DOMINGO, 14 DE ABRIL DE 1912
22.51
No permití que Groves me llevara al resbaladizo territorio de sus suposiciones o que terminara pidiéndome que adoptásemos a sus criaturas si es que éstas resultaban ser crías, por lo que le ordené de forma inequívoca que guardara completo silencio.
Las grandes placas de hielo, como zonas de una cartografía despedazada por un dios furibundo, fueron pasando junto al barco. Una de ellas, bastante alejada, superaba la longitud de nuestra eslora. Pero flotaban solitarias, sin topar entre sí, aunque sin alejarse demasiado, casi expandiéndose, repeliéndose unas a otras. O tomando posiciones, porque me sigue costando no pensar en ellas como seres con conciencia propia que se movían con una absoluta autonomía desconocida por mí pese a los muchos años que llevaba navegando. Eran grandes manchas sin brillo, tan blancas como permitía la certera oscuridad.
Un nuevo golpe sonó en el casco del barco, aunque ahora bajo la superficie. Fue un latido metálico, un impacto fuerte e instantáneo, como si acabáramos de chocar contra una mina que detonó una profunda carga de miedo. Unos segundos después se produjo una ráfaga a lo largo de toda la quilla, como si de repente estuviéramos atravesando un suelo rocoso o un coral de arrecifes. Y frente a mis ojos se desplegó toda una constelación sobre el mar, insignificante si se la comparaba con la de la bóveda celeste, pero aterradoramente inmensa si se tenía en cuenta que nos estábamos adentrando en ella. Miles y miles de trozos de hielo que captaban hasta el último resplandor de las estrellas flotaban como una marea de sargazos mortíferos. Ninguno de los vigías los había visto. Un momento antes no estaban. Y ahora nos rodeaban por completo. Pero así es como funcionan los misterios en el mar. Debes desconfiar a toda costa de lo que no puedes ver. Incluso más de lo que eres capaz de observar. Como un iceberg. El peligro está bajo él, invisible, pero es mucho más real que todo cuanto pueda indicar la parte que vemos flotar solo para confundirnos sobre su verdadero tamaño.
Groves tenía el rostro desencajado, no sé si porque empezaba a ser consciente de nuestros aprietos o porque no supo sobreponerse al desconcierto provocado por tan súbita aparición que sustituía sus visiones de aprendiz de naturalista. Sea como sea, fui yo quien tuvo que hacer su trabajo. Me giré y grité con tanta fuerza que algunos trozos de hielo parecieron romperse, o quizás fueran algunas estrellas, o puede que fuera mi propia alma la que empezaba a desmoronarse porque en aquel momento, sin saberlo, acababa de caer en una emboscada de la que no podría zafarme.
—Atrás toda. Y todo a estribor.
Oí cómo mi orden se transfiguraba en una decena de ecos, no idénticos en su sonido, pero que sí recorrieron todo el barco hasta el último de sus rincones con la misma reverberación de alarma. Casi un minuto después noté que el Californian comenzaba a retroceder, y, por un momento, ese movimiento se unió a la fuerte inercia de nuestra velocidad inicial, por lo que tuve la impresión durante un brevísimo instante de que navegamos hacia atrás mientras seguíamos avanzando, y la impresión se repitió como el vaivén de un péndulo sobre un abismo de tiempo y espacio abisal. Finalmente, la nave comenzó a virar, demasiado lenta en principio, atribulada por su propia maniobra de huida hacia ningún lugar. Y como alarmados por ese súbito cambio, los trozos de hielo empezaron a golpear por todo el casco, tanto a babor como a estribor, como alimañas enloquecidas por el olor del miedo de aquél que huye ante su presencia. A pesar del pesado silencio de la noche que todo lo contenía, esas ruidosas embestidas pronto se reconvirtieron en un doble crepitar. Por un lado, las aristas que golpeaban el acero y salían ilesas. Por otro, los trozos de hielo que se quebraban en pedazos al chocar contra el metal. Las hélices comenzaron su combate personal y nuestra estela pronto quedó perlada de hielo molido. Tuvimos mucha suerte (o quizás no tanta) de que ninguna de las paletas se rompiera y el Californian empezó a desviarse de los límites del campo de hielo.
