LUCHANDO CONTRA EL TITÁN
Poco tiempo después de que acabara la investigación británica, la Leyland Line tuvo a bien prescindir de mis servicios. Aprobaron y sellaron todo tipo de eufemismos con tal de no declarar abiertamente que estaba despedido como un aprendiz de tendero que ha estado metiendo mano en el bote de las chucherías. Al parecer, un capitán con mi reputación no le hacía bien a ninguna compañía. Temían que mi nombre saltara en cada conversación sobre posibles viajes en barco. ¿Recuerdas ese viaje que teníamos previsto para cruzar el Atlántico? Pues habrá que aplazarlo porque me acabo de enterar de que el capitán con el que nos toca viajar no suele atender a las llamadas de auxilio, ni siquiera a las del Titanic, así que mejor no pensar en cómo se comportaría si hubiera una emergencia a bordo. Ni yo me subiría en ese barco. Mala publicidad, eso desde luego, algo que no podrían haber colocado en sus carteles publicitarios, aunque tampoco hiciesen el menor de los esfuerzos por impedir que mi nombre les deshonrase. Por suerte, hubo gente que no pensó lo mismo, por lo que acabé retomando el mando de barcos. Pero en aquel momento solo podía dedicarme a una cosa: tratar de seguir a flote.
Durante años, creí que las mejores posibilidades de que se atendiera a mi verdad pasaban por la prensa. Pronto descubrí que no (lo que no hizo que se replegase mi persistencia). Ellos tampoco querían oír lo que yo no sabía cómo decir. Eso sí, cada vez que los periódicos (también la radio y, con el tiempo, el insufrible aparato de televisión, con su visión gris de la vida) llevaban a sus páginas nuevas noticias sobre el Titanic, sobre todo si se producía alguna ocasión especial que pusiera el tema de nuevo de moda (como el estreno de las películas, o la salida al mercado editorial de la reconstrucción de Walter Lord), yo aprovechaba para recorrer de nuevo redacciones de periódicos y revistas intentando conseguir su apoyo para que se abrieran diligencias que pudieran limpiar la herrumbre en mi apellido, y mandaba cartas a decenas de publicaciones con la menguante impaciencia de que alguna fuera bien recibida. Casi nunca logré nada relevante, y eso que los periódicos siempre han estado muy atentos a cualquier novedad relacionada con el Titanic (que no tuviera que ver conmigo, claro está, porque de ser así la extensión de los artículos pasaba a condensarse en la expeditiva retórica de una esquela). La prensa siempre amó al Titanic. Pero sin añoranza. Solo amaba y ama su pérdida. No había sitio en su corazón de tinta para el Californian.
Desde el primer día que se oyó hablar de la tragedia, el hundimiento llenó prácticamente todas las páginas de los periódicos. Una interminable sucesión de expertos en no decir nada y en decirlo todo se iban alternando para regocijo o irritación de los lectores. Se estableció un constante debate dialéctico a propósito de cualquier minucia que llegó a lo más alto del orbe intelectual. Recuerdo especialmente el feroz (en términos literarios) combate (al que algunos se refieren como la «Batalla de los Cerebros») que mantuvieron en la prensa George Bernard Shaw y Arthur Conan Doyle en torno al comportamiento de la gente que vivió y murió los últimos instantes del Titanic, antes de que se sumergiera en la eternidad con un ensordecedor rugido de succión. Por un lado, Shaw, dueño absoluto del ingenio, y en mi opinión, dueño también de la razón, aunque solo fuera por el hecho de que, como yo, pensaba que para comandar un buque como el Titanic no hacía falta un capitán, sino un supercapitán, un hombre capaz de adiestrar lo indomable. Shaw consideraba que el tratamiento que se le estaba concediendo a alguna de las historias (más emotivo que otra cosa) no facilitaba que se interpretase correctamente lo ocurrido, ante el temor de caer en el insulto o en el desprecio a las víctimas. En la esquina contraria, Conan Doyle, el cual, curiosamente, y teniendo en cuenta que poseía una capacidad analítica fuera de lo común, defendía con verbo armado la gallardía y la generosidad que habían mostrado los que murieron aquella noche. Conmovido por los relatos de ternura y de capacidad de entrega, no veía en aquellos comportamientos nada más que ejemplos a seguir, a los que no se podía ensuciar con tacha alguna. Bernard Shaw (para quien Doyle no era más que un drogadicto incapaz de mostrarse amable) no perdió fuelle y su inteligencia desafió las convenciones que se procuraban levantar preguntándose públicamente si, por ejemplo, el hecho de que la orquesta estuviese tocando música hasta el final no le habría transmitido a la gente un falso sentido de seguridad, lo que pudo provocar que se retrasasen a la hora de subir a botes aún con espacio suficiente para llevar a bordo a muchas más personas, o que no tuviesen una conciencia clara de lo que estaba pasando hasta que fueron ellos mismos los que chocaron contra el hielo que les esperaba en el agua. Ambas posiciones no lograron encontrar un punto común de acuerdo y al final Doyle, en un arrebato impropio del hombre que le había prestado su mente a Sherlock Holmes, aseguró no estar dispuesto a seguir discutiendo con una persona entre cuyas cualidades no estaba la de guardarse su necesidad de herir los sentimientos ajenos. Ante la bajeza del golpe, Shaw respondió con una elocuente ausencia de respuesta.
