LOS CONCILIOS ECUMÉNICOS
En nuestro lenguaje habitual un concilio es una asamblea compuesta por obispos que representan a toda la Iglesia y que trata y decide sobre temas tanto doctrinales como de gobierno y organización eclesial. La institución es muy antigua. De hecho tenemos constancia de reuniones de este tipo celebradas ya en la segunda parte del siglo II, por regiones y por provincias, y sus decisiones tenían valor normativo para esos territorios concretos. A partir del siglo III las encontramos con regularidad en los territorios más poblados y con un cristianismo más organizado: Siria, Italia, África y Egipto. Estos concilios se relacionaban entre sí, se comunicaban sus decisiones y las confirmaban mutuamente, extendiendo así su importancia y su capacidad normativa.
A partir del Edicto de Libertad Religiosa (313), cuando la Iglesia comienza a contar con la protección de los emperadores y se siente con más fuerza y capacidad de acción, resultan no sólo posibles, sino convenientes, las reuniones de obispos de regiones más amplias que incluso aspiran a representar y dirigir a todos los cristianos. En la Iglesia católica se considera que se han celebrado veintiún concilios ecuménicos, es decir, aquellos cuyos decretos han sido acogidos por todos los cristianos y que tienen valor normativo para toda la Iglesia.
Desde el siglo V los cristianos han mostrado un aprecio especial a los cuatro primeros concilios, de forma que muchos autores los compararon a los cuatro Evangelios y a los cuatro ríos del Paraíso. Se trata de los concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (431) y Calcedonia (451). En ellos se formularon los dogmas fundamentales del cristianismo, el trinitario y el cristológico. Además marcaron etapas decisivas en la formación de la doctrina cristiana. Más adelante recibirán una especial consideración el segundo y tercer concilio de Constantinopla (553 y 680-681), y el segundo de Nicea (787).Estos siete concilios son considerados ecuménicos tanto por los católicos como por los ortodoxos.
El octavo también será de composición y problemática oriental, el Constantinopolitano IV (869-870). Es decir, todos estos primeros concilios fueron celebrados en Oriente bajo la presidencia y el influjo de los emperadores orientales y con la participación casi exclusiva de obispos orientales. Sin embargo, todos fueron aceptados con veneración y sin reticencia por los occidentales. En función de los temas tratados y, sobre todo, de las circunstancias de su celebración, no todos han gozado del mismo respeto ni han tenido la misma importancia, y algunos incluso han sido considerados como ecuménicos con cierta reserva.
En Occidente se han celebrado, después de la división de la Iglesia —sin participación, pues, de obispos orientales— los siguientes concilios: Letrán I (1123), Letrán II (1139), Letrán III (1179) y Letrán IV (1215), Lyon I (1245) y Lyon II (1274), Vienne (1311-1312), Constanza (1414-1418), Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442), Letrán V (1512-1517), Trento (1545-1563), Vaticano I (1869-1870), Vaticano II (1962-1965).
La diferencia radica en que esta segunda tanda sólo es considerada ecuménica por los católicos, y su importancia ha sido muy desigual. Algunos son estrictamente doctrinales, otros han solucionados algunos problemas prácticos eclesiales, y otros han pasado sin pena ni gloria. En todos los casos, su convocatoria y desarrollo han dependido de la situación y de los problemas concretos de la Iglesia del momento.
En la historia de los concilios se manifiesta con claridad la destacada diferencia existente entre Roma y Atenas, entre el carácter latino y el griego, diferencias que sorprendentemente han persistido hasta nuestros días y que explican los recelos y antagonismos que todavía hoy se mantienen entre ambas caras del único cristianismo.
Concilio de Nicea (325)
A principios del siglo IV, Arrio, un sacerdote de Alejandría con gran fuerza personal de atracción y muy dotado para el proselitismo, comenzó a enseñar que la segunda persona de la Trinidad era una criatura de Dios, aunque de distinta naturaleza de Dios Padre. Según Arrio, Cristo era una criatura temporal y subordinada al Padre.
Alejandro, obispo de Alejandría, reunió un concilio de cien obispos que condenó esta doctrina como herética, pero Arrio consiguió propagar sus ideas y que no pocos obispos las compartiesen.
Constantino, un hombre poco dotado y apenas interesado por las sutilezas teológicas, tras vencer a Licinio quedó como único emperador romano e intentó componer la controversia. En vista de la tozudez de Arrio, decidió reunir a los obispos del Imperio para que decidiesen cuál era la doctrina verdadera. Según Eusebio de Cesarea, autor de su biografía, la finalidad del emperador era la siguiente: «El Dios que me protege en todas mis actuaciones y conserva el mundo en su ser sabe que un doble pensamiento ha guiado mi actuación. Yo quería, en primer lugar, que todos los pueblos tuvieran una misma concepción de Dios. Por otra parte, me propuse que el Imperio, enfermo y decadente, recobrara su anterior fortaleza. […] Estaba convencido de que si conseguía poner a los hombres de acuerdo sobre el culto a la divinidad, la piedad de los ciudadanos influiría positivamente en la marcha de los asuntos públicos.» Acorde con esta concepción los concilios serán desde entonces no sólo expresión de la comunión de fe y disciplina de la Iglesia, sino también instrumento para la actuación de su nuevo papel público y social.
Constantino envió a los obispos una carta invitándoles personalmente a la reunión de Nicea y puso a su disposición las postas imperiales. El concilio constituía la expresión de la conciencia de unidad y de la catolicidad de la Iglesia, más viva y refulgente tras la unidad restaurada del Imperio. Se reunieron unos trescientos obispos, la mayoría orientales, mientras que los occidentales eran unos pocos. Osio, obispo de Córdoba, consejero íntimo del emperador, presidió los trabajos conciliares con plenos poderes, asistido por dos sacerdotes romanos, legados del papa Silvestre.
El emperador presidió la primera sesión, celebrada en el palacio imperial, durante la cual pronunció un solemne discurso en el que manifestó su desagradable sorpresa al ver inquietada la paz de la Iglesia. Luego exigió a los obispos el examen de las causas de la discordia y la regulación del conflicto. La sesión de clausura se celebró en el mismo recinto, seguida de un espléndido banquete ofrecido por Constantino en conmemoración de sus veinte años de reinado.
Nicea definió las relaciones entre el Padre y el Hijo, afirmó que el Hijo era consustancial al Padre, de la misma sustancia que el Padre. Este término decisivo, «consustancial», era de origen romano y occidental, y parece ser que lo impuso Osio. El texto adoptado formulaba de manera solemne el dogma de la Trinidad: «Creemos en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre.»
El símbolo fue promulgado por el emperador como ley imperial. Nos encontramos ante la primera expresión pública de las nuevas relaciones del Imperio con la religión cristiana.
El concilio promulgó también veinte cánones que tenían que ver con los lapsos, es decir, con los que habían cedido ante la persecución y habían ofrecido sacrificios a los dioses paganos. También trató acerca de los cismáticos reintegrados en la comunidad eclesial y reguló las condiciones exigidas para ser ordenados sacerdotes, o la prohibición impuesta a obispos, sacerdotes y diáconos de vivir con mujeres que no fuesen su madre o hermana (los ya casados antes de ordenarse podían seguir viviendo conyugalmente). Los nuevos obispos deberían ser ordenados por otros tres obispos de la provincia con la confirmación del metropolitano, es decir, del obispo de la capital de esa provincia. Se reconocía a algunas sedes (Roma, Antioquía y Alejandría), llamadas más tarde patriarcados, una autoridad especial sobre los territorios más cercanos. Se trataba de estructuras calcadas de la administración civil, en las que se integraba la figura del metropolitano y su concilio.
El concilio de Nicea determinó también que todos los cristianos celebrasen la Pascua el mismo domingo: el siguiente al primer plenilunio de primavera, acabando así con una de las primeras causas de división y enfrentamiento entre las Iglesias orientales y occidentales.
Este concilio no trajo la paz esperada, sobre todo porque Constantino se dejó seducir por Eusebio, obispo de Nicomedea, y acabó atrapado en la tentación que todo sátrapa ha sufrido a lo largo de la historia: la de imponer su concepción religiosa. Por otra parte, el emperador buscaba más la paz religiosa que la verdad religiosa. Por esta razón atacó y exilió a Atanasio de Alejandría, cabeza de los ortodoxos, porque consideró que su cerrada defensa de Nicea aumentaba las tensiones, lo que resultaba contrario a su política de apaciguamiento.
Con su hijo Constancio, favorable a los arrianos, pareció durante unos años que el mundo aceptaba el arrianismo, aunque Occidente, gobernado por Constante, permaneció fiel a Nicea. En realidad las fuerzas estaban divididas y Roma jugó fuerte en la dirección ortodoxa. Tres grandes teólogos orientales, Basilio, Gregorio Nazianceno y Gregorio de Nisa, hablaron de «una sustancia y tres personas» como expresión de la fórmula nicena, expresión admitida en la teología tradicional.
Concilio de Constantinopla I (381)
Teodosio I, emperador de Oriente desde el 379, decidió convocar un concilio en su capital con el fin de lograr, según la doctrina de Nicea, la paz y la unidad religiosas, violentamente desgarradas por banderías y predicadores de doctrinas extrañas. Se trató, de nuevo, de un concilio oriental en el que el papa Dámaso no estuvo oficialmente representado. Asistieron unos ciento cincuenta obispos, reunidos desde mayo a julio, pero no conocemos con precisión su desarrollo porque las actas no han llegado hasta nosotros.
Los obispos reafirmaron las tesis de Nicea insistiendo de manera especial en la doctrina sobre el Espíritu Santo, del que apenas se había tratado en el concilio anterior, todo él volcado en las relaciones del Padre y el Hijo. Constantinopla afirmó la total identidad divina del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Tal como se recita, todavía hoy, en las misas de la Iglesia tanto ortodoxa como católica, el Espíritu Santo es «Señor y vivificador, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo es adorado y glorificado, y que ha hablado por medio de los profetas». El símbolo de los 150 Padres, aprobado en este concilio, y que nosotros llamamos «Credo niceno-constantinopolitano», es el credo más conocido e importante del cristianismo.
Así pues, durante los dos primeros concilios ecuménicos el magisterio de la Iglesia precisó con nitidez doctrinal la fe trinitaria, de forma que desde ese momento el pensamiento teológico se centró en el estudio del misterio de la persona de Cristo, objeto de los dos siguientes concilios.
