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DOBLE CAMINO, DOBLE PERSECUCIÓN

Supongo que antes de continuar con mi relato de lo que pasó aquella noche debo señalar que a partir del encuentro con el conocido (por aquéllos que creen en su existencia) como «tercer barco» mi vida se bifurcó. Literalmente. Y en esa encrucijada que no me permitía elegir una única ruta terminé extraviado en dos caminos muy distintos. Por un lado, hice todo lo posible por retomar mi vida (o lo que me dejaron de ella) y así he seguido hasta el día de hoy, sin desligarme de las obligaciones que contraje como capitán, como marido, como padre, e incluso como británico al que su patria no concede el mismo trato de favor. Y no creo que nadie pueda acusarme de lo contrario en ese sentido. He sido condecorado con honores por la Marina estadounidense y por la francesa (la británica, obviamente, me abandonó en alta mar entre avergonzadas salvas) y siempre he ganado más que suficiente como para que mi familia pudiera esquivar las desdichas de la miseria, sin importar los cambios que se produjesen en el mundo. Pero por otra parte, en lo más íntimo, cuanto más creía alejarme de la maldición del Titanic, descubría que esa senda no hacía sino adentrarme más y más en esta opresión de la que no puedo huir, y desde entonces deambulo desorientado en un universo paralelo, fantasmagórico e irreal que me empuja sin desmayo hacia el abismo de la culpa en el que, más pronto que tarde, terminaré precipitándome sin que pueda hacer algo para evitarlo.

Imagino que fui consciente de todo esto cuando al fin, tras siete días de navegación, lastrados por una indescriptible desolación después de haber estado en el lugar donde se hundió el Titanic, llegamos a Boston alrededor de las cuatro de la madrugada del día 19 de abril de 1912. No diré que me percaté de inmediato de que algo inusual pasaba en los muelles (de hecho, nuestros contactos telegráficos con la Leyland Line no habían sido todo lo cortantes que yo esperaba y se mantuvo una comunicación fluida, sin que se informara de nada importante). Aunque lo cierto es que llovía bastante y me resultó un tanto incomprensible ver a mucha más gente de la acostumbrada, a pesar de que sabía, gracias a los diversos mensajes enviados, que uno o varios funcionarios de la compañía a la que pertenecía el Californian nos estarían esperando. En un principio supuse que habría habido algún problema con algún atraque anterior. Pero a medida que nos acercábamos comprendí que esa presencia inhabitual se debía a nuestra llegada. Fueron de nuevo destellos en la oscuridad (cuando aún no había logrado borrar de mis pupilas los que revelaron la presencia de un barco desconocido en la zona donde el hielo nos había detenido) los que me pusieron sobre aviso de que algunos periodistas estaban malgastando sus flashes para inmortalizar nuestra llegada (y, claro, esas fotos también desaparecieron). Muy pronto también distinguí a varios agentes de policía. Y delante de todos ellos, Samuel Benchley, un lacayo más del director de la Leyland Line en Estados Unidos, el único que no llevaba paraguas, el único al que aquel chaparrón le traía sin cuidado porque él cargaba con su propia tormenta a cuestas.

Me estaban esperando a mí. Y a mis hombres.

Mientras nos dirigíamos hacia Boston, yo había redactado un informe (y también le había pedido uno similar a varios oficiales) sobre lo ocurrido aquella noche. Debía cotejar versiones hasta encontrar lugares comunes que pudieran aportar una visión más homogénea de lo que nos había tocado vivir. Posteriormente, hubo mucha gente que vio indicios de mala conciencia porque no incluí en esas notas el avistamiento de los cohetes. Seguro que obré mal, ahora resulta tan espantosamente fácil afirmarlo, pero decidí no hacerlo a causa de que no tenía la menor idea de lo que contar. ¿Se habían visto cuatro? ¿Cinco? ¿Ocho? ¿Doce cohetes? ¿Qué intervalo hubo entre ellos? ¿Eran señales de alarma? ¿Quiénes los vieron realmente (al menos, que yo pudiera tener alguna seguridad de ello)? Si dos comisiones dedicadas a esclarecer los hechos se vieron confundidas por una serie de contradicciones y argumentos poco claros al respecto, si fueron ellas mismas las que se desentendieron de profundizar en ese apartado de la tragedia, ¿cómo se puede pretender que yo lo supiera? No lo incluí por la sencilla razón de que cuando se anota algo en el cuaderno de bitácora de un barco, o cuando se redacta un informe sobre un grave suceso, se exige la mayor precisión posible en las anotaciones.

