SOBREVIVIR AL TITANIC
Muchas cosas cambiaron en la década siguiente. Robert Scott llegó al Polo Sur, pero murió antes de regresar para poder contarles a todos, cual hubiera sido justicia, noticias sobre el nuevo continente que nos había regalado. Estalló la Primera Guerra Mundial y aunque yo no mandaba buques de guerra, mi barco llevaba una ametralladora a causa de la nueva reglamentación. Con ella logramos hundir un submarino alemán que trataba de hacer lo mismo con nosotros. No hay nada más demoledor para la cordura que gritar de júbilo y repartir abrazos entre los compañeros tras haber asesinado a decenas de seres humanos que se ahogan en una lata mientras tú ríes y lo celebras. Yo lo hice. Mis hombres también. Pero eso no puede entrar en los débitos del remordimiento porque una bandera nos cobijaba del deshonor y hasta los prelados nos bendecían a nuestra llegada. Einstein comenzó a extender su teoría de la relatividad, que terminaría por poner el mundo patas arriba. En México y Rusia, sendas revoluciones borraron por completo el demacrado rostro del siglo XIX. La vieja Europa entretejía intrigas. Hitler y Mussolini clavaban las picas en los muertos que les llevarían a la cumbre del horror, mientras los demás países no terminaban de saber quién era el enemigo que deseaban tener a su lado en caso, como así ocurrió, de que comenzase la Segunda Guerra Mundial (para cuando se dieron cuenta, los hornos crematorios ya funcionaban a pleno rendimiento), que se cobró 60 millones de muertos.
Pero ya no participé en esas nuevas batallas. En 1927 dejé el mar para siempre. Al menos, en calidad de capitán. Había llegado la hora de un retiro que no deseaba en absoluto. Sentía que mi propio choque contra el Titanic me había robado mucho tiempo que debería haber pasado en un barco en vez de recorriendo interminables pasillos para terminar recalando en una nueva ventanilla donde siempre topaba con el mismo cartel: «Cerrada para el capitán Stanley Lord». Era como si hubieran arrancado algunas páginas de lo que hubiera sido mi existencia de no haber estado cerca del Titanic aquella noche de abril, aunque yo notaba en mi interior las marcas por donde habían sido rasgadas, y ese saqueo me dejó profundas cicatrices que nunca han dejado de palpitar.
Pero recogí lo que me quedaba de vida, y regresé a mi hogar, a ti, Mabel, a nuestro hijo, a conformarme con lo que me habían dejado y dispuesto a disfrutar de lo que por obligación me había mantenido lejos de lo que tanto amaba, a seguir creciendo, pero ahora junto a mi familia. Comencé a tener problemas con la vista, como si mis ojos no pudieran adaptarse al cambio del mar por el asfalto. Supe esquivar el crack del 29 y terminé por convertirme en el hombre adinerado que aún sigo siendo. Nunca se me dieron mal los negocios. No me precio de ello. Siempre prevaleció la añoranza.
Aunque, eso sí, jamás logré separarme mucho tiempo del barco que había maldecido tantas vidas. Los espectros me acosaban por sorpresa justo cuando las murmuraciones en la calle cuando yo iba paseando parecían acallarse durante algún tiempo.
En la primavera de 1937 estaba de visita en Gallway, en la costa oeste de Irlanda. Tenía una cita de negocios, y traté de llegar lo más temprano posible, como siempre que me tocaba en suerte recorrer aquellos parajes. Me encantaba disfrutar a solas del paisaje irlandés, tan indómito y salvaje si se lo comparaba con nuestro enfermizo apego a ponerle límites al césped y a las rosas. Pero una carta me estaba esperando en la recepción del hotel. Abrí el sobre y leí su contenido, temiendo que la cita hubiera sido cancelada.
La rescato, intacta, de mi memoria:
Estimado capitán Lord:
Aprovechando su estancia en estas tierras, ¿sería mucha molestia pedirle que se pasara por mi casa? No importa la hora. Un coche estará esperando a la puerta del hotel durante toda su estancia por si se decide a aceptar mi invitación, ya sea de día o de noche.
Cordialmente suyo,
Yamsi.
