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LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912

04.55

El amanecer fue mucho más reparador de lo acostumbrado. El sol apareció en el horizonte con cierta prisa, como si él también estuviera respondiendo a las peticiones de auxilio para el Titanic que todos los barcos cercanos estaban transmitiendo a cualquier punto que pudiera recoger nuestras llamadas. El día prometía ser tan hermoso como la jornada anterior, cuando todo parecía por estrenar. Pero habían pasado tantas cosas en cuestión de horas que aquél era ya un mundo viejo, moribundo, algo que vimos a medida que las primeras luces cuajaban sobre la superficie del mar. Toda la belleza que se expandía en el cielo limpio de nubes y amenazas ahora no era más que el retocado lienzo sobre el que una vez se pintó un océano perfecto.

Y el Californian intentaba avanzar a través del hielo.

La exasperante lentitud a la que nos veíamos obligados a desplazarnos se convirtió en amargura al comprobar que todo el empuje de nuestra impaciencia por prestar socorro se quedaba en nada porque, ante cada impulso del barco, el hielo se cerraba de nuevo y nos seguía frenando cada vez con más fuerza. Por momentos atravesamos, resquebrajándolas, grandes placas, cuyos crujidos al romperse eran tan estridentes que parecía que incluso el Californian estaba siendo desguazado. Cuando cruzábamos una zona relativamente limpia de gruesas capas de hielo, tampoco había forma de ver el agua, toda ella cubierta por miríadas de pedacitos blancos que se deshacían tiñendo el azul del océano de un gris más propio del cemento líquido. Pero, aun en esos tramos, un bloque de considerable tamaño podía dar una inesperada vuelta y, como uno de esos raros rinocerontes blancos que algunas leyendas afirman que existen, embestir nuestro costado con un bufido de vaho helado, por lo que había que seguir maniobrando con extrema precaución. Si el hielo había derribado el Titanic, sus consecuencias sobre un barco como el Californian, que no estaba diseñado para tales encuentros, serían mucho más demoledoras. Podíamos creer que luchábamos contra el tiempo, pero éramos papel mojado frente a todos aquellos cuchillos de carnicero afilados por la naturaleza. Pero esos datos no interesan a nadie. Muchos barcos se la jugaron aquel amanecer. Entre ellos el nuestro, el que luego sería acusado de no haber hecho nada para salvar el Titanic, olvidándose de que pusimos nuestras vidas en peligro navegando contra un mar sólido en un barco que no poseía característica o garantía alguna de poder lograrlo sin ser abordados por el desastre.

Y, a bordo del Californian, todo el mundo estaba hablando del hundimiento. Muy pronto también comenzó a discutirse sobre los cohetes que solo unos pocos vieron realmente, pero que ahora, para muchos de mis hombres, no eran sino llamadas de auxilio a las que nadie atendió. Y doy por seguro que fue entones cuando Ernest Gill empezó con sus estimaciones sobre la cantidad de dinero que podría sacar si jugaba bien sus cartas, seguramente pensando en soltar su lengua bífida ante cualquier periodista dispuesto a malinterpretar y trastocar sus palabras a cambio de una recompensa razonablemente generosa. Aunque el número de sus clientes no tardaría en aumentar, según se vio después. Quizás ganó más de sus soñados 500 dólares. No todo el mundo perdió con la catástrofe del Titanic.

Eso me relegaba al peor de mis temores.

Y no con ello me refiero al asunto de los cohetes, ni a que por un momento yo pensase que habían sido lanzados desde el Titanic para solaz nuestro. Puede que para la mayoría resulte clara su procedencia. Durante los interrogatorios se pretendió dejar bien claro que ver cohetes blancos en el cielo equivalía a contemplar una petición de auxilio. Pero no lo era. En breve, volveríamos a ver cohetes. Y ningún barco estaba ya en peligro.

Lo que me inquietó fue el hecho de que aquel repentino recelo, el rumor humano que a veces es más frío que el hielo, podía tomarse como una clara muestra de cómo seríamos recibidos a nuestra llegada si la gente daba por cierta la versión de que no habíamos atendido a los cohetes que (según la historia oficial que se estableció después) se dispararon desde el Titanic.

