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ADAGIO

Mucho se ha especulado sobre cuál fue la última pieza que la orquesta del Titanic interpretó antes de permitir que sus instrumentos musicales fueran barridos por una tromba de agua gélida. Un himno religioso, una partitura de moda, algún fragmento de melodías por todos conocidas con las que tratar de calmar a las aterradoras fieras que estaban ocupando el barco, a medida que el pánico se revelaba como la única vía de escape posible. Las discrepancias al respecto no tienen solución porque es probable que en aquellos últimos momentos cada cual escuchase en su cabeza la música que se interpretaba en su interior: ensordecedores acordes de una memoria desconectada ante la premura de elegir una imagen que llevarse al infinito, la búsqueda de un destello de paz mientras esperaban sin poder moverse la llegada de una muerte poco violenta, y eso si eran muy afortunados.

En mi caso, y teniendo en cuenta que mi vida se acaba, creo que, de haber estado en alguna de sus cubiertas, me hubiera gustado escuchar alguno de los viejos valses que tanto me cobijaban en las tardes de la melancolía, cuando me sentaba en la plaza de algún puerto desconocido, o quizás sumergirme en alguna sinfonía que, como algunas obras de Holst, te trasladen a lugares donde ningún hombre ha estado, pero en los que no pocos sueñan con poder navegar. Solo que con la vejez ya talando la nula fuerza que me queda, supongo que apenas podría escuchar otra cosa que no sea la pieza que esos mismos músicos muertos seguramente interpretarían en mi honor: un adagio, un adagio casi inaudible, una monótona nota sostenida sin desmayo en la que los intentos de la cuerda por elevarse se verían arruinados por esa permanente corriente atonal cuyas breves modulaciones tendrían un inequívoco sonido eléctrico. Sobrecogido por lo bello y misterioso que es nuestro mundo, pero incapaz de conectar con él porque me había tocado representar un papel que no deseaba. Supongo que hubiera preferido algo de ese ragtime que tanto escuchaba en aquellos años mientras algunos oficiales británicos mostraban su ceñudo desacuerdo al percatarse de que un aparente compatriota se hacía eco de los desmanes musicales de los americanos. Pero aquí no hay lugar para la música. Solo para las palabras. Y yo soy el único miembro y director a la vez de la orquesta, y estas páginas, las partituras de ese sórdido adagio.

Apenas me queda vista y me cuesta leer lo que tantas veces he leído, cuando ya debería poder recitarlo sin equivocarme en una sola coma. Pero es que a veces mi memoria no es más que un desolado páramo en cuyo centro se alza un arcón a cuyo contenido solo yo puedo tener acceso, y necesito regresar a estas notas para que mi vida vuelva a otro sinsentido que ya conozco. El resto de mis recuerdos se pierden a su alrededor, arrastrados por los vientos que se persiguen en el vacío.

¿Por qué sigo aquí? ¿Por qué no puedo apartarme de estos papeles?

A veces pienso que es porque es el único modo de seguir hablando contigo, Mabel. Si tantas veces he imaginado charlas para sofocar la añoranza que siempre he sentido cada vez que me encontraba lejos de ti, ¿por qué debería dejar de hacerlo cuando más lo necesito? Pero aunque me pueda mentir a mí mismo, carezco de la astucia para hacerlo contigo. Así que nadie mejor que tú debes saber que lo que quiero es seguir manchando mis dedos de tinta para intentar borrar las manchas de sangre que los cubren como malatía. Estoy convencido de que en mis páginas cualquier lector hipotético que se interesase por este manuscrito encerrado en una botella sin un mar al que arrojarla encontraría motivos suficientes para replantearse mi inocencia nada más leerlo.

El problema es que soy yo el que no la encuentro.

Hace tiempo que sé que mis posibilidades para lograr justicia pasan por hacerme inmortal. ¿Pero quién se atrevería a vivir para siempre sin las cosas y las personas a las que ama? Y además sospecho que, de existir, las orillas de la eternidad deben poseer un sonido muy parecido al de las orillas del mar. De lo contrario, no valdrá la pena recorrerlas. Hacia ellas me dirijo descontando latidos de mi corazón con el cuidado con que se deshoja una flor marchita, buscando una respuesta decisiva.

Todos nos terminamos aferrando a algo. A la vida o al horror. ¿No es cierto? Quizás, aunque yo sigo sin topar con nada que flote a lo que poder agarrarme mientras la corriente me arrastra, cada vez más deprisa, al centro de un frenético remolino que terminará por disiparme.

