DOMINGO, 14 DE ABRIL DE 1912
19.40
La noticia (y su consiguiente desazón íntima) sobre la proximidad del Titanic no me apartó de mis obligaciones ni por un momento. Podía recelar de aquel barco, sentir miedo ante su prepotencia y su aura de falso milagro bajo la que yo veía la sombra en movimiento de unas garras, e incluso vivir convencido de que más pronto que tarde terminaría provocando alguna innombrable desgracia. Pero la seguridad del Californian seguía siendo mi máxima preocupación. Doblé la vigilancia colocando otro vigía adicional en el castillo de proa además del ya situado en la cofa y le pedí al oficial de máquinas que permaneciese muy atento a las órdenes que llegasen del puente por si nos veíamos en la necesidad de maniobrar con urgencia. De momento, las capas que pasaban junto a nosotros estaban formadas por un hielo quebrado y tan delgado como la primera escarcha del invierno, pero resultaba imposible saber de dónde procedía, si eran trozos desguazados por el mar de algún lento gigante, o la frontera aún difusa y resquebrajada de un increíble campo helado hacia el que nos dirigíamos sin sospecharlo siquiera.
Aquella primera impresión de que la piel del día se había quedado pegada a la superficie de los icebergs se acrecentó en cuanto comenzó a anochecer, si es que no fue la causa directa. La luz no se fue colando por algún punto del horizonte, hundiéndose a ritmo de vals en el poniente. Pareció como si el día estallara silenciosamente en sucesivas capas de una finísima lluvia formada por una ceniza cada vez más oscura, hasta que no cayeron más que motas negras que todo lo cubrían. Me froté los ojos, pero el efecto persistía y sentí escozor en mis pupilas La oscuridad nos estaba ocupando con un ejército compacto, sin matices. Como durante toda la jornada, a cierta algarabía le sucedía una calma recogida, como en aquel momento, la cual no era tanto fruto del presentimiento de que algo terrible se avecinaba, sino una tranquilidad más propia de una liturgia, como si la noche nos estuviese cubriendo con un velo tras otro a la espera de que comenzara su secreta ceremonia.
Llegó un momento en el que lo arropó todo. Absolutamente todo. Navegábamos sobre un agua negra que hubiese parecido muerta de no ser por los ocasionales resplandores que provocaba algún destello en los pequeños trozos de hielo que flotaban a nuestro alrededor. Todas las estrellas parecían en su sitio, como si hubiéramos vuelto al principio de los tiempos, a esa séptima jornada en la que Dios descansó, la única vez que el mundo había estado en calma, cada uno en su lugar previsto por el plan divino, cada uno respirando el primer soplo de la vida. En alta mar uno puede comprobar que las estrellas se mueven, vuelan, giran, se multiplican, chocan y hasta mudan sus colores, y también cómo desaparecen para reaparecer un instante después como si por un momento nos hubieran dado la espalda. Pero no aquella noche. Aquella noche estaban inmóviles y mostrando un brillo idéntico.
El horizonte también había sido devorado por la oscuridad hasta no dejar ni rastro. Imposible distinguir límite alguno entre el mar y el cielo. No había forma de encontrar un detalle, por pequeño que fuera, que marcase las diferencias. Quizás esa sea una de las pocas cosas que tanto mis hombres como yo coincidimos en señalar constantemente (como también lo harían muchos tripulantes del Titanic). Todos vimos cosas muy distintas. Eso es indudable. Pero ninguno fue capaz de establecer una línea divisoria en el horizonte, como si estuviéramos en el interior de un infinito túnel con su techo abovedado completamente perlado de estrellas.
