LA MUJER DE LA PREGUNTA
¿Y dónde estabas tú, mi amada Mabel, mientras ocurría todo esto?
Tan cerca que ni siquiera tenía que buscarte con la mirada para constatar tu presencia. Pero también lo suficientemente lejos (o eso suponía yo) como para que mis pesadillas no te alcanzaran hasta el punto de apagar también tu vida, aunque ambos sabemos bien que tuviste que asistir a muchos de mis descontrolados ataques de ira (cuyas secuelas podían durar semanas), cuando un nuevo revés en los tribunales o el haber estado escuchando más y más chismorreos lograban que todo mi ser quedase a merced de una voluntad que con todas mis fuerzas trataba, sin conseguirlo, que jamás se entrometiera en mi intimidad. En mi intimidad contigo, con nuestro hijo, en el supuestamente sagrado seno del matrimonio, con sus (como muy pronto tú descubriste) parcos votos nupciales.
Cómo pude equivocarme tanto.
Quizás sea porque durante todos esos años jamás me preguntaste sobre lo sucedido. Hablabas del tema, claro está, pero solo cuando yo lo hacía, y siempre para aplacar mi fiebre. No fui capaz de apreciar y valorar cuánto habías perdido tú con el hundimiento del Titanic hasta que una noche, pocas semanas antes de tu muerte, te decidiste a romper la discreción que tú misma te habías impuesto. Cada matrimonio esconde sus secretos. Tú guardaste los tuyos sobre esa cuestión, regalándome un respeto del todo inmerecido. Y te pasaste una vida dentro de ese círculo de omisiones y repentinos cambios de conversación a cuyo interior yo te arrojaba en cuanto elegías mal un verbo. Nunca pusiste en duda mi versión, ni merodeaste sobre lo que había ocurrido, haciendo tuya mi verdad como si tú misma la hubieras parido. Pero siempre supiste que algo me requemaba como una úlcera mal curada, y que eso, a su vez, nos convertía en unos perfectos extraños el uno para el otro. Imagino que mi ambigua actitud te llevó a desconfiar de mi secreto (aunque nunca de mí) y cuando empezaste a ver que a los calendarios les sobraban las hojas que tú ya no podrías arrancar, quisiste dejar limpia esa parte de tu vida, libre por completo de un nudo terrible que nada podías hacer por deshacer pero que me obligaba a encogerme de cuando en cuando, sin importar que tú estuvieras enfrente, como si hubiera recibido un disparo a traición cuyas heridas debías curar sin saber dónde se hallaban.
Esa noche los Anderson cenaron con nosotros. Nos agasajaron con su cortés aburrimiento y su estudiada conversación (mejor no extenderse sobre lo que trataron de hacernos pasar por una tarta de uvas que incluso ellos declinaron probar), pero los truenos sofocaban cualquier intento por animar una velada de compromiso. En cuanto se marcharon, pensé que te acostarías de inmediato porque había sido un día muy duro y durante la cena no dudaste en apresurar a los comensales con inflexibles gestos de cansancio. Sin embargo, cuando cerré la puerta y me di la vuelta, habías desaparecido. Y me sorprendió encontrarte en el salón, donde yo, a solas, solía tomar una copa antes de irme a la cama. Pero esta vez la que bebía eras tú. Y yo el que estaba a punto de entrar en otro mal sueño.
—Tenemos que hablar —dijiste tendiéndome una copa de brandi bastante menos llena que la tuya.
Me costó llegar a ella, más incluso que cruzar aquella barrera de hielo que seguía entorpeciendo mi destino desde 1912. Por un momento, supuse que querías poner algunos asuntos en orden, enredarnos con algún ingrato papeleo para que los burócratas puedan certificar la inexistencia, en definitiva, que querías hablarme de tu muerte.
Pero no.
Querías hablar de la mía.
—Siéntate, Stanley. Aquí, a mi lado. Por favor.
No hubo jamás capitán más obediente frente a la terrible galerna que se le venía encima.
Y así, al modo dócilmente doméstico con el que se repasan los acontecimientos del día, entremezclando la próxima lista de la compra con cualquier anécdota hogareña, me lanzaste la pregunta, segura de que tu puntería esta vez sí lograría traspasar el hasta entonces infranqueable escudo que yo había logrado mantener indemne en torno a mis oscuras obsesiones.