Y hasta yo mismo creo que estuve a punto de participar, sin quererlo, en alguna de las conjuras que la prensa había puesto en marcha. Aunque jamás pude confirmar esto, no puedo dejar de señalar la curiosidad de que, después de hablar con algunos periodistas que trabajaban para William Randolph Hearst (pues así se presentaban, nunca diciendo el nombre del periódico que les había enviado), tras rechazar con contundencia que pusieran en mi boca lo que ellos querían decir sobre Bruce Ismay (al que Hearst detestaba desde su condición de potentado al que le gusta aprovechar la oportunidad de ver a un enemigo arrodillado y malherido para rematarle personalmente), en algunos diarios no muy importantes de ciudades que luchaban por salir en algún mapa, se empezaron a publicar noticias en las que se aseguraba que si yo no había atendido el desgarrador alarido de ruego lanzado desde el Titanic, era, simple y llanamente, porque estaba tan borracho que ni siquiera hubiera sabido cómo quitarme ese camisón que no llevaba.
No culpo a nadie. Solo señalo la coincidencia.
A principios de 1913, el tema seguía en un incesante apogeo contra el que yo debía avanzar para lograr que el Californian quedase lo más al margen posible de la galerna contra la que luchábamos. Sin embargo, en febrero de ese mismo año, tuve el inesperado privilegio de compartir algunas palabras con un escritor al que admiraba sin recato. Pero es que además de considerar alguno de sus libros como misales para marinos, Joseph Conrad había publicado algunos artículos realmente interesantes sobre el hundimiento del Titanic. Y jamás osé pensar que algún día tendría la oportunidad de hablar con él.
Yo estaba en Londres, en lo que ya era un peregrinaje habitual buscando gente que no considerase un insulto escuchar mis palabras. Aquella mañana, acababa de abandonar la redacción de The English Review (a la que acudí para ver si aceptaban un artículo mío que consideraron demasiado técnico, y en la que precisamente Joseph Conrad había publicado sus reflexiones acerca de la pérdida del Titanic) cuando me encontré con que fuera llovía mucho, así que corrí hasta una cafetería cercana donde traté de sacudirme el agua y la frustración que empapaban mi cuerpo. Me acomodé en la barra y pedí un poco de brandi, a ver sin con él lograba poner en marcha de nuevo mis propias calderas. Cuando me calmé un poco, me distraje contemplando el interior del local, un viejo café que mantenía un estilo que podía considerarse rancio, aunque al tiempo imperecedero, de ésos que aún hoy día se pueden encontrar en las calles de Londres si no se tiene miedo a traspasar esas telarañas que no pueden competir contra el neón. De entre todos los presentes me llamó la atención un hombre que estaba corrigiendo algunas páginas amontonadas sobre una carpeta de piel. Lo curioso es que la carpeta estaba completamente abierta, pero con las cubiertas de piel hacia arriba, y mientras en uno de sus lados estaban apilados los folios donde iba escribiendo, el otro permitía que su mano y su muñeca descansasen y se moviesen por una superficie muy confortable en apariencia. Un hombre práctico. Convertía una carpeta en un improvisado despacho. Secuelas de haber pasado mucho tiempo en el mar, donde es obligado reconvertir el rincón más desgastado en un reconfortante fragmento de hogar. Siguiendo la línea de su sombra, terminé fijándome en su rostro anciano y severo, de prominente nariz y barba cana pulcramente recortada. En el cristal de sus gafas se reflejaba la luz de algunas lámparas, por lo que tuve la impresión de que su mirada quemaba. Le reconocí y mi reacción fue tan instantánea que, casi de forma mecánica, como un autómata, me acerqué hasta su mesa y le pregunté en voz muy baja, como si temiera espantar el sosiego de su gesto concentrado:
—Señor Conrad, ¿le importaría si me siento un momento?