En el ámbito disciplinar el primer concilio constantinopolitano promulgó cuatro cánones condenando a cuantos no aceptaran la fe de Nicea y reguló el papel y las jurisdicciones de las diócesis, dando una amplia autonomía a las que conformaban cada una de las metrópolis, organización que ha llegado hasta nosotros. Más trascendencia tuvo el canon tercero, en el cual, teniendo en cuenta la posición de Constantinopla en cuanto residencia del emperador, se reconoció a su obispo una posición primacial con respecto a los demás patriarcas de la Iglesia oriental, pero siempre después de Roma:
«El obispo de Constantinopla debe tener el primado de honor después del obispo de Roma, porque Constantinopla es la nueva Roma.» Roma comprendió enseguida la carga explosiva de la disposición aprobada, ya que el primado atribuido a Constantinopla por motivos políticos desvirtuaba en su raíz la verdadera razón apostólica de su propia importancia, los principios de apostolicidad defendidos permanentemente por la Sede Apostólica, de forma que nunca aceptó este canon.
Pasados unos años, asimilado sin resistencia el misterio trinitario, se plantea en toda su agudeza el misterio de Cristo, es decir, cómo se relacionan y unen las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios, en la misma persona.
En 428 el monje Nestorio, teólogo de la escuela teológica antioquena, es decir, de la que insistía rotundamente en la distinción de las dos naturalezas de Cristo (de hecho terminaba por separarlas de manera neta), fue nombrado patriarca de Constantinopla. Con escaso sentido pastoral y con excesivo formalismo teológico comenzó a censurar en sus predicaciones y escritos el título de Theotokos («Madre de Dios»), atribuido a la Virgen, denominación tradicional muy utilizada y querida por el pueblo cristiano. Según Nestorio era más apropiado denominarla Christotokos o «Madre de Cristo», porque ella había generado al hombre Jesús, en el que Dios «habitaba como en un templo». Bajo esta discusión aparentemente centrada en meras palabras y conceptos se encontraba el importante problema cristológico sobre la relación existente entre las naturalezas divina y humana de Cristo.
Inmediatamente estalló una polémica exaltada, atizada por la rivalidad entre las escuelas teológicas de Antioquía y Alejandría y, de manera especial, entre las sedes patriarcales de Alejandría y Constantinopla. De hecho, en el enfrentamiento contra Nestorio destacará Cirilo, buen teólogo y patriarca de Alejandría, de la escuela teológica de esta ciudad egipcia, que insistía con tal fuerza en la unión de Dios y el hombre en Cristo que se exponía a confundir las dos realidades. La escuela de Antioquía, por su parte, subrayaba tanto la distinción entre Dios y el hombre que podía caer en el peligro de separarlos y profesar la existencia de dos Cristos.
Cirilo se moverá con agilidad y sin prejuicios, escribiendo documentos punzantes contra las afirmaciones de Nestorio. Cirilo respaldó la doctrina más tradicional, la que defendía la maternidad divina de María, señalando que la Virgen, siendo madre según la humanidad, era madre de alguien que era Dios. Los monjes, siempre inquietos y con gran predicamento en la masa popular, así como los obispos egipcios, le apoyaron sin fisuras. Por su parte, el papa Celestino I condenó el nestorianismo en un sínodo celebrado en Roma en agosto de 430.
Concilio de Éfeso (431)
Teodosio II, emperador de Oriente, y Valentiniano III, de Occidente, decidieron convocar un concilio en Éfeso para Pentecostés de 431 (el 7 de junio), con el fin de conseguir la paz. Aunque todos los obispos del Imperio habían sido invitados, sólo asistieron obispos orientales y tres legados papales.
En la sesión de apertura, a la que no acudieron Nestorio (quien, sin embargo, se encontraba en la ciudad) ni el patriarca Juan de Antioquía con sus cuarenta y tres obispos (llegaron unos días más tarde y se reunieron en un anticoncilio), fue leído y aprobado un escrito doctrinal de Cirilo sobre la unión hipostática de las dos naturalezas de Cristo, junto a numerosos pasos de los Padres de la Iglesia en el mismo sentido. En la misma sesión se condenó a Nestorio: «El Señor Jesucristo, blasfemado por Nestorio, decide por este santo sínodo que Nestorio sea depuesto de la dignidad episcopal y excluido de la comunidad sacerdotal.» Los 198 obispos presentes firmaron la condena. Los legados pontificios acudieron con la orden de adecuarse en todo momento a las decisiones del patriarca alejandrino, considerado como una autoridad de referencia en materia doctrinal.
Esa misma noche una brillante procesión de antorchas recorrió la ciudad. Precisamente con la intención de recordar este acontecimiento, el 11 de octubre de 1962, día de la inauguración del concilio Vaticano II, una procesión similar llegó a la plaza de San Pedro del Vaticano con el ánimo de entroncar el nuevo concilio con la tradición eclesial.
No cabe duda de que todo el proceso fue precipitado y no se respetó el derecho de los antioquenos a estar presentes en sus sesiones, pero en realidad la doctrina aprobada confirmaba la tradición existente, aceptada tanto en Oriente como en Occidente, donde en ningún momento existieron dudas ni divergencias sobre el tema. El mundo latino se inclinaba más al gobierno, a la organización práctica y a la teología moral, pero en ningún caso fue la patria de la teología especulativa o el paraíso de la mística. Su buen sentido favoreció el desarrollo de la teología sin traumas ni sobresaltos.
El emperador Teodosio dudó en un primer momento sobre qué actitud tomar. De hecho depuso de sus sedes a los principales protagonistas, pero poco después se separó decididamente de Nestorio: «Que nadie me hable más de este hombre», y confirmó lo aprobado en Éfeso. En realidad se sigue discutiendo desde entonces si Nestorio fue un hereje formal o alguien que se enredó en malentendidos y lucubraciones, algo muy propio del carácter oriental.
En las negociaciones posteriores entre Juan de Antioquía y Cirilo de Alejandría se llegó a un acuerdo, aceptando ambos tanto la «unión sin confusión» de las dos naturalezas, que era una noción antioquena, como la «comunicación de idiomas», es decir, el intercambio recíproco de las propiedades de cada naturaleza, que era una idea alejandrina. El papa Sixto III aprobó este acuerdo general conseguido en Oriente. Parecía así que el tema cristológico quedaba finalmente aclarado, pero volvió a resurgir en Oriente por obra del monje Eutiques, quien, con sus doctrinas, parecía disolver la humanidad de Cristo en su divinidad, llegando a declarar que en Cristo no había más que una naturaleza: la divina. Es la doctrina del monofisismo, palabra compuesta por dos palabras griegas (monos y physis) que significan «una sola naturaleza».
Todo el confuso mundo doctrinal oriental volvió a ponerse en ebullición y toda clase de acusaciones mutuas saltaron a la palestra. Tras una reunión confusa y violenta celebrada en Éfeso en 448, la nueva emperatriz Pulqueria y su marido Marciano decidieron intervenir convocando un nuevo concilio que fuera capaz de decidir sobre el asunto.
Concilio de Calcedonia (451)
Una vez más se trató de un concilio oriental. Asistieron más de quinientos obispos, pero sólo siete (cinco legados pontificios y dos obispos africanos) no venían de Oriente. En la segunda sesión se leyó la confesión de fe nicena y una carta dogmática del papa León I sobre las dos naturalezas de Cristo. «Ésta es la fe de los Padres, ésta es la fe de los apóstoles. Así creemos todos nosotros. Por medio de León ha hablado Pedro», aclamaron los obispos. En la sexta sesión se aprobó una fórmula de fe que se adecuaba estrictamente a la carta doctrinal del papa y que fue firmada por todos los obispos: «Nosotros enseñamos unánimemente un mismo y único Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, completo en cuanto a la divinidad y completo en cuanto a la humanidad, verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, formado por un alma razonable y un cuerpo, consustancial al Padre según la divinidad y consustancial a nosotros según la humanidad, semejante a nosotros en todo menos en el pecado.»
Arreglado y juzgado el tema dogmático, los obispos adoptaron, aparentemente sin debate, veintiocho cánones disciplinares sobre las ordenaciones simoníacas, la gestión de los asuntos temporales por parte de clérigos, la prohibición de la actividad de los monjes sin aprobación de los obispos, las intromisiones de los clérigos fuera de sus diócesis, el matrimonio de las vírgenes consagradas y de los monjes, el de las diaconisas, que no debían ser «ordenadas» antes de cumplir los cuarenta años, la participación de clérigos en las sociedades secretas…
El último canon provocó una animada oposición. Trataba de los «privilegios de la muy santa Iglesia de Constantinopla, la nueva Roma»: «Los Padres [del concilio de 381] acordaron con razón sus privilegios a la sede de la antigua Roma, porque esta ciudad es la ciudad imperial. Por el mismo motivo ellos han atribuido los mismos privilegios a la muy santa sede de la nueva Roma, juzgando con razón que esta ciudad, honrada con la presencia del emperador y el Senado, y gozando de los mismos privilegios de la antigua Roma imperial, es tan grande como ella en los asuntos eclesiásticos, siendo la segunda después de ella.»
El objetivo de esta declaración era el de conceder a Constantinopla una autoridad en Oriente semejante a la que tenía Roma en Occidente. La razón de tales privilegios, según el canon, era estrictamente la de su dignidad política, algo que Roma, «la ciudad en la que Pedro ha instalado su sacerdocio soberano», según dijo san León Magno, no podía aceptar porque iba directamente contra la teología primacial romana.
Los legados papales, que no habían asistido a la proclamación del canon, pronunciaron en nombre del papa una solemne protesta, afirmando que el voto de la víspera no había sido libre, que los obispos no habían firmado y que la declaración era contraria a los cánones 6 y 7 de Nicea.
Es decir, en el terreno de la fe el acuerdo entre Oriente y Occidente parecía completo, pero los orientales no hicieron caso a las protestas por el canon 28, aunque hay que recordar que tanto el patriarcado de Antioquía como el de Alejandría se sintieron ultrajados y disminuidos por el ascenso político de Constantinopla a costa suya. Digo que al acuerdo de fe parecía completo porque en el fondo permanecían vivas las tensiones propias de la titubeante política imperial, de las rivalidades entre los patriarcas, de los particularismos nacionalistas, y del entusiasmo, a menudo inculto, de los monjes. En algunas regiones periféricas, sobre todo Egipto y Siria, el monofisismo se hizo fuerte y aumentó sus adeptos en el ámbito popular, de forma que los emperadores intentaron, por motivos fundamentalmente políticos, imponer fórmulas dogmáticas confusas con el fin de contentar a todos. En la historia de diversos papas este problema teológico-político resultó primordial.