¿Yamsi? ¿Qué clase de nombre era Yamsi? No conocía ni me apetecía conocer a nadie que se llamase así. Y mucho menos quería su cordialidad. ¿Por qué un tipo que se presentaba como Yamsi tenía, además de un notable dispendio (al menos, en cuestión de automóviles), tanto interés por hablar conmigo? Pero mientras examinaba el exquisito sobre, el dorado filo de la tarjeta y una caligrafía tan elegante que su contenido parecía haber sido escrito en un único trazo de principio a fin (la tinta aún húmeda), recordé que a Bruce Ismay, antaño dueño del barco de los sueños (o más preciso aún, de sus sueños), le gustaba firmar escribiendo al revés su apellido. Una especie de muestra de que no solo le sobraba el dinero, sino también el ingenio.
Me llamo Ismay, pero firmo Yamsi.
Construyo barcos, pero luego no flotan.
¿Por qué diantres nadie se ríe?
Se comentaba que llevaba años retirado de la alta sociedad (que para él se había tornado tan inalcanzable como para el resto de los humanos), y que vivía encerrado a perpetuidad en Irlanda, precisamente en Gallway, donde tenía una de sus mansiones. Eran solo habladurías. Al menos, en parte. Yo sabía perfectamente que había seguido trabajando en asuntos marítimos, con un cargo quizás no del renombre y la ostentación del anterior, pero siempre en áreas claves, porque lo llevaba en la sangre. Era hijo de Thomas Ismay, un visionario que se había pasado la vida construyendo barcos hasta considerar que contaba con armas suficientes como para luchar por hacerse con toda la navegación del Atlántico Norte. Su padre era uno de los nombres claves en la historia marítima. Una leyenda entre navieros. Bruce J. Ismay, hijo, lo sabía todo de barcos, siempre y cuando estuvieran fuera del agua. Era una cuestión de genética.
Sin perder tiempo, dejé mi equipaje a cargo de un mozo y me subí de inmediato a un elegante automóvil que, efectivamente, me estaba esperando a pocos metros de la entrada. Le pregunté al chófer si sería un trayecto muy largo y me aseguró que no, que en unos quince minutos estaríamos en la mansión del señor Ismay (con lo que disipó ya cualquier duda sobre la identidad de mi anfitrión). ¿Por qué había aceptado casi sin pensarlo? Creo que, quedando descartado el improbable hecho de que quisiera hacer negocios conmigo, me pudo la curiosidad. ¿Qué había pasado por la cabeza de Ismay para invitarme a su retiro ambulante (ahora Londres, ahora Gallway, aunque, como no tardé en constatar en esta última, las arañas ya lo tenían preparado todo para empezar a construir sus nidos)?
Mientras nos dirigíamos hacia su casa, me sentí como si estuviera a punto de conocer al Creador de la Bestia que me había derrotado. El cielo estaba completamente cubierto de nubes negras. Podía escuchar los truenos, y también eran visibles los rayos, aunque seguían en el interior de la tormenta. Nos fuimos adentrando por caminos secundarios hasta que nos detuvimos, esperando a que las puertas se abrieran gracias a un (por entonces) sorprendente mecanismo automático, frente a una muralla no muy alta por la que ascendía una maleza cada vez más enraizada en la piedra (en la que eran visibles muchos brotes de un musgo tan oscuro que a veces parecían agujeros).
Como era de esperar, la mansión de Ismay estaba completamente fuera de lugar en aquellos horizontes. Un necio brochazo Victoriano encerrado entre árboles de copas de un verde tan sombrío e ingobernable como todo cuanto surgía en esa tierra a la que ni los peores castigos del viento y de los mares lograban restar un ápice de fertilidad. Una bochornosa muestra de distinción británica, cuando todo a su alrededor tenía el encanto espectral de duendes y ninfas que solo podían vivir allí porque era el lugar perfecto para coexistir sin peligro con los incrédulos y crueles humanos. El coche, tras cruzar los murallones que protegían la fortaleza inglesa del ataque de lobos pelirrojos, atravesó un camino de piedra (estúpidamente serpenteante) y se detuvo a las puertas de la casa. Un mayordomo, con gesto de estar harto de mirar a la cara a gente que no quería entrar en la casa, me esperaba fuera.
—¿El capitán Lord?
—No, el señor Lord.
