EL BARCO DE LAS PESADILLAS
Aunque nunca se dijo abiertamente, mucha gente sospechó que de algún modo inconfesable yo odiaba al Titanic. Aparte de una inhumana desidia, ¿qué otro motivo podría tener nadie para empujar a su infortunio a más de dos mil quinientas personas?
Sé que cuanto exprese sonará a autojustificación, un forzado giro de la verdad que me haga parecer menos oscuro de lo que en realidad soy. No me importa. Estoy acostumbrado. Pero creo saber por qué todo el mundo ha mantenido intacta su fascinación por el hundimiento durante tantos y tantos años. Aunque nadie lo diga abiertamente, yo puedo verbalizarlo porque, haga lo que haga, todos mis pecados ya han sido señalados en cada libro de historia y dolorosamente castigados. Los que cometí y los que no. Si alguna vez hubiera asesinado a un inocente, la gente se habría limitado a comentar que no les extrañaba siendo yo quien era. Al principio solo fue una sospecha, pero ahora puedo declararlo con toda la libertad del que sabe que no hallará jamás redención alguna. El Titanic era un barco maldito. Y desafío a cualquiera a que me demuestre lo contrario.
Soy la prueba viva de esa condición.
Es fácil excusarse en la farsa de que todo aquello no fue más que el resultado de una descerebrada carrera por hacerse con la navegación comercial en el Atlántico entre la compañía Cunard y la White Star (nadie prestaba atención a esos hombres que, agarrados a estrafalarias alas, no tardarían en adueñarse de los cielos, perfeccionando poco a poco sus aviones de palillos y lona, lo que traería el final de la supremacía marítima a la hora de viajar porque el hombre ya podría navegar sobre las nubes). Si se afina un poco más, cabría añadir que, más cercano a la verdad, todo se simplificaba en una incontrolada búsqueda del aumento del lujo y la apariencia. Los camarotes debían tener terrazas idénticas a las de los grandes hoteles. El cristal tenía que tintinear como un coro de ángeles. Las sábanas debían parecer como si hubieran sido bordadas con seda e hiladas por vírgenes que solo podían usar agujas de oro. Por dar lustre, hasta los pobres podrían viajar con la ilusión de sentirse un poco menos pobres, aunque no encontraran las puertas abiertas cuando llegó el momento de escapar. Había mucho dinero en juego. Y los grandes depredadores afilaron sus uñas. Traigamos cientos de cuadros, susurraban en sus conversaciones en clubes privados entre copa y copa, y también loza expresamente creada para uso exclusivo de los pasajeros, cada pieza con nuestro nombre impreso en ella, y llenemos las bodegas de vino con las botellas más ancianas, que cada día haya flores frescas como si el mar fuera un jardín, que no falten las chimeneas en las habitaciones que lo merezcan, que cada atardecer sea perfecto, que el mundo sepa que nadie es rival para la White Star a la hora de lograr que un puñado de ricos pueda viajar en un paraíso flotante.
Por ser efectistas, hasta colocaron en el Titanic una cuarta chimenea, no falsa (pues aliviaba la presión de algunos vapores), pero más ornamental y llamativa que otra cosa porque un barco con cuatro chimeneas debe ser por fuerza superior a uno que navega tan solo con tres. Pero por ellos que no quedara. Cuantas más chimeneas, mejor. Hasta que se cayeran rodando por la popa.
Malditos potentados.
Curiosamente, el Titanic no nació como la leyenda en que se convirtió. Era solo un proyecto que se iba a poner en construcción en un astillero de Belfast, junto al que sería su desgraciado gemelo, el Olympic. Pero por aquel entonces el Titanic no despertaba más atención de la que se ganaría cualquier suceso que lograse espantar los zumbidos de la monotonía. Era como si quisiera pasar desapercibido, y todo cuanto se veía de él (siempre en fotografías) tenía un aire extraño, apenas gente en los astilleros, unos pocos obreros posando junto a la ingente mole, o ese paso levemente fúnebre que pude ver en algunos periódicos cuando una de las anclas fue trasladada por una recua de mulas hasta el lugar donde el barco seguía alzándose para ocultar el horizonte. Como igualmente reveladoras resultan las fotos que se tomaron a bordo en su única travesía. Más de dos mil quinientas personas viajaban en el Titanic, y en sus cubiertas apenas podía verse más que algún niño jugando con una peonza o una pareja paseando junto a tumbonas vacías.