Recuerdo que Philwood me preguntó cómo se compensa a alguien que lo tiene todo y lo pierde de repente. Ahora, al final de mi vida, eso no me parece relevante. Si una vez lo tuvo a su alcance, seguro que podrá volver a tocarlo o, cuando menos, por muy pobre que sea el consuelo, saber que fue suyo durante un tiempo. Pero cómo compensar a un hombre tras cargarle de una culpa injusta de la que no podrá librarse jamás. Porque una cosa es cierta, cuando me aleje para siempre de este destierro llamado vida, lo último que sentiré será esa carga sobrehumana, moriré con un nombre que no es el mío prendido a mi susurro final, y ése será el nombre por el que seré recordado.

El nombre de un barco maldito.

Y estoy agotado de pelear contra él.

Ahora algunos amigos están logrando que ciertas dependencias me abran al fin las puertas para demostrar (sin necesidad de tañer las siniestras campanas de lo sobrenatural) mi verdadero papel durante todo lo que ocurrió la noche del 14 de abril de 1912. Pero eso, en el más que improbable caso de que consigan algo más que franquear despachos hasta este momento inaccesibles, ya no tiene el menor sentido. Aunque he tardado, he terminado por aceptar su verdad. Desde que nacemos nos enseñan a asumir culpas de las que ni siquiera tenemos noticia. La justicia siempre nos vencerá porque hemos aprendido a aceptar nuestra culpabilidad sin importar que no nos corresponda. Y no seré yo quien proteste por ello. Si ése es su deseo, lo confesaré todo, absolutamente todo: fui yo quien saqueé el Edén de manzanas y lo podé de hojas de parra; yo maté a mi hermano porque no había nadie más para cometer el primer asesinato; yo tiré la primera piedra y enseñé a los demás que luego había que esconder la mano; yo hice de mi semejante un esclavo; logré que los dioses se arrepintieran de haberme creado porque saqueé sus posesiones; siempre he jurado en falso, sobre la Biblia o sobre cualquier otro libro, con tal de que fuera sagrado; mentí en cada beso y no correspondí al afecto si no fue movido por la lujuria; fui yo quien destruyó, volumen por volumen, la biblioteca de Alejandría, y también quien prendió fuego a las calles de Roma para componer una oda tan vana en versos que nadie la recuerda; a los que predicaron amor los clavé en una cruz de madera y sacié su sed con vinagre mientras me reía, ebrio del mejor vino que puede permitirse un miserable soldado, y más tarde, en su nombre, erigí un reino de mezquindad para mantener bien oculto su mensaje; si digo que no he pecado, miento; si confieso que he pecado, es solo para esconder una falta mayor; he vertido veneno en la copa de mi esposa y luego he chupado su lengua; he sepultado los cuerpos que no quería que nadie viera para luego jactarme de que yo los había matado con mis propias manos; oscurecí los mares seducido por mi codicia; deshice la tierra entre mis manos solo para comprobar si era posible sembrarla con sangre; he robado a los ricos para darle de comer a los pobres, lo cual me obligó a robar a los pobres para darle de comer a los ricos y que no se volviera a repetir el error; he soñado con mundos posibles (puesto que los he podido imaginar) mientras a mis pies encendían la pira en la que arderían fantasías que ya nadie escucharía en este mundo tan benditamente lleno de misterios; he llevado la vergüenza a mi familia y el deshonor a todos los uniformes; he traicionado a mi patria, y no me importaría volver a hacerlo las veces que fuera; he vendido a mis hijos descuartizados en los mercados, y lo que gané lo invertí en engendrar más vástagos para mantener a flote mi lucrativo negocio; he dicho siempre que sí; he dicho siempre que no; mi rostro es solo la máscara que oculta la falta de virtud alguna; mi sombra me desobedece, pero me relamo mientras siento cómo actúa por su cuenta; todas mis lágrimas están vacías; soy el primer desertor en cada batalla; he despreciado a reyes y reinas, pero lo hacía mientras me inclinaba ante ellos; fui yo quien intercambié el zapato de Cenicienta para que el príncipe pudiera casarse con una farsante, cuyo linaje ha ocupado todas las casas reales; he contestado a todas las preguntas, pese a no poseer ni una sola de las respuestas…

De acuerdo.

No me negaré a asumir cada una de esas acusaciones. Que prohíban mi nombre. Que declaren nula mi existencia. Que prendan fuego en cada rastrojo que haya podido agitarse a mi paso. Todo lo aceptaré de sumo grado.