—Si es tan amable, señor —corrigió, indicándome casi al mismo tiempo el camino que llevaba al interior del refugio de Ismay.
Nada más entrar, en cuanto respiré su atmósfera malsana, me arrepentí de haber ido. Resultaba evidente que la casa estaba enferma. Sus penumbras, su hedor a vida cautiva, las marcas dejadas por los cuadros que debieron exhibirse en los pasillos, la conformación de los muebles (muchos cubiertos por sábanas), el creciente poder de la humedad sobre las paredes y las alfombras y, sobre todo, aquel anciano al que seguía (y al que supuse como único personal de servicio en la casa, además del chófer), me dieron la impresión de que aquello ya no era un hogar, si es que alguna vez lo fue. Solo era una casa que se moría por dentro y que moría por fuera, que rogaba porque aquella tierra negra se la tragara de una vez por todas.
El mayordomo se detuvo frente a una doble puerta, que abrió sin llamar previamente, cual debía ser la costumbre impuesta por las circunstancias. Un aire aún más viciado (y probablemente origen del olor general) ocupó el pasillo mientras una impenetrable oscuridad se quedaba arremolinada justo junto al umbral. Una nueva indicación gestual me señaló que a partir de aquel momento me tocaba caminar por mi cuenta.
—El señor Ismay le está esperando —sentenció con una voz afinada con aguardiente.
Entré en la habitación y mis ojos pronto encontraron algunos puntos de referencia para hacerme una idea más clara del lugar donde me encontraba, justo antes de que el lacónico mayordomo volviera a cerrar las puertas, con algo más de fuerza de la que parecía indiciar su temblorosa parsimonia. Estaba en un amplísimo salón, probablemente dos grandes habitaciones reconvertidas en una. Hacia mi derecha, una zona iluminada con dos pequeñas lámparas daba cobijo y calor a una mesa de escritorio llena de papeles y con tres teléfonos muy juntos, como si estuvieran secreteando entre ellos, y también a una silla excesivamente recargada de comodidad, incluso para la princesa que tenía problemas para dormir si no yacía en una nube. Pero, a mi izquierda, todo eran formas sin identidad, aunque era de allí de donde provenía una letárgica respiración.
Comencé a caminar hacia ella. Aquello era un verdadero vertedero de ropa, de telas, de alfombras, de libros, de botellas vacías o aún medio llenas tiradas por el suelo, de discos sin funda, de vasos rotos, de candelabros sin velas, de cuadros (en su mayoría, retratos) con los lienzos rasgados, de cortinajes, todo demasiado arropado en la oscuridad como para saber qué había pasado allí dentro. Repentinamente, una luz iluminó parte de la esquina y pude comprobar dos cosas. Una, que Ismay estaba sentado en un sillón cubierto por enormes piezas de pieles negras y vestido con frac (aunque descalzo y sin pechera); y dos, que estaba a punto de pisar a una mujer desnuda que yacía en el suelo parcialmente cubierta por una pesada manta. Fue la voz de Ismay, y no la luz de la vela que acababa de encender, la que me atrajo hasta mi anfitrión.
—Duerme —sus propias palabras lo desconcertaron de repente al contar con algo en lo que parecía no haber reparado hasta ese mismo momento—. De hecho, siempre está durmiendo. No recuerdo haberla visto despierta. Seguramente, ya la traerían dormida.
Le arrojó una camisa arrugada que ella, sin despegar la cabeza del suelo ni un solo milímetro, atrapó en el aire y dejó caer a su lado con un gemido de reproche, como si estuviera acostumbrada a detener sus inofensivos pero molestos proyectiles.
—¡Cuánto me alegro de verle, capitán Lord! Venga, acérquese. Y póngase cómodo. Si es que puede, claro. Ya ve que hay algo de desorden. Es más, le doy cincuenta mil libras si encuentra un lugar donde sentarse.
Agarré una silla semienterrada entre abrigos y la coloqué frente a él.
—No, Ismay, ahórrese su dinero.