Benchley subió tan pronto desplegamos la pasarela. Yo tomaba un poco de café cuando irrumpió, sin llamar, en el cuarto de derrota. Se quitó su gabán empapado y me miró con cara desafiante.

—Dime que no es cierto.

No tenía la menor idea de lo que pasaba por su cabeza. En cualquier caso, nunca es aconsejable discutir con un servil empleado que acaba de descubrir que no todo se soluciona con despidos y ordenanzas.

—No lo es.

La respuesta le puso aún más inquieto. Tanto que creí que estaba temblando en vez de sacudirse el agua como un animal empapado recién salido de una charca.

—No sabes de qué hablo, ¿verdad?

Por fortuna, tuvo a bien explicármelo y ahorrarme los circunloquios para hacerme saber algo que yo ya tenía muy en cuenta.

—Todos están haciendo sus propios cálculos. Y a nadie se le escapa la posición de nuestro barco. Empieza a extenderse el rumor de que no hicimos nada para ayudar al Titanic. Que dejamos que se hundiera. Algunos periodistas con cara de haber estado en primera línea de todas las guerras, pero aún con ganas de sangre, llevan esperándonos desde ayer al mediodía. Y en breves momentos recibirás una orden que te impide abandonar el país porque debes asistir a las sesiones de investigación que a partir de hoy comienzan en Washington. Nos toca enfrentarnos al Senado de los Estados Unidos. Así es como están las cosas.

Me irritaba el uso del plural. Nuestro barco, no hicimos, dejamos que se hundiera, nos enfrentamos. Me pregunté cómo se habría comportado un tipejo semejante en mitad del Atlántico, rodeado de hielo vivo en una noche congelada. ¿Qué hubiera hecho si el barco en el que viajaba se rasgase por la mitad? ¿Graparlo? Por un momento perdí el hilo de lo que seguía diciendo con su voz atiplada, muy distinta a la habitual, como si dispusiese de un tono específico para casos de alarmas de distinto nivel.

—… porque hasta tal punto han llegado las cosas que se comenta que avistasteis los cohetes de socorro y no acudisteis en su auxilio.

Se acabó el uso del plural. Ya no le apetecían esas salpicaduras.

—¿Y puedo saber de dónde has sacado la reconstrucción de nuestra travesía teniendo en cuenta que acabamos de amarrar y que todos mis hombres aún están a bordo? ¿O es que ahora la compañía también cuenta con videntes en nómina?

La pregunta no le ofendió. Más bien mostró cierta decepción.

—Eres un tipo muy extraño, Stanley. Llevo ni se sabe viéndote mientras celebrábamos algo con esa cara de perro mal encarado, y al mismo tiempo que docenas de personas se repartían su hilaridad, tú apenas sonreías como alguien que acaba de recordar dónde puso un libro que creía perdido o su viejo abrecartas. Y ahora, en mitad de esta hoguera de horror, te decides a mostrar que tienes sentido del humor. Deja que te aclare algo.

Pocas personas me llaman por mi nombre de pila cuando estoy cumpliendo con mis deberes como marino. Y eso nunca me ha gustado. Todo cuanto me dijera a partir de ese momento podía tomarlo como una declaración de guerra.

—No queda nada del mundo que dejaste al zarpar de Londres. Y será mejor que te vayas haciendo a la idea cuanto antes. Las calles, los nombres, las caras, las luces, las sombras, todo es distinto. Esto se ha convertido en un avispero a punto de estallar. No oyes otra cosa que los zumbidos de esa amenaza. En este mismo momento no hay ningún lugar de la tierra donde no se esté hablando del Titanic, desde Boston a Singapur. En vez de contra un iceberg, parece que ha chocado contra el curso de la Historia, y se están corrigiendo los libros a toda prisa. Por ahora no hay más papeles que el de héroes o el de villanos. ¿No te interesa saber en cuál te pondrán a ti?

—No —respondí, y lo decía de veras.

—Entonces, supongo que me tocará escuchar tu versión mientras declaras frente al comité.

—No, mi versión la guardaré para entretener a mis nietos en Navidad. Pero si lo que quieres escuchar es la verdad, allí estaré.

