LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912
08.29
Empecé a recorrer con mi vista la superficie del mar, buscando lo que había provocado semejante perturbación en el rostro de Stewart y en el casco del Californian. Pero no vi nada que las justificase, a excepción de lo que me pareció una gran caja de madera destartalada. Me volví hacia todo el mundo.
—¿Con qué hemos chocado?
Nadie en el puente me contestó, atónitos todavía por lo que acababan de contemplar.
—¡Maldita sea!, ¿qué ha provocado ese golpe, George? —mientras le tiraba del brazo, le pregunté directamente a Stewart, que seguía mirando con fijeza el objeto responsable de la sorda sacudida, y que ya se alejaba por la popa, entrando y saliendo del agua.
—Creo que es parte de una escalera, señor. Emergió de repente de las profundidades y se lanzó contra estribor. Apenas pude verla bien, pero estoy casi seguro de que eran unos peldaños de madera sobre los que aún se sostenía parte de la barandilla.
Aunque se hallaba a cierta distancia, el resto plagado de ángulos se removió al cruzarse con nuestra estela y regresó a las profundidades. Ambos permanecimos a la espera de que volviese, pero fue la voz de Stone la que nos devolvió la respiración.
—Barco a babor, señor. Nos acercamos al Carpathia.
A través de las decenas de icebergs que parecían tener como destino final aquella zona del océano, pude divisar el vapor que había solicitado cualquier tipo de ayuda. Aún no podía ver muy bien qué pasaba alrededor, pero una mancha negruzca a su costado me hizo sospechar que aquello debían ser los botes salvavidas agrupados para facilitar la subida a bordo de los supervivientes. Saber que había gente viva debió calmarme un poco, pero, pese a la lejanía, calculé que no podían ser más de doce o catorce botes, así que lo más prudente en aquel momento no era ponerse a hacer sumas y restas si uno no quería caer arrodillado y sin aire en los pulmones.
Debíamos perder velocidad cuanto antes. De lo contrario, podríamos chocar contra algún iceberg o detenernos en muy mala posición respecto al Carpathia. Nos acercábamos demasiado deprisa. Le pedí a Stewart que redujera prácticamente a cero la velocidad del barco. Y todos en el puente comenzamos a mirar hacia la superficie al adentrarnos por fin en la zona de restos del naufragio.
Aunque bien es cierto que pudieron pasarnos desapercibidos de no saber casi con toda certeza que allí era donde el Titanic había consumado su fatal encuentro con el destino.
Se lo dije al comité, y me seguiré ateniendo a esa declaración para describir con quirúrgica exactitud lo que vimos. Parecía como si recorriéramos las aguas donde acabara de hundirse un viejo barco de pesca. Un pequeño pesquero al que la encerrona de una ola lo había reducido a poco más que un puñado de astillas.
Vimos algunas tablas de madera, la mayoría no muy grandes, y algunas sábanas que, como medusas gigantescas, flotaban con lentas ondulaciones, agitadas por nuestro paso. Y varios cojines con sus bordados perlados de hielo. Y también al menos una docena de tumbonas que debían haber estado en cubierta y que, en apariencia, parecían haber servido como inútiles asideros donde tratar de mantenerse a flote cuando el último milímetro del Titanic quedó bajo el mar. Un libro permanecía abierto, como si su dueño hubiera permanecido leyendo hasta el último momento. Justo antes de ver los primeros chalecos salvavidas, pasamos cerca de un bote plegable volcado. No sabía qué podía haber pasado en él, pero lo cierto es que nadie quedó a bordo para contarlo.
Pero no vimos ni un solo cuerpo.
Ni vivo… ni muerto.
Sin conocer todavía un número aproximado de víctimas, pronto quedé convencido de que debía ser muy alto al comprobar, a medida que nos acercábamos, que los botes que rodeaban al Carpathia no podían haber recogido ni la mitad de los pasajeros del Titanic. Todos parecíamos tan pequeños e irrelevantes como los pocos restos que aún flotaban. Pero no había ni un solo cadáver sobre el agua. Ni una mala prenda de ropa que dejara constancia de que mucha gente había muerto en aquel lugar.