En el documento central de este concilio, la «Definición de fe», se repiten las decisiones de Nicea I, Constantinopla I y Éfeso sin que se haga mención de otros concilios, y se refiere a sí mismo como «sacro y gran concilio ecuménico», mejorando la expresión nicena original de «sacro y grande».
«Ecuménico» se convirtió en un término técnico que señalaba el canon de los concilios, el cual fue confirmado por los tres encuentros sucesivos: Constantinopla II y III y Nicea II, que repitieron el elenco del concilio de Calcedonia.
De los cuatro primeros concilios deducimos una conclusión interesante. El cristianismo occidental ha sido tan dogmático como el oriental, pero no se ha visto enredado en tantas sutilezas teológicas y filosóficas. Por esta razón, aunque el pontificado se encontró a menudo, y bien a su pesar, envuelto en las trampas teológicas orientales, el pueblo cristiano occidental no se vio tan involucrado en las querellas de sus primos orientales.
Concilio de Constantinopla II (553)
Se explica la celebración de este concilio debido a la embarullada situación en la que se encontraba el cristianismo oriental. Por razones políticas, es decir, de cohesión de un imperio muy dividido por cuestiones nacionalistas y religiosas, el emperador Justiniano pretendió una quimera: la conciliación de la ortodoxia y la herejía. El método resultó tortuoso y absolutamente ineficaz: condenó con un documento solemne («Tres capítulos») los escritos de tres teólogos del siglo anterior (Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro e Ibas de Edesa), dudosos en la ortodoxia de algunas de sus afirmaciones pero que habían muerto en paz con la Iglesia. Con ingenuidad sorprendente pensó que con esta medida de apaño apaciguaría a los monofisitas, quienes, por otra parte, contaban con la ayuda oculta de la intrigante emperatriz Teodora. El papa Vigilio, que se encontraba en Constantinopla muy a su pesar, dudó sobre la oportunidad y la justicia de esta medida, pero se movió de manera desordenada, en función de las presiones, coacciones y chantajes imperiales o de los consejos, no siempre coherentes, de sus asesores.
Contando con la aprobación del papa, Justiniano convocó un concilio en su capital al que asistieron 150 obispos, casi todos orientales. En esta reunión se aceptó sin reserva cuanto se había decidido en Calcedonia, al tiempo que condenaba con más o menos convicción a los tres autores mencionados en los «Tres capítulos», que habían sido favorables a Calcedonia. Vigilio pretendió la asistencia de un número igual de obispos occidentales y orientales. Al no conseguirlo, se negó a asistir él mismo, y además, apoyado por quince obispos occidentales, rechazó en principio la condena conciliar. Al final, convencido de que lo sustancial estaba a salvo y careciendo de entrañas de mártir, se sumó a la condena ya aprobada.
La aceptación de este concilio resultó muy difícil en Occidente a causa de la condena de los «Tres capítulos» y del modo como se había desarrollado. Al tiempo que se veneraban los cuatro primeros concilios por haber formulado la fe, el quinto fue aceptado con poca prisa y sólo en cuanto era considerado fiel a los cuatro primeros. Isidoro de Sevilla es quien compara estos cuatro primeros concilios a los cuatro ríos del Paraíso, pero no habla del quinto. En efecto, en Occidente habrá que esperar al siglo VII para que se aceptara con normalidad el II concilio de Constantinopla.
Concilio de Constantinopla III (680)
Tras el arrianismo, condenado en Nicea, y el monofisismo, condenado en Calcedonia, una tercera herejía, el monotelismo, fue la causa de la convocatoria del sexto concilio ecuménico. Aunque los emperadores sucesores de Justiniano no poseían su pasión por la teología, fue una vez más el deseo de conseguir la adhesión de los monofisitas la causa de esta nueva controversia teológica. Ya que no se podía hablar de una sola naturaleza en Cristo, el patriarca Sergio de Constantinopla habló de una sola energía y una sola voluntad divino-humana. En Cristo se unían dos naturalezas, pero —afirmaba Sergio— sería inconcebible considerar la presencia de dos energías y dos voluntades que podían resultar contradictorias.
El imperio oriental se encontraba en graves apuros a causa de los invasores avaros y árabes que, poco a poco, conquistaban territorios pertenecientes al Imperio. Tanto por motivos nacionalistas como religiosos algunos pueblos ayudaban a los árabes con el fin de liberarse de la sujeción bizantina. Los emperadores eran conscientes de que las divisiones existentes en la doctrina cristológica favorecían la angustiosa debilidad en que se encontraban sus defensas. De ahí sus desesperados esfuerzos por encontrar una solución teológica.
El papa Martín I, en una situación bien distinta, reunió en Letrán (649) a quinientos obispos occidentales. En este sínodo se renovaron las fórmulas de Calcedonia, completadas con la afirmación de las dos voluntades y las dos operaciones, divinas y humanas, que correspondían a las dos naturalezas de Cristo. Martín pagó con el exilio y la muerte su atrevimiento, pero la doctrina había sido clarificada y confirmada.
En Constantinopla, tras crisis y cambios contradictorios, Constantino IV, que aspiraba a repetir las glorias de Justiniano, decidió imponer la doctrina ortodoxa y escribió al papa pidiéndole el envío de una delegación de obispos. El tercer concilio de Constantinopla, en el que participaron entre 43 y 174 obispos según las sesiones, se reunió desde noviembre de 680 hasta el 16 de septiembre del 681, con la asistencia relevante de los legados papales y bajo la presidencia del emperador. Fue Constantino IV el primer emperador en firmar las decisiones conciliares.
En la última sesión se aprobó una profesión de fe, acorde con los cinco primeros concilios, en la que aparece la doctrina de las dos voluntades y las dos energías de Cristo, al tiempo que se condenaban las herejías del monotelismo y monoenergenismo.
Parecía que la paz estaba al alcance de la mano, aunque Alejandría y Jerusalén habían caído ya en manos de los mahometanos. Sin embargo, la creencia oriental de que se podía encontrar en la teología lo que sólo la política y la capacidad de defensa eran capaces de conseguir permaneció activa.
Concilio de Nicea II (787)
El siglo IV se caracterizó doctrinalmente por la controversia arriana, el V por el monofisismo, el VI por el tema de los «Tres Capítulos» y el VII por el monotelismo. En el siglo VIII problemas menos sutiles, pero más cercanos al día a día de los cristianos, suscitarán pasiones que conmoverán a los orientales. El culto de las imágenes piadosas fue la causa de una crisis que golpeó al Imperio durante un largo siglo y que desembocó en el séptimo concilio ecuménico.
Todo comenzó con el emperador León III El Isaúrico, miembro de una nueva familia imperial cuyo único timbre de «gloria» consistirá en lograr el debilitamiento del Estado por motivos incomprensibles. León III comenzó atacando las imágenes y terminó prohibiéndolas por un edicto sinodal en 730. El «iconoclasmo» o doctrina destructora de las imágenes tiene que ver con la prohibición del Éxodo y del Deuteronomio respecto a representar con imágenes a los seres del cielo y de la tierra. Se relaciona, por tanto, con la creencia de judíos y musulmanes de que la imagen de Dios no debe ser representada, pero también con la costumbre pagana de adorar ídolos, con las dudas de algunos cristianos sobre el mismo tema y, también, con el poder y el influjo excesivo de los monjes en la sociedad bizantina.
No se sabe muy bien cuáles fueron las causas inmediatas de esta sorprendente actuación: la búsqueda de un cristianismo purificado ante las exageraciones idolátricas de no pocos devotos o el deseo de atraerse a los mahometanos en un momento en el que éstos y los búlgaros debilitaban la capacidad defensiva del Imperio, ocupándolo en buena parte.
Al año siguiente el papa Gregorio III reunió un concilio en Roma (731) en el que se condenaron las pretensiones del emperador que «despreciaban una antigua tradición eclesial». Constantino V (740-775), sucesor de León III, reunió a su vez un concilio iconoclasta cerca de Calcedonia (754), donde forzó la prohibición de la fabricación y el culto a las imágenes por ser actos idolátricos penados con la excomunión. A continuación persiguió con crueldad desconcertante a cuantos mostraron su desacuerdo.
Tras su muerte, su hijo León IV y su esposa Irene abandonaron la política iconoclasta y propusieron al papa convocar un concilio que restableciese la ortodoxia y la unión con Roma. Este concilio se celebró en Nicea en septiembre y octubre del año 787.Tras un repaso detenido a los testimonios de la Escritura y de los Padres y a la tradición eclesiástica, con la ayuda del pensamiento teológico madurado durante los años de persecución el concilio aprobó la tradicional veneración a las imágenes con un culto relativo, explicando que habían sido construidas en nombre de Cristo y de la Madre de Dios, de los ángeles y los santos. Se reservó, como de hecho siempre se había practicado, la adoración y la fe sólo para Dios.
En la penúltima sesión los obispos formularon la doctrina de la Iglesia sobre las imágenes: «Las representaciones de la cruz y de las santas imágenes, pintadas, esculpidas o de cualquier materia, deben hacerse en vasos, en los hábitos, en los muros, en los caminos y en las casas. Por estas imágenes nosotros llegamos a Jesucristo, a su Madre inmaculada, a los ángeles y a todos los santos. Mirándoles, el espectador se acordará del que está representado, se esforzará por imitarle, se sentirá llamado a mostrarle respeto y veneración, aunque sin adorarle, porque esto sólo conviene a Dios. Pero ofrecerá a estas imágenes, en signo de veneración, incienso y luminarias, tal como se practica con la imagen de la cruz, de los Evangelios y los vasos sagrados.»
En su última sesión el concilio adoptó veintidós cánones relacionados sobre todo con la vida y la actuación del clero, y que hacían referencia a abusos recientes o a consecuencias negativas de la brutal persecución iconoclasta.
Más de trescientos obispos, con los legados papales en primer lugar, firmaron las actas. El cronista Teófanes concluye su relación: «Nada nuevo se ha enseñado; sólo se reafirmaron con contundencia las enseñanzas de los santos y beatos Padres y se rechazó la herejía. […] Ahora reinará la paz en la Iglesia de Dios, aunque el enemigo no cesará de sembrar la cizaña por medio de sus cómplices. Sin embargo, la Iglesia de Dios vence siempre, aunque no deje de ser combatida.» También se aprobó una noción sana del culto atribuido a los santos, alejada de un rigorismo espiritualista y de una idolatría supersticiosa, aunque la práctica de la religiosidad popular a lo largo de los siglos ha mantenido, con frecuencia, características poco sanas y poco ortodoxas.
