8

TODO EL MUNDO

SE LLAMA PHILWOOD

El extraño y yo caminamos algunos minutos (aunque más valdría decir que yo le seguía, apresado por el cariz que había ido tomando la noche e incapaz, al parecer, de tomar una decisión por mí mismo) hasta que finalmente entramos en una taberna, pese a que nada en su exterior indicase la ruidosa vida y el obsceno fulgor que encontramos dentro. Un grupo de hombretones no tardó en revelar su condición de irlandeses al deleitarnos con una canción sobre algún raro personajillo local que se había quedado en sus verdes tierras. Varias prostitutas, cansadas de vender lo que ya apenas les servía ni como reclamo, gastaban sus tísicos alientos en convencer a tipos hastiados de comprar la misma mercancía, en algunos casos más longeva que la de sus propias esposas. Dos oficiales alemanes se estaban dejando embaucar por un truhán para que participasen en una timba cercana. Tomamos asiento en un lugar alejado de la barra, y fue entonces cuando pude hacerme una idea exacta de lo alto que era aquel extraño, pues hasta sentado era mucho más grande que alguno de los hombres que permanecían en pie. Le costaba acomodar sus piernas bajo aquella mesa redonda, cuya superficie estaba carcomida por tanto alcohol derramado. Un largo bigote, con forma de herradura, confería a su semblante un aspecto más inquietante que triste, como si el hecho de no poder esbozar una sonrisa con aquellos labios tan delgados como hilos de una telaraña le dotase de una peligrosidad adicional. E igual de largo y delgado era su rostro, interminable en apariencia, pero coronado por un pequeño bombín que parecía ponerle freno de algún modo, como si al quitárselo de la cabeza el cráneo siguiera creciendo. Tenía la piel árida del que ha vivido lejos del mar y unos ojos diminutos, que, no obstante, dotaban de vida fresca la sequedad de sus gestos. Quizás era su caído bigote lo que creaba la ilusión de que si intentase sonreír, el mostacho borraría cualquier rastro. Pero uno terminaba por sospechar que realmente estaba sonriendo siempre. Por mucho que no lo pareciera.

Pidió bourbon para dos (por lo visto, todo el mundo conocía mi historia e incluso también sabía lo que quería beber sin necesidad de preguntarlo) y luego me tendió un pequeño vaso agarrándolo con la punta de dos de sus dedos, a los que podría servir como dedal.

—Bien, ¿quién empieza, capitán Lord?

—Según parece, usted. Tiene ventaja. Yo ni siquiera sé su nombre, y mucho menos quién es o qué es lo que quiere de mí.

—Lleva toda la razón. Me llamo Philwood. No tengo nombre de pila ni segundo apellido. Trabajo para diversas agencias de seguros, y si siente curiosidad por saber cuáles son le diré que las puede encontrar agrupadas bajo el mismo nombre: Philwood y Compañía. ¿Curioso, no? Son ellos los que, cuando algo se tuerce, me llaman y yo trato de buscar los elementos potencialmente peligrosos para neutralizarlos. Espero que entienda que no estoy coaccionándolo en modo alguno. Durante la vista, nadie quiere sorpresas, y yo me dedico a estropearlas.

—¿Soy un peligro?

—Yo no diría tanto.

Se ajustó más el bombín como si continuara tratando de impedir que su altura siguiera aumentando y se bebió su bourbon de un solo trago, que debió quedarse en nada tras atravesar su espigado torso y su extensa garganta. Yo hice lo mismo únicamente para corroborar que aquel alcohol debía haberse destilado un momento antes justo debajo de la barra donde lo servían.

—Verá, ya era bastante complicado todo este asunto cuando de pronto me entero de que usted afirma que hubo un tercer barco en la zona del desastre, un barco sin identificar por nadie más que la gente de su tripulación. Pero también me cuentan que usted pudo estar tan cerca del lugar del hundimiento que no le hubiera costado apenas nada hacer algo para ayudar a los cientos de personas que perecieron, así que la existencia de ese otro buque le vendría de maravilla ya que le proporcionaría una especie de coartada. Usted no vio al Titanic. Aquello era… otra cosa.

