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DOMINGO, 14 DE ABRIL DE 1912

23.30

Al cabo de unos minutos resultó evidente que sí se trataba de un barco. Pero por mucho que rebuscaba en mi memoria, e incluso en mi propio cuaderno de notas, no topé con ningún buque cuya trayectoria o posición pudieran haber hecho que se acercara tanto sin que tuviéramos el más mínimo indicio de su proximidad. Y, por fortuna, Groves era de la misma opinión. Pero lo que me resultaba más inquietante es que aquel «desconocido» rompía el negro hechizo de lo que yo frente a ambas comisiones describí repetidas veces como «una noche de lo más peculiar». Me situé junto a Groves y ambos comenzamos a buscar alguna señal que nos permitiera saber algo más de aquel intruso en la oscuridad.

Pero estaba demasiado lejos, así que decidí que lo mejor era hablar con Evans, por lo que me dirigí de inmediato hasta su cuarto, no sin antes hacérselo saber a Groves, al que también aquello le pareció que era lo mejor que podíamos hacer, como si, para variar, sus pensamientos le hubieran llevado al mismo puerto que a mí. Cuando entré, Evans se levantó sobresaltado, pese a que era evidente que esperaba mi visita.

—¿Señor?

Le sonreí tratando de reavivar su calma.

—Tranquilo, Evans. Siéntese.

Pero, aún sentado, sus nervios seguían en pie.

—¿Ocurre algo malo, señor?

—Solo si tiene alguna chica esperándole en Boston. Me temo que vamos a sufrir un retraso. Eso es todo. Esta noche dormimos aquí.

Por fin pareció acallarse su inquietud. Pero ahí estaba yo, dispuesto a no permitir que disfrutase demasiado de ese receso.

—Dígame, Evans, ¿qué barcos tenemos cerca?

Repasó sus notas.

—Solo el Titanic, señor. Aunque debe estar a bastante distancia, capto su señal claramente.

No me extrañó oír ese nombre. Claro que no. Casi me resultó lógico. Justo cuando creía que mis temores se concentraban en un único problema, llegaba el nuevo «Señor de los Mares» para estremecerme con su impunidad. Era como si hubiera estado esperando que apareciese más tarde o más temprano. Mi deseo de evitar el hielo y los icebergs me había dejado a merced de un océano helado que podía despedazarnos a voluntad. Mi ruego de no saber nada de aquella monstruosidad de acero y ambición lo convirtió en mi único aliado en la tenebrosa soledad.

—Acabamos de divisar un barco, pero no es el Titanic. ¿Está seguro de que no hay otro buque cerca?

Evans llevaba en su puesto, con algún breve interludio para comer o respirar un poco de aire fresco, desde las siete de la mañana. Ni siquiera yo me sometía a turnos tan largos. Pero, ya fuese su juventud o la pasión que sentía por su trabajo, lo cierto es que sabía cómo posponer su agotamiento mejor que muchos marinos experimentados. Y aún no había terminado su jornada. Diecisiete horas sin apenas moverse de su silla. Todo un horario de trabajo. Y toda la confianza del mundo en sus palabras.

—Seguro, señor.

—De acuerdo. Comuniqúese con el Titanic cuanto antes e infórmele de que estamos detenidos a causa del hielo. Transmítale nuestra posición.

Me volví a poner la gorra y regresé al puente.

Algunas horas después supe (entre otras muchas cosas) que, tal como yo se lo había solicitado, Evans había establecido contacto con el Titanic para darle cuenta de nuestra complicada situación. Y mientras trataba de hacerlo, los operadores del Titanic (uno de ellos, como ya he dicho, amigo de Evans) le respondieron, según la creencia popular, con desprecio, y con una muestra de grosería insensata entre hombres de mar que solo tratan de ayudarse. Pero Evans siempre fue muy claro al respecto. No hubo ninguna incorrección en esa respuesta. Los operadores del Titanic no tenían tiempo de transmitir todos los mensajes que se iban acumulando, todos ellos pertenecientes a pasajeros. Simplemente le pidieron a Evans que se «callase» para recuperar la señal con Cabo Race, que había sido cortada a causa de la irrupción en la señal de nuestro mensaje. Era su forma de hablar, como referirse al «viejo» cuando hablaban de un capitán, al igual que tenían otras tantas claves y siglas para facilitar la comunicación. Quizás la verdadera ofensa al sentido común fue permitir que dos trabajadores cualificados tuviesen que dedicarse ya sin fuerza en los dedos a comunicar asuntos tan absurdos como fecha de llegada, apuestas, mensajes entre amantes secretos, previsiones de hombres de negocios o cualquier otro gajo de intimidad que los viajeros no pudieran guardar en su paciencia. Eran las once de la noche. Smith debió haber restringido el uso del telégrafo, marcar una hora límite en la que la línea quedara abierta para algo más que para contar que a tu bulldog francés no le está sentando nada bien la travesía y que apenas olisquea los manjares que le sirven. Evans era uno de mis hombres, y si él decía que no existió nada ofensivo en aquella respuesta, no hay comisión, ni libro sagrado, ni juramento que me haga creer lo contrario.

De vuelta en el puente, Groves me tenía preparadas las últimas noticias, como siempre cargadas de tensión.

—Se está acercando, señor —anunció con voz de profeta.