Y de pronto, al estar allí, probablemente justo encima de la posición donde tuvo lugar la tragedia, mis supersticiosos temores se desvanecieron ante una arcada de pánico. No sabía la profundidad de aquellas aguas, pero estaba seguro de que el Titanic seguía descendiendo en aquel mismo momento mientras yo miraba la superficie del agua, y hasta tuve la sensación de que sus generadores eléctricos lograron ponerse de nuevo en marcha y durante unos segundos sus luces giraron sobre la oscuridad que lo arropaba, un gigantesco ser abisal retorciéndose justo antes de aplastarse contra el fondo marino, donde quedaría varado para siempre.
El Titanic no había dejado nada en la superficie que pudiera ser tomado por humano. Todos estaban cayendo hacia las profundidades, cientos y cientos de personas sumergiéndose en el silencio azul. Mujeres, hombres y niños formando ahora un éxodo que iría a morir en un camposanto inabarcable, pero al que no habría forma de acercarse para llorar junto a los caídos.
Me negué a creer que no quedase ni el menor indicio de su vida o de su muerte. Y no dejé de mirar hacia la superficie del mar. Pero cada vez que algo parecía moverse en el agua, cada vez que una pequeña mancha de color parecía distinguirse del limpio azul marino, un iceberg nos cerraba el paso y teníamos que desviar nuestro rumbo. Santo cielo, estaban por todos lados. Nunca he vuelto a ver tantos icebergs juntos. Allí donde mirase, topaba con aquellos gigantes, que parecían acumularse para ocultar al verdadero asesino. Sé que se llegó a tomar una foto de un iceberg que se sospecha que pudo ser el que chocó contra el Titanic porque en él se apreciaban algunas franjas rojas en su parte inferior, lo que muchos tomaron como restos de la pintura del prodigio de la White Star, después de que ambos cruzaran sus lanzas. Y hasta el comité me interrogó sobre ellos como si mi testimonio pudiera indicar la cercanía del verdadero responsable de la tragedia, como si de haberme atrevido a señalar alguno, no hubiese servido más que para seguir sumando cargos a mi condena, en este caso, colaboración en homicidio (pues no cabe pensar que hubiesen enviado a la Armada para buscarlo, detenerlo y dejarlo que se derritiera a la vista de todos en Piccadilly Circus). Cualquiera de ellos podía ser el que había provocado la masacre. Pero el problema no estaba en el posible poder destructor de una masa de hielo en movimiento, los aterradores cálculos sobre su fuerza.
Lo que me mantenía atónito era la debilidad del Titanic.
Stone me dijo que Evans se había puesto en contacto con el Carpathia, y que su capitán quería hablar conmigo a la mayor brevedad posible. Pero aún me quedé un rato en el puente, viendo cómo surcábamos un mar apenas manchado de fundas de almohada y trozos de madera. Y la falta de cualquier prueba del horror vivido hizo que éste, alzándose majestuoso como una vez hiciera el Titanic al probar por primera vez el mar, fuese aún mayor de lo que temía. Por no quedar, no quedaba nada. El barco más grande del mundo (otra mentira que, junto a su garantía de ser insumergible, venía inscrita en su partida de nacimiento) se había hundido unas pocas horas antes, pero allí solo podían verse icebergs y más icebergs, como si el Titanic hubiera sido desmembrado y cada una de sus partes ocultadas dentro de cada una de aquellas enormes estatuas de hielo. Cada resto con el que nos cruzábamos parecía corresponder a un barco cada vez más pequeño y frágil.
Pero sentía cómo el Titanic seguía cayendo, cada vez a mayor profundidad, como si de pronto no hubiera fondos marinos y el pecio viajase más allá del final del abismo. Y detrás de él, huestes y huestes de los restos que debían estar desprendiéndose mientras se hundía. Pertenecían a la oscuridad y a ella volvían.
Cuando ya estábamos a punto de parar junto al Carpathia, me dirigí hasta el cuarto de Evans y estuve enviando y recibiendo mensajes de su capitán, Arthur Rostron. No tardó en relatar en lenguaje telegráfico lo que había sucedido. El Titanic no había chocado contra un iceberg. El iceberg, al pasar junto a él, había provocado un gran corte en el costado del barco, que hizo que la quilla se hundiera en cuestión de pocos minutos. El sistema estanco que se suponía le otorgaba el supremo don de ser insumergible fue el causante directo de la rapidez del hundimiento.
