LOS OTROS CONSPIRADORES
Si para el mundo en general nunca fui un personaje agradable, no puedo decir qué pudo pensar la gente sobre el resto de los hombres que estaban a mi cargo, sobre todo de aquéllos que tuvieron un protagonismo, en no pocos casos casi mayor que el mío, en todo cuanto sucedió. No trato de eximirme. Ahora y siempre me declararé responsable último de lo ocurrido en el Californian. Yo era su capitán. Y me prestaría gustoso a que quemaran mi uniforme conmigo dentro si alguna vez culpara a alguien ajeno a la responsabilidad de mi mando.
Pero ellos también estuvieron allí. Y aunque lo más respetuoso sería que yo no me permitiera hablar de ellos, me tomo una inofensiva revancha pues recuerdo bien que llegado el momento ellos sí hablaron tanto de mí como por mí. Si lo hicieron con malicia o no, no seré yo quien lo señale.
Nadie mejor para empezar con mis remembranzas sobre la tripulación que Charles V. Groves, segundo oficial que hacía las veces de tercero, y cuya guardia me hizo no abandonar el puente hasta que prácticamente él ya estaba de salida. Sí, el bueno de Groves. Perdón. Del capitán Groves. Desde que se supo que el tal Walter Lord estaba escribiendo un libro con el que pretendía reconstruir todo lo sucedido aquella noche, no sé cómo se las arregló para salir tan bien parado en el texto, e incluso aparecer en el apartado de reconocimientos, como si hubiera algo que agradecerle a uno de los miembros de un barco al que acribillaron con todo tipo de malsanas acusaciones. El Californian podría hundirse en un remolino de felonías, pero no lo haría con él a bordo. Porque desde el primer párrafo del libro en el que se hablaba de nosotros, Groves quedaba fuera de la zona contaminada de culpas atribuyéndole una mezcla de eficiencia e inocencia sumamente espectral. ¿Qué decir solo de su presentación? ¿A qué venía eso de que era un hombre que «había hecho las líneas del Lejano Oriente», como si eso le hiciera saber más de los océanos que un pescador que jamás se ha alejado de las orillas de su pueblecito, en vez de mostrarle como un completo estúpido (algo que no era) capaz de acatar órdenes en cualquier parte del mundo? Pues fue ese hombre, cultivado en los misterios del Lejano Oriente, esa especie de lobezno de mar, el que se las arregló para contar en sucesivas versiones (nunca demasiado convincentes) la historia de aquella noche sin que en ningún momento se cuestionase su propio comportamiento.
No. Desde luego que para mí Groves no fue nunca un buen oficial. Ni siquiera un mal amigo. Yo solo era un pésimo trago en su carrera, un capitán arisco y malhumorado, al que su introspección le hacía parecer sospechoso de todos los pecados habidos y por haber. A todos los efectos, él hubiera preferido ser, antes de que le coronaran con suficientes condecoraciones y galones como para satisfacer su ego, oficial de un capitán como Smith, esto es, aparecer en medio de algún salón de primera clase para entregarle un importante mensaje a su superior mientras se pavoneaba con los aires del que pisa un terreno que le pertenece, o tener la fortuna de que su capitán se decidiera a compartir con él alguno de sus magníficos cigarros en vez de tener que despejar con la mano el humo, penetrante y meloso, que surgía de mi inseparable pipa.
Y lo consiguió. Finalmente, lo nombraron capitán. Durante años navegó por todo el mundo sin que nadie le relacionara abiertamente con el hundimiento del Titanic. Pero, en sus travesías, aún encontró tiempo para extender el rumor de que una vez nos encontramos en las costas de Australia, solo que me negué a reconocer que yo era el capitán Lord, y seguí caminando como lo haría un despreocupado desconocido al que le ha importunado un borracho vagabundo. Seguramente iría por ahí contando todo tipo de anécdotas sobre mí, sobre mi áspero carácter, sobre mi agria presencia que espantaba a los albatros. Aunque dudo mucho de que fuera relatando con igual regocijo que la noche de la tragedia, justo después de salir de su guardia, mientras el operador del telégrafo dormía en su cabina, Groves entró en ella y se colocó los auriculares. Como muestra de su ilimitada capacidad de aprender, se jactaba de que, además de mil ciencias, también estaba intentando hacerse con los secretos de la telegrafía. Y justo a la hora en que el Titanic gritaba a través de los invisibles cables que cruzaban la noche, cuando emitía continuamente mensajes en los que rogaban que «salvaran sus almas», Groves tenía los auriculares puestos. Así de claro. Podía haberlo escuchado todo. Pero se le olvidó encender la radio. Por lo visto, no había pasado de la primera lección. O a lo mejor es que en sus travesías por Oriente aprendió que de esas cosas se suele ocupar alguna deidad local. No, seguro que eso no es una cosa que se comparte entre oficiales. De cualquier modo, su paso por las investigaciones le dejó un poso profundo de experiencias que no dudó en aprovechar al máximo, participando con los años en decenas de litigios como experto, y mostrando un apoyo más que loable a la ayuda de marineros necesitados. No pudo salvar el Titanic, pero, al menos, él sí pudo salvarse. Y no puedo criticarlo por ello.