Solo que no podía indicar un nuevo rumbo, sin que nos alejáramos por completo de nuestra ruta, ya ampliamente rectificada por los avisos de hielo que habíamos recibido. Pero ni aun así, ni aunque huyéramos a toda máquina justo hacia la posición contraria, podía estar seguro de no estar metiéndome en un nuevo campo de hielo. Por tanto, en cuanto empezamos a navegar por aguas recubiertas por trozos de hielo no demasiado grandes, di la orden de que el barco se detuviera por completo. El Californian quedó varado en mi voluntad. No culparé al hielo, ni a la noche, ni al temor que a duras penas lograba mantener sin que perturbara la rigidez de mi rostro. Fui yo quien tomó la decisión de detenernos en aquel punto por la sencilla razón de que era la oscuridad la que manejaba los hilos y no quería extraviarme en alguno de sus entresijos. No creo que nadie pueda cuestionar mis medidas, pero yo no puedo escapar del fugaz refugio que me produce el pensar que quizás debí alejarme mucho más, diez o doce millas al menos, hasta encontrar aguas más limpias y menos cortantes. ¿Si lo hubiera hecho…, qué habría pasado entonces? Pero eso no sirve, ésa fue la noche en la que todos los que navegábamos por aquellas aguas nos tuvimos que hacer la misma pregunta: ¿y si hubiera hecho esto o aquello? No hay respuestas para eso. ¿Por qué? Porque todos hicimos lo que debimos y lo que no debimos, lo que queríamos hacer y lo que no, lo que pudimos y lo que no pudimos llevar a cabo. Solo son las charadas propias que suelen rodear el relato de una maldición.
Le pedí a Groves que se encargara de que el Californian se quedase tan quieto como un ancla entre rocas y empecé a estimar con calma el tamaño del campo de hielo en aquel momento. Siempre es muy complicado establecer esos cálculos, pero en aquel momento me pareció que debía medir unas doce millas de largo y una de ancho, una extensa y traicionera isla flotante donde tan pronto el hielo se mostraba quebradizo como la mica y podía encallar tu barco sin posibilidad alguna de escapar de sus mandíbulas. Pero, pese a mi inexperiencia, sabía que aquel no era su verdadero tamaño. Solo era el comienzo del mortal embudo.
Cuando el barco se quedó prácticamente inmóvil, resistiendo el oleaje de hielo que rompía contra babor, Groves regresó y le ordené que calculara nuestra posición y la anotara en el cuaderno de bitácora. Eran exactamente las 22.21. Estuve tentado de añadir que también trataría de informarle personalmente del tamaño del campo de hielo. Pero no me fue posible. Por muy extraño que parezca, ahora que nos habíamos alejado, el campo era mucho más grande. La distancia no lo difuminaba en la oscuridad, sino que aumentaba su tamaño. Estuve seguro de que si nos hubiéramos seguido apartando, no habría hecho sino hacerse más y más grande. Establecí que su tamaño debía rondar las 26 millas de largo y unas dos de ancho, una ínsula viva y en perpetuo movimiento con una superficie a veces frágil como la ternura y otras tan invencible como un dios predestinado. Como era de esperar, Stewart apareció en el puente nada más sentir que el barco se había parado.
—¿Qué ocurre, Stanley?
No era infrecuente que nos llamásemos por nuestros nombres de pila. Y sé que en más de un momento cometimos esa incorrección frente a los hombres de la tripulación. Pero en aquel momento no estaba de guardia, y nos encontrábamos prácticamente solos. Y además nos acogimos en el refugio del susurro.
—Hemos estado a punto de meternos en ese campo de hielo. Ha salido de la maldita nada.
—¿Por eso hemos parado?
Abajo, en la cubierta, las sombras detenidas se desdoblaron en otras que ahora corrían de un lado a otro. Muchos marinos debían haberse despertado con la maniobra y el ruido del hielo contra nuestro casco (pocos lograrían dormir con relativa calma esa noche a causa del incesante crepitar que rasgó sin descanso nuestra línea de flotación), y el hecho de que el barco se detuviera provocó un oleaje de inquietud. Finalmente la mayoría se concentró en el punto desde donde era más visible la isla blanca que desafiaba la arrogante precisión de la oscuridad. Y aunque siempre he dudado de ello porque en mi cabeza ya viven más fantasmas que recuerdos, creo que el único rostro que pude distinguir fue el de Ernest Gill, y que incluso era capaz de captar cómo sus ojos me miraban en vez de contemplar la horrible maravilla.
—Sí —le respondí finalmente a Stewart—. Aunque parece que hemos evitado adentrarnos en la zona más peligrosa, hay demasiado hielo a nuestro alrededor. Creo que lo mejor es permanecer aquí y ver qué va ocurriendo.
