19

LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912

06.12

A bordo del Californian todo el mundo seguía mirando el rastro dejado por aquella lejana y brevísima línea amarillenta, como la huella de una lágrima de aquel sol que tampoco podía ver el barco que todos buscábamos. Los hombres se decidieron a romper su ensimismado silencio y comenzaron a murmurar entre ellos para resolver, cada cual a su manera, aquel más que inesperado giro en nuestras expectativas.

Me volví, y tal como sospeché, Evans estaba a mi espalda, acodado tras la puerta entreabierta, mirando hacia ese mismo lugar, tal vez imaginando si aquél sería el aspecto de los cohetes vistos durante la noche.

—Evans —le insté con algo de severidad—, vuelva a su puesto ahora mismo y no salga de ahí si no es para contarme desde dónde puede haberse disparado ese cohete. Es reciente. No puede provenir de muy lejos. Y otros barcos también deben de haberlo visto.

Evans me miró, cada vez más inquieto.

—¿No cree que hayan sido lanzados desde…?

Ni él quiso decir el nombre ni yo tampoco.

—No, Evans. No lo creo. Lo siento mucho.

Mientras regresaba a su cubículo, comprendí que había sido muy injusto con él. Era demasiado joven y creo que incumplí mis deberes como capitán al no tratar de despejar sus miedos, los mismos que no le permitirían cumplir sus deberes al ciento por ciento de sus fuerzas. Aún me apena pensar que fue a él a quien designé como primer portador de mi amargura.

Lo reconozco. Elegí un mal momento para asumir la derrota. No solo la mía, sino la de todos aquellos barcos que navegaban hacia una posición en la que encontrarían la misma calma que ahora me rodeaba. Nada ni nadie lo confirmaba, pero yo estaba seguro de que el Titanic ya se había perdido para siempre. Caminé sin disimular mi pesadumbre, me desentendí de lo que Stewart trató de preguntarme, bajé las escaleras, y no sin esfuerzo (como si mis huesos se hubieran hecho pedazos como el hielo que habíamos dejado atrás) crucé la cubierta hasta situarme en la barandilla de proa, de la cual previamente se habían apartado algunos de mis hombres como espantados ante mi presencia, y desde donde comencé a mirar las tranquilas aguas del océano. Hacia el noreste, un puñado de pequeños icebergs perdía velocidad y se iban acercando unos a otros.

Una mano tocó mi espalda y me volví. Stewart me había seguido silenciosamente:

—¿Y ahora qué demonios hacemos, Stanley?

Me vino bien que ambos nos quitáramos los galones por un momento. Necesitaba volver a ser un hombre normal, tan preocupado como exigían las circunstancias, pero por un momento ajeno por completo a las complejas decisiones que se deberían tomar a partir de entonces, libre para conversar con un compañero de travesía. Fue un bello gesto por parte de Stewart.

—No lo sé, George. Te juro que no tengo la menor idea de cuál debe ser nuestro próximo paso. ¿Alguna sugerencia?

Encendí mi pipa mientras esperaba su respuesta, que tardó mucho más de lo esperado en llegar a pesar de que las opciones no eran tantas.

—No podemos seguir navegando, pero tampoco parar. Es como para volverse completamente loco.

—Cierto, pero en cualquiera de los dos casos, no hay que mantener inactivo a ningún miembro de la tripulación.

—De acuerdo, yo me encargaré personalmente de que así sea —no se movió; sabía que aún no había terminado nuestro pequeño encuentro sin los tintes del uniforme sofocando nuestra sinceridad—. ¿Crees que dependemos de Evans?

—Más que del aire que respiramos. Resulta claro que se está transmitiendo una posición errónea. ¿Pero hasta qué punto equivocada? Diez millas, veinte, treinta… Mucha distancia y nada de tiempo. Mala combinación, George.

—Vamos, Stanley, es el Titanic. Es tan grande que te puedes quedar dormido antes de que acabe de pasar frente a tus narices. Por muy deteriorado que esté, debe permanecer a flote, incluso en el caso de que se haya dado la vuelta hasta dejar al descubierto su barriga. Y deben contar con suficientes botes salvavidas como para sacar al pasaje mientras llega la ayuda.