Concilio de Constantinopla IV (869-870)
Curiosamente este octavo concilio ecuménico reconocido por Occidente no es reconocido por los ortodoxos, aunque se celebró en su capital y sólo contó con la asistencia de obispos ortodoxos. Es un caso ejemplar de cómo para que un concilio sea considerado ecuménico debe ser reconocido como tal por el conjunto de la Iglesia.
El emperador Miguel III, por motivos ni claros ni aceptables, obligó a dimitir al patriarca Ignacio y puso en su lugar al inteligente e intrigante Focio, un laico miembro de la burocracia imperial. El papa Nicolás I, en Roma, rehabilitó a Ignacio y excomulgó a Focio, pero éste, a su vez, excomulgó al papa, iniciándose así un cisma entre las dos Iglesias.
La accesión de Basilio I al trono imperial cambió la situación. Depuso a Focio, colocó en su puesto a Ignacio y propuso al papa Adriano II la celebración de un concilio que fuese capaz de juzgar la situación y lograr la unidad perdida. El papa aceptó la propuesta y envió tres delegados para que lo representasen en la próxima asamblea.
El concilio se celebró entre el 9 de septiembre de 869 y el 28 de febrero de 870. El ambiente estaba cargado de recelos mutuos. El emperador deseaba la superación de las divisiones existentes y favoreció la distensión, pero los legados romanos insistieron en la condena de Focio y sus numerosos seguidores. En diez sesiones condenó a Focio y aprobó veintisiete cánones disciplinares. El número de los obispos asistentes varió según las sesiones, desde la casi inasistencia en los primeros días hasta lograr en la última sesión la participación de unos cien, pocos de todas formas para lo que resultaba habitual en estas reuniones.
A la muerte del patriarca Ignacio, en 877, Focio fue reinstalado en la sede patriarcal. En un concilio celebrado en Constantinopla en presencia de los legados del papa Juan VIII se retiró el anatema pronunciado contra él en 870. El papa ratificó estas decisiones, aunque con reservas. De hecho, en la Iglesia católica sólo quedó memoria del primer concilio y no del segundo, y desde el siglo XII lo considera ecuménico, mientras que la Iglesia ortodoxa ha reconocido como ecuménico sólo el segundo, aunque con tales reticencias que ella misma lo tiene por dudoso. En cualquier caso, no pocos teólogos modernos consideran que ninguno de los dos es ecuménico.
Los concilios medievales
Tras siglos de vida difícil, poco edificante y «oscura» del papado, poco a poco el deseo y la aplicación de la reforma organizativa y de costumbres desembocó en una Iglesia más purificada, creativa y emprendedora. Mientras tanto se había consumado la ruptura entre las dos Iglesias de Oriente y Occidente, en 1054. En la Europa occidental, en trance de renacer cultural y políticamente, se celebraron numerosos sínodos y concilios, aunque sólo unos pocos serán considerados y recibidos como ecuménicos, sobre todo a partir de la obra del cardenal Belarmino (1586).Todos los obispos participantes fueron de rito latino y en lugar del emperador fue el papa quien los convocó y presidió. Con más propiedad podríamos decir que fueron sínodos papales que adquirieron relevancia general a medida que la autoridad de los papas fue aceptándose e imponiéndose en Occidente. Todavía hoy no pocos teólogos hacen una distinción neta entre los siete primeros concilios recibidos por todos los cristianos y los posteriores concilios generales de la Iglesia católica. En cualquier caso, fueron los concilios más importantes de los celebrados en la Iglesia occidental, que agrupaba a la mayor parte de los cristianos.
Concilio de Letrán I (1123)
Calixto II (1119-1124), tras el concordato de Worms que, aparentemente al menos, ponía término a la prolongada lucha de las investiduras entre el papado y el Imperio, quiso que fuera un concilio general el que confirmara la paz conseguida y los términos pactados.
En estos concilios medievales encontramos tres temas siempre preocupantes en aquellos tiempos: la libertad de la Iglesia respecto a la opresión de los laicos, la purificación de las costumbres del clero y el restablecimiento de la disciplina y la autoridad eclesiales. Se trataba, en efecto, de una Iglesia mundanizada, ignorante, descontrolada y excesivamente sujeta a la voluntad de los señores laicos.
Enrique V accedió en el concordato de Worms a renunciar a la investidura de los obispos y abades con la cruz y el anillo y a permitir que fueran elegidos libremente según las costumbres tradicionales. El papa, por su parte, admitió la presencia de un delegado del emperador en las elecciones y que éste invistiera al nuevo elegido con los bienes y poderes políticos anejos a su función episcopal. Se trataba, en realidad, de distinguir con claridad las funciones eclesiásticas de las políticas en los obispos.
El primer concilio lateranense, compuesto por unos trescientos obispos, ratificó solemnemente el tratado, que fue depositado en los archivos de la Iglesia romana. A continuación aprobaron una serie de cánones que condenaban la simonía, el concubinato de los clérigos y la usurpación, por parte de los laicos, de los bienes y las funciones eclesiásticas. Otro canon proclamaba la indulgencia plenaria para los cruzados. Llama la atención el canon que prohíbe y condena la práctica de provocar incendios con el fin de aumentar las tierras de cultivo.
No resultó, ciertamente, un concilio trascendental, pero tuvo gran relieve e importancia porque con él se reanudaba un instrumento esencial en la vida de la Iglesia.
Concilio de Letrán II (1139)
El segundo concilio de este nombre tuvo como objetivo solucionar las consecuencias de un largo cisma y, al mismo tiempo, satisfacer el ego de Inocencio II, el papa que salió triunfante del enfrentamiento.
Al morir Honorio II (1130), dieciséis cardenales se reunieron con precipitación y alevosía y eligieron papa al candidato de la poderosa familia Frangipani, quien tomó el nombre de Inocencio II. Poco después, veinte cardenales descontentos con el proceder de los anteriores y con el nuevo papa eligieron a Anacleto II. Éste dominó Roma durante sus ocho años de pontificado y contó con el respaldo del normando rey de Sicilia Roger II, pero Inocencio II contó con el impagable apoyo de san Bernardo, que con entusiasmo incansable fue convenciendo a reyes y obispos de que el papa legítimo era Inocencio.
A la muerte de Anacleto, Inocencio, que finalmente pudo ocupar Roma, invitó a los obispos a un sínodo plenario. Más de quinientos obispos provenientes de todos los países de Occidente se reunieron en Letrán durante el mes de abril de 1139. Inocencio actuó con dureza y con ánimo de venganza, destituyó a todos los partidarios de Anacleto e impuso inflexiblemente sus criterios. En cualquier caso, iniciaba en la Iglesia una nueva época de unidad y paz.
Solucionado este tema, el concilio se aplicó a elaborar y aprobar cánones que ayudaron a imponer la disciplina eclesial. Condenaron como herejes a Pedro de Bruys, quien rechazaba la eucaristía, el bautismo de los niños, el sacerdocio y el matrimonio, y al canónigo Arnaldo de Brescia, que fue condenado al silencio por sus virulentas prédicas contra las riquezas. Se prohibió a los monjes y canónigos el estudio del derecho y de la medicina, y la ordenación sacerdotal de los hijos de sacerdotes.
Concilio de Letrán III (1179)
Alejandro III convocó este concilio para celebrar el fin del cisma provocado por el brillante y dominador Federico Barbarroja al elegir y sostener a tres antipapas sucesivamente en su oposición frontal al papa verdadero. Después de dieciocho años de decidido enfrentamiento, Barbarroja reconoció a Alejandro y abandonó a su suerte a Calixto III, el último antipapa. El nuevo concilio confirmaba la fortaleza del papado y tendría como objetivo sanar las heridas del prolongado cisma.
Más de trescientos obispos, de los cuales dieciocho eran hispanos, se reunieron en Letrán y aprobaron veintisiete capítulos. Algunos tuvieron como objetivo el que no se repitiera la situación anterior, determinando que para la elección válida de un papa era necesario contar con una mayoría de dos tercios de los votantes. Esto, además, reforzaba el prestigio del elegido. Se exigía para la elección de un obispo la edad mínima de treinta años, afirmándose con autoridad que eran los canónigos de la catedral quienes lo designaban. También se prohibía acumular beneficios, y se determinaba que en cada catedral un maestro enseñaría a los niños pobres. Los herejes cátaros fueron condenados.
El concilio condenó a los seguidores de Pedro Valdo, quienes acudieron al aula conciliar con el fin de que fueran aprobadas su traducción de la Escritura a la lengua vulgar y su práctica de radicalismo evangélico expresada con la máxima «Seguir desnudos a Cristo desnudo». Esta condena manifestó la poca estima que la burocracia eclesial sentía por tales grupos cristianos.
Concilio de Letrán IV (1215)
Inocencio III, uno de los grandes papas medievales, convocó un concilio «conforme a la antigua costumbre de los Santos Padres» con el fin «de liberar la Tierra Santa y reformar la Iglesia Universal, extirpar los vicios y favorecer la virtud, corregir los abusos y reformar las costumbres, eliminar las herejías y reforzar la fe, solucionar las discordias y establecer la paz, eliminar las opresiones y favorecer la libertad». Para ello invitó a todos los obispos, abades y reyes, tanto de Oriente como de Occidente, y la respuesta fue satisfactoria, si bien sólo Occidente fue representado. En total 412 obispos, más de 800 abades y representantes del emperador, reyes y ciudades participaron en el evento. Setenta cánones disciplinares y dogmáticos y un decreto sobre la cruzada fueron los frutos de un concilio que había sido bien preparado a lo largo de dos años y que actuó con realismo y espíritu pragmático.
La primera preocupación fue la lucha contra la herejía maniquea de los cátaros, muy extendida en el Mediodía francés. En este momento se estableció el tribunal de la Inquisición. La cruzada contra los herejes recibió los mismos privilegios que la de los infieles.