—¿Qué pasó aquella noche?
Fue mi cobardía la que trató de ganar un tiempo del que ninguno de los dos disponía.
—¿A qué noche te refieres?
Bajaste la cabeza un momento, pero, al levantarla de nuevo, de tu rostro otoñal se desprendieron varios gestos de reseca resignación, como hojarasca ya inservible. Eludir tu mirada no sirvió para saber que no te conformarías con las vaguedades que tanto he criticado durante mi vida. Seguías teniendo la cara tan pequeña como la de una niña. Y tu voz, aún más tenue que la luz que nos rodeaba, no había variado de rumbo.
—Desde que te conocí, siempre viví con el temor de que algún día el océano no te devolvería. Es el precio que hay que pagar, y conste que lo hice gustosa, por contraer matrimonio con un hombre de mar. Y ocurrió. Finalmente, ocurrió. Lo que tantas veces se me había pasado por la cabeza se hizo realidad una mañana cuando un oficial de la Marina se presentó a mi puerta y yo no reconocí en él al hombre con el que me había casado. No venía a entregarme una carta confirmando una defunción, de hecho, era mi propio marido el que se alzaba frente a mí, pero ya no traía en la mirada el regalo de sus viajes. Me convertí en una viuda triste e inconsolable, pero no porque mi esposo hubiera desaparecido en el mar, sino porque solo se había perdido una parte de él y yo debía vivir con los restos de su propio naufragio. Mi mundo se vino abajo, Stanley. Te amaba tanto que incluso entregué mi vida al sustituto en el que te habías convertido porque era eso lo que me pedías. Me sentí acabada y sucia. Me había quedado sin ti, pero no tenía el derecho a llorarte.
Aunque no fue ésa la impresión que te encargaste de transmitirme cuando regresé a casa después de que dos comisiones me hubieran arrojado toda la inmundicia que tenían a mano. Las puertas estaban abiertas y en el vestíbulo de la entrada estaba jugando nuestro hijo, que, nada más verme, corrió a darme un abrazo que ya creí que nunca más podría merecer. No te pregunté si lo hiciste a propósito, si dejaste a nuestro pequeño a las puertas de la casa jugando por allí porque conocías la hora de la llegada y ésa fue tu forma de hacerme saber lo que tú pensabas antes de que pudiera refugiarme en tu gesto de bienvenida. Pero enseguida reconocí la seña de identidad de tus intenciones. Aquel abrazo de mi hijo fue el momento más desolador que jamás me ha tocado sufrir. Nunca lo he pasado peor. Nunca. Aspiré en su cuerpo tanta vida como la que supuestamente había robado. En sus ojos bailaba una alegría que yo había masacrado. En él brillaba toda la esperanza y el futuro después de que yo los hubiera saqueado. Pero me enseñó un juguete nuevo, y me contó que me había visto en los periódicos y me dijo que le habías llevado al cinematógrafo y que algún día quería salir en las películas montando caballos salvajes (pero al destino le pierde la crueldad y al final fui yo, o más bien, mi ridícula caricatura, la que terminó por ocupar la pantalla grande). Para cuando quise darme cuenta, ya estaba dentro de la casa, con su pequeño cuerpo rodeando mi vilipendiado uniforme, y tú, que apareciste como si acabaras de atravesar la pared, te cruzaste de brazos, con mala disimulada diversión en tu cara, mientras representabas el papel de una esposa a punto de recriminarme por lo tarde que había llegado, con el trabajo que le había costado preparar la cena.
Quizás debimos hablar aquel día. Sí, tuvo que ser entonces.
Pero habían pasado casi cuarenta años. Ya era demasiado tarde. Probablemente era mejor no seguir esa senda. Pero, aun así, tú lo intentaste. Me dejaste abandonar el recuerdo con el impulso de un suspiro, y seguiste eludiendo mis barreras para lograr tu objetivo.
—Estaba destrozada, y tuve que levantarme de nuevo, Stanley, recoger unos pocos despojos del suelo y tratar de reconstruirme con ellos hasta ser de nuevo digna de tu amor.
Te inclinaste sobre la mesilla que había junto al sofá y dejaste allí la copa vacía con un cuidado que mostraba lo nerviosa que te sentías.