—Tienes razón. Es lo mejor —replicó Stewart, que ahora empezaba a sentir en todo su cuerpo el frío del exterior.
—¿George?
—¿Sí?
Estaba a punto de responderle cuando el joven Evans apareció en el puente, y el frío le abofeteó la cara, que se quedó tan blanca como los huesos de un recién nacido. El hecho de que el barco hubiera dejado de moverse había logrado sacarlo de su cabina y se plantó frente a mí para preguntarme en qué podía ayudarnos.
—Haga su trabajo, Evans. Vuelva a la cabina. Y esté muy atento a cualquier posible información que llegue sobre la presencia de icebergs o más campos de hielo.
Mi respuesta no pareció calmar su nervioso voluntarismo, pero acató la orden, lo que me permitió retomar mi conversación con Stewart, aunque ambos olvidamos que estaba a punto de preguntarle algo.
—Lo único que podemos hacer es esperar. No pienso enfrentarme a ese desierto de hielo al menos hasta que pueda verlo a la luz del día.
Por un momento, permití que me venciera la inexperiencia y pedí ayuda aunque no lo pareciera.
—¿Has visto algún campo como ése, George?
—Alguno, pero nunca tan cerca. Ahí se podría fundar una nación.
Pero yo lo veía más como la descomunal cabeza de un dragón marino moribundo, arrojado de su Reino Blanco allá en el norte, que en su agonía escupía hielo y cuya cola podía golpearnos en cualquier momento.
—Hazme un favor, dile a Groves que saque de su guardia al hombre extra que hemos puesto y que releve al que sigue en la cofa. Si los marineros andan inquietos, trata de calmarlos y que intenten dormir. Si es que alguien puede cerrar los párpados con este ruido. Y, George…
De nuevo los presentimientos me amordazaban.
—¿Qué ocurre, Stanley?
Aunque pude salir del aprieto.
—Procura descansar un poco. No hay que ser lord Nelson para saber que nos espera un amanecer muy complicado.
Me ajusté la gorra.
—Y ahora, si me disculpa, señor Stewart.
Pasar del exterior al interior del barco supuso un verdadero alivio. Estaba mucho más cansado de lo que pensaba y ese inesperado abrazo de calor me hizo cerrar los ojos durante un momento. La tensión de haber confiado en no tener ese encontronazo me repelió hacia un estado de frustración, que terminó por agotarme por completo. Al fin me las tenía que ver con el hielo y mis únicas opciones pasaban por una inmovilidad que me resultaba mucho más incómoda que navegar con prudencia. Quietos, éramos presa fácil. Y si un iceberg se acercaba sin ser divisado a tiempo, podíamos tener serios problemas. Traté de calmarme fumando un poco, pero cualquier posibilidad de aplacar mi ansiedad se disolvía con el humo. El hielo seguía royendo nuestros costados, y a veces parecía como si ya hubiera logrado desgarrar algunas zonas.
Agregué algo de café a lo que aún quedaba en una taza, y me bebí aquel brebaje tan solo para atesorar algo de calor en mis entrañas antes de regresar al puente, donde Groves caminaba de babor a estribor, y se asomaba a las barandillas, de las que se apartaba de golpe nada más comprobar lo que nos rodeaba. Cuando se percató de mi presencia, se acercó como si esperara una orden. Pero yo me coloqué a babor y me quedé mirando el horizonte sumido en la certidumbre de que varios icebergs habían derribado los puntos cardinales para que no existiera orientación posible. Hacía mucho frío. Y hasta la Estrella del Norte nos había abandonado.
Debieron pasar algo más de veinte minutos en los que no nos dirigimos la palabra. Y entonces, sesgando la oscuridad por un segundo, un resplandor apareció al sureste. Nos volvimos de inmediato. Pero el brillo se había apagado como si supiera que ya tenía nuestra atención. Unos cinco o seis segundos después, una pequeña luz comenzó a parpadear en la lejanía, a unas seis o siete millas de nuestra posición. Una luz que se desplazaba lentamente hacia nosotros.
O eso parecía.
Groves se dejó llevar por la prisa y preguntó en voz baja, como si temiera ser escuchado por el hielo:
—¿Es un barco, señor?
No lo sabía. Desde luego, no tenía la menor noticia de que hubiera ningún buque navegando cerca de nuestra posición. En aquel momento era un diminuto resplandor que parecía flotar en mitad de la noche pues seguíamos sin tener una línea divisoria entre el cielo y el mar. Por eso no pude contestarle.
Pero si no era un barco, entonces ¿qué otra cosa podía ser?