Se marchó y ni siquiera tuve tiempo de reponerme de mi irritada reacción. Dos agentes del gobierno le sustituyeron de inmediato para seguir empapando el suelo y para pedirme (por expresarlo amablemente) que les permitiera hablar con mis hombres, dejándome muy claro que podía ser llamado a declarar en cualquier momento, así que debía estar disponible las veinticuatro horas del día. Accedí a sus peticiones aún desconcertado por la rapidez con que se estaba produciendo todo. Ni siquiera había pisado el muelle. Y lo mismo le ocurrió al Carpathia. Cuando llegó a puerto, la comisión que investigaría las causas del hundimiento ya se había encargado de precintar las posibles formas de huida. Un funcionamiento admirable, sobre todo si se pensaba que la mayoría de la gente que podía explicar lo sucedido aún estaba en alta mar, lo que no había impedido que los periódicos se hubiesen pasado días y más días contando todo lo que se les ocurría sobre el hundimiento, y con suerte su única fuente de información eran los cablegramas llegados desde diversos barcos.

Una prueba más de la maldición del Titanic.

Su leyenda comenzó a cimentarse sobre cualquier dato, aunque no procediera de forma directa de los que vivieron la tragedia.

Pero la celeridad con la que la maquinaria de la justicia se puso en marcha quedó en parte justificada cuando se tuvo muy en cuenta el más que fundado temor de que un único hombre pudiera abandonar el país antes de que acudiese a declarar. Bruce Ismay debía permanecer en Estados Unidos a cualquier precio, era el dueño del Titanic, viajaba en él, se salvó mientras los máximos responsables del barco dieron la cara y la cruz luchando cuando el buque se hundía como plomo fundido en alta mar, y además disponía del dinero y de los contactos suficientes (y hasta de una compañía naviera propia) como para poner agua de por medio antes de verse atrapado en un interrogatorio en el que no le habrían aleccionado sobre lo que debía decir con calculada exactitud. No le iban a permitir escapar tan fácilmente. De eso nada. Ismay se quedaba. Era un testigo de excepción. De hecho, era el Testigo, aquel que podía unir más hilos y aportar una visión más completa de lo sucedido. El capitán y el constructor habían muerto. Pero él estuvo en el puente de mando cuando se tomaron las primeras decisiones, permaneció junto a los máximos responsables para compartir su impotencia, y su periplo continuó hasta que se alejó de su creación en uno de los botes salvavidas, confortablemente sentado porque aún había sitio para otras quince o veinte personas. Lástima que decidiese mirar hacia el lado contrario de donde se producía la tragedia, incapaz de contemplar cómo se sumergía el barco que él mismo había dibujado en un papel pocos años atrás cuando osó plantearse construir tres gigantes de acero con los que esperaba dominar los océanos y sus demonios.

No sé qué haría Ismay para amortiguar la espera, pero yo no aproveché aquellos días previos a la apertura del comité para preparar mi declaración. Creyendo todavía que bastaría con contar la historia para demostrar nuestra inocencia de una acusación aún poco definida, dediqué todo mi tiempo a iniciar una búsqueda en la que muy pocos creyeron que hubiera nada que encontrar. Quería pruebas tangibles, algo que pudieran ver los demás, de la existencia de aquel «tercer barco». Aunque creo que, en el fondo, se había apoderado de mí un malsano deseo de corroborar que todo cuanto ocurrió esa noche tenía un componente no diré que sobrenatural, pero sí esquivo para la realidad tal como la entendemos.