—Pero lo más extraordinario de todo es que tú hiciste lo mismo. A medida que pasaron las semanas derribaste las columnas donde te habían encadenado y volviste al mar, y tu devoción por nuestro hijo y por mí se tornó más inquebrantable que nunca. Incluso llegué a creer que estaba equivocada y que, en realidad…, no te había perdido.
Cogiste una de las muchas fotos familiares que había en la mesilla. Se trataba de un recuerdo tomado el día que compramos nuestro primer automóvil. Era yo quien en teoría lo conducía, quien llevaba el volante y controlaba la velocidad (aunque, eso sí, siempre con tu brazo sobre mis hombros). Pero eras tú quien lo dirigía, quien lo hacía girar, quien lo disfrutaba plenamente, hasta que yo, incapaz de no mirarte cuando lo que debía hacer era mantener mis ojos fijos en la carretera, te cedía el asiento solo para ver cómo reías cada vez que estábamos a punto de estrellarnos.
—Cuánto puede llegar uno a errar el tiro cuando trata de recuperar lo que ama —dijiste mientras volvías a colocar el marco en su sitio.
No podíamos estar más de acuerdo y no tuve que dejar constancia de ello.
—Sé que no puedo ni debo quejarme. Me has regalado una vida que equivalía a una quimera para muchas jóvenes de mi época. Contraer matrimonio con un oficial de la Marina británica no era una mala manera de afianzarse en la sociedad, de gozar de cierta posición. Pero, gracias a ti, lo que debió ser una puerta que se cerraba, se transformó en una puerta abierta de par en par.
Me conformó oírlo porque desde que nos conocimos tuve la sensación de que nunca tuviste la menor intención de quedar anclada tan pronto en tu destino como parecían querer tus ansiosos padres. Buscabas a alguien que no desconfiase de tu imaginación (y aún no comprendo cómo me gané la fortuna de ser el elegido), que entendiese y tolerase tus siempre respetuosas intromisiones en un ámbito exclusivo para hombres, y que comprendiese perfectamente el hecho de que, mientras las demás esposas de la oficialía compartían rumores públicos y quejas personales a partes iguales, tú, casi siempre ataviada con aquel sombrero que una de tus amigas intentó quemar una vez para ver si dejabas de ponértelo, ayudabas a servir el té y la leche, incluso mordisqueabas educadamente alguna pasta, comentando las excelencias de las bayas cuando estaban hechas con manzana, lejos de aquellas meriendas en las que el té sabía demasiado a los perfumes de las damas y donde tú preferías seguir pensando en asuntos de tu exclusiva incumbencia. Porque, por mucho que lo pareciera, no estabas con ellas, ni sentada en un exquisito café o en el elegante salón de alguna conocida en mitad de una reunión convencional. Cada vez que yo me encontraba navegando, tú hacías exactamente lo mismo. Navegar. Flotar en el silencio de un cuarto imaginándote dónde me encontraba yo, y cuál sería mi situación en ese momento, calculando a la perfección que mientras tú veías un ocaso, yo contemplaba un amanecer. Y estoy seguro de ello porque cada vez que volvía de algún viaje, mientras me preguntabas qué tal estaba, siempre tuve la impresión de que ya sabías de algún modo misterioso cómo me había ido en la travesía, incluso me preguntabas sobre tormentas y marejadas que no llegaban a las noticias nacionales, y hasta alguna vez que otra se te escapó, durante alguna fiesta, una certera opinión sobre problemas marinos que hizo que más de uno de mis oficiales no supiera frente a quién debía cuadrarse (aunque yo invariablemente te llamase la atención con un mohín de falsa reprobación). Te impusiste sobre la voluntad social que te asignaba un régimen de escoba y caldero, como si todas las mujeres tuvieran que ser brujas, por muchas doncellas que limpiasen sus casas de chocolate. Te negaste a quedarte en un hogar perpetuo porque, aunque nunca lo abandonaste más allá de lo que te correspondía por un decreto no escrito, sabías cómo alejarte sin que nadie lo supiera, surcar por tu cuenta todos esos mares de los que yo te hablaba, y recalar en algún puerto donde te seguía esperando el estremecimiento de conocer tierras ignotas.
¿Cuándo te traicioné, Mabel? ¿Cuándo di al traste con todo eso?