La macabra broma final de un barco maldito.
Rostron no podía saber cuántos supervivientes había en su barco, pero no creía que pudieran ser más de seiscientos, así que la pérdida de vidas se elevaba a una suma que costaría mucho asimilar. Algunos de los supervivientes, uno de los cuales acababa de morir, se hallaban en muy mal estado y todo el mundo, pasajeros y tripulación, estaba colaborando para evitar daños irreversibles en muchos de los cuerpos todavía congelados.
Smith había muerto.
Andrews, el constructor, también había caído.
Ismay, por el contrario, estaba vivo, aunque prácticamente fuese imposible sacarle palabra alguna de lo sucedido al final, quizás porque él prefirió contemplar la belleza de la noche.
Estuvimos enviándonos mensajes casi hasta las nueve, y Rostron me confirmó que su barco partiría rumbo a Nueva York en cuanto le dijeran que todo estaba listo (a su tripulación le debieron llover aún más medallas teniendo en cuenta lo rápido que actuaron en cada paso del salvamento) y ambos establecimos cuál debía ser el papel del Californian en las siguientes horas.
Regresé al puente.
Podía ver perfectamente las cubiertas del Carpathia, donde se acumulaba una multitud que tenía algo de homogéneo porque la mayoría estaba cubierta por el mismo tipo de mantas, como una gran lona que cubriese la parte central del barco. Y también resultaba claro el tránsito. Los pasajeros más debilitados o con incontrolables reacciones emocionales eran llevados al interior de inmediato. El resto, en una calma más turbadora que cualquier muestra de espanto, se acomodaba donde podía. Algunos caminaban sin destino aparente, retomando una nueva ruta cada vez que topaban con algo que de repente les resultaba desconocido, como un banco de madera u otro ser humano. Contemplé como un pasajero nos tomaba una fotografía y luego salía corriendo. Y también como, acodado casi en la popa, una pequeña figura completamente envuelta en mantas (lo que impedía saber su edad o su sexo) no dejaba de mirar hacia el Californian, al menos en apariencia.
Eran ellos, los que habían logrado escapar, los supervivientes. En el último momento, cuando habían dejado atrás gritos, llantos y varios disparos cuya procedencia nadie ha logrado establecer nunca, comenzaron a navegar en la creencia de que podían tardar días, e incluso semanas, en ser rescatados. Los hubo que quisieron volver porque se escuchaban chapoteos de personas con la garganta ya helada, y los hubo que no hubieran vuelto ni aunque fuesen sus hijos los que estaban chillando como si les estuvieran arrancando el corazón. Durante horas estuvieron a la deriva al cargo de una tripulación que no pudo hacerse con el control total de la situación, arrojando cadáveres al agua cada vez que alguno se volvía hacia su compañero y descubría que éste había muerto de terror o de frío. Siempre he creído que aquel episodio fue el más espantoso de toda la historia. No el choque, ni el posterior hundimiento, ni siquiera los primeros minutos después de que el barco hubiera desaparecido dejando tras de sí una mancha de la espuma provocada por los que no querían seguir siendo arrastrados hacia los fondos. Los que viajaron a bordo de los botes salvavidas sufrieron algo muy complicado de intuir siquiera. Estaban solos en la noche, en mitad del océano, mirándose unos a otros como amigos y como enemigos en potencia. Oraban, cantaban, lloraban, mientras el océano les mecía con una canción de cuna que la muerte estaba improvisando para ellos solos. Y así hasta que las señales llegadas desde el Carpathia les indultó de un periplo que podía ser mucho peor que morir ensartado por un centenar de vigas.
Stewart se acercó y se quitó la gorra.
—¿Qué te ha dicho Rostron?
La pequeña figura seguía mirándonos desde la popa del Carpathia. Su fijeza marmórea me hizo preguntarme si aquello no sería más que un montón de mantas apiladas que, desde nuestra posición, adoptaban una forma vagamente humana.
—Que parte de inmediato con todos los supervivientes para llegar cuanto antes a Nueva York.