El cepo había saltado antes de que nadie se diera cuenta de nada.

Podía respirar la malsana atmósfera de aquella leyenda negra recién nacida, y aunque todo mi ser me pedía alejarme de ella, seguí luchando contra el hielo para llegar cuanto antes al lugar donde esa nueva criatura, el monstruo gestado en la tragedia, lloraba, desamparado, fuera ya del vientre oscuro de la noche.

En aquel momento agarré los prismáticos. Era la primera vez que lo hacía en mi vida para algo más que no fuera curiosear, y me adentré en sus lentes creyendo que allí encontraría lo que no eran capaces de hallar mis ojos. Yo no tenía la menor idea de lo que había ocurrido realmente. Solo creía que el Titanic se estaba hundiendo. Pero solo podía ver hielo (que llenó de escarcha mis lacrimales), y grietas tan negras como si condujeran directamente al centro exacto del espacio más profundo, y más icebergs como fantasmas deformes que sentían curiosidad por saber quién había osado entrar en los dominios de su mar encantado.

Volví a dejar los prismáticos en su lugar.

Y, conjugando teorías, busqué alguna explicación racional, que no pasase por su condición de maldito, sobre qué era lo que podía haber pasado para que hasta el mar se llenase de escalofríos.

Desconozco el porqué, pero lo primero que imaginé es que el Titanic había recibido un golpe en el centro, ya fuese por estribor o por babor. Dando por seguro que se había detenido frente a alguna infranqueable zona de hielo, y mientras esperaba el paso de la noche, uno de esos gigantes, arrastrado por una corriente que había convertido en vertiginoso su impulso inicial, se incrustó contra su costado como un ariete en las puertas de una fortaleza empujado por un ejército que se quedaría en el agua esperando recoger los frutos que fueran cayendo. Un impacto así, por leve que fuese, podría haber provocado la rotura del eje de la hélice, además de causar graves vías de agua en el interior del buque. Pero terminé por rechazar esa conjetura. A menos que hubiese partido el barco por la mitad (algo que en mi mente quedaba descartado), las heridas provocadas no parecían corresponder con la extrema urgencia de su llamada. Los operadores del Titanic lo habían intentado todo. Desde el tradicional CQD al recién estrenado SOS. Si existía algún modo de comunicarse, por absurdo que pareciera, lo tuvieron en cuenta y lo pusieron en práctica. A bordo ocurría algo grave. Y un golpe en el costado, por muy violento que hubiese sido, habría provocado algunas víctimas y que el barco quedase detenido a la espera de un socorro que no había por qué medir en décimas de segundos.

Aceptando como principio que el Titanic se había detenido ante un campo de hielo como hicimos nosotros, pensé entonces que el iceberg había golpeado su popa, destrozándola por completo. Aunque obviamente no existe una norma al uso, generalmente los accidentes se suelen producir por la proa o por uno de los costados más cercanos a ella. A menos que una traición del destino o la ineptitud haga que algo choque contra la popa, desmoronando el sistema de navegación por completo, empezando por hacer picadillo las hélices. El agua comenzaría a entrar a raudales y en poco tiempo la quilla estaría fuera del mar, señalando desafiante a los cielos, de los que estaba a punto de escapar. Y aunque su hundimiento tardaría muchas horas en producirse, el número de víctimas podía ser muy alto. Ahogados, aplastados por vigas de metal, atrapados en jaulas de acero que debían segar con los dientes si querían escapar de ellas, rompiéndose los huesos contra los huesos de los demás. Sí, desde luego, si los daños en el casco eran muy graves, cabía la posibilidad de que el barco se estuviese hundiendo por la popa, con su quilla ya fuera del agua rasgando cualquier posibilidad de cordura, escorándose sobre su costado como un fabuloso animal mítico abatido por un disparo letal.

Pero seguía pensando que todas esas especulaciones carecían de fundamento. Tampoco me parecía posible que si el iceberg les había embestido de frente, el daño ocasionado, aun anteponiendo el hecho de que el impacto hubiera sido brutal, fuera suficiente para explicar su silencio.