Como un barco abandonado a su suerte. Como un barco maldito cuyas fantasmales apariciones dejan paso a visiones incongruentes que te hielan el corazón. Solo que la sed de sangre del Titanic comenzó mucho antes. Ocho personas perdieron la vida mientras lo construían. Cabe alegar que ese tipo de accidentes eran normales dado el descomunal empeño perseguido. Es posible. Pero de esas muertes no se habló demasiado. Como el resto del buque, todos cuantos tenían contacto con él se iban desvaneciendo poco a poco en el mito venidero. ¿Cómo explicar que después de la tragedia apenas hubiera fotos del barco, que incluso se llegase a presentar el Titanic trucando retratos de su gemelo? Como tampoco había fotografías de su poco respetuosa ceremonia de botadura (durante la cual, en contra de la docta superstición, no se rompió botella alguna contra su casco), ni de su salida desde Southampton, donde una multitud lo despidió sin que se guardara un registro fotográfico de tamaño evento. ¿Dónde estaban las pruebas visuales de la existencia del barco más famoso del mundo?
Pero no se pueden sacar fotos de un sueño, ¿no es cierto? Como tampoco se pueden hacer fotos a una pesadilla.
Lo mismo ocurrió con el hielo. A los pocos días de la catástrofe, los dibujantes que trataron de reconstruir lo sucedido se afanaron en añadir icebergs y grandes masas de hielo en sus mapas de ocasión. Pero con los años, el Titanic se ha ido quedando solo navegando sobre un mar negro, extraviado en una noche eterna, y sin ningún signo de la presencia del hielo a su alrededor, como si cada uno de los elementos estuvieran condenados a dispersarse, incluso los que provocaron la tragedia.
Hasta la mayoría de los cadáveres desaparecieron.
Ni tan siquiera se supo nunca qué pasó con los botes salvavidas. Llegaron a Nueva York. Y ahí se pierde su rastro. Es lo único que se sabe de ellos. Al igual que el Titanic, dejaron de existir.
Aún más, se dice que la White Star despidió a todos los que trabajaban a bordo del Titanic apenas unos minutos después de conocer su hundimiento, y eso que todavía no conocían el número de supervivientes. Querían ahorrarse un buen montón de sueldos. Se cerró el telón y los actores se habían quedado sin escenario y hasta sin paga.
Y, aunque pueda parecer increíble, durante todo el tiempo que duró su construcción, jamás me crucé con él. Ni cuando lo trasladaron hasta el puerto de Southampton. Vivía entre marinos, de muelle en muelle, visitando astilleros, oficinas de constructores, dependencias marítimas. Me pasaba los días (cuando no las noches) departiendo sobre buques y travesías. Y era el barco del que todos hablaban. Sin embargo, ni una sola vez pude verlo. Bueno, tan solo en una ocasión. Pero aquello no era un barco. ¡Por Dios que no podía ser un barco!
Claro que eso no es lo que se pensó después. Porque lo que se dijo es que yo no solo lo había visto con mis propios ojos, sino que incluso contemplé a una distancia de lo más prudencial su hundimiento, que me desentendí de las señales de auxilio que enviaba solo para que nosotros las viéramos, pues ellos también nos habían identificado en la oscuridad (si es que éramos nosotros).
Muchos pensarán que es poco serio o profesional que un capitán hable de barcos malditos, que sería mucho más lógico que estuviera escribiendo estas notas en las paredes de algún sanatorio mental. Pero soy inglés, y en la práctica eso me hace marino (o al menos, a principios de este letal siglo XX, era casi una regla). Amo y temo al mar a partes iguales. Respeto unas reglas que nadie conoce. Él esconde nuestros secretos. A él le debemos todo, lo que sabemos, y lo que no sabemos, lo que nos está permitido hacer y lo que no. Solo su fuerza pudo separar los continentes. Seguiríamos creyendo que vivíamos en un mundo inexorablemente plano (cuyo final son siempre cataratas porque nada ni nadie, ni siquiera la imaginación, es capaz de ponerle un límite al poder de los océanos) de no ser porque alguien contempló cómo un barco se perdía en la línea del horizonte y gracias a ello pudo sospechar por primera vez la curvatura de la Tierra.