Así éramos de ingenuos.

¿Suficientes botes para qué?

—Puede ser —contesté, recordando la réplica única de Evans, que también se quedó pegada a mi lengua—. Puede ser.

—No tenemos por qué ponernos en lo peor.

Pero tampoco pude ocultarle a Stewart mis certezas. Y mucho menos mientras hablábamos en calidad de amigos.

—Lo peor ya pasó.

Stewart me miró con cierta aprensión, como si de repente no estuviera muy seguro de que yo era quien aparentaba y decía ser.

—Vamos, Stanley, nadie está en situación de afirmar algo semejante. De lo contrario, lo sabríamos.

Pero no cabían más demoras.

—Los hemos perdido, George. No hay nada más que podamos hacer por la gente que viajaba a bordo.

Aunque Stewart rebuscase entre los cielos y los mares.

—¿Y el cohete que todos hemos creído ver?

—Una señal por determinar. Tarde o temprano sabremos a qué responde. Pero el Titanic ya no está —y miré hacia las profundidades como si estuviera seguro de que la bestia de acero me contemplaba con sorna en aquel mismo momento, acomodada tras las sombras marinas, su quilla saqueada apuntando directamente hacia mi cerebro—. Se ha ido.

Stewart se acercó un poco más hasta que pudimos hablar frente a frente, aunque ambos habíamos bajado conscientemente el volumen de nuestra voz.

—¿A qué viene ese pesimismo, Stanley? No es propio de ti. No ha sido una noche de tormenta ni estamos siendo sacudidos por marejadas. Las condiciones no son tan adversas como para despreciar toda esperanza. Hay un montón de barcos que corren en su auxilio mientras hablamos.

—Mira a tu alrededor, George —le contesté mientras trataba de mantener la pipa encendida—. Dime que no ves lo que yo veo. Dime que aquí es donde el Titanic sigue hundiéndose. Muéstrame una sola señal de que algo terrible haya sucedido en estas aguas e iré nadando y desnudo a recogerla.

—Eso no significa nada. Tan solo se ha producido algún error a la hora de establecer la posición.

—¿Pero por parte de quién? ¿Del Titanic o de aquéllos que han ido recopilando los primeros mensajes? Ahora todo el mundo se dirige hacia aquí, es la única ruta segura. ¿Y para qué? En un rato esto estará lleno de buques detenidos como si hubieran varado en un cementerio de barcos. A los supervivientes, si es que los hay, se les acaba de terminar toda su suerte.

—¿Por qué dices eso?

Cerré los ojos para tratar de borrar lo que incluso con los párpados abiertos no podía dejar de ver.

—Nadie sabe dónde están, y el margen de error es tan grande como cuanto contemplas. En el mejor de los casos, alguno de esos barcos que se dirigen hacia aquí tropezará con lo que quede. Una casualidad. Eso es lo único que podemos ofrecerle a los que aún puedan seguir flotando en el océano con un chaleco salvavidas si es que han tenido la inútil fortuna de hacerse con uno.

Stewart se subió el cuello del abrigo.

—Entonces lo mejor será que nos pongamos a trabajar. Las casualidades nunca son fáciles de conseguir. ¿Mantenemos el rumbo?

Me daba completamente igual. Solo quería permanecer allí, solo, en la proa, acodado en ella para seguir mirando aquel océano con las aguas más transparentes y limpias que cualquiera pueda concebir, y pensando que, desmintiendo la creencia habitual, en aquellos momentos no era la calma la que venía tras la tormenta, sino la que la precedía.

—Sí —terminé por contestar no sin esfuerzo—. Pero navegaremos a poca velocidad. Tampoco podemos alejarnos demasiado. Y que Evans te deje constancia inmediata de cuanto mensaje nos llegue, lo crea o no lo crea importante.

—¿Mantengo la doble vigilancia?

—Si lo cree necesario. Ahora el mando es suyo —había dejado de tutearle, con lo cual le pedía formalmente que dejara de hacerme preguntas que él podía contestar sin problemas.