No tenía ojos. Solo unas pequeñas pupilas negras que se apoderaban hasta de la luz que les rondaba, para devolverla con un reflejo desafiante. Eso era todo cuanto sus párpados dejaban entrever: la predisposición a luchar muy duramente.

—No era una cosa.

—Pero tampoco un barco, ¿verdad? Nadie navegaba tan cerca del Titanic. Todavía quedan muchos aspectos por aclarar, pero eso parece más que seguro. Solo usted y sus fantasías. ¿O me equivoco?

Puede que alguien crea que se puede terminar soportando que la gente te sentencie cuando habla. Pues que se olvide. Yo llevo la cuenta exacta de las veces que me han asegurado mirándome a la cara que no vi lo que vi. Y cada vez que vuelvo a oírlo, la aflicción es más desgarradora. La impotencia puede incluso cegarte y desorientarte hasta hacerte pensar que vives en un mundo de autómatas ante los que no cabe réplica alguna porque su respuesta seguirá siendo siempre la misma.

—Por lo que parece —contesté, recordando la conversación que había mantenido con el enviado de la Leyland—, todo el mundo ya sabe lo que pasó, así que por qué no me ahorra las preguntas.

—No, capitán, en eso se equivoca. Nadie sabe lo que pasó. Y es probable que nunca se sepa toda la verdad. Aunque ahora se llore la pérdida de miles de seres humanos, lo que se terminará determinando afectará a unos pocos elegidos. La Revolución francesa fue menos cara de lo que puede terminar costando este hundimiento. Se acaba de ir a pique la nueva aristocracia. El más rancio abolengo y las riquezas que apenas comenzaban a resplandecer han compartido el mismo destino. Muchos de los que allí murieron eran poco menos que dueños del universo. Así que no hablamos de indemnizaciones por perder un equipaje. ¿Y cómo se compensa a alguien que lo poseía todo?

Me dio tiempo para que lo desafiara con una respuesta, pero yo no la encontré.

—Por otro lado, la White Star gastará hasta el último de sus favores en demostrar que el Titanic es el mayor inocente en esta historia y que todos debemos honrar su memoria.

—Eso es completamente ridículo. Entonces, ¿a quién van a culpar del hundimiento? ¿A mí?

De nuevo la sonrisa se estrelló contra la curvatura engominada de su rígido bigote.

—Desde luego que no. Pero, ya que usted lo señala, a mayor número de culpables, menor número de indemnizaciones y de responsabilidades. Nadie contaba con el hielo, las medidas de seguridad eran las correctas, quien no subió a los botes es porque no quiso hacerlo en un alarde de caballerosidad, e incluso un hombre pudo salvar la vida de mil, pero prefirió darse la vuelta en su cama. No ocurrió nada fuera de lo ordinario. Fue un accidente. La imposible previsibilidad es nuestra mejor arma. Y aunque usted jure y vuelva a jurar por aquello en lo que más crea que esa noche vio un tercer barco, nadie, ni Dios siquiera, le va a conceder el menor crédito. A bordo del Titanic todo el mundo se comportó como debía. Desde el capitán hasta la última de sus ratas. La White Star conseguirá que así sea. Y las compañías de seguros se lo agradecerán.

—¿Y qué me dice de los que viajaban en tercera clase?

—Ellos no importan. Venían de ninguna parte y viajaban hacía ningún lugar.

No pude evitar la pregunta:

—¿Por qué parece que lo diga bromeando?

—Porque a mí también me sonó a broma cuando me lo contaron. Han muerto mil quinientas personas en apenas un par de horas. Alguien debería pagar por ello.

—¿Alguien como yo?

Se atusó sus bigotes y algunas gotas de lluvia cayeron justo dentro del interior de su vaso vacío. Estaba claro que no terminaba de hacerme llegar su mensaje, y lo intentó de una forma más directa.

—¿Es usted un hombre religioso? —él mismo se dio cuenta de lo fuera de lugar que estaba su pregunta—. Déjelo, no conteste. Lo que trato de explicarle es que van a crucificarlo, capitán. No importa si estaba más o menos cerca del Titanic. Usted se hundirá con él. Una catástrofe como esta puede dejar en dique seco muchas fortunas. Y hay gente dispuesta a lo que sea para evitar que así sea.