Y la historia de la navegación está llena de barcos malditos. Los piratas sabían de ellos. Y los corsarios. Y los más afamados marinos militares. Y también los expedicionarios que osaban surcar aguas ignotas. En definitiva, entre todos aquellos que se pasasen más tiempo navegando que en tierra firme. Cuando yo era niño, los marineros creían que si un tiburón comenzaba a seguir la popa de un barco, significaba que alguien de a bordo tenía las horas contadas. Puede que hoy día todo el mundo piense que no son más que bobadas sin base científica o racional alguna. Pero yo me cuidaría bien las espaldas.
Todos esos recelos que despertaba en mí el barco cobraron más fuerza que nunca cuando empezó a extenderse el rumor de que el Titanic no podía hundirse. Tal era la firmeza de su estructura y las medidas de seguridad. Cuando escuché aquello, fue como sentir la presencia de un merodeador, de un intruso que solo se alejaría una vez hubiese calmado su malsano apetito. Insumergible. Así lo calificaron frente a mí los hombres que muy pronto comenzarían a construirlo.
Me encontraba en Belfast de paso cuando decidí (casi era obligado para mí) darme un paseo por sus astilleros, contemplar los barcos que se estaban levantando, imaginar los que algún día navegarían hasta los siempre penúltimos confines del mundo, y, siguiendo las huellas de miles de pasos humanos que habían terminado por trazar un camino natural ajeno a las rutas de piedra, acabé en una taberna donde un grupo de trabajadores estaba charlando. Les saludé, me devolvieron el saludo y uno de los más veteranos siguió compartiendo sus impresiones, interrumpidas mientras yo pedía una cerveza negra.
—Y no es lo único que sé sobre esos gigantes que piensa construir la White Star.
Resultaba evidente que era el narrador de mayor rango entre los charlatanes. Hasta se permitió una dramática pausa antes de revelar el gran secreto.
—Dicen que serán insumergibles.
Creo que incluso entre aquellos acostumbrados a su palabrería nadie supo muy bien si reír o tomarse en serio la afirmación. Nadie excepto yo, que, tras pedir apuradamente una ronda para todos mientras limpiaba la espuma de mis labios, me senté junto al hombretón.
—¿Insumergible? —le pregunté después de brindar junto a los demás para celebrar que las jarras estaban llenas de nuevo—. ¿Cómo que insumergible?
—Así lo describen, capitán —dijo, encogiéndose de hombros como si remarcara su papel de simple mensajero.
—¿Pero cómo es posible?
—A mí no me mire. Yo todos los que construyo se hunden sin el menor problema —y subrayó lo dicho con un movimiento descendente de su mano.
Un nuevo brindis común para refrendar que al resto le pasaba exactamente lo mismo.
—Creo que tiene algo que ver con un nuevo tipo de mamparas estancas. El agua no podrá pasar de una zona a la siguiente en caso de accidente. Hace un par de días escuché al señor Andrews hablando de ello, pero la verdad es que tampoco estaba prestando mucha atención.
Imaginé que se refería a Thomas Andrews, el ingeniero a cargo de la construcción del Titanic, la mente que aceptó un reto al que no podía negarse porque era poco probable que volvieran a ofrecerle una oportunidad así en toda su vida. Construya el barco más hermoso y seguro que jamás haya surcado los mares. Le invitamos a erigir un gigante, cuyo intrincado esqueleto usted diseñará. Desde los tiempos en que se levantó el Coloso de Rodas, nadie ha visto nada semejante. Y aquí tiene su cheque en blanco para probar que no mentimos. Cómo iba a resistirse. Los últimos que le vieron con vida mientras el Titanic se hundía, después de ser el único que desde un principio trató de que los botes bajasen abarrotados, aseguran que permanecía frente a un cuadro llamado Aproximación al Nuevo Mundo (no añadiré nada a los muchos simbolismos que se han llegado a establecer en torno a esa imagen). Pero me parecía fuera de lugar que alguien que podía mostrar esa entereza y esa calma mientras la muerte (la suya y la de los demás) le iba carcomiendo fuese utilizando tan alegremente las palabras.