Solo tú sabías la fecha exacta.
—Pero la ilusión de que nuestros sueños podían ser reparados no duró demasiado. El silencio que plantaste creció tanto que terminó con nosotros. Y a mí me volvía loca la amargura de no saber qué era lo que arrasaba tu corazón.
Más truenos. En el cielo. En tus palabras. En las oxidadas cerraduras de mi sinrazón.
—Y aquí sigo, con esa misma amargura, rogándote que por una noche pueda librarme de ella. Necesito esas fuerzas. Las necesito para ganar algunos segundos de vida. Solo unos pocos segundos. Aunque si crees que pido demasiado, dímelo y se acabará esta conversación. Jamás te he reprochado nada, y mucho menos lo haré ahora que los reproches no tienen el menor valor.
Cuánto daño me hicieron tus palabras, Mabel. La herida de tu muerte ya estaba abierta, todos en la casa la conocían y la temían. Pero ahora me estabas pidiendo ayuda y no había forma de desempolvar mi sinceridad.
—Mabel, ya no recuerdo lo que te he contado o lo que no. Llevas demasiados años escuchándome hablar del tema hasta rebosar los límites de tu paciencia. Es volver a contar la misma historia, detalle por detalle. Si lo que pretendes es…
Me pasaste tu mano sobre el hombro e hiciste amago de levantarte.
—Olvídalo —dijiste, y las luces parpadearon ante la cercanía de la borrasca, que nos había estado perturbando toda la tarde.
Estabas a punto de ponerte en pie, pero no tuviste tiempo ante mi airada reacción. Fui yo quien se alzó y con dos enormes zancadas me planté en el mueble bar para servirme, en mi copa medio llena, un buen trago de todo aquello que el médico me había prohibido expresamente. Tras darle un largo sorbo al innombrable brebaje, me senté de nuevo junto a ti, aunque te habías echado hacia atrás en el sofá sin dejar de mirarme, ahora más intrigada que expectante.
Fue muy extraño. Jamás he podido escribir o pensar en ti sin hacerlo directamente, prescindiendo de la tercera persona del singular. Debo hablar contigo aunque ya no estés. Es una costumbre. Lo he hecho siempre. Lo sigo haciendo. A veces, me sorprendía en el puente de algún barco manteniendo una larga conversación contigo, nunca planeando una carta pues todo cuanto te quiero decir debo expresarlo en el mismo momento en que lo pienso, y ahora a veces hasta te sigo hablando en público, en voz alta, girándome repentinamente hacia el lugar donde creo haberte oído, sabiendo que hace mucho tiempo ya aceptaste la mano que te tendía la muerte, y mis ojos se llenan de nuevo de sucia realidad, y los que me rodean vuelven a dudar de mi cordura.
Pero en aquel momento ni siquiera era capaz de mirarte a la cara.
Necesité otro trago para, al menos, sentir que podía guiarte en el intento de cruzar el puente de mis tinieblas.
—¿Qué quieres saber?
—¿Qué quieres contar?
—Lo que haga falta para que ganes esos segundos.
Ahora sí te acercaste.
—Sigues sin entenderlo, Stanley. En todo este tiempo nunca he dudado de lo que me has contado. No quiero escuchar más términos judiciales. Tu relato de los hechos es mi versión de lo sucedido. Palabra por palabra. Lo que ha estado alimentando mi miedo hasta vaciarme las ganas de vivir es tu silencio.
Y en él me encerré hasta que llamaste de nuevo a la puerta.
—¿Qué ocurrió, Stanley? ¿Por qué a veces el nombre del Titanic hace que parezcas otra persona? Llevas toda una vida reclamando tu inocencia, pero cuando crees que nadie te ve, te retuerces como si un demonio estuviera a punto de robar tu cuerpo. ¿Por qué?
Y entonces, por primera y única vez en mi vida, me rendí.
—Quizás porque soy culpable.
Ahora fuiste tú quien no podía salir del silencio.
—Quizás yo sea quien todos dicen que soy.
—No te entiendo.
Llevaba tanto veneno dentro que no me costó escupirlo.
