismo, de forma que desde ese momento todos los habitantes de la península italiana profesaron la misma religión.
El patriarca de Constantinopla, en un impulso de soberbia eclesiástica, se autoimpuso el título de patriarca ecuménico, demostrando sin tapujos sus pretensiones de autoridad universal. Roma no estuvo dispuesta a aceptarlo, pero Gregorio respondió a la provocación de manera sinuosa y provocativa, autoproclamándose «siervo de los siervos de Dios». La respuesta se convirtió en un planteamiento eclesiológico, en una concepción del poder ciertamente polémica, aunque de indudable raíz evangélica, frente a una Constantinopla cada día más alejada de Occidente. Escribió al emperador Mauricio en 599: «Resulta evidente para cuantos conocen los Evangelios que por las santas palabras del Señor el cuidado de toda la Iglesia ha sido concedido al bienaventurado Pedro, príncipe de los apóstoles. De Cristo recibió las llaves del reino de los cielos; a él dio el poder de atar y desatar; a él el cuidado y el principado de toda la Iglesia.»
La elección de Gregorio coincidió con la conversión de Recaredo y del pueblo visigodo. Gregorio conoció la noticia gracias a la información de su amigo Leandro de Sevilla. Recaredo le escribió más tarde y le comentó su conversión al tiempo que le enviaba algunos regalos. Gregorio le contestó expresando su gran satisfacción por que «el conjunto de la nación de los godos hubiera abjurado del error arriano y hubiera entrado en el recto camino de la fe». También le envió algunas reliquias como muestra de su aprecio. Sin embargo, no se intensificaron por ello las relaciones. Tal vez la causa de esta aparente frialdad residió en el convencimiento de los visigodos de que el papa se mantenía estrechamente relacionado con el emperador bizantino. Y no hay que olvidar que en ese momento los bizantinos ocupaban una parte de la costa mediterránea de la península Ibérica. Precisamente por esta razón Gregorio no quiso que se le asociara con la política que el Imperio realizaba en la península. De todas maneras los visigodos mantuvieron siempre una actitud distante para con el papado. Aceptaron su primacía nominalmente, pero la ignoraron en la práctica. A partir del III concilio de Toledo (589), la alianza de los monarcas visigodos con el episcopado hispano permitió mantener unida durante más de un siglo la mayor entidad política de la Europa del siglo VII.
Por su parte, la Iglesia hispana gozó de un siglo brillante no sólo por sus personalidades eclesiásticas, comenzando por Isidoro de Sevilla, «el último padre de la Iglesia», como ha sido llamado recientemente por un historiador francés, sino también por la importante colección canónica denominada la Hispana, y por el apoyo de la monarquía visigoda.
Tras la muerte de Gregorio su memoria quedó especialmente viva en Inglaterra y sus libros fueron leídos en Hispania y la Galia, pero sorprendentemente Roma olvidó con rapidez la grandeza de este papa. La razón profunda de esta extraña reacción tuvo que ver con el rechazo y el resquemor de la organización eclesial romana ante el decisivo apoyo de Gregorio el Magno a los monjes, por su promoción a puestos importantes y su implicación en la vida pastoral de las diócesis. Desde entonces, en la vida de la Iglesia las relaciones entre el clero diocesano y el religioso han sido con frecuencia complicadas y tensas. Más que como complementarios se han considerado mutuamente como antagonistas. Gregorio Magno no lo vio así, y también por esto fue grande.
Durante el siglo VII la mayoría de los papas fueron de poco relieve y sus rasgos definitorios, además de escasos, resultaron con frecuencia irrelevantes.
Sabiniano (604-606) no continuó la trayectoria de su antecesor. De los pocos datos que nos quedan el más significativo es que vendió con usura trigo de los almacenes eclesiásticos a la población que moría de hambre, provocando tal rechazo y odio en el pueblo que a su muerte fue necesario trasladar el cadáver desde el Laterano a San Pedro por caminos intransitados, no fuera que el enfado se materializase en actos violentos.
Bonifacio III (607). El acuerdo imperial de Bizancio llegó un año después de su elección, de forma que su pontificado apenas duró nueve meses, el tiempo suficiente para convocar un sínodo sin trascendencia.