—¿El señor Andrews dijo que era insumergible?
—No, claro que no. No creo ni que el señor Andrews lo escuchara porque estaba luchando con esos planos de los que nunca se separa y además es un hombre que habla para que le entiendan los hombres. Lo dijo el emperador en persona. Y nosotros no somos emperadores, así que nos limitamos a callar y a seguir remachando.
El tono había cambiado. Ahora, sin duda, estaba refiriéndose a lord Perrie, director de la Harland & Wolff, la empresa que se encargaría de la construcción. Y mi interlocutor no pasaba por ser uno de sus mayores admiradores.
—Igual que dijo que teníamos que doblar la capacidad de uno de los diques de construcción porque eran demasiado pequeños para lo que tendríamos que levantar. ¿Y qué hicimos? La doblamos. No era suficiente con intentar que mi gente no se rompiera la crisma mientras trabajaba en condiciones tan penosas. Ahora debo convertirlos en equilibristas y extirparles el vértigo a los que lo padezcan —creo que fue entonces cuando se fijó realmente en mí por primera vez, y quiso saber hasta dónde podía estar metiendo la pata—. Disculpe mi sinceridad. Quizás es usted su sobrino preferido o su hijo, quién sabe, todo es posible en este cochino mundo, cualquier irlandés que se precie cosas más raras ha visto. Pero usted también es el único responsable de mi franqueza. Ha sido quien ha pagado las cervezas.
—¿Y no cree que eso merece otra ronda?
Todos asintieron para confirmar que lo merecía como pocas otras ocasiones y hasta el camarero se sirvió una cerveza y puso sus codos sobre la barra, menos dedicado a la ensoñación que a estar preparado por si las cosas derivaban en una discusión menos distendida.
Pero yo no buscaba pelea.
—¿Entonces será realmente tan grande como dicen?
—¿Grande? Hablan de que a bordo viajarán entre tres y cuatro mil personas.
Y así era. Pese al gran número de víctimas, a bordo del Titanic podían viajar alrededor de tres mil quinientas personas, mil más de las que hicieron su viaje inaugural. Podía sonar como una exageración, pero no lo era. Muy pronto, los habría que transportarían a cinco mil, y a diez mil y hasta a quince mil, y también se hundirían antes siquiera de poder escribir una despedida en el vaho de un espejo.
Y el docto trabajador siguió permitiendo que la cerveza se transformase en sinceridad.
—Da igual lo que digan los que están a favor o en contra de esta supuesta revolución marítima. Yo seguiré aquí, construyendo lo que me ordenen, barcos insumergibles, barcos con patas o que en vez de chimeneas tengan alas. Hago esto para poder seguir pasando hambre, y para que mis hijos y sus hijos puedan seguir pasando hambre, todos pegados en la esperanza de que algún día alguno de nosotros pueda viajar en uno de esos barcos por cuyas venas corre nuestra propia sangre y llegar a un lugar desde el que poder añorar nuestra tierra.
Y mirándome fijamente a los ojos, como si hubiese detectado algo fuera de lugar en mi mirada, añadió con inequívoca tristeza:
—Hay destinos peores.
Todavía hablamos un rato, pero yo estaba fuera de la conversación. La palabra insumergible se repetía incesante en cada onda de mi pensamiento, se expandía y se contraía con una palpitación visceral que mi cuerpo rechazaba como un elemento extraño con el que no podría convivir. Pero ya no hubo forma de librarse de ella. A partir de aquel día comencé a escucharla por todas partes. Y tan fácil como la mañana sucede a la noche, de pronto todo el mundo creyó que se estaba construyendo un barco que no se podía hundir.
No era una cuestión de fe.
Era el vestíbulo de nuestro futuro.
Lo cual me lleva a hablar de alguien sobre el que, con excepciones muy puntuales, jamás he podido hacer comentario alguno sin que las miradas me traspasen, como si con solo mencionar su nombre mi cuerpo fuese transparente, dejando únicamente al descubierto un turbio corazón lleno de rencores. El capitán del Titanic, Edward John Smith.