El segundo oficial, Herbert Stone, era, según mi criterio, un marino excelente. Aunque no había ascendido tan rápidamente como yo, su devoción al mar era tan excitable como la mía. Le gustaba navegar, las largas semanas sin tierra a la vista, las serenas noches donde uno dormía al compás que marcaba la desconocida métrica del océano. Se podía escuchar la dicha de su corazón cuando estaba al mando y si nos metíamos en algún aprieto, como en la cintura de una tormenta, el barco, bajo sus órdenes, iba cobrando velocidad sobre mares que se le resistían con murallas de olas que él eludía, una tras otra, con tanta astucia como conocimiento. Solo que la noche del hundimiento fue mucho más terrible de lo que hubiera podido imaginar en la peor de sus pesadillas. No estaba preparado para eso. Podía combatir contra un tifón, esquivar corales, pero no pudo hacer nada contra aquella abyecta calma. Quizás esa sea la excusa de casi todos. Pero solo fue consciente de la gravedad de sus actos cuando nadie podía ya hacer nada para remediarlo.
Dejó el mar antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, pero no se fue muy lejos de él. Terminó trabajando en los astilleros de Liverpool, construyendo barcos en los que jamás viajaría. Se cuenta que nunca le dijo ni una sola palabra a sus hijos (y quién puede culparle por ello) sobre lo sucedido durante su guardia, pero que a su mujer sí le confesó que estaba seguro (a años luz de la oportunidad de poder actuar en consecuencia) de que los cohetes que vio eran inequívocas señales de socorro.
Murió arruinado entre deudas y remordimientos. Estoy seguro de que, al contrario que otros miembros del Californian, él sabía que no existía forma humana de redención. El mar lo había arrastrado con su canto de sirenas, para luego dejarle abandonado en una isla de ignominias y culpas de la que no había modo de escapar.
Luego estaba James Gibson, el aprendiz, que con tan solo veinte años empezaba a degustar los placeres de moverse libremente por el puente, un punto por encima de los demás marineros, imaginando cómo podría ser su vida cuando se viera recompensado con los ascensos que le permitirían ser el dueño y señor de sus fantasías. El comité estadounidense ni siquiera lo llamó a declarar, todo lo contrario que el británico, que convocó a todo aquél que pudiera enredar más la madeja. Supe que durante algún tiempo estuvo transitando por mares africanos, pero no tengo la menor idea de lo que ha sido de él. Era joven. Le quedaba toda una vida por delante. Pero también dos guerras mundiales y un pasado que no se debía nombrar en voz muy alta, pese a que su papel aquella noche fue secundario (no así su testimonio, que encendió muchas mechas). Tampoco tuvo que ser fácil para él volver a una vida que ya no le pertenecía.
Y como primer oficial (y amigo), George Frederick Stewart. Solo mi voz estaba por encima de la suya, aunque no pudiera tomar ninguna decisión importante sin consultar conmigo antes. El 14 de abril abandonó su guardia y volvió a retomar sus obligaciones en el puente a las cuatro de la madrugada del día 15. Una guardia relativamente tranquila, la que tiene el privilegio de ver cómo el sol se alza sobre las tinieblas inmemoriales. Por norma general, no suele haber demasiados sobresaltos a esas horas. Pero para cuando le tocó asumir el mando del Californian, el Titanic ya llevaba casi dos horas hundido y en aquella zona del Atlántico docenas de barcos navegaban a toda velocidad para salvar a los náufragos. Fue a él a quien le tocó ir recopilando todas las piezas que pudo ir recolectando sobre lo sucedido en las anteriores guardias. El primero que quizás entendió, aún sin condensarlo claramente en su mente, que el Titanic, el prodigio tecnológico insumergible, se había ido a pique y yacía en el fondo del mar.
Stewart murió durante la Segunda Guerra Mundial, poco antes de que llegara su retiro oficial. Su barco fue atacado por la aviación alemana frente a la isla de Wight, que lo hundió tras un feroz asedio. El cuerpo de Stewart nunca fue encontrado, y me cuesta no pensar que su cadáver fue trasladado, de corriente en corriente, hasta ese punto del océano donde todos nosotros ya habíamos muerto de algún modo.
