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DOMINGO, 14 DE ABRIL DE 1912

23.47

—P arece como si hubiera virado en el último momento.

Groves llevaba razón.

El misterioso barco, antes de detenerse, había virado repentinamente, tal como habíamos hecho nosotros mismos y, según se pudo establecer con posterioridad, lo mismo que hizo el Titanic cuando el primer oficial Murdoch, de guardia en aquel momento, movido por su propia visión y por el aviso de los vigías, hizo lo que creía más correcto y tomó una decisión. Una decisión. Y solo una. Aquí no hay lugar para discutir sobre decisiones correctas o incorrectas. Murdoch eligió la que pudo en tan corto espacio de tiempo y dio la orden. Hasta ese momento su comportamiento fue intachable. Y justo ahí deberían acabarse las especulaciones. Pero con el tiempo se han fomentado cientos de teorías sobre lo que debería haber hecho, en especial la que afirmaba, en clara sintonía con la misma teoría que lo había convertido en insumergible, que si el Titanic hubiera estrellado su proa contra el iceberg, los daños, aunque considerables en el peor de los casos, no habrían provocado su rápido hundimiento ni la increíble cantidad de víctimas. Pero por poco en serio que uno se tome la cuestión, la ingenuidad de ese razonamiento solo es comparable a la de los iluminados que llegaron a establecer (¡sabe Dios cómo!) que lo que debería haber hecho el capitán Smith, tras conocer con detalle las heridas provocadas por la colisión, era dirigir su barco hasta el iceberg contra el que habían chocado (o alguno cercano) para depositar en él a todos los pasajeros, que así ganarían las horas suficientes hasta que vinieran a rescatarlos, además de poder ver en primera fila cómo se hundía un transatlántico tan largo como un rascacielos. Siento verdadera repulsión solo de pensar en la mórbida mente que fantaseó con semejante nadería. Y ya me gustaría ver cómo oficiales con condecoraciones hasta en los calcetines, viajando a bordo de 66 000 toneladas empujadas por 55 000 caballos de fuerza, y navegando a unos 22 nudos de velocidad, daban, sin perturbarse, la orden de «todos tranquilos, choquemos contra él» nada más atisbar el montículo de hielo que se aproximaba. ¿Qué le hace pensar a nadie que la gente que navega en alta mar es distinta a los demás, que cualquiera de nosotros, como el resto del mundo, no nace ya con el impulso de apartarse si algo está a punto de golpearle, de protegerse antes que nada? ¿Qué necesidad había de discutir lo que todo hombre sensato hubiera hecho al detectar el peligro (que no es otra cosa que tratar de evitarlo)? Tres o cuatro segundos a lo sumo. Ése es el tiempo que tuvo para reaccionar, jugándose con ello la vida de 2500 pasajeros. No se le pide a un hombre que custodie esas almas y luego se cuestiona el límite real de las opciones que tuvo. Qué pavoroso le debió resultar pasarse el resto de sus singladuras pensando que lo que debió hacer era quedarse disfrutando de su café mientras la enfurecida bestia blanca se abalanzaba dispuesta a masticar la proa, y luego ya vería qué hacer con los posibles destrozos. Con suerte, y en la escala de valores de esos grandísimos optimistas, quizás no hubiera tenido ni que despertar al capitán.

Como tampoco dudo que el Californian, de no haber visto a tiempo el campo de hielo, también se hubiera adentrado en la mortal trampa en cuestión de segundos, y que podíamos haber quedado varados como una ballena moribunda sobre una inconmensurable playa de nieves blancas. Más aún, la maniobra que ordené bien pudo provocar que el barco, en el pánico de su viraje, hubiera chocado contra una mole de hielo que apareciese de repente y habernos dejado sin hélice, e incluso causar daños graves en la estructura del casco. En esa momentánea inercia que nos despedía hacia ningún lugar, pude haberme adentrado en una zona aún más peligrosa, creerme a salvo cuando a mi espalda se avecinaba un muro de acero transparente que nos aplastaría como el puño de un dios.

Lamento la digresión, pero qué fácil resulta juzgar. Se nos enseña a vivir siendo juzgados por lo que hemos hecho y por lo que no, y justo cuando estamos a punto de alzar la voz para proclamar nuestra inocencia o explicar nuestras razones, es entonces, justo entonces, cuando suena la sentencia que debemos acatar sin potestad alguna para protestar porque en ese mismo instante también se abre la espita del gas que nos matará en cuestión de segundos.