Aunque se da por sentado que el adjetivo de «insumergible» fue un siniestro ardid de los que idearon el gran fiasco, ¿acaso no fue el propio Smith quien, seis años antes, a bordo de otro flamante barco de la White Star (creo recordar que se trataba del Artic), había declarado públicamente que era incapaz de imaginar nada que pudiera hacer naufragar a un barco, que la moderna construcción de buques había sobrepasado todos esos peligros? ¿No cabe calificar de negligencia y temeridad el ofrecerle el mando de un buque a un hombre que resulta evidente que no tiene la menor idea de la clase de disparate que está diciendo?
Mientras yo era apaleado públicamente, Smith se erigía como el gran héroe de la tragedia, aunque no pocas y maliciosas voces también arremetieron contra su figura. Tanto la investigación estadounidense como la británica pusieron en tela de juicio su verdadera capacidad para ser el responsable último de lo que ocurriese a bordo: la desquiciada idea de navegar a toda velocidad en un barco que ya se había demostrado muy complicado de manejar en situaciones más que favorables; su insensatez al desoír una y otra vez los continuos mensajes alertando de la presencia de grandes moles de hielo tan altas como desfiladeros; su fidelidad casi perruna a Ismay, y, sobre todo, su desconcierto una vez que comprendió que su barco se iría a pique antes de que pudiera tomar decisión alguna.
Tan injustas me parecen esas acusaciones como las que me hicieron a mí. Y Smith ni siquiera podía defenderse.
En primer lugar, ¿no son las críticas que se le hicieron, al menos en parte, producto del mayor de los desatinos? Viajaba a bordo de un buque insumergible. ¿Por qué diablos debía mostrarse prudente? Todos los que antes habían aplaudido el despropósito hasta hacerse llagas en las manos, aquellos que habían vitoreado la salida a alta mar del mayor prodigio móvil construido por el hombre ahora se quejaban de la jactancia ajena, haciendo oídos sordos a su propia sumisión al encantamiento original. Era su viaje inaugural, ¡santo cielo!, debía probar la fuerza de su barco, ponerlo al límite. De no haberse hundido, habrían dedicado el día siguiente a comprobar hasta dónde podía llevarles a máxima potencia. Es la única forma de conocer el comportamiento de un transatlántico de semejante tamaño, para el que no caben pruebas cerca de algún puerto. Su mayor temor solo podía ser que las hélices perdiesen una pala o que, como ocurrió poco tiempo después de que zarpara, un pequeño incendio (posteriormente avivado con todo tipo de posibles intrigas) mostrase alguna falla en el funcionamiento de las enormes máquinas. Yo mismo navegaba al límite de la velocidad del Californian con la bandeja del telégrafo abarrotada de advertencias sobre la presencia de hielo.
Y bueno, en cuanto a lo de su sumisión a Ismay, hasta el capitán más inexperto sabe que no es buena idea llevar a bordo a uno de los dueños del barco, ellos están por encima del deber y del saber de cualquier oficial y les divierte hacer travesuras con los rangos que improvisan para su solaz. Y el Titanic no era solo el objeto móvil más grande construido por el hombre. También era el juguete más descomunal que nadie pudiera soñar. Ismay quería disfrutar al máximo de aquella travesía que, siempre en el incierto marco de la teoría, demostraría, en especial a la compañía Cunard, que la White Star iba a la cabeza en lo referente a la construcción de los nuevos colosos marinos. Pero, la verdad, no creo que Smith le hiciera mucho más caso del que realmente creyera necesario a Ismay. Su diplomacia era la envidia de la mayoría de los oficiales, y no tendría el menor problema en seguirle la corriente a un hombre cuyo conocimiento del mar se reducía, probablemente, a que te salpicaba si te acercabas lo suficiente.
Siempre he pensado que Smith mostró sus carencias en otras cuestiones alejadas por completo de esas acusaciones simplistas. Porque, aunque no creo que jamás ninguno de mis pasajeros tuviera la menor queja de mi comportamiento, debo confesar que, al contrario que Smith, mis facultades se desarrollaron para algo más que para saber qué hacer con cada cubierto de una mesa exquisitamente dispuesta.
