PREÁMBULO

No hay forma de escapar.

No importa cuántos años hayan pasado. De tiempo en tiempo, cuando paseo por la calle, cuando intento comer en el sombrío anonimato de algún restaurante apartado, cuando entro en una oficina postal o me detengo a hojear un libro en una biblioteca, les oigo murmurar a mi lado, muy cerca, da igual lo lejos que se hallen cuando comparten su incansable letanía. A veces porque quieren que les oiga. Otras, a pesar de que ni siquiera el aire que respiran podría saber lo que dicen. Pero yo sí. Los oigo a la perfección, tan alto y claro como si lo estuvieran gritando junto a mi oído. No importa el tiempo transcurrido, la cantinela se repite, como una antigua y macabra canción infantil. Aunque invariablemente me sobresalten, sé que no hay cambios, las palabras son siempre las mismas, exactamente las mismas: mira, ¿sabes quién es?, es el hombre que pudo salvar el Titanic. Y yo debo seguir caminando, contemplando ya sin interés algún escaparate o apurando una taza de té repentinamente helado. No ando más deprisa, ni vuelvo la cabeza. Jamás he tratado de responder, ni creo que nadie admitiera la réplica. Solo escucho esa frase una y otra vez, como un papel bien aprendido por cuantos me rodean, no importa dónde me halle, y que declaman perfectamente porque llevan toda una vida esperando la oportunidad de poder decirlo: mira, ¿sabes quién es?, es el hombre que pudo salvar el Titanic, y hasta tal punto están convencidos de ello que no pocas veces yo mismo he llegado a dudarlo.

Durante algún tiempo traté de impedir que eso sucediera. Malgasté meses y más meses enviando cartas a los periódicos, y a los procuradores, y me puse en contacto con toda la directiva de la compañía a la que pertenecía por aquel entonces para lograr que se abriera una causa donde pudiera defenderme públicamente, restañar mis heridas, desencadenarme de la leyenda. Todos me cerraron sus puertas, pero aún con las puertas cerradas podía escuchar cómo esa sentencia ganaba en potencia y su eco contagiaba todo cuanto me rodeaba: olvídenlo, cuanto más lejos, mejor, ¿o es que acaso no saben quién es?

Un destino enloquecido me empujó a nacer de nuevo mientras cientos de personas morían de manera aterradora. Cimentada sobre sus cadáveres, mi vida quedó rasgada aquella noche, y jamás pude volver a reencontrarme con el hombre que había sido apenas unas horas antes. Si, como tanto se ha repetido, aquel hundimiento supuso el fin de la inocencia de toda una época, no seré yo quien lo niegue pues sin duda marcó el comienzo de mi culpabilidad. Pasé a ser una figura despreciable, arrinconada en la parte más oscura de una tenebrosa tragedia, alguien a quien señalar como la persona que pudo impedir un horror inimaginable, un despreciable ser humano que ni siquiera alcanzaba la categoría de villano porque era la indolencia la causa que le movía, ni la codicia ni el desprecio, ni ninguna retorcida maquinación que le hiciera merecedor, cuando menos, de una mala opereta de vodevil. Y como este siglo viene definido en gran parte por el poder ensoñador del cine, además de cargar con una acusación abrumadora, supongo que también seré recordado por la imagen que de mí se dio en la película La última noche del Titanic, basada en el libro supuestamente más riguroso que se ha escrito sobre la tragedia (cuyo autor comparte el mismo apellido que yo, como polos opuestos en los extremos de una verdad que nadie conoce), por lo que habré quedado fijado en la memoria colectiva como un sujeto tirando a cincuentón, fofo de cara y gesto, de aire bovino y hastiado, que parecía no enterarse de nada de lo que pasaba a su alrededor, más allá de haber comprendido las indudables ventajas de llevar uniforme en el puente y camisón en la cama, sobre todo en mitad del Atlántico (solo que esa noche yo no me desvestí cuando me marché al cuarto de derrota para descansar un poco, lo que ofrece una reveladora prueba del rigor seguido para la reconstrucción declaradamente fidedigna de los hechos).