—Odiaba el Titanic. Siempre lo detesté, Mabel. Mucho antes de que se hiciera a la mar. Vivía convencido de que dejarlo en libertad sería como soltar a un perro rabioso. La certeza de que provocaría un dolor como no se había conocido hasta entonces me llenaba de una turbación irracional y tan efectiva que desde entonces a él le debo todas y cada una de mis pesadillas, incluso antes de que se hundiera.
Tuve que levantarme y servirme otro trago para que algo quemara más que mi voz. Pero ya estaba encendida y no había forma de pararla.
Cada palabra surgía envuelta en llamas.
—Creía y creo que era un barco maldito. Cada vez que escuchaba su nombre me sobresaltaba porque estaba seguro de que cuando lo volviera a escuchar, iría ligado al horror.
Incapaz por más tiempo de permanecer quieto, solté la copa y empecé a moverme por toda la habitación. Mis temblorosas manos fueron puestas a buen resguardo en los bolsillos de mi chaqueta para ocultar su crispación. Y miraba hacia todos lados como si creyera que alguien más que tú estaba juzgando los podridos frutos de mi desesperación.
—Debí gritar mi advertencia, aunque nadie me hiciese caso, decir a todos lo que yo sabía a ciencia cierta: que había que permanecer lejos de él, llevarlo a los astilleros y devolverlo a los bosques y a las refinerías de acero. Al menos, me hubieran tomado por un chiflado que ha pasado demasiado tiempo bajo el sol, y se habrían visto obligados a mantenerme, al menos durante algunos meses, alejado de los barcos, con lo que nuestras vidas hubiesen quedado mucho más al margen de la tragedia.
No quería volverme, como Ismay, evitando mirar hacia el lugar donde todo se hundía. Pero yo sí lo hice. Me giré. Y pude ver cuánto te costaba retener tus lágrimas.
—Sé que todo esto suena a la cantinela de un borracho profesional. Y tal vez sea cierto. Quizás todo esté en mi cabeza. Pero sería más fácil rescatar el Titanic de las profundidades que dejarme sin esa convicción.
Estaba jadeando. Tal vez por eso tardaste tanto en hacerme una nueva pregunta:
—¿Y todo eso por qué te convierte en culpable?
Me dejé caer sobre un sillón, donde mi rugido perdió toda su potencia.
—Porque nunca he podido dejar de pensar que quizás de forma inconsciente permití que sucediera. Así de fácil, me desentendí, mi mente se nubló para malinterpretar las señales y de esa manera consentir que el barco se perdiera para demostrarme a mí mismo su condición de maldito.
Seguías en la misma posición, con el nido de las manos aún en tu regazo. La vejez no había plegado la dulce tersura de tu rostro. Y en aquel momento me mirabas exactamente como me miraste la primera vez que nos vimos. Como a un hombre distinto. Lo que debía llenarme de orgullo me señalaba ahora como a un farsante.
—Entonces, la cuestión es otra.
Hubieras sido un excelente marino. Siempre te lo dije. Juzgabas los problemas en cuestión de segundos y no titubeabas a la hora de establecer las coordenadas para encontrar la ruta más corta y segura hasta la solución.
—Todo eso no son más que especulaciones que nada aportan a lo que ambos necesitamos saber.
—No sé qué más puedo decirte.
Y, sin dudarlo lo más mínimo, lo hiciste. Me preguntaste lo que nadie había querido escuchar. Ni siquiera yo.
—De haber tenido la oportunidad de rescatar el Titanic, de haber sabido que se estaba hundiendo, ¿habrías hecho algo por ayudar a toda esa gente pese a creer que era un barco maldito que podría acabar también con tu vida y con la de tus hombres?
Me pedías una respuesta a la que yo había tratado de contestar infinidad de veces, sin otro resultado que no fuera el de oír mi propia petición de que dejara ese asunto a un lado, era demasiado arriesgado reflexionar sobre eso, pero no lo suficiente como para saber que había llegado el momento de enfrentarme a ello. Y me sorprendió la facilidad con la que confluyeron palabras y sentimientos que parecían agotados:
—Precisamente el hecho de que lo creyera maldito me hubiera obligado a volar para salvar a la gente que había a bordo. Antes incluso de saber lo que me sobrevendría después, no hubiera permitido, ni aún a costa de mi futuro, que ni una sola de aquellas personas fuera destruida por la bestia cuya hambre de sangre yo tanto temía, y cuya destrucción era mi mayor anhelo. Hubiera navegado con mis manos con tal de que la maldición no se cobrase su precio en almas. Aquella monstruosidad no merecía llevarse ni una sola de ellas. De haber podido, el Californian se la hubiera jugado para impedir en la medida de lo posible la magnitud del desastre. Yo era su capitán. Nadie hubiera sido capaz de detenerme.