Smith era un caballero. Muchos se referían a él como «el capitán de los millonarios», lo que no deja de ser un desgraciado apelativo para un hombre de mar. Sus muchos años navegando (en los que apenas tuvo sobresaltos) lo habían ido encumbrando entre la clase más alta, y era del todo consecuente (para los de esa misma clase) que fuera él quien, al tiempo que se despedía de su cargo, comandara hasta buen puerto a un pasaje donde se juntaban en un solo sitio más fortunas que en cualquier otro lugar del mundo. Era un honor. Lo más reconocido de la sociedad se despediría de él entre champán y esplendor.
Ahí se equivocaron.
Debió viajar como invitado. Nunca como capitán.
Es a partir del choque contra el iceberg cuando Smith demostró, a mi juicio, que en realidad era una suerte de aristócrata, como aquéllos que siguieron jugando a las cartas y oreando alguna copa de licor, y se limitaron a comportarse como caballeros (para aquellos a los que la gallardía pasa necesariamente por no hacer nada por salvar la vida de los que están a su alrededor), siguiendo un código que a nadie importaba ya mientras el barco se iba a pique.
Por decirlo como ellos lo expresarían, no estaba vestido para la ocasión.
No hay que ser un experto marino para intuir en las declaraciones recogidas por los testigos que Smith quedó muy tocado tras recibir la noticia. Prácticamente inoperativo, apenas pudo balbucear alguna orden y, más tarde, como si durante dos horas y media hubiera estado desaparecido, resurgió para entonar un desvaído aunque obligatorio «ahora cada uno deberá valerse por sí mismo». Al final de todo, ése fue su legado, su frase para coronar la historia. Que cada cual haga lo que pueda. Y con esto damos por terminado nuestro programa de hoy.
El Titanic era un barco maldito. Y debía comandarlo alguien que no pusiese el menor impedimento a su terrible destino. Porque, con las consabidas y lógicas excepciones, la tripulación demostró que, aunque aquello les sobrecogía como a cualquier mortal en su sano juicio, eran, antes que nada, marinos, y marinos acostumbrados a recibir órdenes y a respetarlas. Para cuando les llegó su libertad oficialmente, al barco no le quedaba ni media hora de vida. Durante todo ese tiempo nadie supo dónde estaba el capitán, qué estuvo haciendo en vez de poner todo su rango en el desatino en que se transformó la bajada de los primeros botes a bordo de los cuales iban unas pocas personas y algún que otro perro de noble raza. El Titanic no quería un capitán poniendo impedimentos a esa jugada maestra del destino.
Pero Smith terminó por convertirse en un héroe. A las especulaciones sobre lo que pudo hacer durante los últimos minutos de su vida se aportaron todo tipo de respuestas. Incluso se llegó a publicar un dibujo en el que se le podía ver, momentos antes de ahogarse, gastando sus últimos alientos en devolver a un recién nacido a una de las mujeres a salvo en un bote. Toda una imagen para ser recordado. Quizás debieron hacer algún retrato suyo ayudando a subir a una embarazada a uno de los botes vacíos para que estuviera más cómoda, luchando por mantener a flote el famoso automóvil que se supone viajaba en sus bodegas, o mejor aún, tirando de una de las hélices para que la popa del barco no se levantara como una catapulta cargada de muerte.
Nadie puede concebir la posibilidad de que quedase aplastado por una viga cuando el barco se quebró como una débil rama reseca, o que fuese aplastado por la multitud que corría después de que les hubieran encerrado en las zonas inferiores del barco. No, el capitán Smith estaba ocupado salvando bebés, o nadando en el agua fría para llenar los botes salvavidas medio vacíos que él mismo dejó partir, o tal vez buscando con sosiego una forma digna de morir. ¿Pero cómo se puede morir digna y sosegadamente mientras a tu alrededor más de dos mil personas revientan en una tormenta de pavor y llanto?
Smith solo fue otra pieza más del complejísimo engranaje que haría, saltándose cualquier impedimento que la voluntad humana tratase de incluir, que el Titanic llegase puntual a su cita. El capitán perfecto para gobernar un barco maldito. Lo que otros tomaron por un cúmulo interminable de casualidades, para mí eran las pruebas de que nada ni nadie podría escapar de esa trampa, una trampa hacia la que yo me dirigía aquella noche de abril sin tener la más mínima sospecha de que me había elegido a mí como uno de sus principales protagonistas.
Porque la maldición del Titanic no solo recaería sobre los que navegaban en el barco. También tenía pasajes reservados para los que no iban a bordo.