El canon 21 estableció que todos los cristianos debían confesarse y comulgar al menos una vez al año, disciplina que ha llegado hasta nosotros: «Todo fiel, de uno y otro sexo, cuando alcance la edad de la razón, confiese lealmente todos sus pecados al propio párroco al menos una vez al año, y cumpla la penitencia que le haya sido impuesta según sus posibilidades; reciba con reverencia, al menos en Pascua, el sacramento de la Eucaristía, a menos que, aconsejado por su propio párroco por motivos razonables, crea que sea oportuno abstenerse durante un cierto tiempo. A quien no lo cumpla se le niegue el acceso a la Iglesia mientras viva y la sepultura cristiana a su muerte.»
Se prohibió la predicación a quien no tuviera licencia del obispo o del papa; se renovaron los cánones de los concilios anteriores contra la simonía y el matrimonio de los clérigos; se legisló sobre las vestiduras y las ocupaciones prohibidas a los clérigos, sobre las condiciones de la liturgia, la limpieza de las iglesias y la dignidad de los sacramentos; se señaló la obligación de celebrar un sínodo provincial cada año; se reguló la veneración de las reliquias; y se estableció que ninguna diócesis debía permanecer sin pastor más de tres meses. Prohibió también la creación de nuevas órdenes religiosas. Éstos y otros cánones tuvieron como propósito purificar la vida religiosa, reformar el clero e interiorizar las prácticas piadosas de los fieles.
Finalmente, a pesar del escándalo producido por la toma de Constantinopla por parte de los cruzados (1203), el concilio proclamó la necesidad de una quinta cruzada y organizó el procedimiento para su éxito: la predicación, la participación de los fieles, tanto personal como con limosnas, y la construcción de nuevos barcos.
A diferencia de los concilios de la antigüedad, que se centraban en los temas doctrinales, el cuarto lateranense volcó su atención en los aspectos disciplinares. Esto no significaba que los medievales no gustaran de la doctrina, sino que ésta era estudiada y discutida con pasión en las universidades.
Concilio de Lyon (1245)
El papado y el Imperio se encontraban, una vez más, enfrentados a muerte. Gregorio IX quiso convocar un concilio para condenar solemnemente al emperador, a quien había excomulgado en 1240, pero Federico II, como respuesta, aprisionó a más de cien obispos que se dirigían en barco a Roma. Tras un prolongado cónclave, el nuevo papa Inocencio IV huyó de incógnito de la ciudad y se refugió en Lyon. Desde allí convocó un concilio.
Unos 150 obispos, mayoritariamente españoles y franceses, aunque también italianos e ingleses, acudieron a la llamada. Los alemanes fueron retenidos por el emperador y los húngaros no acudieron porque su país estaba ocupado por los tártaros. Todo el contexto de la reunión resultó demasiado político, de forma que sus resultados poco tienen que ver con la historia religiosa del cristianismo.
En la sesión inaugural el papa habló de los cinco pesares que le afligían: los pecados del clero, la pérdida de Jerusalén, las tribulaciones del Imperio Latino de Constantinopla, la irrupción de los bárbaros en Europa y, finalmente, la persecución del emperador Federico II a la Iglesia. En realidad, éste era el argumento principal, la razón de ser del concilio. El papa acusó al emperador de herejía, de violación de los pactos y de la palabra dada. Federico fue depuesto como emperador y como rey de Alemania. Esta solemne deposición, aunque daba la impresión de que el papa era el señor del mundo, no tuvo consecuencias prácticas y Federico siguió reinando hasta que murió un año más tarde. La guerra fratricida debilitó a ambos contendientes.
Las veintidós decisiones conciliares posteriores no fueron novedosas y se referían a aspectos canónicos de organización menuda eclesial.
Concilio de Lyon II (1274)
Se le llama el «concilio de la unión» porque aparentemente consiguió la reconciliación entre las Iglesias oriental y occidental. Todo parecía favorecer la unión en aquellos tiempos difíciles, sobre todo para los orientales, pero la realidad resultó más tozuda de lo que parecía a primera vista.
Tras tres años de sede vacante los cardenales eligieron a Teobaldo Visconti, quien se encontraba en Tierra Santa y es conocido como Gregorio X. Muy sensible al problema de la desunión de las Iglesias, convocó un concilio al que invitó a los orientales. El emperador Miguel Paleólogo, por su parte, muy preocupado por la situación del Imperio, reducido a su mínima expresión y amenazado por los musulmanes siempre al acecho, envió una delegación con algunos obispos y funcionarios imperiales.
Asistieron unos doscientos obispos de diversos países europeos, entre los que se encontraban unos veinte hispanos, una importante delegación griega y enviados mongoles y persas. A este concilio tenía que haber asistido Tomás de Aquino, pero murió cuando se encontraba en camino. Un día antes de la clausura murió su presidente e inspirador, Buenaventura.
Gregorio X enunció el primer día los objetivos del concilio: la reconquista de Tierra Santa, la unión con los griegos y la reforma de la Iglesia. Sin afrontar a fondo y con coraje las causas reales de la separación, la delegación bizantina, siguiendo instrucciones imperiales, aprobó una profesión de fe en la que se aceptaba la primacía del papa, la fórmula latina sobre la procesión del Espíritu Santo, la doctrina sobre el purgatorio y el número de siete sacramentos.
Parecía, pues, que el concilio había logrado el más ambicionado propósito: la unión entre Roma y Constantinopla y la convergencia de sus teologías. En realidad la Iglesia ortodoxa, traumatizada por la violenta toma de Constantinopla por los miembros de la cuarta cruzada, no se sintió representada por la delegación imperial y todo siguió como antes.
En la quinta sesión se aprobó una ley sobre la elección papal que, en lo esencial, sigue en vigor. Diez días después de la muerte del papa los cardenales debían reunirse estrictamente segregados del mundo externo con el fin de elegir al sucesor sin interferencias de ninguna clase. Si no fueran capaces de lograrlo en tres días, el régimen alimenticio comenzaría a endurecerse drásticamente y tras cinco días los cardenales tendrían a su disposición sólo pan y agua. Durante la celebración del cónclave perdían, además, sus ingresos económicos.
Se promulgaron treinta y un cánones sobre las elecciones de los eclesiásticos, las condiciones para lograr puestos y beneficios, y la exención de franciscanos y dominicos. Todo el desarrollo del concilio resultó solemne, y más de mil personas participaron en los diversos actos según sus rangos.
Los tres concilios del siglo XIII confirman una evolución imparable del poder pontificio. El papa reina como maestro absoluto sobre la Iglesia y estas asambleas demuestran tal dominio. Hay poca colegialidad y escasa participación efectiva de los obispos en estos concilios, que funcionan sobre todo como cámaras de confirmación y registro de las constituciones pontificias. Es decir, se transforman en decretos conciliares que poco después serán integrados en el derecho canónico y enviados a las universidades.
Concilio de Vienne (1311-1312)
El interesante pero convulso pontificado de Bonifacio VIII señaló el ápice de las pretensiones pontificias y el inicio de su redimensionamiento. El nacionalismo emergente, la autoconciencia de los reyes de su poder autónomo y el progresivo rechazo de las pretensiones de poder universal de los papas dio lugar a una nueva época histórica. La dramática muerte de este papa dio alas a la ambición sin medida de su contrincante, Felipe el Hermoso de Francia. La elección de un papa francés, que decidió establecer su residencia en Avignon y su región, dio más posibilidades de influjo a este soberano.
Necesitado de dinero, Felipe decidió quedarse con los enormes caudales de los templarios, orden militar de gloriosa historia en Tierra Santa, pero sin objetivos precisos una vez reconquistada por los musulmanes. Para conseguir su propósito el rey encarceló con nocturnidad y alevosía a todos los templarios franceses y requisó sus bienes, acusándoles de toda clase de monstruosidades y despropósitos. Para lograr la preceptiva autorización del papa le chantajeó con la pretensión de condenar en juicio solemne al difunto Bonifacio VIII por hereje, inmoral y brujo.
Clemente V, que no sabía qué hacer, convocó un concilio en la pequeña ciudad de Vienne, con un triple objetivo: el asunto de los templarios, la reconquista de Tierra Santa y la reforma de la Iglesia. Aunque no se invitó a todos los obispos, como era tradicional, sino que se eligió a algunos de cada país, bastantes invitados no acudieron. Asistieron en total 20 cardenales, 4 patriarcas, 29 arzobispos, 79 obispos y 38 abades.
A pesar de que la razón desencadenante del concilio había sido el proceso a los templarios y de que con tal motivo se había constituido una comisión conciliar con la tarea de estudiar el tema, Clemente decidió por propia autoridad no juzgar ni condenar, sino simplemente suprimir la orden de los templarios: «Recordando que en otras ocasiones, incluso sin culpa de los religiosos, la Iglesia romana ha suprimido órdenes de mayor importancia por motivos incomparablemente más modestos de los señalados, nos abolimos no sin amargura y con profundo dolor, no en virtud de una sentencia judicial, sino a modo de decisión u ordenanza apostólica, la susodicha orden de los templarios […] con el asentimiento del santo concilio.» Sus bienes fueron entregados a la orden de los hospitalarios.
No cabe duda de que se trató de un caso vergonzoso en el que la debilidad de los obispos ante el papa y de éste ante el rey francés resultó tan bochornosa como la prepotencia y desvergüenza del rey Felipe.
El concilio trató también algunos temas que preocupaban a los obispos: los enfrentamientos entre los franciscanos con motivo de la observancia de la pobreza, el tema de la exención de los religiosos (es decir, su autonomía con relación a los obispos) y los procedimientos impropios de algunos inquisidores. El mallorquín Ramón Llull convenció al concilio de la necesidad de que las universidades enseñasen árabe, griego y hebreo con el fin de favorecer la tarea de los misioneros en sus discusiones teológicas de tipo racional con los infieles. Se trataba en realidad de la percepción de que había acabado una época fundada en la fuerza y comenzaba otra que hoy podemos considerar más humanista.
Este concilio se celebró en el límite de dos mentalidades: la medieval, que declinaba aceleradamente, y la humanista-renacentista, que daba sus primeros pasos.
Concilio de Constanza (1414-1418)
La tarea del concilio de Constanza consistió en restablecer la unidad de la Iglesia, rota desde hacía treinta y cinco años, a causa de que convivían primero dos papas y luego tres, con sus correspondientes curias y cardenales, y cada uno de ellos se proclamaba como verdadero.
La división databa de 1378, cuando a la muerte de Gregorio XI, que había fijado de nuevo la residencia papal en Roma, los cardenales eligieron, en condiciones problemáticas, a Urbano VI. Cinco meses más tarde una parte de los cardenales, declarando nula la elección de Urbano por la coacción a la que habían sido sometidos por el pueblo romano, eligieron al francés Clemente VII, quien ante la imposibilidad de conquistar Roma decidió regresar a Avignon.