Y de nuevo aquella sensación de que tú ya sabías todo lo que pasaba por mi cabeza, e incluso cuál sería mi respuesta. Solo necesitabas oírlo en voz alta. Saber que tus sospechas no eran más que la consecuencia de mi errático comportamiento al respecto. Corroborar que, después de todo, no habías estado luchando para mantener oculta una ignominiosa verdad que debía ser manipulada a cualquier precio.
Se acabó la confesión, y te rogué clemencia.
—Dime algo o me veré obligado a ofrecerte otro pedazo de la tarta de uva de los Anderson.
Primero, el umbral de una sonrisa. La sonrisa triste del payaso. Y luego, la inesperada despedida.
—Gracias, Stanley…, y lo siento mucho.
No esperaba esa respuesta. Cualquier otra, menos ésa.
—¿Gracias por qué?
Te acercaste hasta mí, y te sentaste en el brazo del sillón, apoyando tu frente contra la mía.
—Gracias por proporcionarme ese poco más de fuerza que tanto necesito.
—Entonces, ¿qué es lo que sientes?
Estabas llorando. Pero no querías que te viera. Lo supe porque tus lágrimas caían sobre mis mejillas.
—Siento que te hayas olvidado de mí.
Para eso tampoco encontré réplica alguna.
—Soy la misma a la que conquistaste con tus historias sobre los mares, sobre sus fantásticas criaturas, reales o no, sobre piratas y sobre barcos malditos. Soy la que arrastrabas a las exposiciones solo para ver algún elemento peculiar que habías descubierto en un lienzo marino, y también la que leía todos esos cuentos que pasaban por ser tus obras preferidas. Me hechizaste y no sabes cuánto te lo agradecí. Cuando todo pasó, tenías que haber venido a mí. Era yo la persona a la que has estado buscando para encontrar quietud. Nací para defender tu causa, incluso ahora que por fin la conozco, pero tú no me lo pediste. Hubiera sido tu mejor aliada. Pero no se te ocurrió contar conmigo. Como si todo formase parte de una maldición.
Habías dejado de llorar y ahora me sonreías con cansada ternura. Y antes de que yo pudiera decir nada me besaste para abortar para siempre la mueca de derrota que ya se estaba instalando en mi boca.
Fue la última vez que nuestros rostros estuvieron tan cerca.
Apenas unos días después, falleciste.
Esos segundos ganados no te llevaron muy lejos.
Solo que mis expectativas de lo que sentiría ante tu ausencia no eran más que arañazos frente al brutal zarpazo que nos abatió a todos los que te conocíamos. Mucha gente asistió a tu entierro (cuando al fin estalló la tormenta que los truenos llevaban anunciando sin cesar desde la noche que hablamos), muchos más de los que yo esperaba. Por momentos tenía la impresión de que todos me miraban con algo de desprecio e incluso de rencor, como si al fin pudieran mostrar sus verdaderos sentimientos ahora que no estabas para impedirlo como solo tú podías hacerlo. Pero he navegado en mares peores. Y, además, había cosas bastante más inquietantes, como por ejemplo sentir que cada paletada que arrojaban sobre tu féretro caía sobre mi cuerpo, y hasta llegué a sentir la tierra húmeda en mis labios.
Mientras un buen amigo desgranaba un pasaje bíblico que tú misma habías elegido, yo traté de imaginar qué pasó por tu cabeza la primera vez que escuchaste que se me acusaba de haber abandonado a su suerte a todos los tripulantes del Titanic. Conmocionada como los demás ante el hundimiento del transatlántico, solo a ti se te eligió para vivir con quien no había hecho nada para impedirlo. Mil quinientas personas acababan de morir y tu esposo, tu devoto y amado esposo, hubiera podido rebajar esa cifra a cero. ¡Santo Dios! ¿Qué pudiste sentir al tener que volver al lecho de tu Herodes después de que éste contemplara desde su balcón el asesinato de todos los niños del mundo que él mismo había ordenado?