Bonifacio IV (608-615), primer papa benedictino, llevó una vida monacal y edificante. Transformó el Panteón romano en la Iglesia dedicada a santa María de los Mártires, gracias a lo cual ha llegado hasta nosotros con toda su grandiosidad. Recibió antes de morir una bella carta del misionero irlandés Columbano desde su recién creada abadía de Bobbio, de gran importancia en la historia cultural europea. En ella le exhortaba a convertirse en instrumento de unidad. Columbano llama al papa «cabeza de todas las Iglesias de la totalidad de Europa», pero este reconocimiento no le impide reprochar al papa Vigilio su pecado: «La importancia de la sede apostólica lleva consigo la obligación de mantenerse alejada de toda impureza de la fe, porque en caso contrario la cabeza de la Iglesia se convierte en cola y los simples cristianos pueden juzgar el papado.» Buenos tiempos aquellos en los que se podía conjugar la veneración con la crítica.
Adeodato I (615-618) fue venerado por su vida ejemplar y santa. Fomentó el traslado al clero secular de atribuciones que Gregorio Magno había concedido a los monjes, lo que indica una vez más que ya en esos primeros momentos chirriaban las relaciones no siempre fáciles entre el clero diocesano y el incipiente clero religioso.
La bula plúmbea de Adeodato, que representa por un lado el Buen Pastor y por el otro el nombre del papa, es el original más antiguo que se conserva de una bula pontificia.
Bonifacio V (619-625) procuró reorganizar la Iglesia inglesa, desconcertada por los diversos usos y costumbres introducidos en la actuación apostólica por sus diferentes evangelizadores, divergencias que no eran doctrinales sino de disciplina. Los obispos ingleses decidieron la adopción del rito romano, favorecida esta alternativa por la devoción a san Pedro, importada por los numerosos peregrinos que, tras visitar Roma, volvían a su patria prendados por la liturgia y las costumbres romanas.
Durante este pontificado Heraclio suprimió formalmente el procedimiento por el que no podía consagrarse al nuevo papa antes de recibir la aprobación personal del emperador. Desde este momento era el exarca de Rávena, mucho más cercano y a menudo residente en la propia Roma, quien tenía que ratificar la elección, de forma que el tiempo entre elección y consagración se acortó de manera sustancial.
Honorio I (625-638) fue buen administrador y constructor de la ciudad. En su época nació en Oriente la controversia monoteleta, última derivación de las interminables discusiones cristológicas. El emperador Heraclio formuló la doctrina sobre la voluntad de Cristo en una obra que dará mucho que hablar, Ectesis, según la cual Cristo poseía dos naturalezas pero una sola voluntad. Del monoenergismo se pasaba al monotelismo. El patriarca Sergio escribió una carta al papa Honorio en la que exponía su punto de vista.
El papa no se dio cuenta en un primer momento de la carga de profundidad que implicaba la nueva teoría y, de manera confusa, pareció alentarla cuando en su contestación, reconociendo que en la actividad de Cristo sólo había un actor o actuante, añadía de manera imprudente: «Es por lo que nosotros confesamos una sola voluntad de Nuestro Señor Jesucristo.» Esta expresión de Honorio ha suscitado una abundante literatura, apologética o polémica según la confesión de sus autores. Honorio, ciertamente, empleó la expresión herética de los monoteletas, recusando la expresión ortodoxa, pero dicen los teólogos que lo que él realmente rechazó fue, de forma poco menos que inequívoca, una voluntad humana de Jesús que pudiera contradecir la divina.
Adaptó el antiguo edificio de la Curia, abandonado por falta de senadores, para convertirlo en una iglesia que dedicó a san Andrés. En esos años algunos edificios clásicos fueron reconvertidos, casi siempre en edificios religiosos. El abad Bertulfo de Bobbio visitó Roma en 628 con el fin de obtener de Honorio una carta de exención que salvaguardara la autonomía de su monasterio, amenazada por el obispo del lugar quien, como otros de su rango, era consciente de que con la autonomía de los monjes aumentaba la autoridad de los papas a costa de la de los obispos, quienes se encontraban en sus propias diócesis con importantes comunidades religiosas que, amparándose en su relación directa con Roma, no obedecían al obispo ni seguían sus determinaciones pastorales. La doble obediencia no tiene por qué ser mala, pero resulta más difícil coordinarla.