No levantó la mirada hasta no haber terminado la frase que estaba escribiendo. Luego alzó la cabeza y su mano señaló una de las sillas que podía utilizar para situarla frente a la suya.
—Desde luego que no, aunque espero que me diga su nombre. No me gusta compartir mesa con desconocidos.
—Lo siento. Soy Lord, Stanley Lord.
—Tome asiento, capitán Lord —fue su inmediata respuesta.
Nada de «el capitán del Californian» acotado entre histéricas exclamaciones. Ni tampoco ninguna mención al Titanic. Capitán Lord. Así me había llamado. Anteponiendo mi graduación a mi apellido. Podía ser escritor de nacimiento, pero le ganaba su condición de hombre de mar. No creo equivocarme en esa apreciación. Era tan obvio que sabía quién era yo como que yo sabía quién era él, y no se le ocurrió pensar que se tratase de otro Lord, algún tipo ojeroso que solo quería un autógrafo, sin ninguna relación conocida con los mares. Su demostración de que me conocía era la señal de bienvenida entre miembros de una hermandad secreta a la que pertenecen todos los hombres que se han contado y han escuchado historias increíbles durante las noches más extraordinarias que uno pueda concebir, sentados en el puente bajo los curiosos ojos de las estrellas, compartiendo cosas que raramente podrían compartir con otras personas que no fueran de su misma condición de apátridas, o de parias que no reconocían otra nación que no estuviese sobre el agua, se hallase esta donde se hallase. De hecho, siempre encontré sorprendente que Conrad hubiese escrito novelas en las que el mar ni siquiera aparecía. A veces, cuando releo sus historias y sus relatos marítimos, me cuesta creer que pudiera trabajar con otro material que no estuviera sacado de todo lo que obviamente llegó a saber sobre los océanos y sobre los hombres que los desafían y los respetan como a las terribles deidades que moran en sus profundidades.
—¿Qué puedo hacer por usted, capitán?
Buena pregunta. ¿Qué hacía yo allí? ¿Por qué diablos había tenido la ocurrencia de ir a molestar a un hombre que nada tenía que ver en mi cruzada? ¿Necesitaba que alguien de su experiencia corroborara aquello en lo que yo ya creía? No, por supuesto que no se trataba de eso. Cuando pienso en ello, creo que solo quería hablar con un ser humano que no me mirase como a un montón de escoria a la que un dios con un retorcido sentido del humor le había otorgado la capacidad del habla. Y eso era precisamente lo que estaba ocurriendo, pues en sus ojos no pude hallar el menor asomo de incomodidad o de malsana curiosidad, algo que logró amilanarme hasta el punto de que no supe qué contestar. A punto ya de pedirle disculpas y de marcharme de inmediato, afuera la lluvia amainó un poco y se aplacó su virulencia contra el cristal. El receso provocó un rápido aumento de peatones, que debían de haber estado durante un buen rato al resguardo de un portal o una marquesina. Una mujer con un zorro (que parecía haber muerto ahogado) rodeando su cuello y un nervioso caniche acunado en su hombro bajo la goteante barbilla, se acercó hasta la cristalera que nos separaba de la calle y comenzó a señalar hacia el interior con incontenible excitación, y compartía todo este torrente de dicha con sus apocados animalitos. Por un momento temí que se tratara de alguno de esos perturbados que adoran ver a una «celebridad», aunque sea a Jack el Destripador bisturí en mano, con tal de poder compartirlo con todo el mundo, por lo que ahora entraría en el local y se plantaría en el centro exacto para hacerle saber a la clientela que yo era, ni más ni menos, el insigne capitán que se negó a rescatar las almas que se tragó el Titanic. Vamos, vamos, gritaría alzando sus brazos, todo el mundo en pie. Un fuerte abucheo para nuestro invitado, por favor.