Los dos papas se consideraron legítimos y el mundo cristiano se dividió en dos obediencias. Todas las tentativas para poner fin a la escisión chocaron con la nula voluntad de los respectivos papas a ceder su puesto por el bien de la Iglesia. Un grupo de cardenales de Roma y Avignon convocaron un concilio en la ciudad de Pisa con el fin de buscar una solución. El concilio depuso a ambos papas y eligió a Alejandro V, a quien sucedió, una vez muerto, Juan XXIII. Así que en lugar de dos, la cristiandad contaba con tres papas.
El rey alemán Segismundo, poco antes de ser elegido emperador, tomó las riendas del asunto, obligó a Juan XXIII a convocar un concilio en Constanza y convenció a los reyes cristianos de la necesidad de enviar sus delegaciones a una reunión que se presumía definitiva. En la ciudad suiza fueron reuniéndose las numerosas comitivas hasta tal punto que se considera que asistieron al evento entre 16.000 y 20.000 personas de toda clase y condición. En su momento de plenitud el concilio contó con 29 cardenales, 33 arzobispos, 155 obispos, más de 100 abades y 300 doctores.
A medida que se desarrollaban las sesiones, Juan XXIII fue dándose cuenta de que no contaba con el apoyo de la asamblea, por lo que, en un momento favorable, huyó disfrazado de la ciudad con el respaldo del duque Federico de Austria. Había considerado que el concilio, al quedar sin cabeza, se disgregaría, pero ocurrió lo contrario: ante una situación tan comprometida el concilio —con el eficaz apoyo del emperador— se reafirmó y declaró en el solemne documento Haec Sancta que representaba a toda la Iglesia, que recibía su poder directamente de Cristo y que, por consiguiente, todo cristiano de cualquier condición y dignidad, incluida la papal, estaba obligado a obedecerle en cuanto se relacionara con la fe, la superación del cisma y la reforma general tanto en la cabeza como en los miembros de la Iglesia de Dios. Este documento ha sido uno de los más revolucionarios de la historia del cristianismo y constituyó una frontera nítida entre el mundo medieval y el moderno.
Crecido con esta convicción, el concilio comenzó a gobernar directamente la Iglesia, destituyó a Juan XXIII, aceptó la renuncia del papa romano Gregorio XII y finalmente, tras inútiles y agotadoras discusiones, depuso a Benedicto XIII, el papa aragonés.
Ésta fue la primera y última vez que la Iglesia se gobernó por un concilio que asumió conscientemente esa función. Pensó en reformar directa y radicalmente la Iglesia, y habría sido bueno y necesario, pero prevaleció la opinión de lo políticamente correcto, por lo que la mayoría decidió elegir primero al papa. Un colegio elector compuesto por 23 cardenales y 30 representantes del concilio eligió a Martín V. Papa y concilio siguieron actuando al unísono durante cinco meses, pero en realidad no se produjo la reforma deseada, sobre todo por divisiones internas de los más radicales, ni se tomaron importantes decisiones. Tal vez lo más interesante fue el compromiso de convocar un concilio a los cinco años, un segundo a los siete y después cada diez años, convirtiéndose así el sistema conciliar en una instancia de control del papado. Se trataba de una decisión prometedora, pero que no llegó a establecerse como norma eclesial.
El concilio también condenó a la hoguera al popular reformador checo Juan Hus, acusado de herejía, y el papa firmó concordatos con algunas naciones sobre aspectos disciplinares. Era algo que había defendido la mayoría reformista, y así se regulaban además algunos puntos conflictivos en las relaciones de estos países con la Iglesia.
No cabe duda de que el concilio de Constanza había logrado su objetivo, la unidad de la Iglesia bajo un papa legítimo, pero resulta fácil comprender que, tras su clausura, muchos obispos y teólogos volvieron a sus casas con el convencimiento de que en la Iglesia el supremo poder residía en el concilio, verdadera representación de la Iglesia universal.
Concilio de Basilea-Ferrara-Florencia (1431-1442)
Fue un concilio complicado y múltiple en el que reapareció con inusitada acritud el enfrentamiento entre papado y concilio, consecuencia de doctrinas anteriores radicalizadas y del carácter dubitativo del papa.
Martín V convocó el concilio en Basilea para 1431, pero murió antes de que se celebrara la reunión. Su sucesor, Eugenio IV, nada entusiasmado con la idea, confirmó la convocatoria, pero se encontró con la sorpresa de que el día de la apertura oficial no estaba presente ningún obispo. Aprovechándose de esa anómala situación, que se prolongó durante unos meses, disolvió el concilio a finales del año.
La reacción eclesial fue clamorosa e inesperada. Parecía que, de repente, todos deseaban el concilio. Los obispos fueron llegando poco a poco y, sobre todo, se multiplicó la presencia de embajadores, doctores y clérigos. Actuando de modo asambleario y radical, apoyado por la opinión general de los cristianos, el concilio declaró su supremacía en los asuntos eclesiásticos y comenzó a legislar y gobernar de forma autónoma, sin que faltasen las decisiones reformadoras que tanto necesitaba la Iglesia.
Presionado por el emperador, por numerosos obispos y por las defecciones cada día más numerosas, Eugenio IV dio marcha atrás, revocó la bula de disolución y afirmó la legitimidad de la asamblea de Basilea, con lo que ofreció al concilio una victoria aplastante. Sin embargo, las relaciones entre papa y concilio no variaron ni mejoraron, porque la inmensa mayoría de los asistentes, doctores con voto, se había acostumbrado a actuar sin cortapisas. El papa, por su parte, no podía aceptar la situación cada día más radicalizada de un concilio muy poco tradicional en su composición y en sus pretensiones.
Como anécdota cabe destacar que este concilio reconoció el señorío de la monarquía castellana sobre las islas Canarias.
En 1437 se produjo la crisis definitiva. El emperador de Constantinopla, Juan VIII Paleólogo, un personaje trágico, estaba convencido de que su imperio, rodeado por los turcos y a la sazón reducido a poco más que la propia ciudad de Constantinopla, estaba irremisiblemente condenado. Incluso de no ser así precisaba de un milagro para salvarse, y tal milagro sólo podría producirse si toda la Europa cristiana se unía en una unánime y desinteresada expedición de rescate. Semejante empresa sólo podía ser convocada por el papa, y para lograrlo estaba dispuesto a someter su imperio a la supremacía papal. Por otra parte, todos eran conscientes de que para conseguir la unión resultaba necesario un concilio.
Los intransigentes participantes del concilio de Basilea ansiaban relacionarse directamente con el emperador bizantino y propusieron esta ciudad o Avignon como sede del concilio unitario, pero el papa insistió en una ciudad italiana. De acuerdo con los griegos, Eugenio designó finalmente Ferrara, y el 18 de septiembre de 1437 trasladó por su propia autoridad el concilio de Basilea a dicha ciudad. La mayoría de los componentes de la reunión original (doctores y sacerdotes, apenas había seis o siete obispos) rechazó la decisión del papa y permaneció en Basilea. Enrocados en su intransigencia, terminaron deponiendo al papa y nombrando un antipapa, Félix V, en un cónclave en el que participaba un solo cardenal. El resto de la asamblea acató el decreto de transferencia y se trasladó a Ferrara.
La reunión de Ferrara comenzó con inmejorables auspicios. El papa, con setenta obispos, y el emperador con el patriarca José de Constantinopla, los arzobispos de Éfeso, Nicea y Kiev y los representantes de los demás patriarcas, en total setecientos ortodoxos, comenzaron a discutir con pasión las doctrinas controvertidas. En el transcurso de estas reuniones el papa trasladó el concilio a Florencia, acuciado por los enormes gastos que ocasionaba la asamblea y movido por el apoyo económico que había prometido la ciudad. Finalmente, el 6 de julio de 1439 se leyó solemnemente la bula de unión que comenzaba con las palabras Laetentur coeli.
Parecía que el concilio había logrado el ansiado objetivo, pero en realidad los griegos retornaron a su país sin lograr una ayuda eficaz y sin cambiar de mentalidad, de forma que a su vuelta a Constantinopla casi todos se retractaron de sus firmas. Tanto en el segundo concilio de Lyon como en éste de Ferrara-Florencia los occidentales dudaban de los orientales, no se fiaban de ellos y de sus promesas, mientras que los ortodoxos tenían en gran desconsideración teológica y humana a los occidentales.
El concilio se disolvió sin haber reformado la Iglesia y con una idea del papado más débil aunque, personalmente, la figura de Eugenio había conseguido un prestigio antes impensable.
Concilio de Letrán V (1512-1517)
Fue un concilio no deseado ni por Julio II ni por León X. El primero se vio obligado a convocarlo con el fin de desautorizar la reunión convocada en Pisa por nueve cardenales y obispos antijulianos y protegida por el rey francés Luis XII, enfrentado con el papa por asuntos de política italiana. León X lo encontró reunido y lo mantuvo prácticamente inactivo durante unos años hasta que lo clausuró.
La asamblea de Pisa fue en todo momento un instrumento de presión de la política francesa. En ningún momento llegó a alcanzar importancia, pero se convirtió en una herramienta de chantaje en manos de Luis XII, quien lo abandonó a su suerte una vez muerto su adversario Julio II.
En toda la cristiandad habían surgidos movimientos de reforma. En diciembre de 1511 Fernando de Aragón reunió en Burgos a los obispos españoles con el fin de preparar el concilio que se había anunciado. El arzobispo de Sevilla, Diego de Deza, propuso un programa que fue aceptado por la asamblea. En él se planteaba con claridad la reforma del pontificado: no podía admitirse ninguna clase de simonía en la elección pontificia; los cardenales debían ser elegidos en función de su dignidad y ciencia personal; la Curia Romana debía ser reestructurada y sus miembros seleccionados de acuerdo con su capacidad y su vida cristiana; el concilio debía reunirse cada cinco años. El quinto concilio de Letrán no tuvo en cuenta ni estas ni otras disposiciones del programa español.