—Como usted, por ejemplo.

—Si prefiere verme de esa manera.

—Creí que esto formaba parte de su trabajo.

—Y en cierto modo lo es. Pero usted no es una de mis prioridades. Estoy aquí a título personal. Estoy aquí por curiosidad, porque creo que debo conocer a un elemento con el que nadie contaba y que jugará una baza crucial en el desenlace de las investigaciones que se están llevando a cabo. Usted está fuera de mi jurisdicción.

—¿A qué se refiere?

Por un momento, los irlandeses estuvieron a punto de sacarme de quicio con todos aquellos cánticos sobre duendes y sobre robustos hombres que habían logrado alguna hazaña en un mar tan local que resultaba irreconocible hasta para un marino con veinte años de experiencia.

—¿Sabe qué miembros del Californian declararán ante el comité? —me preguntó al tiempo que pedía con una indicación de su mano otros dos vasos de supuesto bourbon.

—No, pero doy por seguro que se llamará a declarar a alguno de los oficiales, al telegrafista y a su capitán.

—Una deducción razonable, pero completamente errónea. Y como prueba de que mi presencia aquí no es coercitiva, a usted no le estropearé la sorpresa que le espera en Washington. Llámelo deferencia profesional o un simple favor entre desconocidos. No voy contra usted. Le doy mi palabra. ¿Podemos hablar ya sin recelos?

Mi nuevo bourbon se removió en el pequeño vaso cuando un trueno cayó tan cerca como si una tormenta estuviera usando rayos para derribar la puerta y ocupar también el interior. Tan fuerte fue su estruendo que hasta los irlandeses guardaron silencio durante un par de segundos, o quizás menos.

Seguí manteniendo mis esclusas completamente cerradas.

—¿No cree que podría utilizar esta conversación como prueba de que están tratando de arrinconarme?

—Por supuesto. Aunque creo mi deber advertirle que, pese a que usted pueda verme en este momento, la verdad es que no estoy aquí, y nunca he estado antes. Pregúntele al tabernero si quiere. Su nombre es Philwood. O a ese hombretón que se bebe una cerveza tras otra como si fuera un oso recién salido de su hibernación. Lo conozco. Se llama Philwood. Y esa vieja dama que promete besar a todo el mundo que le dedique una sonrisa era antes una gran artista del vodevil, además de ser una gran amiga mía. Puedo presentársela si quiere, e incluso lograr que cante para usted. ¿Adivina su nombre artístico?

No hizo falta decirlo, por lo que le pareció que era un momento perfecto para hacer gala de la jactancia del que se sabe vencedor.

—Claro que puede ir contándoselo a quien le venga en gana, desde policías a ladrones, pero no se lo recomiendo, podría caer en el riesgo de que se le acuse de que no solo avista barcos que no existen, sino que también cree ver personas que tampoco son reales. Soy la peor coartada para su cordura.

Aun sin quererlo, me bebí el segundo bourbon de un trago y se mezcló con mi rabia hasta provocarme una ronquera que obligó a varios de los presentes a volverse hacia el lugar donde estábamos, desconfiados de un hombre que no estaba acostumbrado a tragarse sin rechistar lo que allí servían.

—Entonces —quise saber, carraspeando—, ¿qué demonios quiere de mí?

No dijo nada durante un rato. Solo me miraba fijamente, notaba la invasión de sus diminutos ojos incluso cuando yo ya no era capaz de aguantar su mirada o de decir alguna frase que destruyera esa violenta intromisión en mi espíritu. Me estaba escudriñando. Note como sus pupilas se diluían en mis venas y recorrían hasta el último recodo de mi cuerpo. Era un hombre despiadado. Estuve seguro de que no hubiera titubeado a la hora de apretar el gatillo para matar al marinero con el que ambos habíamos terminado por coincidir pocos minutos antes.

—¿Qué me oculta, capitán? No creo que mienta, pero no me está diciendo toda la verdad, ¿no es cierto?