La temperatura descendió de golpe. Se desperezó un frío desalentador que te entrecortaba el aliento. El poco movimiento en la superficie del mar desapareció por completo. Una lámina en la que todo, hasta el brillo en los afilados rubíes congelados, había dejado de tener vida propia, sometida ahora a una voluntad tenebrosa. Pese a que manteníamos la misma velocidad, parecíamos tan inmóviles como todo cuanto nos rodeaba. El cíclico ronroneo de los motores pareció imponerse por un momento sobre el estridente silencio, pero también terminó por doblegarse hasta quedar reducido a un lejano zumbido hundido en las profundidades del mar. El aire estaba tan quieto que uno podría mandar un susurro a cualquier orilla del mundo sabiendo que no habría obstáculo alguno que lograse acallarlo.
A mi espalda escuché algunas voces. Al volverme comprobé que se estaba produciendo el cambio de guardia. El segundo oficial Groves relevaba a Stewart en el puente. Reportó lo ocurrido durante su guardia, pero aún se quedó un rato fuera, quizás incapaz, como el resto de nosotros, de comprender que a un día tan hermoso le hubiera sucedido una noche aún más peculiar.
Las ocho en punto. El cambio se produjo a su hora.
Pero a mí no me correspondía relevo alguno. Cierto es que ya había cenado y que me sentía realmente cansado. Incluso parecía un buen momento para tomarse un pequeño respiro y poder fumar una pipa en el comedor o releer alguno de los periódicos, ya antediluvianos, con los que zarpamos de Londres. Tenía muchas cosas en que pensar, intentar manejarme correctamente en ese mi primer encuentro con el hielo. Pero si era a Groves a quien le correspondía permanecer en el puente durante una guardia tan delicada, hubiera hecho falta algo más que un motín para sacarme del puente. La cautela que me había acompañado toda la tarde ahora sacaba sus zarpas y me sacudía por dentro. Con Groves al cargo de todo, sentí que mi presencia allí era obligada.
Nos saludamos desde lados contrarios y nos pusimos a contemplar la indescifrable mancha negra en la que estábamos adentrándonos. Quise encender mi pipa, pero fue imposible. El frío hacía que la llama de la cerilla se extinguiera mucho antes de haber cobrado una vida que no quedara resumida en una chispa. Groves se acercó hasta mí, tomó los prismáticos de un pequeño armarito mirándome con recelo, como si yo albergase la intención de arrebatárselos de un manotazo de improviso, y regresó hasta su punto de vigilancia.
Estoy seguro de que sabía que eso me sacaba de quicio.
Puestos a extenderme sobre ciertos detalles de aquella noche, si ya he dicho que jamás había tenido experiencia con el hielo, no es menos cierto que nunca en mi vida como marino había usado unos prismáticos. Y me irritaba que Groves los utilizase para abrirse paso entre las tinieblas. De hecho, me molestaba que cualquiera los usara. En aquellos tiempos casi nadie lo hacía. Mirar a través de ellos equivale a tomar como cierta una primera impresión errónea, luego debes retroceder obligatoriamente para saber lo que estás mirando, volver a una óptica no distorsionada, reconstruir la imagen impresa en tu cabeza hasta darle la forma con la que la realidad la ha modelado. Nunca me gustaron los binoculares, y mucho menos en aquel tiempo en que aún se confiaba en la sabia vista de los buenos marinos. Pero todo eso estaba a punto de quedarse atrás. En apenas unas horas sería yo quien se aferraría a unos prismáticos y, quién sabe, quizás fue allí donde escondí las únicas lágrimas que derramé por un barco que odiaba.
Un fuerte golpe a estribor, en la proa, me sacó de mis reflexiones. Acabábamos de chocar contra un trozo de hielo, no más grande que una mesilla de noche. Pero no sonó como el arañazo de una alimaña. El metal del barco vibró de proa a popa, y también mis huesos, cuyas reverberaciones me cubrieron por completo, como una lepra de escalofríos. Empecé a observar los fragmentos de hielo que pasaban flotando junto al barco. No eran mayores que el anterior que había chocado contra nuestro costado, ni venían más acompañados de semejantes. Seguía asomado cuando Groves anunció con la formalidad que le era característica:
—Algo se mueve, señor.
—¿Algo?
—En el agua, señor —precisó para mayor irritación mía—. Algo se mueve en el agua. Aunque ahora no lo veo.