Tanto su palidez (en la que no conseguía posarse ni una sola sombra) como su extrema delgadez le conferían a su figura un aire peligroso, en modo alguno enfermizo o debilitado. Sus ojos apenas sabían lo que veían. Sus manos desconfiaban de lo que tocaban. Solo su bigote perfectamente definido le devolvía la apariencia que una vez tuvo. Parecía un loco. Un loco extraviado en un palacio extravagante construido a su imagen y semejanza. ¿Completamente ido? No del todo. Le gustaba mantener el control en lo que él consideraba sus dominios y desde luego no se le había escapado mi ocasional paso por la zona.
—Echaré de menos estas cosas —confesó señalando lugares de la habitación donde nada era visible—. Llegará un momento en que no podré impedir que me trasladen de nuevo a Londres. Se supone que morir en la paz de nuestros hogares es la mayor suerte que un hombre puede desear.
Sus ojos se volvieron hacia mí irradiando la fiereza de un depredador mucho más vivo de lo que aparentaba su agonizante apariencia.
—¿Pero cree que lo merezco? Quiero decir, ¿morir así? En una cama, entre amigos y familiares. Escuchando, para variar, que los que me rodean lloran por mí.
—El llanto no es consuelo. Podría ser fruto de la alegría.
—Bien dicho, capitán. No hay que fiarse, ¿verdad?
Creí llegado el momento de apartar las formalidades. La hostilidad estaba servida.
—Ismay, si estoy aquí para discutir los detalles de su funeral, lamentaré usar la vieja excusa de que soy un hombre muy ocupado y me iré de inmediato.
—Cálmese. Supongo que usted sentirá tanta curiosidad como yo por el hecho de que se haya producido este encuentro.
—Cierto, pero no fui yo quien lo propició.
La malicia en sus ojos se hundió de nuevo en el rostro de un chiflado. Un chiflado que ahora mostraba una compungida tristeza que incluso provocó un leve temblor en sus labios.
—Necesito que alguien me diga que hice todo lo que pude. Tengo que oírlo sin haber pagado antes por ello, sin que provenga de una boca comprada.
—¿Y por qué debo ser yo?
La tristeza se acentuó dejando al trasluz hasta qué punto era falsa. Me estaba arrojando chucherías. Y yo debía salir corriendo a recoger sus regalos.
—Porque usted también es inocente. Deberá cargar durante el resto de su vida con una culpa que no le pertenece. ¿Qué pensaremos ambos cuando nos llegue la muerte, a quién dedicaremos nuestro último pensamiento? No importan nuestras creencias, ambos tenemos una cita con el diablo. Usted mejor que nadie tiene que entender por lo que estoy pasando. ¿O es de ésos que también miden su compasión en cifras redondas?
Aquello sí que era digno de Ismay. La fortuna le había regalado una moneda por cada decisión mal tomada y por eso era tan asquerosamente rico. Ahora pienso que debí marcharme en aquel mismo momento, pero no lo hice. Quería comprobar hasta dónde llegaba su impudicia.
—¿Realmente cree en mi inocencia?
Ahora me miró con resentimiento, como si le chocara que alguien pudiera poner trabas a su alborotada voluntad.
—No va a ponérmelo fácil, ¿verdad? —se quejó, refunfuñando como un niño de dos años que no termina de entender cómo funciona su estúpido mecano nuevo.
—No hay razón para ello.
Su mente debía de estar tan agitada que resultaba imposible saber cuál sería su siguiente salida. Me pregunté si a causa de alguna grave dolencia no le estarían administrando fuertes dosis de calmantes o algún tipo de hipnótico que lo mantuviera lejos del círculo de fuego de un dolor insoportable, con el coste adicional de que la realidad se disipase una y otra vez con cada giro del pensamiento.
—De acuerdo, no puedo asegurar que lo creo inocente. Ya ni siquiera sé qué significa esa palabra. Pero usted vive martirizado, arrastra una cadena hecha con mil quinientos eslabones que pesan como un millón. Seguro que, como yo, también espera la llegada de una voz amiga, por muy distante que suene.
—Vamos, Ismay. Yo creo que todavía puede hacerlo mejor. ¿Por qué estoy aquí?
Pude escuchar cómo en el exterior los truenos bramaban anunciando la erupción que se produjo frente a mí.