En principio, todo lo que pude hacer fue recolectar cuanto periódico atrasado se cruzó en mi camino para leer cualquier noticia relacionada con el Titanic. Jamás existió tarea más sencilla. Estaban por todos lados. Al contrario que los diarios habituales, los viejos periódicos permanecían por toda la ciudad como una plaga irreductible. Incluso pude leer el titular publicado por el muy neoyorquino The Evening Sun en el que se aseguraba que el Titanic, después de chocar contra un iceberg, se había hundido, pero que todos sus pasajeros estaban a salvo. Como para tener en cuenta sus fuentes. También encontré periódicos de Washington, de Nueva Jersey y de Filadelfia, como si con sus alas arrugadas estuviesen sobrevolando toda la costa para que las noticias (ya fuesen confusas, contradictorias o verdaderas) llegasen hasta el punto más incomunicado de los mapas. Y no deja de ser desconcertante el hecho de que se estuviesen publicando tantas cosas sin contar con un solo testimonio directo. El Carpathia había llegado al puerto de Nueva York con los 705 supervivientes del Titanic el día 18 de abril, cinco días después de la tragedia. Pero durante esos cinco días no hubo periódico ni diario que no fuese añadiendo más y más detalles de lo que muy pocos sabían que había ocurrido realmente. Así que los que vivimos el drama en primera persona nos encontramos con que todo el mundo ya sabía (o creía saber) lo que aún no habíamos contado. No creo que la Marconi guardara una copia de todos y cada uno de los mensajes que envió desde el Carpathia. Pero debieron ser miles, a juzgar por lo que habían generado. Y al igual que resultó una fatal paradoja el hecho de que los pasajeros del Titanic fueran rescatados por un barco que pertenecía a la compañía que la White Star pretendía echar de los mares, no lo es menos que tantos de los que tomaron parte en los hechos se enteraran de su propia historia leyendo diarios atrasados. Si quiere ver su futuro, pase por la hemeroteca.

Lógicamente, en aquellos periódicos no encontré nada, aunque pude rescatar el detalle de que algunos pasajeros creían haber visto la luz de lo que parecía otro barco muy cerca del lugar donde el Titanic se hundía, contra todo pronóstico, a una velocidad proporcional a su tamaño y su peso.

Pero es que no tenía la menor idea de lo que debía buscar, y mucho menos dónde. Ésa siempre fue la petición que me denegaron. Si se hubiera abierto una causa judicial, las investigaciones habrían sido muy distintas a las que podía llevar a cabo un hombre solo como yo, que por aquel entonces se desenvolvía mucho mejor sobre el agua que sobre los adoquines.

Me esforcé entonces en preguntar sobre barcos que hubiesen arribado recientemente al puerto de Boston, tratando de identificar al «tercer barco» que estuvo en la zona aquella noche. Quizás parezca una estupidez. Aquel barco podía haber atracado en cientos de puertos distintos. Incluso que se alejara de Estados Unidos con destino a cualquier punto de Europa o de África, y hasta de Asia, por no ponerle freno al pesimismo. Pero yo estaba en Boston. Tenía las mismas posibilidades de saber algo de él allí como en cualquier otro lugar del mundo. Podía haber atracado en aquel puerto como podría haber arribado en China. Pensé que lo más sencillo sería deambular un rato por los alrededores del puerto, dejarme caer por sus tabernas, hablar y beber, compartir y tratar de sonsacar. Acostumbrado al rígido lenguaje de las órdenes, supuse que no tendría la menor posibilidad de entresacarle a un extraño una información precisa (aunque no llevara el uniforme puesto, para cobijarme en un anonimato del que estaban a punto de sacarme para siempre). Pero tenía que intentarlo.

Tal como me había dicho el esbirro de la Leyland Line, no parecía haber rincón en Boston donde no se hablara del Titanic. Atravesé, impelido por una tromba de agua que caía desde un cielo violáceo pese a que era noche cerrada, un embrollo de anécdotas y especulaciones, deteniéndome de cuando en cuando ante los que parecían marineros locales que pudieran conocer los barcos que zarpaban o atracaban habitualmente en su puerto, y que, por tanto, hubieran detectado movimientos irregulares en esos tránsitos. Pero solo lograba chocar una y otra vez con una nueva teoría sobre lo sucedido. Y, claro, las historias sobre el Californian ya iban haciéndose su lugar en las discusiones, aunque todavía el nombre de su capitán no era el gran referente.