Hoy sabemos que este concilio pudo haber sido la última ocasión para prevenir la rebelión luterana. Egidio de Viterbo, general de los religiosos agustinos, dijo en el sermón de inauguración: «Los hombres deben ser transformados por las cosas santas, no las cosas santas por los hombres.» De hecho abundaron las propuestas positivas encaminadas a reformar a los hombres y las instituciones, pero los trabajos conciliares se redujeron a tomar algunas medidas de poca monta sobre la predicación, la transformación en encomienda de las abadías, la exención de los religiosos y la creación de los montes de piedad. A pesar de la poca consistencia de estas disposiciones, tampoco fueron puestas en práctica dada la indiferencia del papa, que es quien debía aplicarlas.
El 16 de marzo de 1517, el mismo año de la reforma luterana, se celebró la última sesión con el papa rodeado por 18 cardenales, 3 patriarcas, y 87 arzobispos y obispos. Demasiada tramoya para tan poco fruto.
León X no era, ciertamente, un papa reformador ni el ambiente que se respiraba en Roma favorecía la decisión de tomar las medidas necesarias para el cambio en profundidad que la situación de la Iglesia exigía. No hubo voluntad ni coraje suficiente, no quisieron ser conscientes de lo que el cristianismo estaba a punto de afrontar. De hecho, en la última sesión, León explicó por qué se clausuraba el concilio: «En diversas ocasiones los cardenales y prelados de las diversas comisiones nos han referido que ya no tenían ningún tema para discutir y examinar y que desde hacía meses ninguno había aportado nada nuevo.» Seis meses más tarde Lutero lanzaba al mundo las 95 tesis.
Concilio de Trento (1545-1563)
Todos los concilios responden a problemas eclesiales, pero en pocos la situación resultó tan dramática como en la primera mitad del siglo XVI. La predicación luterana se propagó con una velocidad sorprendente no sólo en Alemania, sino en toda Europa. En diferentes ciudades otros tantos predicadores presentaron doctrinas heterodoxas, a veces con éxito inmediato, como Calvino, Butzer, Knox y Zuinglio. En Inglaterra, por su parte, Enrique VIII se separó de Roma dando vida a la Iglesia anglicana. Daba la impresión de que el catolicismo se fragmentaba irremediablemente. De hecho, casi la mitad de los fieles se separó en diversas Iglesias o comunidades.
Resultaba necesario un concilio, pero no todos estaban entusiasmados con la idea. En un primer momento dio la impresión de que sólo Lutero deseaba la celebración del mismo, aunque con condiciones inaceptables para Roma: participarían obispos y laicos y sería completamente independiente del papa. También Carlos I de España exigió su celebración desde el primer momento por razones tanto políticas como religiosas. Resultaba evidente que la división que el luteranismo había producido en Alemania debilitaba gravemente al emperador. Por esta misma razón Francisco I de Francia ponía trabas a la convocatoria, consciente de la difícil situación por la que atravesaba su adversario. Los papas, por su parte, no estaban entusiasmados con la idea de un concilio reformador, angustiados con el recuerdo de los de Constanza y Basilea. Por su parte, Clemente VII temía el concilio por razones personales: era hijo ilegítimo y consideraba la posibilidad que los reunidos considerasen que tal razón le incapacitaba para el solio pontificio según los cánones. En cualquier caso, y de la misma manera que su tío León X, no fue consciente de la importancia y la seriedad de cuanto estaba sucediendo en Alemania. Este retraso perjudicó gravemente a la Iglesia católica.
Por una razón u otra se retrasó la celebración de un concilio que, en realidad, era imprescindible. Finalmente, Pablo III, tras poner en orden las premisas eclesiásticas, diplomáticas y políticas, convocó el concilio con la bula Dominici gregis curam, en la que se señalaban sus tres objetivos: la condena de las herejías, la reforma de la Iglesia y la paz entre los príncipes cristianos. El 13 de diciembre de 1545 se inauguró solemnemente en la ciudad imperial de Trento con la presencia de tres cardenales legados y sólo 31 obispos, la mayoría italianos.
Tenían derecho a voto los cardenales, arzobispos, obispos, los generales de las órdenes mendicantes y los abades, pero estos últimos tenían un voto cada tres. Es decir, se volvía a la fórmula de los concilios medievales, abandonando la de Constanza y Basilea, en la que los laicos tuvieron mayor protagonismo.
Decidieron tratar simultáneamente las doctrinas en litigio y la reforma eclesiástica porque, como afirmó el obispo Campeggio, «no resulta fácil afirmar si las malas costumbres y los abusos son causados por un falsa doctrina o, por el contrario, si la falsa doctrina genera costumbres corrompidas. […] Mi opinión es que habría que tratar al mismo tiempo el dogma y la reforma de las costumbres. […] Añadamos que los protestantes incluyen entre los abusos aspectos que se encuentran tan unidos a la fe y a la religión que apenas se las puede distinguir, por ejemplo los ayunos, las horas canónicas, las ceremonias, el celibato de los sacerdotes, los votos monásticos, las jurisdicciones episcopales, etc.»
Las congregaciones de teólogos y canonistas estudiaban todos los temas y daban sus opiniones y dictámenes. Los obispos se reunían en congregaciones generales, discutían con pasión y seriedad sobre esos temas ya preparados por los teólogos, y votaban las propuestas elaboradas y corregidas. Finalmente, en la catedral románica de Trento, en una solemne función litúrgica, se votaban los decretos finales con autoridad conciliar.
Fue el concilio más largo de la historia: duró dieciocho años, con frecuentes y largas interrupciones. De hecho hubo tres sesiones: la primera duró desde 1545 hasta 1549; la segunda desde abril de 1551 hasta abril de 1552; y la tercera desde enero de 1562 hasta diciembre de 1563. En esta última 199 obispos, 7 abades y 7 generales de órdenes aprobaron y firmaron todos los decretos.
En el concilio se elaboró una verdadera síntesis doctrinal sobre el pecado y la justificación, la autoridad de la Biblia y de la tradición, y el número y la doctrina de los sacramentos. En el ámbito disciplinar el principio de que la norma que debía dirigir toda actividad era la preocupación por el bien de las almas («La salvación de la almas es la ley suprema») se transformó en el elemento unificador de todas las determinaciones pastorales y reformistas. El concilio exigió a los cristianos la correspondencia entre lo que se cree y lo que se vive. Esta opción ha configurado el rostro de la Iglesia moderna.
También se decretó la institución de una cátedra de Sagrada Escritura en cada iglesia catedral y en cada parroquia; prohibió la acumulación de beneficios con cura de almas; impuso la residencia a obispos y párrocos, insistiendo en sus deberes pastorales; y dictó normas sobre la vida de los obispos y párrocos, que debía caracterizarse por la sencillez y la modestia. La figura del obispo adquirió un relieve decisivo, colocándose en el centro de la vida cristiana diocesana. Por otra parte se decretó la erección de seminarios para la formación de sacerdotes, se prescribió la obligación de celebrar en cada diócesis un sínodo cada año y un concilio provincial cada tres años, y se dieron normas precisas sobre la clausura y la observancia de los votos monásticos para los religiosos. Asimismo afirmó la sacramentalidad del matrimonio y su indisolubilidad, y declaró inválidos los matrimonios celebrados sin la presencia del párroco o su delegado y de algunos testigos.
En su última sesión encargó al papa la redacción de un elenco de libros «sospechosos o peligrosos», la publicación de un catecismo y la revisión del misal y el breviario. Estas medidas desembocaron en el «índice» de libros prohibidos para los católicos, en el Catecismo de Trento, y en el Misal romano —con los ritos conocidos como «misa tridentina»— y el Breviario romano, textos que han ejercido profunda influencia en la vida y el pensamiento de los católicos de los siglos sucesivos.
En el posconcilio tridentino se produce una situación digna de tener en cuenta. La interpretación posterior de teólogos y dignatarios eclesiásticos, que tanta incidencia ha tenido en los tres siglos siguientes, ha forzado con frecuencia el espíritu de aquel concilio con interpretaciones rígidamente unívocas y centralizadoras, basándose en una acción eclesial enérgica e inflexible. El influjo de esta interpretación ha modelado un sistema que ha dominado la vida de la Iglesia hasta nuestros días.
Concilio Vaticano I (1869-1870)
El siglo XIX resultó desconcertante y perturbador para la vida de la Iglesia. Desde la Revolución Francesa de 1789 en adelante, y de manera especial a causa de las consecuencias de la Revolución Industrial y de los cambios culturales, dio la impresión de que todas las fuerzas se habían coaligado contra ella. Se separó la Iglesia del Estado, se secularizó drásticamente la sociedad, se nacionalizaron los bienes de la Iglesia, que quedó en la pura miseria, fueron expulsadas las órdenes religiosas, el Estado se hizo cargo con exclusividad de la enseñanza y de las actividades asistenciales, y se multiplicaron los ataques a la figura de Jesús y a algunas de las doctrinas y principios fundamentales del cristianismo.
Como sucede a menudo en la historia, se perfilaron, por parte de los cristianos, dos tipos de reacción y respuesta. Por un lado encontramos una tendencia más abierta, que deseaba admitir lo bueno de los cambios introducidos y las aportaciones positivas del siglo. Por otra parte los más conservadores sospechaban invariablemente de todo cambio y subrayaban la necesidad de que la Iglesia proclamase tajantemente su mensaje con claridad y sin equívocos, considerando como inmutable todo lo relacionado con la fe.
Pío IX, que ciertamente participaba de esta tendencia, comenzó a pensar en la conveniencia de reunir un concilio que examinase y juzgase la situación. El 29 de junio de 1868 la convocatoria fue cursada a todos los obispos, abades jefes de congregaciones monásticas y superiores generales de órdenes religiosas. Se celebró solemnemente el acto de inauguración el 8 de diciembre de 1869 en la basílica del Vaticano. El concilio estaba llamado a reafirmar la doctrina católica frente a las concepciones liberales de la época y a revisar los aspectos de la legislación y de las instituciones de la Iglesia caídos en desuso.
Un total de 774 obispos de todos los continentes participaron en las sesiones aunque, obviamente, no siempre en todas. Ningún concilio anterior había tenido un carácter tan marcadamente ecuménico, aunque éste sólo representaba a la Iglesia Católica. La asamblea había sido muy bien preparada y los padres pudieron estudiar con antelación los esquemas que iban a ser estudiados y discutidos. El 24 de abril de 1870 la asamblea aprobó la constitución Dei filius, que frente a las concepciones liberales precisaba la doctrina católica con relación a Dios, a las características de la revelación divina y a las características del acto de fe. En la sesión del 18 de julio se aprobó la constitución Pastor aeternus, en la que se definía la preeminencia y la infalibilidad pontificias, considerándola como absoluta y personal, separada o distinta, es decir, que no podía identificarse con la que el Espíritu Santo presta habitualmente a toda la Iglesia. Para Manning, arzobispo de Westminster, y para muchos otros obispos, la infalibilidad papal era la ratificación necesaria y definitiva del principio autoritario, mientras que para la cultura del momento se trataba de un manifiesto desafío que se oponía con arrogancia a la totalidad del mundo moderno.