Sigo arrastrando la penuria de que todo cuanto escribo pueda ser tomado como un intento de justificación, pero yo no acierto a ver las similitudes que se establecieron entre el comportamiento del Titanic y el del tercer barco, fundiéndolos en una e inquietante figura que desafiaba la credibilidad de cualquiera. Debo añadir que era una normativa de todas las empresas navieras el hecho de que no había que escatimar velocidad a menos que la situación lo hiciese completamente inevitable. ¿Una irresponsabilidad? Quizás, pero para las compañías la regla no escrita era navegar cuanto más deprisa se pudiera, llegar cuanto antes, sin hacerle demasiado caso a las condiciones meteorológicas. Todos los buques, ya fuesen mercantes o de pasajeros, que estuvieran transitando por aquellas aguas, seguirían la misma norma. Y no fuimos pocos los barcos que, una vez topamos con los límites de las mareas de hielo, esperamos hasta el último momento para detener los motores y esperar a la mañana antes de que comenzara la batalla contra el hielo, y necesitábamos al sol como aliado si queríamos tener alguna posibilidad de vencer.

En cuanto a la coincidencia de que tanto el barco que veíamos como el Titanic se detuvieran a la misma hora, pese a lo inquietante que pueda llegar a resultar, no es una prueba irrefutable de nada. Todos estábamos lindando con la frontera del interminable país de hielo, en especial a medida que la noche se volvía más severa, abotagando los sentidos. Como ya he escrito, casi todos nos detuvimos cuando ya no tuvimos más remedio que hacerlo al borde de un mismo campo de hielo. La fatalidad está poblada de casualidades, que son el engranaje y el preciosista mecanismo de la destrucción. No se puede corroborar de manera fidedigna que ambos barcos hiciesen los mismos movimientos exactamente a la misma hora, y mucho menos en el mismo segundo.

Groves y yo seguíamos mirando con fijeza las luces de aquel barco al que parecía que podíamos acercarnos caminando por las extensas placas de hielo que nos rodeaban. No sé si lo leí antes o después de aquella noche, pero en mi recuerdo todo el paisaje podría quedar resumido en aquel cuento de Hodgson en el que un velero queda atrapado en un campo de hielo y distingue a lo lejos la presencia de un extraño buque al que se acercan solo para descubrir que algo más terrible que la muerte se esconde en aquella nave varada en un eterno tiempo blanco, a la espera de comida que llevarse a sus entrañas malditas, una aberración (para nosotros) de la naturaleza cuya vida se basaba en reconvertir la vida de los demás para seguir buscando alimento.

Pero, aparte de esa ilusión superpuesta, aquel barco no tenía nada de fantasmal o misterioso, más allá de que el brillo de sus luces parecía como una pequeña grieta en la noche que podría terminar resquebrajando por completo la oscuridad, dejando paso no a la luz del día, sino a un horizonte donde las sombras aún se resistirían a abandonar la matanza que acababa de comenzar.

El choque de las placas de hielo me recordó al sonido que provoca el afilar un cuchillo contra el filo de otro metal, como hacen los carniceros antes de ponerse manos a la obra. Y el mar abierto, a lo lejos, estaba tan en calma que parecía congelado, aunque si se observaba lo suficiente uno terminaba por adivinar su respiración sosegada en la superficie.

Le pedí a Groves que se pusiese en contacto con él usando la lámpara morse. Y en cuestión de segundos ya estaba tratando de identificarse y de que alguien en aquel barco hiciese lo propio. Repitió la misma llamada varias veces. Cada vez que obturaba la luz, era como si el Californian sufriese distintos y acompasados apagones totales que nos dejaban en la más completa oscuridad. Pero la lámpara disponía de una potencia enorme, cuyo resplandor podía verse a más de diez millas de distancia. Sin embargo, no obtuvimos respuesta alguna de aquel barco que ahora flotaba a la deriva a unas cinco o seis millas de nuestra posición.

Estuvimos haciendo señales cada quince minutos más o menos, con idéntico resultado. Eso me llevó a pensar que, sencillamente, no quería comunicarse con nosotros, porque era seguro que si había alguien a bordo, nos estaba viendo (que me perdonen buscadores de espectros, pero nadie pensó que el barco pudiera estar lleno de fantasmas, incapaces de usar un objeto tangible como una lámpara morse o una bandera para hacer señales).

Y si hubiera estado emitiendo por radio mientras se acercaba, Evans hubiera detectado su presencia apenas una hora antes. Lo que significaba que, o bien tenían el aparato telegráfico apagado, o que carecían de él. En cualquier caso, y a menos que el barco maniobrara sin nadie a bordo, nos estaban ignorando. Y lo seguiría haciendo el resto de la noche.