—Porque usted también le dio la espalda, maldito hijo de perra. Se quedó dormido, o estaba borracho, o quién sabe lo que estaría haciendo mientras yo estaba en un barco que se hundía. Al menos, todo el mundo conoce la cara de mi cobardía. La suya sigue oculta. Y me repugna que pretenda ser una víctima más de aquella noche porque yo sí estuve presente mientras cientos de personas morían realmente, no como usted, que cayó desfallecido por lo que dictó una comisión, como una sofocada condesa a la que le acaban de robar las perlas. Usted no necesita justicia. Necesita un frasco de sales. Solo quería que ambos nos confortáramos.
Por un momento me pareció que adoptaba la misma postura que tendría esa noche en el bote de salvamento: cabeza hundida entre los hombros y las rodillas, abrazado a las largas piernas dobladas, las manos apretadas en un esfuerzo para contener cualquier movimiento del cuerpo que le hiciera volver su mirada hacia lo que no estaba dispuesto a contemplar.
—Me decepciona, Ismay. Por mucho que se empeñe en ello, jamás navegaremos en el mismo barco.
Aun sin levantar la cabeza, su voz poseía un timbre altivo.
—¿Y su piedad?
—Más bien escasa. Por eso nunca la malgasto.
—También me considera un cobarde.
—Eso no me incumbe. A mí quisieron dejarme sin el mar. No me diga quién perdió más.
—No sabe de qué habla.
—Pero aprendo deprisa. Así que por qué no me lo explica.
Levantó la cabeza. Ahora estaba disfrutando de su posición de ventaja. Tenía, o fingía tener, lo que yo buscaba desde hacía años. Ejercía el poder siempre que la ocasión se lo permitía. Si yo quería algo, tenía que pelear por ello. Y el ataque fue directo.
—¿Pagó la White Star dinero a Ernest Gill para que hiciese suyo un falso testimonio escrito por otra mano?
—Oh, por el amor de Dios, Lord. ¿A eso se reduce su atrevimiento? ¿Tan diminuta es su curiosidad? Hace años que se acabaron los interrogatorios. Gill cobró de todo aquél que quisiera pagarle, y supongo que no fueron pocos los que aportaron un poco de su parte para asegurarle un buen futuro a cambio de que envenenara algunas manzanas. Fueron tan toscas sus maniobras que terminaron por… enterrarle —el uso del verbo había sido deliberadamente ambiguo—, y ya no se volvió a saber de él. Demasiada boca para tan escaso talento.
—¿Qué hay del Californian?
—Ah, el Californian —entonó con burlescos aires de nostalgia—. Qué gran nave. Justo cuando necesitábamos que mucha gente mirase hacia otro lado mientras tratábamos de borrar los errores, aparece un hombre que llega como un mesías, cargado de promesas, y nos ofrece su barco y su vida a cambio de nada. Un don nadie y un vapor con los motores tísicos. Nada que nadie echara de menos. Lo más lógico era entregarlo a los leones para que el público disfrutara. No fueron la White Star ni las comisiones de investigación las que se inventaron la historia del tercer barco y de los cohetes que su tripulación vio. Usted nos la trajo en bandeja de plata.
Se sirvió un vaso de agua, donde muy pronto dejó caer algunas gotas de un pequeño frasco negro. Tras remover el contenido, se lo bebió de un sorbo.
—Sigue persiguiendo fantasmas, Lord. Ni las maquinaciones de los aseguradores, ni los constructores de barcos, ni los comportamientos de las compañías que cruzan el Atlántico deberían importarle. Era una cuestión de Estado. Cada cual cumplió con su deber, y lo más que nos podíamos permitir eran culpables indirectos, como usted. No se hicieron todas las preguntas porque ya teníamos todas las respuestas, muchas de las cuales se guardaron en un lugar seguro, lejos de la curiosidad general.
—¿Y eso no le parece inmoral?
La palabra le sentó peor que si le hubiese abofeteado. De haber podido, creo que se hubiera arrojado sobre mí para arrancarme la lengua de un mordisco.