Mi temor tuvo que ser tan patente que Joseph Conrad lo atrapó justo a tiempo:
—Vamos, capitán, cálmese. Está con un amigo.
Otra mujer, también luciendo perro y una estola algo más viva, se levantó en el interior del local. Pagó de forma apresurada y corrió a encontrarse con su amiga. Las dos mujeres y las cuatro mascotas se reunieron a la salida y, tras un interminable intercambio de besos, se marcharon calle abajo aprovechando que la lluvia había dado tregua a su inclemencia.
—Creo que nunca me acostumbraré a esto —confesé—. Cuesta ser un leproso al que apedrean cada vez que intenta mirar lo que hay fuera de su cueva.
—Pues aceptar ese hecho es lo mejor que puede hacer.
Fue curioso. Sin pretenderlo, ya estábamos entablando una conversación. Sin quererlo, ambos nos plantamos en el centro de la cuestión.
—Es usted un miembro de la todopoderosa Marina británica. No solo debe acatar y aceptar sus normas —continuó diciendo Conrad, con una mano moviéndose nerviosa, como si dudara entre anotar o no algún fragmento de la conversación—. También debe plegarse a la versión que nuestras infalibles autoridades decidan establecer como ciertas. Recuerde el motín de la Bounty. El capitán William Bligh siempre será un caprichoso tirano y Fletcher Christian un romántico que logró que su velero fuera recordado por un levantamiento no demasiado claro, pese a que fue la justicia la que le dio el visto bueno para así borrar la vergüenza de una deserción en masa de aquéllos que creían haber descubierto un paraíso que al final les devoraría, como una exótica planta carnívora. Cuando debería ser asignatura obligatoria en las escuelas de marina, apenas hay libro de historia o cuaderno escolar que le haga sitio a la extraordinaria travesía a la que su capitán fue abocado tras ser expulsado injustamente de su barco, junto con el cargamento que le habían encomendado, lo que creo que deja muy claro cuál de los dos protagonistas sabía soportar la vida en un buque y asumir las terribles condiciones que conllevaba una travesía tan larga, además de mantener a flote una barcaza abarrotada de náufragos durante días y más días. Fletcher Christian solo sabía cómo partir un coco y por lo visto hasta eso se le daba mal.
—Eso apenas me deja lugar para maniobrar.
—Exacto. Tiene que hundirse junto a su barco. Es su deber y su privilegio como capitán. Vendrán nuevos buques, y su aventura en el mar continuará. A nadie le importa. Aproveche la libertad del que ya no tiene destino. Usted es Stanley Lord, que según algunos jugó mal una baza supuestamente decisiva durante la tragedia del Titanic. Ahí se acaba su biografía. Y empieza el resto de su vida.
Aunque la lluvia había arreciado, ahora chorreaba literalmente por las cristaleras exteriores del café, impidiendo ver por completo lo que pasaba en la calle, algo que me provocó un acceso de terror, tan abstracto como punzante. Y de nuevo fue Conrad quien tuvo que impedir que el miedo me dejase paralizado.
—Pero no creo que se haya decidido a tener esta conversación para constatar algo que es obvio que sabe.
¿Me atrevería a compartir mis temores? No estaba frente a un marino lacerado por el sol que deliraba hablando de fantasmas y barcos malditos, con la sesera tan reblandecida que ficción y realidad (y sus mutaciones en alta mar) habían terminado por confundirse. Sus conocimientos podrían poner en aprietos sin problema alguno cualquiera de mis convicciones más firmes. Ni siquiera sabía si creía o no en mi versión de lo sucedido, si pensaba que, después de todo, yo no era más que un mal capitán que no había sabido interpretar unas señales que para él también resultaban muy claras. Pero estaba dispuesto a intentarlo. Aunque, cual es casi norma en mi vida lejos del mar y en estos escritos, empecé por justificarme, como si solo así pudiera acceder a mi capacidad de habla.