No pocos participantes y teólogos pensaron que esta última definición dejaba a los obispos en una situación de inferioridad e indefensión, y que la Iglesia quedaba como un cuerpo con una cabeza inmensa y desproporcionada. Ha sido el Vaticano II el que, de alguna manera, ha centrado y equilibrado las mutuas relaciones del papa con los obispos en la dirección y el gobierno de la Iglesia.
Puede llamar la atención que hasta 1870 no se haya considerado necesario proclamar esta definición. En realidad la historia de los papas señala la lenta pero permanente evolución del tema en este sentido. Más lenta ha sido la evolución en sentido contrario, es decir, en el del significado del episcopado. El Vaticano II ha señalado un punto de inflexión y de mayor equilibrio entre papa y obispos, todos igualmente sucesores de los apóstoles, todos responsables del gobierno pastoral de la comunidad creyente.
Los debates resultaron apasionados, concienzudos y meticulosos. La minoría consiguió matizar y mitigar el texto primitivo, a pesar de la actuación no siempre ecuánime de Pío IX. La declaración de guerra franco-prusiana y la entrada de tropas italianas en Roma el 20 de septiembre, acto que acabó con la existencia de los Estados de la Iglesia, impidieron la continuación del concilio, que quedó indefinidamente aplazado. El papa quedó sin poder político, pero pasó a controlar el cristianismo romano como nunca lo había conseguido antes.
Fue el primer concilio seguido directamente por la opinión pública gracias al telégrafo y a los periódicos, que informaron con enorme interés sobre el desarrollo de los debates. Los obispos fueron, de alguna manera, influidos o animados por sus fieles y por la opinión popular, pero en realidad su actitud fue coherente con su formación y sus opiniones previas.
Concilio Vaticano II (1962-1965)
Tras la Segunda Guerra mundial se produjo en Occidente un cambio acelerado en la técnica, en las costumbres y en las ideas. El marxismo parecía imparable, aunque iniciaba su crisis definitiva, mientras que el colonialismo dio paso a innumerables nuevas naciones independientes.
El cristianismo vivía un momento dulce de renovado prestigio, pero se multiplicaban las asechanzas, al tiempo que la sociedad se transformaba aceleradamente en costumbres y valores. Sobre todo parecía claro que muchas cosas tenían que cambiar si se aspiraba a que la nueva mentalidad siguiera anclada en la tradición católica. Resultaba evidente que, aunque se multiplicaban los parches y se modernizaban muchos aspectos, el clima general eclesiástico permanecía anclado en un pasado ya anacrónico.
Juan XXIII impulsó un cambio rotundo con su manera de vivir el cristianismo y con su manera de actuar. Tenía muchos años al ser elegido papa, pero poseía toda la frescura y la pureza del Evangelio vivido con paz y alegría. El inesperado anuncio de que iba a convocar un concilio llenó de esperanza e ilusión a los cristianos, removiendo energías profundas de los creyentes que parecían estancadas. No se trataba de condenar herejías, sino de reunirse para ver cómo estaba la Iglesia y cómo podía y debía relacionarse con el mundo.
Desde 1962 hasta 1965, durante cuatro laboriosas sesiones, tres mil obispos de todas las razas y culturas examinaron la situación, mostraron sus esperanzas y angustias y señalaron vías y modos de actuación.
Muchos obispos se encontraban, no obstante, demasiado alejados de la evolución del pensamiento contemporáneo. Esta situación se debía a varios factores. En primer lugar, una sociedad tan universal y plural como la eclesiástica manifestaba necesariamente las diferencias de cultura y de formación de las diversas Iglesias. No era pensable que las jerarquías alemana o francesa presentasen la misma sensibilidad teológica, las mismas preocupaciones e iniciativas y las mismas soluciones que los obispos de Bolivia o de Kenia. Por otra parte, debido a motivos históricos, algunos episcopados habían vivido más al margen de las preocupaciones culturales de los últimos siglos. No cabe duda, por ejemplo, de que la mayoría de los obispos de Italia o de España no habían dialogado con las grandes corrientes filosóficas o científicas contemporáneas. Además, las circunstancias político-sociales de cada país condicionaban las actitudes respectivas. El episcopado estadounidense difícilmente comprendía el rechazo de los obispos españoles hacia cuanto significase libertad de conciencia; y los hispanos veían con preocupación la inculturación practicada en algunas Iglesias. Todo esto dificultaba las relaciones mutuas y, a menudo, provocaba recelos y procesos de intenciones. Muchos obispos latinos pensaban que los centroeuropeos iban contra la tradición y constituían un peligro, y éstos miraban a aquéllos como especímenes anacrónicos poco preparados.
Ciertamente no resultó fácil el cambio, porque además la pétrea organización curial romana demostró una inercia pecaminosa y una capacidad letal de entorpecer los cambios. La mayoría episcopal era neta, pero el respeto por la minoría resultó edificante a la par que desfigurador de la realidad, y causa de documentos demasiado apañados. Durante la celebración del Vaticano I la mayoría no actuó con ese respeto con la minoría. Fueron los papas la razón de esta diferencia. Pío IX no demostró ningún respeto por la minoría, mientras que Pablo VI se esforzó hasta la extenuación para lograr la convergencia de ambas tendencias y la formación de un espíritu conciliar, aun con el peligro de desnaturalizar algunas resoluciones.
De todas maneras, leyendo las intervenciones y siguiendo el proceso de los documentos podemos averiguar con nitidez cuál era el espíritu del concilio y las diferencias reales existentes. El pueblo cristiano siguió con entusiasmo las decisiones, los cambios propuestos, la nueva imagen de Iglesia que emergía día a día.
A lo largo de las sesiones mejoró la información y los modos de comunicación. Al principio se pensó que iba a ser posible mantener el secreto de las deliberaciones y que serían suficientes unos boletines anodinos para satisfacer a la opinión pública. Pronto se descubrió que ni los obispos estaban dispuestos a una situación tan confusa ni el pueblo creyente se contentaba con una información fragmentaria, por lo que se llegó a la conclusión de que resultaba necesaria una política de puertas abiertas.
Los trabajos se desarrollaron según los métodos parlamentarios. Aunque resulta obvio que el concilio no es un parlamento representativo, tanto el clima como el método se parecían al de los parlamentos: mayorías y minorías, grupos de presión, utilización de influencias o de métodos indirectos. Nada nuevo en la historia de los concilios, a no ser el extraordinario influjo de la prensa, que se convirtió en el invitado no deseado, pero siempre presente e influyente. El concilio fue seguido día a día en el mundo entero y los obispos se vieron obligados a tener en cuenta la opinión de sus fieles para no defraudarles.
Si relacionamos y confrontamos este concilio con los anteriores quedamos sorprendidos por el talante tan diverso. Sin negar los errores y los peligros existentes en la sociedad, la mayoría no se sentía llamada a lanzar anatemas, sino que deseaba más bien entrar en diálogo con una civilización plural y descristianizada, con el fin de comprenderla e intentando hacerse comprender por ella. Pidieron los obispos una mejor organización del gobierno central de la Iglesia, que tuviera en cuenta la diversidad y, al mismo tiempo, la unidad creciente del mundo contemporáneo. Exigían una participación más efectiva del episcopado universal en la responsabilidad de toda la Iglesia. Buscaron un nuevo estilo jurídico, menos administrativo, más simple y evangélico. Es decir, no debía centrarse tanto la dirección eclesial en juzgar, señalar errores y condenar, cuanto en proponer y buscar puntos de convergencia con capacidad de liderazgo, intentando comprender las actitudes de los demás. Tras un largo periodo en el que había primado el juicio negativo sobre la sociedad moderna, se puso el énfasis en sus aspectos positivos y en cuanto pudiera servir para unir y relacionar. Trataron, también en este campo, de poner en práctica el consejo de Juan XXIII: buscar más bien lo que une que lo que separa.
Pretendieron una liturgia inteligible, que devolviera su valor auténtico de signos a los símbolos, gestos y palabras, adaptándolas a la sensibilidad del espíritu contemporáneo. Señalaron la necesidad de clarificar el lugar y la importancia del episcopado, armonizando la permanente tensión existente entre unidad y pluralidad, entre episcopado y papado, completando lo aprobado en el Vaticano I al declarar que los obispos formaban un colegio que, en cuanto tal, sucedía a los apóstoles, asumiendo la idea de que todos eran responsables de la marcha de la Iglesia. El sínodo de los obispos y las conferencias episcopales fueron dos de los frutos más interesantes de este planteamiento.
Durante muchos siglos, en la Iglesia, demasiado clericalizada, el pueblo había quedado reducido a un papel pasivo. A lo largo del siglo XX cambiaron algunos presupuestos: la Acción Católica, los movimientos especializados o la escasez de sacerdotes que obligó a los laicos, en muchos lugares, a responsabilizarse de la organización eclesial. El concilio supuso un decisivo paso adelante en este camino.
Los temas del ecumenismo y la libertad religiosa resultaron especialmente enriquecedores y revolucionarios. Las Iglesias fueron capaces de confrontar sus doctrinas con motivo de las discusiones conciliares, enriqueciéndose mutuamente. Poco a poco fue instalándose un clima de respeto mutuo y de mayor tolerancia recíproca, clima que se extendió a las relaciones con la sociedad y la cultura contemporáneas.
A pesar de los logros y de la superación de barreras, el posconcilio coincidió con un periodo difícil, traumático incluso, para la Iglesia. Se rompió la tradicional imagen de unanimidad y uniformidad eclesial. Hubo más libertad interna, pero aumentó el desconcierto de muchos cristianos. Las comunidades mostraron más creatividad y capacidad de evangelización en los diversos ámbitos. La galopante secularización de la sociedad rozó la Iglesia, y la secularización de millares de sacerdotes produjo una cierta desintegración ante la novedad de la situación. Pablo VI mantuvo, sin embargo, las riendas firmes con un talante respetuoso y abierto. Iniciaba así un largo periodo de transición en la vida eclesial católica.