—Usted no estuvo a bordo. No vio lo que yo vi. No me hable de moralidad, ni de nobleza, ni me atosigue con la farsa de lo que es o lo que no es correcto. Yo escapé del horror de una matanza donde todas las muertes eran posibles. ¿Acaso eso no debería convertirme en uno de los afortunados? ¿Soy un apestado por haber logrado lo que consiguieron muchos otros? Se ensalza la puerilidad y la insensatez de negarse a subir a bordo de los botes antes de que las damas los hubiesen ocupado, pero luego resulta intolerable que muchos botes fueran casi vacíos. No me disfracé de mujer como hicieron otros, ni usé mi posición para ganarme el favor de los que trabajaban para mí. No hice ningún chantaje, y menos aún abusé de mi nombre para que se me hiciera sitio en unos botes que me pertenecían. Me subí al último que quedaba en estribor, y no me lancé al primero que bajó al agua, aunque ganas no me faltaron. Cuando nos alejábamos y algunos de los que iban en el bote me reconocieron, y vieron que yo no volvía mi cabeza para no contemplar cómo el Titanic se hundía, entre aquellas miradas de reproche, empecé a preguntarme por qué yo no tenía derecho a sobrevivir. Dígamelo usted, Lord. ¿Por qué yo no podía salir vivo como tantos otros?
Pero no quería que volviese a la gruta de sus lamentos.
—¿Qué más hizo la White Star Line para impedir que se supiera toda la verdad?
Ismay comenzó a reír a carcajadas. Y las supuse idénticas a las que provocaría en el consejo de administración de la compañía y entre sus principales accionistas si les hiciese la misma pregunta.
—Deje de repetir el nombre de la White Star. Sigue sin entender de lo que le hablo. No se posee una flota como la nuestra para que Su Graciosa Majestad termine mojándose las enaguas en mitad del Atlántico. Los barcos británicos colonizaron la tierra, nos abrieron de par en par las puertas del imperio en el que nos hemos convertido, participaron en las batallas más decisivas de la historia. Somos los dueños del destino. Y los dueños del destino no construyen chapuzas. No, señor. Nosotros construimos barcos insumergibles, nos ocupamos de que ninguno de nuestros súbditos se sienta un extraño fuera de nuestra patria, así que debemos transformar el mundo piedra a piedra, cambiar el color de la piel de otros hombres, sus creencias, despojarlos de sus costumbres para establecer un orden seguro desde el que defender nuestros valores. Hemos luchado contra bárbaros, contra hermanos, contra todo aquél que ha tratado de ocuparnos, contra papas y hasta contra dioses para defender nuestra idea sobre lo que debe ser una nación. Nadie iba a permitir que un barco lo tirara todo por la borda. Y entre todos logramos restaurar la leyenda que queríamos que fuera, incluso hicimos que se volviera inolvidable ya que no era insumergible, algo que no hubiéramos imaginado ni en el mejor de los sueños. Su muerte lo convirtió en el barco más famoso que haya surcado los mares. Y así seguirá siendo en el futuro. Al final, vencimos.
Pero en algo se equivocaba. Tan solo dos años antes de nuestro encuentro, la Cunard Line se había hecho con la White Star. Un barco de la compañía rival fue el que salvó a los pasajeros del Titanic. Y también fue la Cunard la que rió la última cuando la White Star se vino abajo y ellos solo tuvieron que barrer para casa lo que dejaron. Habían construido un imponente transatlántico para arrojar a la Cunard fuera de los mares, y fue ese mismo barco el que marcó el comienzo de su declive. Creo que muchos de los directivos de la White Star compartirían conmigo mi creencia de que el Titanic, después de todo, estaba maldito.
Pero no Ismay.
Él prefería seguir ostentando su posición de antiguo caballero. Yo era un súbdito al que le sobraban las explicaciones porque no estaba a mi alcance el comprenderlas.
—Usted busca intrigas donde solo hay lógica. Se produjo una catástrofe imprevista y todo el mundo hizo lo que debía para que la herida cicatrizase cuanto antes.
—¡Basta de necedades, Ismay! ¿Se ocultó o manipuló alguna prueba que pudiera haber afectado el dictamen final de las comisiones sobre el papel del Californian la noche del hundimiento?
Me miró con los ojos envenenados de rencor, pero enseguida retomó lo que él creía un papel preponderante sobre el mío.