Entonces, si tengo cabida para todo ese compendio de vilezas, ¿por qué resistirse a incluir entre ellas el haber desoído los alaridos lanzados por los que morían cercenados entre el hielo y el acero?

Porque una cosa es cierta: ni ahora ni en el día del Juicio Final reconoceré que pude haber salvado a todas esas personas, o que las cosas no ocurrieron tal y como yo las viví. Cuando acepté comandar el Californian, me comprometí a velar por su integridad y la de su tripulación bajo cualquier circunstancia. Y mientras esté en mi mano y siga siendo un hombre de mar (algo que ya es demasiado tarde para remediar, aunque fuera posible), así será. Aunque terminaran enterradas en una tumba sin nombre, mi inocencia y la de mis hombres durante aquellas horas no me serán cuestionadas jamás. No acepto ese concepto de justicia donde no existe más rigor que el de saber que, más tarde o más temprano, se encontrará a algún culpable que no encuentre la manera de demostrar su inocencia.

Puede que todas las historias sobre el mar que capturaron mi niñez terminaran erigiendo en mi fantasía una visión no convencional de los océanos. Pero no tan distintas de los muchos que los han surcado y han escrito sobre sus enigmas, tan sobrecogidos como yo. Quizás parte de mi cabeza forjó con esas ensoñaciones un paisaje donde no necesariamente era la Luna la que movía las mareas ni las corrientes las que marcaban el rumbo de los icebergs, donde nada ni nadie respondía a un orden cósmico o divino, cuyos dioses siempre están a punto de caer en el olvido. Tal vez la sensación de haber entrevisto lo que parecía un ejercicio de ficción dentro de la realidad no sea más que un burdo intento por espantar mi mala conciencia.

Pero sigo afirmando que el Titanic era un barco maldito. Lo era porque mató sin compasión, porque asesinó con brutalidad extrema y porque se burló de todos en una época en la que supuestamente estaban quedando muy atrás problemas a los que la telegrafía sin hilos había puesto cerco. Estaba maldito porque ni aunque las estrellas hubieran bajado del cielo, se hubiera podido evitar que una sombra blanca rajase su vientre helado.

Aunque, por encima de cualquier otra consideración, estoy seguro de que el Titanic era un barco maldito porque nadie puede dejar de amarlo, y no se me ocurre peor maldición que ésa, ¿no es verdad, Mabel?

Venimos del misterio y hacia él nos dirigimos sin importar el rumbo que tomemos. Descartar que pueda haber misterios entre ambos extremos es, además de ilógico, extremadamente peligroso si es que llegamos a olvidar que hasta la materia de la que estamos hechos no es más que eso, un misterio total.

Pero aun si me atengo a dejar de lado por un momento mis fantasmales disquisiciones, sostengo con idéntica firmeza que ni mis hombres ni yo cometimos error alguno que mereciera la represalia de un desprecio universal. No encuentro en nuestra actitud de aquella noche nada que nos recubra de culpas. Pese a las extrañas peculiaridades que vivimos, detrás de cada una de ellas no hay nada escondido. Se cometieron muchos errores durante aquellas horas, pero no creo que ninguno de ellos se produjera a bordo del Californian.

Y además reclamo mi inocencia porque la necesito. Realmente la necesito. Y con más urgencia que nunca.

Hasta ahora, he vivido en el infierno. Pero también he vivido en el cielo. No temo más a uno que a otro. Mi visión de las cosas se basa en lo que observé tan claramente esa noche. No había límites en el horizonte, imposible saber dónde empezaba el cielo y dónde el abismo.

Pero eso no me libra del terror.

Todo lo contrario.

Y es que por mucho que desatienda creencias, por mucho que me diga que la mayoría de esas impresiones solo están en mi cabeza, vivo ensartado en la certidumbre de que justo cuando mis ojos se cierren para siempre, empezaré a escuchar de nuevo unas voces desconocidas, interponiéndose entre sí en una crecida de excitación, y poco a poco, mientras la oscuridad desintegra mi cuerpo, reconoceré esas palabras tantas veces oídas a lo largo de mi vida, aunque no tardaré mucho en distinguir una única e inesperada variación mientras el murmullo se convierte en un estruendo imposible de soportar.

Mirad, ¿sabéis quién es?

Es él, el hombre que pudo salvar el Titanic.

El hombre que pudo salvarnos a todos nosotros.

¡Tenemos tantas cuentas por saldar!