Me dirigí inmediatamente hasta estribor y contemplé las luces en la distancia. Porque ya no eran un brillo indefinido sobrevolando las corrientes de sombras. Ahora se distinguían claramente varios focos de luz, que en cuestión de minutos se fueron haciendo tan intensos como mi curiosidad. Y, aunque aún era precipitado asegurarlo, Groves parecía haber dado con su rumbo exacto.

Venía en nuestra busca. Pero solo era una efímera ilusión óptica.

—¿Qué le ha dicho Evans, señor?

—Que el único barco cercano del que recibe señales es el Titanic.

Aquello sí que borró de la cara de Groves su grisáceo gesto de frustración, lo que abrió paso a un optimismo totalmente fuera de lugar.

—¿Ése es el Titanic? —preguntó con incredulidad total al tiempo que señalaba innecesariamente al barco que se aproximaba.

—No —contesté sin dudarlo una vez más—, ése no es el Titanic.

Como el apóstol Pedro, estuve a punto de negar hasta tres veces lo que luego para todo el mundo resultó evidente. Bien se encargaron de señalar que no hice sino repetir lo mismo. No, ése no es el Titanic, no, señor… Pero lo seguiría negando hasta quedarme mudo si así me lo pidieran. Aquel barco no era mayor que el Californian. Y si el tiempo pasado no amplificara su mórbido recuerdo, aseguraría que incluso era más pequeño. Un vapor. No un velero. Aunque no fuese capaz de distinguir chimenea alguna (aunque de tener, solo tendría una, como nosotros), tanta intensidad en las luces no era propia de un barco a velas, que no malgastan sus generadores eléctricos bien entrada la noche. Contemplé las lámparas en el puente del Californian, dejándome arrastrar por los miles de arcoíris que parecían flotar en su halo a causa de ese efecto que se produce cuando el idilio entre el frío y la luminosidad, que algunos marinos gustan de llamar «bigotes de luz», provoca una insólita atmósfera de asombrosos colores que desciende de los focos y parece extenderse por el suelo como una niebla teñida de tonalidades nocturnas. Además, si como tanto se han empeñado en demostrar los cientos de ilustradores que han imaginado el aspecto del Titanic, después de medio siglo de contemplar todo su esplendor en medio de la noche, su derroche de luces, ¿cabe pensar que si ése hubiese sido el barco que teníamos enfrente, no sería como ver que la Estrella del Norte acababa de posarse sobre la superficie del agua y desde allí alumbraba a todos los marinos del mundo? Aquel buque no era un gran transatlántico, ni mucho menos. De hecho, nosotros debíamos tener un aspecto muy parecido desde su posición. Algunas luces en el puente, unas pocas de posición, y poco más. Dos gemelos que se avistan en la distancia. Un reflejo exacto de nuestro barco en un espejo de noches que seguía acercándose lentamente, aumentando las coincidencias.

Groves, tras contemplar al invitado de piedra con prismáticos y sin ellos, y pese a lo que declaró después, se mostró de acuerdo conmigo, haciéndome notar, por si yo no las hubiera captado por mí mismo, las similitudes que en la práctica lo convertían en un barco casi idéntico al Californian.

Muchas veces he pensado en aquel primer encuentro. Y cada una de ellas he llegado a la misma conclusión. Dada su posición, es más que probable que a bordo viajara la verdadera persona que quizás hubiera podido hacer algo por salvar el Titanic. Estaba en una posición más privilegiada y sin estorbos por medio, como un barco anclado en el silencio.

Pero desaparecería como el fantasma que era.

Y yo era el siguiente en la lista.

Comencé a sentir una incomodidad insoportable al comprobar que aquel barco se dirigía directamente hacia nosotros. Pero si Evans no lograba contactar con él, solo podía significar que, o bien tenía su telégrafo apagado, o que, sencillamente, carecía de uno, pues aún no era tan habitual como parece indicar todo lo que se habló de los mensajes que se mandaron entre al menos media docena de barcos aquella noche. Supuse que tendríamos que recurrir a la lámpara morse si es que queríamos comunicarnos con él.

En aquel momento, como si sus tripulantes hubieran captado nuestras señales inmóviles y aquello no les gustase, la velocidad del barco comenzó a descender. Pero, por mucho que me pudiera parecer que ese descenso respondía a nuestra presencia en la zona, la sensatez me hizo suponer que lo que realmente había pasado es que también acababan de adentrarse en el campo de hielo en el que nosotros habíamos estado a punto de meternos sin apenas darnos cuenta, lo que le obligó a maniobrar apresuradamente.

Empecé a notar que mis ojos se cerraban. Era mi mirada, y no mi cuerpo, la que estaba agotada. Aquellas luces resplandecían incluso con los párpados cerrados, penetrando hasta lo más profundo de mi cerebro. Le dije a Groves que iba a tomarme un café en el cuarto de derrota, una pésima excusa para dejar de mirar la noche. O no tanto. Al fin y al cabo, yo no tenía la menor obligación de encontrarme en el puente a esas horas.

Y tal como se supuso siempre que ocurrieron las cosas, no puedo por menos que resaltar la presunta coincidencia de que en ese preciso instante, mientras yo trataba de reagrupar mis fuerzas para perder en el embate final y Groves lo seguía estudiando como si fuera un planeta, a bordo del Titanic los vigías avistaron como un monstruo grotesco y enorme surgía de una oscuridad, nacida de la alianza entre el océano y el cielo, para lanzar su ataque fulminante y mortal.

Al barco de los sueños le quedaban 37 segundos de vida.

Y se detuvo más o menos a la misma hora que el barco que teníamos enfrente también perdía velocidad hasta parar sus motores por completo.