Solo Cyril Evans, el joven operador de radio, permanecía algo alejado del grupo de oficiales y marineros, siempre encerrado en su cabina. El hecho de que perteneciera a la compañía Marconi y no a la Leyland (a la que los demás servíamos), no le hacía merecedor de un trato distinto al resto de mi tripulación, pero sí nos permitía mantener un lazo, no diré afectuoso, pero sí más distendido, aceptando las reglas del barco, pero sabiendo perfectamente que ambos vivíamos en orillas contrapuestas del mundo. No pienso que fuese especialmente afecto al hecho de navegar, él tan solo quería vivir en su guarida de enigmas, ampliando sus conocimientos de ese idioma que muy pocos conocían, una lengua de chasquidos eléctricos que te permitía establecer conversaciones incomprensibles con iguales que se hallaban a distancias insalvables para cualquiera de nuestros sentidos. Le entusiasmaba su trabajo y en ocasiones se quedaba pegado a sus auriculares hasta que el cansancio acumulado por tantas horas de concentración le obligaba a dejar de escuchar esa música que nadie más oía, y uno se lo encontraba dormido con los auriculares aún puestos.
A veces sentía envidia de él.
No le hacía falta un océano para navegar.
Y cuando llegaba a puerto, más de lo mismo. Se lanzaba a las oficinas de la Marconi y allí se reunía con sus amigos. Quedó muy afectado al saber que uno de sus compañeros, Jack Phillips, no sobrevivió al hundimiento del Titanic (y no le dejaron que lo olvidara tan fácilmente porque Phillips fue el operador con el cual se comunicó aquella noche, y que le respondió supuestamente con una grosería). Creo que demostró una entereza y un carácter impropio de su edad durante todos los interrogatorios a los que tuvo que someterse. Al fin y al cabo, era el operador de a bordo. De haber estado despierto hubiera recibido el mensaje de socorro y todos podríamos haber actuado en consecuencia. Trataron de acorralarlo, pero él se armó con su verdad y ésta le hacía invencible, por mucho que su papel hubiera resultado decisivo mientras la noche nos devoraba a todos.
Y ésa era la situación en el puente, aunque todos dependíamos de lo que ocurría en la sala de máquinas. Nosotros podíamos tener el control sobre lo que pasaba en el barco, pero su interior, la firmeza del latido de su corazón, sus mismísimas entrañas, el calor de su alma, dependía por entero de los hombres que vivían durmiendo en esteras junto a las calderas encendidas. La mayoría sabía tanto de barcos que no necesitaba subir a cubierta para conocer lo que estaba pasando fuera. Y hago extensible esta afirmación a muchos de los hombres encargados de este inmisericorde menester en otros barcos en los que presté servicio. Suelen ser gente alegre y bronca, tan dedicados a su trabajo cuando les corresponde como inflexibles a la hora de olvidarlo cuando estaban lejos del fuego, bebiendo y montando ruidosas algarabías que nunca les impedían regresar a tiempo a sus obligaciones. Los he visto trabajar tan borrachos como solo puede estarlo un marino, y aun así entregarse sin desmayo a la inhumana tarea de alimentar el fuego de las calderas, atiborrándolas de carbón paletada tras paletada, mientras el fuego también se alimentaba de sus hastiados alientos. Buenos tipos, de fiar, que casi nunca daban más problemas, que como mucho derivaban en una leve advertencia.
Ése era mi grupo, mis hombres. Ésa era mi tripulación. Pero sin que yo lo supiera un inquietante personaje se había hecho pasar por uno de nosotros. Recién contratado por la compañía para trabajar en las calderas, Ernest Gill (que viajaba en el Californian por primera vez, pero que no regresó con nosotros a Inglaterra) terminó por resultar el elemento más inesperado de nuestro propio periplo. Creo que me lo presentaron antes de zarpar de Londres como mera formalidad, un trámite sin importancia, pero la brevedad del encuentro no fue suficiente como para que no se me quedara marcado su rostro ojeroso, de mirada turbia y con un refinado desdeño dibujado en su boca. Como ya he señalado, los hombres que navegan en las calderas suelen mostrar un carácter alegre cuando logran alejarse de ese calor en el que apenas resulta posible respirar. Pero con Gill tuve de inmediato la sensación contraria, que solo sería feliz estando junto al fuego, avivando las llamas, dejándose consumir por sus propios demonios, quemándose la piel hasta que ésta adquiriera el mismo color que el carbón.
Quizás todo esto suene algo misterioso, otra excusa más para desviar la atención de mi responsabilidad a base de enfundar a inocentes con los disfraces que yo considero más oportunos para refrendar mi versión de lo sucedido. Puede ser. Pero nadie que conozca su historia podría negar que parte del desastre también viajaba a bordo de nuestro barco.
Porque si el Titanic tuvo su iceberg, yo tuve a Ernest Gill.