Como dato relevante, en el año 632 murió Mahoma sin que los papas se hubieran enterado de su existencia, pero dejó tras de sí un movimiento que tendrá mucha importancia y que se relacionará con la historia de los papas en forma de frecuente enfrentamiento.
Honorio envió una severa amonestación al episcopado español reunido en concilio general en Toledo en enero de 638, echándoles en cara el ser muy condescendientes con los judíos, especialmente con los conversos y criptojudíos. Recibió una respuesta de san Braulio en la que no aceptaba su reprimenda ni los modos (les llama el papa «perros sin fuerza para ladrar»). Era evidente que Honorio había sido mal informado, y Braulio aprovechó para marcar las distancias y la autonomía jurisdiccional de la Iglesia católica goda.
Severino (640) ejerció un pontificado de tres meses de duración tras una sede vacante de un año y siete meses, los suficientes para que las autoridades bizantinas se apropiaran del tesoro de la Iglesia romana, que reunía un importante caudal gracias a la buena administración de los últimos pontificados.
Juan IV (640-642), dálmata de origen, dedicó abundantes recursos económicos para conseguir la libertad de sus compatriotas, maltratados y esclavizados por los eslavos.
Teodoro I (642-649) era griego, hijo de un obispo de Jerusalén, y fue impuesto por el exarca bizantino de Rávena con el convencimiento de que aceptaría las ideas teológicas del emperador. Era una tentación a la que no sucumbió Teodoro, que reprobó una vez más estas ideas.
Martín I (649-655) se hizo consagrar sin pedir el plácet de Constantinopla, por lo que Constante II le consideró siempre un usurpador. Convocó un sínodo en Letrán al que asistieron ciento cincuenta obispos y un grupo de teólogos orientales en el que se rechazó solemnemente el monotelismo, la Ectesis de Honorio I y el Typos de Fe de Constante II. Es decir, rechazaron con decisión y solemnidad el cesaropapismo bizantino, tan dado a los juegos doctrinales. El exarca de Rávena, representante del emperador en Italia, intentó asesinarlo mientras decía misa en Santa María la Mayor. No lo logró, pero sí consiguió algo más tarde secuestrarlo y trasladarlo a Constantinopla, donde lo encarcelaron, lo juzgaron por alta traición y lo maltrataron. Llevado a Cherson, murió al poco tiempo de hambre y abandonado por todos, especialmente por su clero. Se conservan sus cartas, enviadas desde el exilio, en las que se trasluce su amargura por el abandono de los suyos. Trasladaron su cuerpo a Roma y fue venerado como santo desde el primer momento. Fue una clara manifestación de la tiranía bizantina, que logró la humillación del papado y el desdén resentido del pueblo romano.
Aunque desde su prisión Martín I había expresado su esperanza de que no se eligiese un nuevo papa mientras él viviese, tal como había exigido el emperador, Eugenio I (654-657) fue elegido por el pueblo romano. Sin embargo, a pesar de este poco prometedor inicio, Eugenio fue capaz de enfrentarse con energía a Bizancio, aunque no llegó a ser deportado porque murió antes.
Vitaliano (657-672). En el año 663 recibió en Roma al tirano Constante II de Constantinopla, hombre pérfido e inmoral que robó sistemáticamente a la ciudad durante los doce días que permaneció en ella. Hacía dos siglos que no acudía un emperador a Roma, pero obviamente sus ciudadanos no quedaron con ganas de que se repitiese la visita. No contento con esta miserable actuación, durante el largo periodo que Constante habitó en Siracusa expolió sistemáticamente los bienes sicilianos de la Iglesia romana y de algunos de sus templos.