Cuando estaba a punto de regresar al hotel, hastiado por esa medianoche de incertidumbres e incesante lluvia, descubrí que alguien me seguía. Recubierto por un cuarteado impermeable de pescador (capucha incluida), un hombre pequeño y levemente deforme se encontraba en cada punto donde yo decidía interrumpir (voluntariamente o solo para corroborar mi sospecha) el itinerario de vuelta. Pero, como ya he dicho, me desenvolvía mejor en la mar que en la tierra, por lo que no tardé en delatar que sabía que me estaba persiguiendo, lo cual giró las tornas. Salió corriendo y no tardé más de un segundo en seguirle a toda costa. Pronto fue obvio que conocía aquellas callejuelas por las que apenas transitaba nadie que no vendiera su cuerpo o su alma si sabías cómo regatear el precio. Lo perdía constantemente, para recuperar su rastro gracias al sonido de sus torpes pasos, como si tuviera que arrastrar cada una de sus piernas para dar una larga zancada. Cada vez que creía tenerlo cerca, me extraviaba en una nueva encrucijada de calles, mareado por el hedor a pescado podrido o del agua estancada, o porque un grupo de perros reclamaba toda mi prudencia cuando interrumpía una cena que aún se movía y chillaba aterrorizada. Las pocas farolas de aquellas calles hacía mucho tiempo que habían sido silenciadas. Todas las puertas y todas las ventanas estaban cerradas, la mayoría condenadas con tablones y cadenas. Pero yo seguía corriendo de un lado para otro, asfixiado y cada vez más consciente de mi insensatez cuando cometía el desliz de mirar el rostro de alguno de los solitarios con los que me cruzaba. El olor a mar y a brea se hizo muy intenso y ahora escuché pasos que sorteaban con estruendosa dificultad un muelle de madera. Conocía la zona. Era territorio de contrabandistas, uno de los muchos canales que se aprovechaban para sacar o meter en la ciudad mercancías que no debían ser declaradas. Y también era demasiado tarde para reparar el error de haberme metido donde no debía.

Justo cuando estaba a punto de darme la vuelta para salir de allí, alguien a mi espalda me golpeó y caí al suelo. No estaba herido. Ningún objeto había caído sobre mi cabeza. Solo el empujón de aquel hombre cubierto por un impermeable de cuya capucha comenzó a surgir, poco a poco, un rostro espantoso que se movía con una soltura chocante como si estuviera sujeto al cuello de un reptil. Era viejo, tan viejo como las mareas, toda su cara no era sino un reguero de arrugas sin fondo, aunque a veces parecieran cicatrices muy severas que nada tenían que ver con el paso del tiempo. Su larga y deformada nariz se hinchaba y deshinchaba con la ansiedad de un anfibio. Los ojos, de color quemado por tantos años de refracciones en el mar, tampoco podían permanecer quietos durante mucho tiempo. Y, coronando la monstruosa composición de su rostro, no le faltaban los dientes como suele ocurrirles a otros muchos marinos a causa del escorbuto o la desidia, sino que carecía de labios, por lo que su acribillada dentadura era la definición de su boca. Cuando habló fue como ver moverse la mueca de una marioneta, un subir y bajar de la mandíbula de un títere abandonado bajo el sol durante demasiado tiempo (no obstante, su voz sí era la de un anciano acostumbrado a que nadie le oiga llorar):

—¿Por qué me estás siguiendo?

Para convencerme de que exigía una respuesta, extrajo una navaja y comenzó a trazar pequeñas cruces en el aire, a pocos centímetros de mis ojos. El agua resbalaba por el metal afilado como si estuviera apuñalando el cuerpo invisible de la tormenta.

—¿Eres policía? ¿Quieres meterme entre rejas?

—No. Soy el que espera la respuesta que me pides. ¿Por qué me estabas siguiendo?

Por un momento, las preguntas entrecruzadas parecieron desordenar todo su pensamiento. El desconcierto frunció su ceño. Me hubiera gustado escuchar su respuesta, pero un largo brazo surgió de la oscuridad sujetando un revólver, cuyo cañón se apoyo con brusquedad en la coronilla del viejo chiflado.

—¿Serías tan amable de tirar el arma? —dijo el extraño.

En cuanto la navaja cayó al suelo, el recién llegado echó el percutor hacia atrás y el viejo cerró con fuerza sus ojos, esperando la detonación.

—El caballero te ha hecho una pregunta. ¿Crees que podrás contestarla?

El viejo alzó sus manos y respondió con los párpados tan apretados que parecían estar succionando el resto de su cara.

—Le he visto ir toda la noche por ahí, preguntando cosas sobre el Titanic, pero se marchaba enseguida como si no encontrase lo que quería. Y pensé que yo podría ofrecerle lo que busca.

Me incorporé tan deprisa como mi curiosidad.

—¿Lo que busco? ¿Y qué es lo que busco?

—Esto —dijo, e hizo amago de sacar algo del interior de su gabán.