Pero si dijera que por aquel entonces tan solo tenía treinta y cuatro años, que era un hombre delgado y no muy mal parecido, que había sido nombrado capitán a los veintitrés (una edad excepcional para lograrlo, además en su más alto reconocimiento), que hasta entonces mi carrera había sido tan brillante como intachable, que había comenzado a navegar en barcos de vela como cadete cuando aún no me había sacudido de mi cuerpo los temblores del adolescente, y que incluso después de esas turbias acusaciones retomé mi vocación con notables resultados, a pesar de los recelos que despertaba mi nombre, ¿quién me creería? Seguro que nadie. Me dirían que habían visto la película, o que habían leído el libro, o algún sesudo artículo en una revista de chismorreos y efemérides donde se especificaba perfectamente mi papel en la tragedia. Todo el mundo sabe que no hice nada para salvar a los que murieron esa noche. ¿Quién soy yo para negar un conocimiento universal?

Ahora me arrastro por este cuarto sintiendo cómo, al igual que mis demás cosas, la vejez también se apaga. Tengo ochenta y cuatro años, y mi longevidad lo único que me ha permitido es mantener intacta mi ira, ese grito que jamás pude lanzar por temor a las burlas y al desprecio, ese alarido gangrenado en una garganta que también parece culparme y me impide liberar lo que me lleva quemando toda una vida. Creo adivinar color en las sombras porque todas las calles están oscuras, sin importar la hora que sea. No hay nada al otro lado de estas ventanas. Cuando logro dormir, es solo para permitir que algo me sobresalte y me abandone de nuevo en el laberinto del insomnio. Para mí, todas las estrellas son fugaces, pero se me ha prohibido pedir mi único deseo. Y, desde luego, ya no me atrevo a mirar al mar con la devoción con la que solía hacerlo. Sé, como tú lo supiste en su momento, mi añorada Mabel, que me estoy muriendo no porque lo digan los médicos ni por el acoso de una sintomatología terminal. El certificado de mi muerte está impreso en el fracaso de todos estos apuntes de los que ya soy prácticamente incapaz de separarme. Y mientras reviso sin fuerzas una y otra vez lo que he escrito durante todas estas décadas sobre lo ocurrido aquella noche, recuerdo que todo empezó como una serie de notas tomadas casi al azar en la parte de atrás de un cuaderno. En su momento, esas anotaciones fueron calificadas de sospechosas porque se dio por hecho que no eran más que las atropelladas acotaciones de alguien que busca establecer una verdad manipulando a toda prisa sus burdas mentiras. Pero no hay nada de eso. Como hombre de mar, soy metódico. Aquellas palabras que garabateé no eran más que el preludio de toda una vida dedicada a reconstruir lo sucedido.

Pero no sirven de nada. Ahora lo sé. Ahora lo entiendo y por eso me rindo. Todo el mundo parece satisfecho con lo contado hasta ahora, con su escalofriante resumen. Yo pude salvar todas las vidas que se perdieron en aquella tragedia. ¿Y por qué no lo hice? En el mejor de los casos, porque no tenía ganas de levantarme, o porque hacía mucho frío.

Y con esas afirmaciones se invalida algo sobre lo que nadie parece interesarse. De ser cierto, de haber tenido la oportunidad de rescatar al Titanic, ¿lo hubiera hecho finalmente?

Supongo que es una pregunta que nadie hace en voz alta, aunque quizás muchos deben pensarlo. Porque solo una vez tuve que responderla, y fue a la persona a la que amaba más que a los mares, por lo que no me quedó más remedio que decirte la verdad, Mabel, esa verdad que todos buscan pero con la que nadie quiere topar.

No, mi vida se limita a escuchar una y otra vez esa sentencia que, pese a que nunca se me juzgó con las debidas garantías legales, llevo pagando día a día. En celdas de desconfianza. En una prisión tan grande como este universo. Tras unas rejas forjadas con palabras más resistentes que el acero. Y tan solo quiero alejarme, con la harapienta esperanza de que esa sea la última vez que las oiga. Pero vuelven una y otra vez, vocablo a vocablo. Mi redención (si es que existe) pasa por escucharlas cada vez que alguien las pronuncia, aunque sea en las antípodas del lugar donde yo me encuentro.

Solo en muy raras ocasiones me decido a mirar. Me detengo y espero para comprobar qué será lo siguiente que digan. Entonces empieza lo peor. Callan. Noto sus miradas de desdén. Permití que mil quinientas personas fueran despezadas por el frío y el acero. Me observan desde un silencio ensimismado, repentinamente inmersos en todas esas dudas que con los años han hecho del Titanic un compendio de enigmas cuyas claves yo debo poseer, forzosamente tengo que ser uno de los pocos hombres capacitados para resolver los misterios que rodearon su hundimiento, cuando lo único cierto es que ni siquiera puedo, casi medio siglo después, explicar, y mucho menos comprender, los misterios que tuvieron lugar en mi propio barco aquella maldita noche de abril.