—De acuerdo, señor. Estaré en el puente si me necesita para algo.

Se marchó. Pude escuchar cómo los hombres en cubierta también se iban retirando en su mayoría. El Californian perdió algo de velocidad y hubo una leve corrección en el rumbo. El humo de la chimenea flotaba por la popa como si se negara a abandonar el barco en mitad de aquella inabarcable desolación. Los icebergs seguían sus propias derivas. Oí que alguien murmuraba una oración. El agua chocaba contra el casco y su sonido me trajo el recuerdo de otras travesías donde la calma y la belleza no eran meros espejismos.

Apenas unos diez minutos después, desde el puente me llegó la voz de Stewart, al que de inmediato vi haciéndome señales como si yo estuviera al otro lado del mundo:

—Capitán, dese prisa.

Subí las escaleras, y me detuve ante un Evans no menos jadeante.

—Tengo noticias, señor —él mismo se interrumpió y reordenó el montón de mensajes que sujetaba en su mano como para reducirlo y traducirlo a un relato que todos pudiéramos entender—. El Carpathia ha estado lanzando cohetes al cielo para avisar al Titanic de su llegada. Es lo que probablemente vimos hace un rato. Algún vestigio de las señales que estaban enviando. Pero acaban de informar que han tropezado con algunos botes salvavidas que llevan a bordo a los supervivientes.

—¿Y el barco? —al parecer, Stewart tampoco se atrevía a decir su nombre.

—Hundido, señor.

—¿Qué? —replicó Stewart, en cuyos ojos se reprodujo el mismo miedo con el que me miró minutos antes, cuando su compañero había dejado de ser su capitán y pasó a revelar su talento como un mal agorero, de ésos que pueblan los relatos sobre navíos antiguos varados en calmas totales y hambrunas que podían tardar meses en ser reducidas por el viento.

—Hundido. Los botes llevan algunas horas navegando. Todo debió ocurrir durante la noche.

Stewart seguía negándose a reconocer que su cambio de guardia había sido, en realidad, un cambio de vida.

—Eso no prueba nada. Los botes se habrán alejado o habrán sido arrastrados por las corrientes. No pueden estar seguros de que el barco no sigue a flote.

Evans no tuvo tiempo de contestar, porque tuvo que atenerse a la cadena de mando cuando yo tomé la palabra.

—¿Cuántos botes? —pregunté.

—No lo sé. Creo que ni ellos mismos lo saben. Los mensajes solo dicen que han topado con algunos botes y que están subiendo a bordo a los primeros supervivientes. Nos piden que acudamos de inmediato. Y que tengamos preparados nuestros botes y los chalecos salvavidas que llevemos a bordo.

Antes de que nadie pudiera empezar a sacar conclusiones, di la orden para que el Californian pusiese rumbo hacia la posición donde se hallaba el Carpathia, y de inmediato designé a varios hombres para que lo dejaran todo listo por si teníamos que socorrer a las personas que aún pudieran necesitarlo. Más allá de lo que yo llegara a pensar sobre el Titanic, la palabra superviviente fue más poderosa que una bala de plata para acallar mis supersticiosos temores. Había gente con vida. Ése era un dato irrefutable, lo que en la práctica equivalía a que era muy posible que hubiera varios botes salvavidas aún a la deriva que ni siquiera podían saber dónde estaban los demás. Evans había dicho que todo debió de ocurrir durante la noche. Pese a que lo más seguro era que los oficiales hubieran tratado de reagrupar los botes una vez se fueran alejando del casco del Titanic, algunos bien podrían haberse dispersado cegados por la histeria colectiva.

Tras ordenar avante toda, dejé que Stewart fijara el rumbo.

Antes de que Evans regresara al cuarto del telégrafo, le pedí que se quedara un momento. Dejé para después lo que debí llevar a cabo mucho antes de que ya no sirviera para nada: tranquilizarle.

—¿Qué puedo hacer por usted, señor? —me dijo sin disimular su tristeza.

—Creo que puede calmarse un poco.