Pero el movimiento no gustó al extraño, que apretó aún más su cañón contra la cabeza del viejo, lo que hizo que este dejase caer en el suelo al menos una docena de lo que parecían pequeñas cajas blancas. Me agaché y tomé una entre mis manos, un pedazo de corcho envuelto en su mayor parte por una tela de lona. Si pienso en ello, me resulta vergonzosamente absurdo creer lo mucho que tardé en saber lo que era. Llevaba veinte años viviendo junto a ellos y ahora me costaba reconocer su procedencia. Era el trozo de un chaleco salvavidas. Y juro por Dios que en aquel momento no tenía la menor idea de lo que estaba pasando en mi vida.

—¿Y por qué querría yo esto?

—Es un trozo de uno de los chalecos del Titanic. Todo el mundo quiere uno. Es el regalo de moda. En Nueva York se están pagando hasta veinte dólares por pedazo. Pero yo solo pido cinco. En Boston somos así de generosos. Y uno de regalo al desconsiderado caballero si deja de apuntarme con su arma.

—Yo ya tengo el mío —contestó el aludido, pero en aquel momento no me paré a pensar en su inquietante respuesta—. Aquí no hay negocio. Y, además, cuide un poco más sus mercancías porque a mí me parece que lo que trata de vendernos acaba de salir de alguna de esas barcazas que se pudren en estas aguas. Aunque puede que vengan de donde usted dice. Creía que solo se podían comprar en Nueva York, pero parece que la mala fe viaja más rápido de lo que yo pensaba. Recoja su porquería y lárguese.

Pero aún se la jugó para hacerme una pregunta con el cañón todavía apoyado con fuerza contra su coronilla.

—A lo mejor no quiere comprar. A lo mejor lo que quiere es vender. Y yo soy el hombre perfecto para…

El extraño tomó el relevo en la palabra.

—… demostrar que, pese a su edad y a su insensatez, aún puede correr más deprisa que mis balas.

Y así lo hizo. Se marchó tan rápido que hasta se le olvidó quitarme el trozo que yo aún sujetaba entre mis manos, totalmente incapaz de comprender cómo era posible que se estuvieran vendiendo esos macabros presentes. ¿Cómo surge una idea así? ¿Dónde, en el nombre de Dios, viven personas que tengan expuestas en sus casas para solaz de las visitas esos pequeños fragmentos de horror? Cuando llegan los amigos, ¿se dirigen directamente hacia sus estanterías y muestran orgullosos un trozo de salvavidas del Titanic, un pedazo de madera de sus exquisitos paneles, la cinta del pelo de una niña a la que encontraron ahogada? Durante días se estuvieron vendiendo esos trozos cortados de los chalecos salvavidas, por mucho que a mí me costara creerlo.

Pero el extraño me sacó de mis reflexiones cuando abandonó las penumbras y yo tuve que alzar la cabeza para comprobar cuán alto era realmente.

—Gracias —le dije—. No es justa esa fama de que en este país nadie se mete en los asuntos de los demás, por lo que nunca es fácil que te ayude un desconocido.

Se guardó el arma en una pistolera que llevaba colgada en el costado y trató de cobijarse bajo su larga chaqueta. Por un momento me pareció uno de esos tipos que a veces encuentras en los puertos de Estados Unidos, escupiendo o insultando a los emigrantes, arrogantes, siempre acompañados de vasallos de parecido aspecto, que ni tan siquiera hacían aquello porque estuvieran borrachos. Solo buscaban demostrar que ellos eran nativos de un país aún sin un dueño claro todavía, y marcar con el fuego de su odio su condición de intrusos a los que creían pisar una nueva tierra sembrada de promesas podridas.

—Entonces lamento decepcionarle. No soy un desconocido. Estaba siguiéndolo también. O más bien dejándome ver. Solo que nuestro amigo el viejo marino le distrajo de mi presencia.

—¿Qué quiere decir?

—Que me alegra que al fin podamos hablar. Aunque, si no es contrario a su espíritu británico, preferiría que fuera en algún lugar que nos protegiera de la lluvia, donde podrá contarme todo lo que sepa sobre ese misterioso barco que usted asegura haber visto.

Era la primera vez que alguien utilizaba el adjetivo «misterioso» para hablar del tercer barco. Y, claro está, acepté. ¿Qué otra cosa podía hacer? Pero en aquel momento me pregunté por primera vez qué era capaz de contar realmente sobre aquel barco del que nadie más que nosotros (y, más tarde lo supe, algunos pasajeros del Titanic) tenía la menor noticia.