Durante este pontificado se estrecharon significativamente las relaciones de Roma con la Iglesia anglosajona, muy dividida entre las políticas de evangelización de los sajones y de los misioneros romanos. En el sínodo de Whitby de 664 se aprobó la adopción de la liturgia y de los usos romanos, gracias sobre todo al impulso del rey Oswy de Northumbria, movido por una decidida devoción por san Pedro y la sede romana. Desde entonces se multiplicaron los viajes de monjes y clérigos de la isla a Roma, quienes a su vuelta a Inglaterra organizaban sus iglesias según lo que habían visto en la urbe.
Adeodato II (672-676) inauguró una larga serie de papas ancianos y efímeros que se limitaron a aplicar la política definida por el clero y la nobleza romanas. Se ganó la voluntad de su clero aumentando su salario, no se sabe si por generosidad, por espíritu de justicia o, simplemente, por deseo de captar su benevolencia.
Rechazó las cartas sinodales del patriarca Constantino, monoteleta. En este momento encontramos en Roma un mayor espíritu de autonomía con respecto a Constantinopla tanto en la población como en el clero.
De Donus (676-678) las fuentes no aportan apenas datos, aunque todo parece indicar que se esforzó por mejorar las relaciones con Constantinopla. No hay que olvidar que de los cinco patriarcados tradicionales de la Iglesia, sólo Roma y Constantinopla formaban parte del Imperio, ya que para entonces Jerusalén, Antioquía y Alejandría habían caído en manos de los árabes.
Durante este pontificado apareció la magna obra de Isidoro de Sevilla, las Etimologías, base de toda la enseñanza de Occidente durante ochocientos años. Determinó el método y el contenido de la educación, del nivel primario al universitario. Isidoro fue un sorprendente canal de comunicación con el mundo antiguo, en realidad el único, hasta que fue posible establecer otro acceso a través de los árabes durante el siglo XII.
A pesar de algunos intentos tendentes a restablecer la unión entre las Iglesias, entre ellos un compromiso en tiempos de Vitaliano y del patriarca Pirro (657), la controversia permaneció abierta sobre la cuestión monoteleta. Constantino IV, que sucedió a su padre, asesinado en 668, propuso al papa Donus, en 678, la organización de una conferencia sobre este tema.
El sucesor de Donus, Agatón (678-681), consultó a los episcopados de Occidente tras la reunión de numerosos concilios provinciales y envió una importante embajada romana a Constantinopla en septiembre de 680. El emperador, tras sus conversaciones con esta embajada, decidió convocar un concilio. Agatón, monje de familia oriental establecida en Sicilia, realizó su carrera eclesial en Roma. Confirmó la doctrina definida por Martín I en el sínodo del año 649 sobre las dos formas de voluntad y de energía en Cristo, y firmó las actas del concilio in Trullo, celebrado en Constantinopla entre 680 y 681, que puso fin a la herejía monoteleta.
El fasto de las ceremonias de la liturgia pontifical, calcadas de las que se celebraban en Constantinopla, impresionaban a los romanos y, sobre todo, a los peregrinos extranjeros, habituados a ritos mucho más sobrios y esenciales.
Fue consiguiendo mayor autonomía de la administración de Bizancio. Con el deseo de ahorrar gastos y mejorar la administración, asumió el cargo de tesorero de la Iglesia. Aumentó los privilegios del clero y determinó que a su muerte se distribuyeran al clero y a algunas iglesias una importante suma. Aumentó su influencia en Occidente multiplicando sus relaciones con los obispos. Envió a Inglaterra al jefe del coro de San Pedro con el fin de enseñar a los ingleses el canto romano, y en 679 convocó un sínodo con el único propósito de estudiar la problemática eclesiástica de Inglaterra. Tras el concilio romano de 680, con participación de 125 obispos italianos, escribió a todos los obispos que las decisiones de la sede apostólica debían ser aceptadas en tanto que estaban confirmadas por san Pedro.
León II (682-683) condenó la actitud de su antecesor, Honorio I, como ambigua, llegando a afirmar que «trató de socavar la pureza de la fe», y le declaró cómplice del monotelismo al señalar que su antecesor no había cumplido con su deber por no haberse enfrentado con firmeza a la herejía. Siglos más tarde esta condena constituyó una grave objeción en el proceso de declaración de la infalibilidad de los papas durante el concilio Vaticano I (1870). Si un papa se había equivocado en materia doctrinal, los papas no podían ser infalibles. En realidad, de todo lo que se conoce parece que sólo se puede reprochar a Honorio el no haberse opuesto con claridad a la herejía, no el haberla apoyado.