Imposible saberlo.
Cuando todos se hubieron ido, convencí a mi hijo para que me dejara caminar un rato. Pero mi único sendero conducía hasta tu tumba.
Allí permanecí unos segundos orando. La fuerza de la lluvia era tan brutal que todos los ramos y coronas que te habían llevado comenzaron a deshacerse hasta formar un gran charco de flores machacadas.
Y sobre ellas pude pronunciar mis propias exequias:
—No hay forma de despedirse de quien uno no quiere separarse. Pero debo hacerlo. Nunca me exigiste pruebas de mi amor, ni jamás me pediste que te dijera que te quería. No te gustaban las palabras, como a mí, aunque siempre estuvieras escuchando para detectar aquéllas que podían ampliar tu curiosidad, sin que supieras cómo disimularlo. Cumpliste con tus deberes de esposa, pero sin perder de vista esas pasiones que mantenías a buen resguardo: planear que algún día cruzarías todos los océanos, hacerles saber de tu amor a los que más querías con las armas más sencillas que pudiste improvisar, y leer como precepto únicamente aquellos libros que las demás esposas de los oficiales jamás se atreverían a tocar. Te hiciste vieja en el salón de una casa, en una habitación para un niño que terminaría por no caber en ella, en un dormitorio que, durante nuestra juventud, tenías que compartir con la huella que yo dejaba en el colchón mientras me dedicaba a surcar los mares. Seguro que también hablarías con esa parte vacía de la cama, y quizás por eso siempre tenía la sensación, cuando me hallaba en alta mar, de que debía contestar a tus preguntas de una manera inmediata y urgente, como si acabara de escucharlas. Sin embargo, qué poco podías sospechar que dentro de tus obligaciones maritales se incluyese una cláusula adicional de la que nadie te había advertido, pero que tan bien asumiste. En permanente batalla contra los poderes que me acosaban no supe reparar en eso hasta que ya fue demasiado tarde para pedir disculpas. Lo que dijiste era muy cierto. Pude hablar contigo. Eras, con toda seguridad, la única persona en el mundo que me hubiera ayudado a cerrar mis heridas.
Guardé unos instantes de silencio. Imagino que trataba de hallar el valor para decir lo que, en realidad, hubiera debido ser mi propia esquela:
—No supe ver lo dentro que estabas de mí. Y no sabes cómo lo siento.
Mientras abandonaba el cementerio, fui consciente de algo en lo que no puedo dejar de pensar desde entonces. Estoy convencido de que, pese a no reconocer a la aliada que pudiste ser, te marchaste sabiendo qué es el amor, mientras que yo sigo sin tener la menor idea de si poseo el deber y la capacidad de repartir tanto amor como siento habiendo provocado un dolor común tan profundo como duradero, pero absolutamente seguro de que si realmente fuera capaz de hacerlo, si el pasado no siguiera desollando mi espalda, tú serías la única persona del mundo a la que me rendiría sin condiciones.
Pero culpas y dudas me siguen zarandeando cuando ni mi cuerpo ni mi mente son capaces de hacer nada por evitarlo. No era suficiente carga asumir la ausencia de miles de personas que habían muerto por mi culpa. Ni golpear una y otra vez mi cabeza contra una puerta cerrada con una llave hundida en el fondo del mar. También estaba condenado a saber qué se siente al vivir sin ti.
Tenía que verte morir.
Mi castigo debía ser completo.
Y ha sido el peor de mi vida. Mucho peor que la suma de todos mis pensamientos atormentados desde aquella noche de abril.
Incluso ahora, tantos meses después de que también fueras rechazada por la vida, las cosas no hacen sino empeorar. Cuando en la ciudad solo quedan en pie las farolas, y la oscuridad se recoge a mis pies como un cachorro asustadizo, no puedo evitar preguntarme si esa lejana luz que algunas noches alcanzo a ver mientras creo dormitar no es sino una señal que me haces para que sepa que me estás esperando allí donde no nos destruye el tiempo, o si solo es otro fantasma de mi imaginación, una ilusoria luz que se interpone entre mi alma y el lugar donde la tuya se sigue hundiendo en una profundidad infinita mientras yo no hago nada por evitarlo.