Estuve a punto de gritarle que claro que no era cierto, que si el suelo se estaba derrumbando bajo nuestros pies era porque un barco maldito nos estaba succionando en su infinita caída, que era el mal, el Mal con mayúsculas, el que nos había aislado del resto de los hombres, un mal tan poderoso como los océanos y tan inescrutable como la voluntad divina (aunque yo jamás juzgué, como hicieron tantos otros, el hundimiento del Titanic como una respuesta de Dios a la arrogancia de la humanidad). Me hubiera gustado compartir el miedo que me poseyó durante algunas horas de aquella noche, un miedo inconcreto pero también indomable, y permitirle que escuchara los latidos de mi corazón al llegar a la zona donde se hundió el Titanic, o mejor aún, lograr de algún modo que pudiera vivir lo que yo sentía mientras regresábamos a puerto después de haber navegado sobre el horror al que finalmente tuvimos que enfrentarnos. Aunque, quizás más que nada, hubiera deseado que entendiese por lo que yo pasaba en aquellos momentos, a la deriva en un mar de responsabilidades ajenas y propias, y comenzando a intuir que algo terrible me seguía cercando cuando yo creía haberlo dejado atrás, en el océano, algo para lo que mi conciencia no tenía sitio, por lo que lo estaba acomodando en mi pensamiento a marchas forzadas, lo que probablemente apenas me permitía mantener el equilibrio sobre mi ya inestable cordura. Estaba muy asustado. El Leviatán de acero todavía quería mi sangre a cualquier precio. Eso me hubiera gustado decirle. Así de claro. Pero de haberme decidido a reflexionar en voz alta, aquel tipo sería el último con quien lo haría. Y él lo adivinó tan pronto como yo.

—Al parecer quiero algo que no creo que pueda darme. Solo cuenta lo que pasó durante aquellas horas, aunque hay cosas que prefiere no confesar. No le negaré ese derecho porque, sea lo que sea lo que le corroe por dentro, es suyo, solo suyo, por lo que no interfiere en mis intereses. Pero, aun así, tenga cuidado. Espero que no se destruya usted mismo. Ya tiene bastantes enemigos como para enfrentarse con su único aliado.

De su semblante había desaparecido el gesto de perpetuo desafío y ahora se asomaban rastros de recelo, como si mi hermetismo se hubiera convertido en una inesperada contraofensiva de la que no sabía cómo deshacerse. Luego, se levantó con notable esfuerzo hasta que su cabeza pareció colgar de las vigas del techo, como una oxidada lámpara más.

—Le dejo, capitán. Debo volver a Washington cuanto antes. La comisión ya debe estar repartiendo las cartas y yo aún tengo que desenmascarar a algunos farsantes. Le deseo buena suerte.

Me tendió de nuevo la mano, y la acepté comprobando, sin sobresalto alguno, que estaba tan helada como la parte visible de un iceberg.

—Ha sido un encuentro interesante. Aunque dudo que suceda, espero que algún día podamos volver a vernos y hablar con más tranquilidad cuando todo esto ya haya pasado.

—Buena travesía, señor Philwood —me limité a responder.

Antes de salir, esperé lo que consideré un tiempo suficiente que me asegurara el no tener que toparme con semejante sujeto o con el viejo timador, así que durante un rato estuve fumando en pipa y bebiendo aquel bourbon de ocasión, escuchando otra canción irlandesa que narraba una nueva historia que debía ser loada, aunque solo contara una pelea de taberna. Varias veces me vi obligado a rechazar algunas propuestas, entre ellas la de seguir a los dos oficiales alemanes que seguramente ya estaban siendo exprimidos en alguna partida de cartas. Pagué las bebidas y dejé como propina el trozo del salvavidas del Titanic. Pero el camarero no creyó que le acabara de soltar veinte dólares y mi presente fue barrido por un trapo empapado que limpió de un golpe toda la superficie de la barra.

Cuando regresé al exterior de aquel submundo, me alegró sobremanera comprobar que había dejado de llover. Ahora todo relucía, libre de las puñaladas del cielo. Me volví para conocer el nombre de la taberna que acababa de dejar y, claro, no me extrañó lo más mínimo que se llamase Philwood’s.

Fue una de las pocas veces en mi vida en las que me atreví a sonreír mientras las sombras seguían empujándome.