—No, lo cierto es que me gustaría conversar con usted sobre lo que pasó, pero no quisiera parecerle un chiflado o un tipo supersticioso que solo…
Pese a que era un hombre educado, no tuvo más remedio que interrumpirme:
—Mal comienzo, capitán. Cuando uno es marino, nunca se es supersticioso, solo prudente.
Me miraba con creciente curiosidad, como si de pronto no hubiera tenido más remedio que colocar en su esquema del hundimiento del Titanic a alguien a quien, en un principio, no vio la necesidad de situar en un lugar de preferencia dentro de lo sucedido.
—Verá, hay algunos aspectos sobre lo ocurrido aquella anoche que me resultan de lo más desconcertantes.
Pero no estaba hablando con un gacetillero cualquiera. Era Joseph Conrad. Por mucho que yo hiciese un llamado a su imaginación, ésta ya iba dos pasos por delante. Y no estaba dispuesto a entrar en un recreo de insinuaciones.
—Si quiere saber lo que pienso respecto a lo que pasó en su barco, le diré que su testimonio y el de alguno de sus hombres fue extraordinariamente juicioso, teniendo en cuenta las complicadas circunstancias que se citaron esa noche en el Californian, y la desfavorable atención prestada por el comité que le interrogó. Y si lo que le preocupa es mi opinión sobre lo sucedido en el Titanic, le diré que para mí el barco se hundió la mañana del incidente con el New York, aunque ese día todos estaban cegados por un sol de oro y dejaron que el Titanic se marchara.
Supe a qué se refería. Cuando el Titanic soltó amarras la mañana del 10 de abril para abandonar Southampton, el agua que desplazaba a su paso provocó que un barco cercano (el New York) perdiese sus propios amarres y que su popa comenzase a virar directamente hacia el Titanic. Poco más de un metro. Ésa fue la distancia que puso límite a una colisión que pudo ser realmente grave. Un metro entre barcos tan grandes que podrían transportar una locomotora en su interior. Aquello ponía en cuestión no solo la maniobrabilidad de esos gigantes, sino también las posibilidades reales que tenían sus tripulantes de poder dominarlo cuando fuera preciso (a menos que se contase con el supercapitán reclamado inútilmente por Bernard Shaw).
—Después de eso, no debió continuar con su viaje inaugural. Y, al igual que sus gemelos, no debería haber vuelto a probar el agua salada hasta no asegurarse de que no mostraran tanta ineficacia para zarpar de un puerto sin destrozar todo cuanto se pusiera a su paso. Era un sinsentido. Hay que adaptar el mundo antes de cambiar los barcos.
¿Qué pudo pensar Joseph Conrad al enterarse, apenas tres años después, de que uno de los gemelos del Titanic, el Britannic, se había hundido no en dos horas y media, sino en 55 minutos, batiendo el récord de la White Star en la categoría de barcos insumergibles? Y también con cierto misterio rodeando las circunstancias en las que se produjeron los hechos, ya que fue imposible determinar si fue una mina, una explosión interna (provocada o fortuita) o el ataque de un submarino alemán lo que le hizo irse a pique como una sencilla barcaza de pesca mordida por un tiburón blanco. Supongo que hubiera lanzado la exclamación propia de un hombre que siempre quiso volver a navegar, para seguir de inmediato oteando sus propios horizontes interiores.
—El barco estaba diseñado como una ratonera —continuó Conrad al comprobar que era el nombre del Titanic el que me había sobresaltado—. Cuesta creer que hubiera supervivientes. Era como si estuviese pensado para causar el mayor daño posible a sus pasajeros. Lógicamente, no de forma consciente, pero fue como colocarlos en el puño de un gigante a punto de apretar su mano hasta hacerse sangre en las palmas con las uñas rotas. Es probable que de todas maneras hubiesen fallecido, pero es un destino particularmente horrible el morir así, estrujados por un prodigio móvil que de pronto había dejado de moverse apuñalado por otro prodigio, éste sí verdadero, hecho con siglos de hielo.