Supuse entonces que el Titanic no detuvo su marcha, que navegaba a toda velocidad mientras la noche se estrechaba cada vez más. Y hasta en un alarde de credulidad (que luego resultó ser la verdad) pensé que navegaba sin ver el menor rastro de hielo, las aguas en calma, el horizonte oscuro, aunque libre de amenazas. Pero, aun en movimiento, la colisión seguía sin parecer motivo suficiente como para provocar el rápido hundimiento del transatlántico.

A menos que…

No, me dije, olvídalo. Recuerdo que expulsé de inmediato aquellos pensamientos porque podían no ser sino una prueba de que estaba perdiendo la cabeza con mi obsesión por seguir atendiendo a la condición sobrenatural del Titanic. Porque lo cierto es que llegué a pensar que el barco había ido a topar directamente con alguna criatura monstruosa (con un cuerpo hecho de inviernos y glaciaciones), como aquella a la que tuvo que enfrentarse Gordon Pynn al final de su complicado periplo por el mar de Poe. Así, todo encajaba. La imagen del Titanic dirigiéndose directamente hacia el abrazo mortal de un gigante desconocido para el hombre era la coda perfecta para sellar el horror de su maldición. Hablaban de icebergs. Pero durante algunos minutos por mi cabeza se paseó una descomunal e indescriptible emanación de la naturaleza que había estado jugueteando con el Titanic como lo haría un niño con su barco en una bañera. Desde aquel momento, en mi cabeza se proyectó un sempiterno combate en el que aquel monstruo de formas cambiantes (tan aleatorias y arbitrarias como los diseños de los icebergs) agarraba el Titanic, lo alzaba hasta el cielo negro, lo sumergía, lo sacaba a flote, lo giraba, rompía algún trozo, mordisqueaba sus bordes, lo agitaba, lo golpeaba repetidas veces contra el agua y contra la diamantina dureza de algún iceberg, y luego rajaba su vientre para ver qué surgía de su interior, derramando una multitud de personas maniatadas por el terror, e incapaces de hacer nada antes de que el Titanic volase por los aires para ser empotrado contra una pared de hielo una y otra vez, como se sacude una alfombra, por muy mágica e insumergible que esta sea.

Comencé a imaginar sus rostros, esos rostros que (lo reconozco) se generaron en mi fantasía y que desde entonces quedaron ligados a mi memoria; han terminado por resultar tan conocidos como si hubieran sido parte de mi familia; rostros a los que pronto tuve que unir los retratos de las víctimas reales que fueron apareciendo en los periódicos a lo largo de los años, aunque siempre sentí un temor mayor a los que conocía tan solo de mis pesadillas, anónimos pasajeros que han sabido robarme hasta el último resquicio de sosiego que pudiera quedar en mi interior después de aquellas primeras horas de la mañana en la que lo único que quería encontrar en el horizonte era cualquier punto que me indicase la presencia del Titanic aún a flote: rostros que nunca han dejado de mirarme, que surgían de la lluvia y del aire, que reconocía en los dibujos de las manchas de aceite que parasitan en los puertos; rostros que no puedo olvidar, aunque jamás existieron.

La morbidez de mis suposiciones se calmó un poco cuando comenzamos a navegar en aguas libres de hielo. La velocidad del Californian fue aumentando y el azul del cielo y el azul del océano se reconciliaron. Debimos de alcanzar los doce nudos en cuestión de pocos minutos, y la quilla parecía más cortante que nunca. Y de no ser por la urgencia que nos espoleaba, creo que todos nos hubiéramos sentido libres de la opresión de la noche. Cierto es que el día se levantaba con una belleza menos irreal que la de la jornada anterior, pero, con todo, el cielo estaba tan despejado que a uno le costaba creer que tan solo unas pocas horas atrás hubiese desaparecido todo su esplendor. Y el mar, con una calma tranquilizadora y contagiosa, no mostraba la misma apariencia de tensa quietud, por lo que ver los rizos correteando sobre el agua ofrecía un inapreciable signo de vida mientras íbamos en busca de lo que la muerte hubiera dejado para nosotros.