—¿Cómo que con todos los supervivientes? Ahí no pueden caber más de cuatrocientas o quinientas personas.
—Es lo que queda.
—¡Pero eso es imposible!
—Como el hecho de que se pudiera hundir.
Los marineros que nos rodeaban empezaron a acercarse para anotar lo que ya se sabía por seguro y poder luego repetirlo y discutirlo frente a cada miembro de la tripulación. Precavido, tomé del brazo a Stewart y caminamos hasta detenernos en un lugar mucho más calmado. Ya nos las teníamos que ver con bastantes habladurías a bordo como para aderezar los rumores con todo tipo de horrores. Y la tarea que nos esperaba no era nada fácil.
—Debemos trazar un nuevo rumbo —le dije a Stewart, recordando lo que había acordado con Rostron—. Navegaremos cubriendo una gran extensión, e iremos peinándola en círculos cada vez más pequeños. Puesto que lo imposible acaba de pasar, también cabe pensar que puedan quedar algunas personas con vida.
Por mucho que decidiera posponerlo, tenía que dar la orden final.
—Aunque nuestro principal objetivo es recoger los cadáveres a los que la deriva haya alejado de la zona del siniestro.
Stewart quiso añadir algo, pero, quitándome también la gorra, se lo impedí:
—Por favor, George. Traza esa ruta. Trata que sea lo más extensa posible. Mantén las medidas que tomamos por si topáramos con gente viva. Luego hablaremos con un poco más de calma.
—De acuerdo. Me pongo de inmediato a ello.
Tras unos breves minutos, el Carpathia comenzó a alejarse, y el silencio que se había establecido entre ambos barcos se resquebrajó con los gemidos que aún se quedaron a merced de una brisa helada, con palabras que debían sonar como si se dijeran por última vez porque jamás podrían ser nombradas de nuevo. De un adiós a otro adiós.
¿Cuántas veces puede un ser humano despedirse de toda su vida en la misma noche?
La figura envuelta en las mantas sacó uno de sus brazos y lo agitó sin decaer un segundo hasta que el Carpathia se diluyó en la distancia.
Y durante unos segundos yo hice lo mismo, aunque nada indicara que se despidiera de nosotros en vez de decirle adiós al lugar donde dejaba para siempre su vida.
Di la orden de ponernos en marcha.
Debíamos recorrer la zona en círculos concéntricos buscando cualquier mínimo signo de vida, o rastros que pudiesen explicar lo que había sucedido.
Teníamos que recoger cualquier cuerpo con el que topásemos.
Pero no encontramos ninguno, lo cual también terminó por dinamitar las ya escasas fijaciones de mi cordura. Diez días después de la tragedia, una pequeña flota de barcos dedicada a tal empeño, aún encontró bastantes cuerpos que, en no pocos casos, el mar había convertido en irreconocibles, no ya como personas en concreto, ni siquiera parecían seres humanos. Algunos cadáveres volvieron a tierra. Otros fueron amortajados y arrojados al océano, que les dio sepultura para que nadie pudiera volver a verlos.
Pero nosotros no vimos ninguno.
Ni uno solo.
Ni tan siquiera algo que no pareciese tallado en hielo.
A medida que pasaban las horas sentía que el día se estaba oscureciendo, pero que yo era el único que podía ver aquel repentino eclipse entre las sombras y el sol. Miraba frecuentemente el montón de chalecos salvavidas que habíamos colocado en cubierta por si topábamos con algún superviviente cuando aún desconocíamos la gravedad de lo ocurrido.
¿Habría alguno para mí?
Porque de pronto, hasta para mis hombres, yo era un completo desconocido, alguien a punto de mudar de identidad, la aberrante atracción de una feria ambulante de monstruosidades donde, para asombro de todos, un tipo en apariencia normal se convertía frente a los ojos que quisieran verlo en un ser al que le gustaba bañarse en la sangre ajena.
Aquello marcó el comienzo de mi oscura historia.
Seguíamos navegando en un círculo que finalmente se reveló vicioso, un círculo de ignorancia, de miedo y de culpa. Y yo era totalmente consciente de que iba siguiendo una espiral que me conduciría, cada vez más cerca, cada vez a mayor profundidad, a yacer para siempre junto a los restos del Titanic.