—¿A qué se refiere? —contestó casi adoptando la posición de firmes, como si estuviera a punto de mandarle frente a un pelotón de fusilamiento.

—Me refiero a sus amigos. Ahora sabemos que los hombres lograron bajar los botes con toda la gente que pudiese entrar en ellos. Y se habrá seguido un protocolo que a lo mejor usted desconoce al llevar poco tiempo navegando. A bordo de todos ellos debe haber mucho personal de la tripulación para que se hagan con el control de los pasajeros, además de lograr que el bote pueda maniobrar en manos adiestradas, gente que sepa algo más que distinguir entre el norte y el sur. Sé lo que piensa y lleva razón. Es muy probable que algunas personas hayan muerto. Pero lo cierto es que la mayoría debe estar lejos del lugar del hundimiento, y no dudo que entre ellos estarán sus compañeros, ayudando todavía más a los que lo necesitan.

Evans, como si también pudiese utilizar una comunicación sin hilos con mi pensamiento, respondió directamente a lo que se proclamaba en todos los rincones de mi cabeza.

—No. Usted llevaba razón. El barco se ha llevado a mucha gente al fondo. Todo tuvo que ocurrir demasiado deprisa. Mucho más deprisa que la velocidad del sonido.

Aunque fue él mismo quien encontró las fuerzas que necesitaba para seguir atendiendo a sus obligaciones:

—Pero si aún hay gente viva, éste no es el mejor lugar para intentar averiguarlo. Vuelvo a mi puesto, señor.

—Gracias, Evans.

Entonces, recogí cuanto mapa pude encontrar y me planté con ellos en la gran mesa del comedor de oficiales, sobre la cual los dispersé. Nos tocaría entrar otra vez en el campo de hielo y por mucho que yo buscara, no encontraría la forma de evitarlo. Unos veinte minutos después ya estábamos de nuevo luchando contra el hielo y contra el tiempo, y la lentitud que esto trajo consigo fue aún mucho más punzante que la anterior porque ahora se sabía que podía haber personas perdidas en el océano con sus ojos a punto de hundirse en las aguas, pero todavía a flote, mirando con cristalizado terror hacia las distancias por si algo aparecía en ellas, algo a lo que poder asirse con un cuerpo que ya no podría alzar sus brazos para pedir auxilio, y mucho menos gritar.

Me senté y me tomé una taza de té nada más notar que de nuevo navegábamos a toda prisa (la velocidad del Californian pronto superó la potencia de sus motores, y en ningún momento mostró flaqueza alguna ante la presión a la que le sometimos) por aguas limpias de hielo. Ocasionalmente, alguno de los oficiales venía a servirse algo caliente y me comentaba, preocupado, la calma que nos rodeaba, que incluso había logrado contagiar a los hombres de a bordo, que ahora solo se atrevían a susurrar frases cortas, que raramente encontraban réplica.

Cuando apuré la taza, mi excitación interior ya se había transformado en una crecida, que estalló cuando de nuevo un golpe seco azotó nuestro costado, detonante de otra airada reacción

—¿Qué pasa ahora? —bramé al mismo tiempo que arrojaba todos los mapas fuera de la mesa—. ¿Otra vez nos estamos metiendo en un maldito campo de hielo?

Stewart entró en el cuarto, justo cuando noté que la velocidad del Californian descendía con brusquedad, como cuando se trata de sujetar a un caballo desbocado.

—No, Stanley.

Se tomó un respiro, como si acabara de leer en voz alta todos los salmos, antes de añadir:

—No es hielo. Esta vez, no.

Me levanté, incapaz de mirar hacia otro lado que no fueran los ojos de mi primer oficial, como si necesitara ver antes en ellos lo que me esperaba en el aire helado que llenó mi rostro de una liviana llovizna, como cuando uno se va acercando demasiado a un acantilado donde la espuma restalla sin desmayo.

El sol estaba mucho más alto y su luz me llenó de llamas los ojos. Lo cual no me impidió ver, cuando pude librarme de la fugaz ceguera, que aquél era, ya sin duda alguna, el lugar donde se había hundido el Titanic.