¿Acaso no era ésa la descripción de una batalla entre monstruos? ¿Podía rescatar de sus palabras algo que me hiciera pensar que mi juicio no estaba tan tocado como para creer en algo que nadie más creía? ¿Me daría la razón de inmediato al confesarle que estaba seguro de que el Titanic era un barco maldito? Pero no, Joseph Conrad, ante mi falta de matices, se había dejado llevar por su propia corriente de opinión. Su placidez se había visto desbordada por una de sus obsesiones que abordaba con frecuencia en sus artículos, y la serenidad había sido removida por un acceso de enojo con tan solo pensar en ello. La nueva navegación. Así se refería a las recién estrenadas generaciones de barcos del tamaño de islas y a los hombres que caían en la ilusión de comandarlos. Conrad la odiaba. La madera quedaba atrás y ahora flotábamos sobre el acero. Los barcos debían ser cada vez más grandes, hasta que no hubiera sitio para navegar. Argumentaba (y pondré como ejemplo una de sus reflexiones publicadas) que las dotaciones de los buques se iban quedando sin marinos de verdad, marinos de casta y oficio, y que mientras para bajar los botes salvavidas del Titanic no había marineros cualificados suficientes, sí que había al menos el triple de personas dedicadas a servir desayunos y que podrían transformar sin problemas una simple servilleta en el más estilizado de los cisnes. No era un avance del progreso. Era una cruel dentellada en nuestro futuro. Llegaba la hora del desenfreno. Había que dar los pasos sin pensar antes en las consecuencias. Frente al liberador sonido del siseo de una vela en movimiento, el humo negro se había ido adentrando en nuestro cuerpo con su olor a carbón quemado, y el rumor incesante de los aterradores motores parecía indicar que éstos funcionaban solos y que serían ellos los que tomarían las decisiones finales, cuando el peor de los desenlaces ya fuera inevitable. Esos transatlánticos, con todas esas luces encendidas, lograban apagar la noche. Para Conrad, la navegación le estaba siendo regalada a un puñado de ineptos. El progreso nos sobrepasaba. Volvíamos a la edad de las tinieblas, a la ignorancia total. Debíamos apretar un botón y esperar a ver qué pasaba.
—No creo que usted pudiera salvar a nadie —concluyó Conrad—. El Titanic sacó lo peor y lo mejor que hay en nosotros. Y, como siempre, la oscuridad termina tumbando a la luz, sin importar las veces que ésta se levante de nuevo.
—El mar no perdona, ¿no es eso? —me atreví a sugerir, citando las propias palabras de Conrad.
—Nunca. Es mucho más honrado que los hombres.
Sentí que lo mejor era dejarlo así. Era parte de mi compromiso para con la hermandad. ¿Para qué agobiarlo con mis terrores?
—Bueno, creo que ya lo he molestado bastante.
Su apretón de manos fue mucho más conciliador que el primero.
—Ha sido un placer, capitán Lord.
Me estaba colocando el gabán cuando a mi espalda la voz de Conrad me obligó a volverme a tiempo de ver como ocultaba lo que me pareció un amago de sonrisa.
—Una cosa más, capitán.
—¿Sí?
—¿Le importaría mucho si me tomo la libertad de pedirle una promesa?
Una oportunidad entre mil. Alguien me pedía un compromiso en el auge de mi caída al vacío. No se lo hubiera negado ni a mi peor enemigo.
Se quitó las gafas y las dejó sobre su manuscrito. A través de los cristales, algunas palabras parecieron hincharse y cobrar vida propia. Su tono de voz dejó muy claro que no estaba bromeando, que lo que estaba a punto de pedirme era una cuestión de primer orden.
—Prométame que, pase lo que pase, nunca dejará de creer en barcos malditos, y en buques fantasmas, o en cualquiera de esas historias que todo marino lleva tatuadas en su imaginación. Quizás sean nuestra única esperanza para sobrevivir al progreso.
Ahora fui yo quien sonrió al saber que había intuido sin problema aquello en lo que yo pensaba por mucho que hubiese tratado de ocultarlo. Me ajusté el gabán y creo que casi adopté la posición de firmes.
—Tiene mi palabra de capitán.
Palabra que, hasta el día de hoy, jamás he roto, ni siquiera cuando lo que estaba en tela de juicio era mi cordura.