—A ver, déjeme pensar. Ah, sí, recuerdo algo. Esa noche vi a un niño que le decía a uno de los oficiales del Titanic que no estaba lanzando señales de auxilio, sino cohetes normales, él lo sabía porque un marinero le había enseñado todo el barco, un dato que explicaría su confusión sobre lo que vieron, y la ausencia total de sonido porque la potencia entre ambos cohetes es muy distinta. Por desgracia, el pequeño no sobrevivió y nadie pudo preguntarle. Hubiera aportado un testimonio apasionante, qué duda cabe. ¿Le sigue pareciendo una necedad lo que digo?
Quería que sintiera su desprecio por no haberme arrojado sobre su hombro para llorar juntos. Me estaba haciendo daño de forma deliberada. Me desafiaba a saber si lo que acababa de contarme era verdad o mentira. Y, sobre todo, me retaba a seguir hablando para poder compartir una viñeta en exclusiva del horror que había visto. Nunca se profundizó lo suficiente en el tipo de cohetes usados ni en los intervalos a los que fueron lanzados. Yo ya conocía esas desatendidas irregularidades, pero Ismay me las devolvía con un nuevo rostro infantil y fantasmal que añadir a la larga lista de los míos.
Me puse en pie.
—Creo que será mejor que me marche. Hace mucho tiempo que se acabó el tiempo de los bufones.
—Yo no estaría tan seguro. Entonces, supongo que nos veremos en el infierno.
—No, Ismay. Ni siquiera en el infierno volveremos a vernos.
Eludí a la mujer dormida, y la voz de Ismay me llegó, ahora descargada de tensión, casi en calma:
—Lo crea o no, sigo a bordo de aquel barco. Las humillantes apostillas que me han colgado a lo largo de todos estos años no han impedido que disminuya esa sensación de aislamiento.
Comencé a caminar, pensando que ya había terminado, pero aún impuso su voluntad de contarme lo que quería que oyera.
—¿Sabe algo?
No me volví mientras me ajustaba el sombrero.
—Quizás, después de todo, usted no estuviera tan cerca como casi todo el mundo piensa.
Estuve a punto de abrir la puerta, pero no pude evitar preguntarlo.
—¿Por qué dice eso?
—Porque de haberlo estado, hubiera tenido que oír los gritos, los miles de gritos que recorrieron el agua cuando el barco ya se había hundido. No eran humanos. Eso es algo que nunca podremos compartir.
Cerré la puerta tras de mí, tan pesada que era como si todas las sombras de la habitación estuvieran tirando de ella para no quedar atrapadas de nuevo en la oscuridad, encerradas con aquel desequilibrado. Y, por supuesto, me abstuve de señalarle que aquello no probaba nada.
Yo también escuchaba los gritos.
Y cada noche los sigo escuchando.
No fue ése el único encuentro que tuve con algunos supervivientes del Titanic. A veces leía sus relatos, o me cruzaba con ellos en dependencias navales. Pero a finales de 1961 tropecé con uno de sus protagonistas, que apenas había comenzado a afeitarse cuando se produjo el hundimiento, y que tuvo un papel decisivo en el encuentro con el iceberg asesino.
Aquella mañana me encontraba en Southampton haciendo algunas compras de Navidad. La fatiga ya se había convertido en un mal endémico para mi cuerpo y todo el mundo parecía tener prisa, lo que me hacía sentirme como un estorbo en mitad de la calle. A pesar de la espesa niebla, la gente corría sin dirección aparente, abriéndose camino en una carrera ya de por sí frenética y descontrolada. Tal vez por eso me llamó tanto la atención el anciano que vendía periódicos en una de las calles. Su prudencia al entregar cada ejemplar que vendía, el modo en que los periódicos colgados en su brazo parecían a punto de hacerle caer, pero aun así se sostenía como si flotara en su propia nube sucia, su pobreza y dejadez, ambas extremas y humillantes, estaban totalmente fuera de lugar en una ciudad que bullía de vida. Me sumé a su lentitud y me acerqué moviéndome como lo haría un hombre hipnotizado zarandeado por las prisas de los demás. Cuando por fin lo tuve al alcance de mi mano, mientras me tendía un ejemplar del diario que agarré sin pensar, vi claramente el rostro de un anciano (hasta ese momento, a salvo bajo una gorra negra de pana), pese a que era mucho más joven que yo. Retrocedí un paso. Solté el periódico, que no había pagado, y retrocedí un poco más. Me estaba mirando, pero no para reclamarme su dinero, ni para que recogiera su diario pisoteado. De algún modo era como si tratara de encajarme en un mundo siempre errático como la niebla que nos envolvía. Cada vez que su memoria hacía una pequeña conexión (lo que se traducía en una mirada progresivamente vivaz, aunque no pudiera sostenerla demasiado tiempo), yo me alejaba un poco más. Y así hasta que me incorporé a la rapidez que me rodeaba, lo que me permitió alejarme de allí tan deprisa como me lo permitieron mis piernas.