¿Qué podía decir? Siempre me ha molestado que mis oficiales me hablen con vaguedades o adivinanzas. Pero supe contenerme. Ambos compartimos su ansiedad, hasta que comenzó a señalar algún punto situado a unos quince o veinte metros justo delante de la proa.
—¡Ahí están! —su entusiasmo parecía contraponerse enconadamente a una incredulidad que yo ni siquiera había mostrado—. ¡Ahí están de nuevo! ¡Sí! Ahora estoy seguro.
Por suerte uno de los dos estaba seguro de algo, aunque, a juzgar por el consiguiente silencio de Groves, me tocaba preguntar si tenía derecho a compartir esa certeza.
—¿Seguro de qué?
—Deben de ser un par de marsopas, señor. Se habrán desorientado con tanto hielo y ahora están perdidas y no saben cómo volver con las suyas.
Temiendo que añadiese nuevos capítulos cada vez más lacrimógenos a su ya de por sí descorazonador melodrama y, sobre todo, molesto por tener que dejar de observar un río de hielo que, a poco menos de media milla, se desviaba hacia el sureste, me acerqué hasta el lugar donde seguía señalando con su dedo inmune al frío y al buen juicio y comencé a buscar sobre la superficie del mar hasta topar con el primer gran desencuentro de la noche.
Todos cuantos estábamos a bordo del Californian vimos cosas muy distintas esa noche, y desconozco cómo Groves pudo tomar por algún tipo de criatura marina lo que en realidad eran formaciones y placas de hielo flotando a pocos metros de la superficie, pero, aunque no lo compartí en voz alta, yo mismo sufrí un curioso y (por qué negarlo) delicioso hechizo pues por un momento tuve la impresión de hallarme frente al mar de Ardora, tal era la fosforescencia de las primeras piezas desgajadas del campo de hielo hacia el que nos estábamos acercando sin saberlo. Había oído y leído mucho sobre aquel extraño fenómeno del que daban cuenta muchos de los que habían navegado por el Índico, los cuales aseguraban haber visto lo que parecía un animal fantasmagórico y de tamaño descomunal flotando en su propio charco de luz fluorescente, un ser con vida propia y desconocida, en apariencia ajena a las reglas de la naturaleza tal como nosotros hemos aprendido a conocerla, un ente llegado desde un universo desconocido del que nos separa una profundidad insalvable, como si de vez en cuando ascendieran a la superficie para comprobar cosas que solo incumbían a su propio ciclo vital. Confieso que la ilusión solo duró algunos segundos, o al menos eso pienso ahora, pero recuerdo con claridad cuánto me costó salir de ella. Fue como vivir algo que solo parece posible en los libros. Caminé por el puente con los ojos aún llenos de ese brillo espectral y las pupilas doloridas por la potencia de la fantasía hasta que de nuevo la voz de Groves trató de imponer su criterio.
—Ahí está de nuevo. ¿Pero es que no las ve, señor?
No, claro que no veía lo que Groves me señalaba como si su brazo se hubiera quedado congelado, Colón señalando el Nuevo Mundo. Cuando recobré mi mirada libre de encantamientos supe que los problemas que tanto había temido estaban ahora justo frente a mis ojos, que incluso podría tocarlos con mis manos. Pero Groves seguía esperando mi confirmación.
—Es hielo —contesté sintiendo por primera vez en lo más profundo de mi ser la náusea de un estremecimiento agónico. Era el espanto lo que me oprimía. Y no me avergüenza reconocerlo.
—No, señor.
Así era él. Sabía hasta lo que yo podía ver. Así que ahí estaba yo, tratando de establecer prioridades a toda prisa mientras los golpes del hielo contra el barco eran cada vez más secos y duros, pero a punto de malgastar un montón de valiosísimos segundos en iniciar una conversación a tumba abierta sobre los hábitos nocturnos de las marsopas.
Hice bien en quedarme durante la guardia de Groves.
Al menos de eso sí que no me cabe la menor duda.