Este papa construyó la iglesia de San Jorge in Velabro, para los griegos residentes en Roma, precioso templo reluciente todavía en la ciudad, señal de la presencia permanente de numerosos orientales que acudían a Occidente bien para quedarse, para peregrinar a las tumbas de Pedro y Pablo o para estudiar.
Escribió cartas a Quirico, arzobispo de Toledo, y al rey Ervigio, acompañándolas de dones, exhortándoles a adherirse a las actas del sexto concilio constantinopolitano (680), que acababa de celebrarse, al tiempo que insistía en la primacía romana, afirmando explícitamente su gobierno espiritual sobre las Iglesias del reino de Ervigio como «vicario de Pedro» que era.
Benedicto II (684-685) recorrió dentro del estamento clerical romano toda su carrera, desde monaguillo hasta sacerdote. Fue consagrado un año después del entierro de su predecesor, espacio de tiempo exagerado que demostraba las nefastas consecuencias de la obligación de aguardar la aprobación imperial bizantina. En este tiempo las casi inexistentes relaciones de Roma con la Iglesia goda fueron conflictivas. Julián de Toledo envió al papa las actas confirmadas del último concilio ecuménico y un texto doctrinal propio que establecía la cristología considerada ortodoxa. Benedicto II consideró que algunas afirmaciones del texto eran heréticas, informando verbalmente a la delegación goda sobre este parecer. Julián consiguió los refrendos de todos los obispos hispanos a su escrito y tachó al papa de adversario e ignorante, rechazando implícitamente la primacía papal, tal como lo habían pretendido León II y Benedicto II.
Con Juan V (685-686) comienza una serie de nueve papas orientales, griegos y sirios. Fue uno de los miembros más importantes de la delegación romana en el concilio de Constantinopla (680-681), el sexto ecuménico.
La razón más probable por la que hubo tantos orientales seguidos fue que en este tiempo se produjeron varias disputas teológicas y administrativas con la Iglesia oriental. Resultaba necesario conocer el griego, pero en Occidente estaba desapareciendo el aprendizaje de esta lengua, por lo que fueron bienvenidos a Roma eclesiásticos orientales preparados doctrinalmente y expertos en la lengua helena. Eclesiásticos que, por otra parte, huían de sus territorios al ser invadidos por las tropas islámicas. Por esta razón, probablemente, antes de su acceso al pontificado fue enviado a Constantinopla como representante papal.
Conon (686-687), hijo de un oficial del ejército bizantino, comenzó sus estudios en Sicilia y los acabó en Roma. Fue elegido papa por un compromiso entre clero y ejército, al comprobarse que ninguno de los candidatos propios tenía posibilidad de ser aceptado. Se trataba de una repetición de los clásicos y ya antiguos enfrentamientos entre clero, aristocracia civil y ejército, que durante el siglo anterior casi habían desaparecido. Conon era anciano y estaba enfermo, por lo que pudo mantenerse en el solio de mala manera durante apenas un año. Al morir, siguiendo el ejemplo de Benedicto II, dejó una importante suma de dinero para su reparto entre el clero, los laicos que trabajaban en el organigrama eclesial y las organizaciones dedicadas a obras caritativas.
Sergio I (687-701), sirio nacido en Palermo, constituyó la salida aceptable al violento choque de los dos candidatos previos, Teodoro y Pascal. Era hombre de cultura, dispuesto a todo con tal de conservar el poder. De hecho tuvo que pagar cien monedas de oro para que el exarca de Rávena diera su consentimiento. Se trató de una simonía forzada, pero no dejaba de ser simonía.