Conocía a aquel anciano, conocía exactamente esa mirada porque había tenido que convivir con ella durante muchos años, después de escucharlo declarar en las investigaciones. Era Frederick Fleet, el vigía que avistó el iceberg la noche que se hundió el Titanic, el joven en cuyas pupilas quedó marcada para siempre la blanca mancha del horror, como le ocurriera a Ahab. Él dio la alarma, vio al monstruo como ningún otro lo contempló (a excepción de su compañero de guardia), y hasta contó con cuarenta y cinco segundos para despedirse de su vida. Casi pudo tocar el lomo del gigante cuando, en un alivio momentáneo, notó que no se producía ningún choque. Pero al parecer su papel había sido demasiado efímero en la tragedia y no le correspondía lugar alguno en el trono de los héroes porque no murió en una cama abrazado a su esposa, o porque no cedió su asiento a una dama en apuros o porque carecía de un frac con el que pasearse por las cubiertas cada vez más inclinadas. ¿Qué le había permitido mantenerse aferrado a la vida, incluso en tan lamentable estado de pobreza? Alguna mujer, probablemente. Alguien como tú, Mabel. De ser así, mejor que siguiera tan pegado a ella como le fuera posible. De lo contrario, estaba tan muerto como yo y aún no lo sabía.
Estuve tentado de hablar con él, pero no creo que en su mente quedaran rastros muy claros de lo que ocurrió durante su guardia. Pero lo cierto es que él permaneció en la cofa hasta casi la medianoche. Sin embargo, ni él ni su compañero en las alturas divisaron ninguna luz cercana que pudiese provenir de un barco. El Californian llevaba detenido casi dos horas, y habíamos divisado la presencia de un barco alrededor de las once y media. Si todos dan por cierto que nosotros vimos el Titanic, cómo explicar que las dos personas que mejor visión tenían en él no pudieran detectar la más mínima presencia de nuestro barco.
Pude haberle preguntado en aquel momento.
Pero creo que no hubiese sabido de lo que le estaba hablando. El Titanic había sido su losa. Y ninguno de nosotros puede leer lo que han escrito en ella después de dejarla caer sobre nuestro cadáver. Me habría mirado con servicial atención, tendiéndome acaso otro ejemplar del periódico, y al ver que yo no hacía otra cosa que hablar de barcos, seguiría vendiendo sus diarios, ahora atrapado en una niebla mucho más desapacible.
Me fui alejando hasta que desapareció de mi vista. Aún pude escucharle gritar alguno de los titulares que tenían que atraer clientes, cuando él por sí mismo era una verdadera atracción. Nadie le reconocía. Habían pasado cincuenta años desde que se enfrentó al Titán.
Debo a esos desencuentros una de las reflexiones que aparentemente no son de mi incumbencia, pues esa noche yo no estaba a bordo del Titanic. Pero Ismay, Fleet, y tantos otros a los que el hundimiento también arrastró hasta fondos rastreros, ¿qué sentirían al saber que sus vidas estaban siendo escudriñadas por cualquiera al que le apeteciera juzgarles, o reprochar sus comportamientos? ¿Cuántos de los supervivientes del Titanic no hubieran preferido morir esa noche? Lucharon (o, si se me permite, luchamos) por sobrevivir a la maldición, pero no fuimos capaces de recuperar lo que se quedó allí, grabado a hielo lento en una noche sin final a la que jamás se volvería a tener acceso. Muchos de los que vivieron aquella noche no quisieron hablar nunca de ella. No me extraña. Si, como yo, cada vez que cierran los ojos, regresan al escenario solo para encontrarse con un nuevo horror, ¿no hubiera sido mejor pertenecer al bando de los caídos?
La respuesta es obvia.
Pero la duda persiste.