Poco después de las doce, Stone apareció en el puente y contempló cuanto le rodeaba con un amodorrado recelo, como si aún no estuviese muy seguro de dónde se había despertado. Se acercó hasta mí tratando de calentarse las manos con el vaho que aún quedaba en su cuerpo.

—Buenas noches, capitán.

—Stone —le saludé, con una inclinación de cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevamos parados?

—Alrededor de hora y media. Estuvimos a punto de adentrarnos en ese campo de hielo —le señalé la gigantesca costra azulada—. Ahora nos rodean placas por todos lados, pero creo que estamos relativamente a salvo.

—Entiendo —aseguró, como si acabara de exponerle alguna compleja teoría.

Estuve a punto de añadir la presencia del tercer barco, pero el propio Stone se me adelantó.

—¿Y aquel barco?

—Desconocido. Evans no tiene constancia de que haya ninguna nave tan cerca. Llevamos un buen rato tratando de comunicarnos a intervalos regulares con la lámpara morse, pero hasta ahora no hemos obtenido la menor respuesta.

Groves se había ido acercando, pero se mantuvo a lo que consideró una distancia que no pasase por intromisión. Supuse que tan solo trataba de señalarnos que ya debería haber sido relevado de su puesto, y que quizás ya era hora de que hiciésemos algo al respecto.

Le indiqué con un gesto a Stone que podía marcharse un momento, y ambos oficiales, siguiendo paso a paso la tradición, intercambiaron el mando. La campanilla marcó el cambio de guardia, y una larga vibración alcanzó el hielo, que durante un breve instante empezó a sonar como si chocaran entre sí piezas del cristal más delicado, contagiando su fragilidad al resto del barco. Y el Californian parecía sonar como si el hielo estuviera chocando contra el hielo.

Stone regresó hasta donde yo y mis órdenes ya le estábamos esperando.

—Voy a bajar a mi cuarto. Necesito dormir un rato —escuché la furia crujiente del hielo y añadí—: Aunque tengo mis dudas. Permanezca muy atento tanto a la presencia de icebergs como a las posibles maniobras del barco. Lleva completamente detenido desde hace poco más de media hora y no creo que lo haga hasta que rompa el alba, pero si hace el menor movimiento quiero que se me informe de inmediato.

—De acuerdo, señor.

—Buena guardia, Stone.

—Buenas noches, capitán.

—Buenas noches, Stone.

Groves y yo prácticamente entramos al mismo tiempo al interior del puente. Pero mientras yo me dirigía a mi cuarto, él prefirió darse un paseo por el cuarto de Evans (que, como yo mismo vi, tenía las luces apagadas, por lo que su inquilino debía estar ya durmiendo) para ver si escuchaba algo a través de los auriculares del telégrafo. Nunca hablamos respecto a ese asunto, pero siempre quise preguntarle cómo se había sentido al saber que mientras él se esforzaba por escuchar algo con el receptor apagado, los operadores del Titanic lanzaban las primeras llamadas de auxilio, que hubiera bastado con que encendiese un simple interruptor para que una señal de terror atronara en sus oídos, y no le hubiera hecho falta conocer ningún código para saber que algo muy grave estaba ocurriendo a pocas millas de nuestra posición. Aunque supongo que hay cosas que un hombre prefiere no confesar, probablemente ni a sí mismo.

Entré en el cuarto y me dejé caer sobre un estrecho sofá. En mis párpados cerrados se proyectaron unas parpadeantes manchas de luz con las que podía adivinar la forma de un barco, como uno de esos esbozos en los que si vas trazando una raya de un número al siguiente, terminas por completar un dibujo escondido hasta entonces. Poco a poco esos puntos luminosos desaparecieron en la oscuridad interior y comencé a respirar con cierto sosiego. Mi descanso no duró mucho. Tan solo un cuarto de hora más tarde, el sonido de llamada del tubo me arrancó de lo que parecía un incipiente sueño que terminaría por acallar mi ansiedad, por vencerla, permitiéndome así recuperar cierto control sobre la situación.

El tubo volvió a sonar.

Había novedades, y en aquel mismo momento hubiera dado todo cuanto poseía por no saber de qué se trataba, por haber sido tan solo un marinero al que le piden que acuda al comedor de oficiales para que friegue una cafetera que se ha derramado. A día de hoy, pagaría hasta con mi alma para no haber tenido que atender esa llamada.

Aunque después de todo ya ha sido lo suficientemente saqueada y es muy probable que tal vez ni siquiera el diablo la quiera.