Se enfrentó al emperador Justiniano II y no aceptó los decretos del concilio quinisexto, que pretendían imponer, en 102 cánones, a todas las Iglesias las costumbres bizantinas. De éstas, al menos seis iban contra las concepciones de la Iglesia romana. Dice el conocido historiador Gregorovius que «en él las doctrinas de Bizancio encontraron un opositor decidido». Tuvo que ser defendido por el pueblo y por los soldados, no sólo de Roma, sino también de las regiones cercanas, ante la ira desenfrenada de los gobernantes bizantinos, que estaban dispuestos a capturarle y enviarle al exilio forzoso. Esta defensa valiente y arriesgada demostró que estas poblaciones estaban hartas de los bizantinos, tanto por su prepotencia y su crueldad como por sus permanentes y peligrosas obsesiones doctrinales.
Introdujo el Agnus Dei, propio de la liturgia siria, en la misa, e instituyó las fiestas de la Candelaria y la Anunciación. Nombró obispo a Willibrordo, admirable personaje de la historia centroeuropea, monje sajón y gran apóstol de Frisia (695), haciéndole el regalo, entonces tan apetecido, de copiosas reliquias de mártires. Pipino le señaló como sede arzobispal la ciudad de Utrecht, donde construyó la catedral, una escuela para la formación del clero y una residencia para sus colaboradores. Otras iglesias y monasterios fueron surgiendo en toda la región, que fue pronto cristianizada.
Desde Gregorio Magno, los papas fueron muy conscientes de la necesidad de cristianizar los pueblos bárbaros, desde los búlgaros hasta los vendos, los normandos o los sajones. De esta forma todos los nuevos países europeos aceptaron el cristianismo desde el inicio de su historia. En este proceso los protagonistas de la evangelización fueron siempre los monjes, generalmente sajones. Es un cristianismo que nació mirando a Roma, venerando a san Pedro y obedeciendo al papa. Gran parte de la documentación existente sobre los primeros siglos de historia de los pueblos europeos tiene que ver con sus frecuentes relaciones con los papas.
Juan VI (701-705) dedicó buena parte de su tiempo a armonizar la presencia bizantina con el creciente rechazo que ésta provocaba en el pueblo romano, no porque él tuviese especial afición por los bizantinos, sino porque era consciente de que la alternativa existente era la de los lombardos, igualmente inaceptables, más salvajes y, probablemente, con menos capacidad de diálogo. Ésta ha sido una característica permanente del Estado pontificio: su necesidad de equilibrar los diferentes poderes amenazantes desde los territorios vecinos, tratando a menudo de contraponerlos para poder neutralizarlos.
Juan VII (705-707) reconstruyó en Subiaco el primer monasterio de san Benito, destruido en 601 por una invasión árabe.
Sisinio (708), cruelmente afligido por la gota, ejerció un pontificado de sólo veinte días. ¿Por qué fue elegido? ¿Por qué no se ponían de acuerdo en nadie más capaz de defender y representar a la Iglesia romana?
Constantino (708-715) fue el tercer y último papa de la historia, antes de Pablo VI, que viajaría a Constantinopla. Hizo su ingreso en la ciudad cubierto con el camauro, un tocado de tisú precioso que constituía signo de soberanía, y fue recibido solemnemente por Justiniano II. Sin embargo, en su papado se produjo la ruptura política con Bizancio. Los soldados asesinaron al emperador y nombraron a Filípico Bardanes. Constantino no lo reconoció, dando la vuelta a la situación habitual, que consistía en el reconocimiento o no de los papas por parte de los emperadores.
Gregorio II (715-731) se enfrentó a León III Isáurico por motivos nuevamente teológicos. Este peculiar emperador decidió, en primer lugar, obligar a los judíos a convertirse al cristianismo, pero se convenció de que una dificultad insuperable para conseguir su propósito consistía en la veneración cristiana a las imágenes, por lo que decidió destruir éstas y prohibir su culto. Este planteamiento, llamado iconoclasta, duró más de un siglo y conmovió el cristianismo oriental. En 727 llegó a Roma la imposición de destruir las imágenes, lo que produjo una insurrección general contra el dominio bizantino. No sólo rechazó el papa esta imposición, sino que emitió un edicto por el que se negaba al emperador el derecho a legislar sobre materias de fe. Todas las tierras italianas, comenzando por las bizantinas, se alzaron contra la nueva pretensión imperial.