Creo que no serían más de las siete, justo cuando el océano se mostraba más puro que nunca, cuando Stewart se acercó y me dijo a modo de confidencia:

—Hemos llegado a la posición, capitán.

Creí que se refería a otra posición, pero pronto hizo implosión esa esperanza, provocando un dolor muy agudo en mi pecho ¿A qué otra posición podía referirse? ¿Acaso podíamos hacer otra cosa que no fuera encontrar el maldito barco? El odio me estaba poseyendo. Y con él, el dolor desaparecía.

—¿Está seguro? —mi innecesaria pregunta surgía de la curiosidad por saber si Stewart seguía diciendo lo mismo después de contemplar lo que nos rodeaba.

—Completamente, señor. Estamos justo encima de las coordenadas que se transmiten desde todos los barcos.

¿Qué podía decirle? ¿Cuál debía ser mi siguiente orden? Navegábamos en las aguas más claras y tranquilas que cualquier marino pudiera desear. A excepción de los icebergs, que, siempre desde la distancia, parecían balancearse sin rumbo aparente, como si todas las corrientes se hubiesen enredado, no había nada flotando en la superficie del mar. Absolutamente nada. Más de ochenta millones de kilos y dos mil quinientas personas acababan de quedar reducidas a restos y no quedaba el menor rastro de lo sucedido. Para perder el juicio y no recuperarlo jamás. Los miembros de la tripulación debían haberse sentido tan sobrecogidos como yo ante la posibilidad de encontrar algunos cadáveres flotando en el agua (siempre es duro enfrentarse al rostro de un muerto, aunque hay pocas tareas peores que sacar a un hombre al que el océano le ha robado hasta la apariencia). Pero su ausencia fue mucho peor de sobrellevar. Todos los que estaban en cubierta empezaron a correr de un lado para otro, asomándose a la barandilla cada vez que alcanzaban un nuevo puesto desde donde mirar la superficie del mar con otra perspectiva, y casi al instante salían repelidos al no descubrir ni el menor indicio de que algo terrible hubiese sucedido en aquellas aguas tan apacibles y claras. Solo el silencio remitía a una zona consagrada a velar por los muertos, un lugar sagrado que nosotros estábamos profanando en busca de algo que no éramos capaces de ver.

Di la orden para que el Californian se detuviera en aquel remanso de limpia paz. Y me encontré pensando que aquello era una prueba más de que el Titanic quedaba fuera del alcance de nuestra lógica. Surgiendo de una furia incontenible, se alzó una pregunta que solo yo escuché.

¿Qué has hecho con ellos, maldito barco?

¿Dónde diablos te has metido?

Sospecho que durante algunos minutos absolutamente toda la tripulación del Californian estaba al aire libre, rebuscando entre el millón de brillos algo que desmintiera la calma inmemorial en la que no había nada, por minúsculo que fuera, que captara nuestra atención.

Y de repente, en completo silencio y con idéntica lentitud, todos volvimos la cabeza, y lo hicimos al mismo tiempo. Y no hacia ningún punto en la superficie del mar, donde por fin había algo que contemplar que no fuera agua. No. Los rostros se alzaron para mirar hacia el cielo porque aquél era el único lugar donde sí había señales de vida.

Dibujado en la limpia pizarra aún rosácea del cielo se podía distinguir con claridad la línea provocada por el estallido de un cohete, su larga huella de humo congelada en el aire. No era un cohete disparado en aquel mismo momento. Solo su rastro sobrevolando los mares. Era como si el Padre Tiempo se hubiera vuelto loco y ahora no supiera cómo reordenar sus manecillas. Volvimos a ver un barco en la distancia. Pero ya no disparaba cohete alguno. Ahora veíamos de nuevo señales de cohetes, pero el barco había desaparecido. Era como ser parte de algún complicado juego en el que sus secretos jugadores no sabían muy bien cómo mover las piezas, y había que retroceder sin tener en cuenta las consecuencias hasta que todo quedara preparado para la terrible confrontación final.

Y así fue como terminamos buscando en el cielo cualquier rastro del Titanic en vez de seguir observando las aguas vacías, donde se suponía que aún estaba agonizando, como cada uno de sus dos mil quinientos pasajeros.