Otra queja de Gregorio tuvo como punto de mira los fuertes e indiscriminados impuestos con los que el gobierno bizantino gravaba los bienes eclesiásticos, por lo que se negó a pagar más. Dos oficiales bizantinos quisieron prender al papa, pero el pueblo mató a uno de ellos y encerró al otro. El exarca de Rávena mandó tropas para hacer cumplir la orden imperial, pero no lo consiguió a causa de la cerrada defensa del pueblo romano y del apoyo de algunos lombardos.
Ante esta conflictiva situación, que no tenía visos de evolucionar favorablemente, el papa entabló relaciones cordiales con el caudillo franco Carlos Martel, iniciando así un nuevo sistema de apoyos, siempre necesarios si se quería mantener la autonomía entre los lombardos que gobernaban su reino del norte y los ducados de Spoleto y Benevento, y los bizantinos, ya en evidente deslizamiento hacia una decadencia sin marcha atrás, pero siempre dispuestos a clavar sus garras. Aunque en este primer encuentro con los francos Gregorio no consiguió mucho, no cabe duda de que oteó un horizonte que algunos decenios más tarde será el decisivo en el camino hacia la plena independencia del papado.
Roma ha sido siempre un bocado apetecible: bizantinos, godos, lombardos, francos, españoles, franceses y algunos más han intentado influir y mandar en la ciudad y su entorno. Los papas nunca han tenido efectivos militares suficientes. Los guardias suizos dieron a menudo su sangre por los papas, pero pocas veces pudieron defenderlos eficazmente. Quedaba el recurso de equilibrar y anular a los contrarios. Este sistema no entusiasmaba a nadie, pero resultó bastante operativo durante siglos.
Gregorio II encargó al monje sajón Bonifacio la evangelización de Alemania «en nombre de la indivisible Trinidad y por la autoridad inconcusa de san Pedro, príncipe de los apóstoles», con el mandato de bautizar según el rito romano y con la obligación de informar puntualmente a Roma. En 723 lo nombró obispo de Hesse y de Turingia, prestando un juramento de fidelidad al papa similar al que hasta entonces sólo los obispos de los alrededores de Roma estaban obligados a realizar. Desde su diócesis inició una sorprendente evangelización de gran parte de la actual Alemania, ayudado por otros monjes sajones congregados en numerosos monasterios que constituían la columna vertebral de su proyecto de predicación. Gregorio III le nombró arzobispo privilegiado y en 737 legado misionero para Alemania.
Gregorio III (731-741), último papa en pedir la confirmación del basileus o soberano bizantino, inició su pontificado excomulgando a los iconoclastas. Fue este Gregorio quien inició una política de independencia de Bizancio, porque en su tiempo comenzó a distinguirse entre la Provincia de los Romanos y la Provincia de Rávena. Por otra parte, al verse amenazado por los lombardos no acudió al emperador, sino que buscó protección entre los francos.
Carlos Martel venció a los musulmanes en Poitiers (732), con lo que consiguió frenar una marea que parecía imparable. Se trazaba un nuevo mapa europeo: la península Ibérica quedaba en su mayor parte bajo el dominio musulmán, con una Iglesia cristiana disminuida e incipiente en las tierras de reconquista. Francia comenzaba a desempeñar un papel más preponderante en Europa, mientras que Italia asistía a la desaparición de los bizantinos y al dominio de los musulmanes en Sicilia y en parte del sur peninsular. Gregorio ofreció a Martel el título de cónsul, es decir, el gobierno militar de Roma, y le pidió el envío de observadores que rindieran cuenta de los peligros que corría el papado. Así se comportaría como hijo devoto del príncipe de los apóstoles. En la práctica, le ofrecía el señorío de una ciudad que estaba bajo jurisdicción militar. Carlos Martel comprendió el significado, pero no aceptó, porque no quiso ganarse de un plumazo la enemistad de los bizantinos y los lombardos.
Por otra parte, en el campo doctrinal la persistencia del gobierno bizantino en su oposición a las imágenes acrecentó el abismo con Roma y con los cristianos occidentales. Juan Damasceno defendió el culto a las imágenes, y un concilio romano condenó con energía la herejía iconoclasta, que no tendrá ninguna repercusión en el mundo católico.