15

LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912

04.10

Una de las primeras cosas que aprende tu cuerpo cuando pasas mucho tiempo en el mar es a sentir cualquier cambio en el ambiente por muy imperceptible que pueda resultar. No se trata de saber si se acerca una galerna porque te duele la rodilla, supuesta habilidad que puede haber nacido de una fractura y no responder al acto reflejo que se perfecciona con los muchos años pasados en barcos de todo tipo. Navegar puede ser, en manos de puristas, una ciencia, y hasta un verdadero arte, pero convertirse en marino es, en gran medida, una cuestión de instinto. Hay gente que la primera vez que se sube a un barco sufre todo tipo de mareos e incontinencias, y, sin embargo, hacen un juramento de sangre para seguir navegado el resto de sus días. Otros primerizos, que parecen haber pasado el mejor rato de su vida, una vez tocan tierra, se prometen que no volverán a subir a bordo de una nave ni aunque les ofrezcan a cambio todos los tesoros de los fondos marinos. Es el océano quien nos elige. Y no hay vuelta atrás. En la mar, como en la vida, cada segundo es irreversible, y cuando uno los empeña en la reconfortante y a la vez destructiva soledad de los océanos, el cuerpo empieza a descubrir que existen muchos más sentidos que los cinco que todos damos por certificados, y a desarrollarlos en detrimento de los demás. He visto marinos leer en las nubes, y adivinar el peligro que podían traer las grandes olas mirando su cresta, como si ésta estuviera llena de gárgolas alborotadas, pero que se muestran incapaces de abrirse paso más allá de las primeras líneas del artículo de un periódico. La piel de los más longevos parece tan anciana como la propia tierra, como si tanto tiempo en la mar se cobrase desproporcionadas cantidades de tiempo en la vida de un hombre a cambio de las maravillas que vería. Los hay que distinguen el graznido agitado de las gaviotas al otro lado del muro de la tormenta que atraviesan en ese momento. Se respira con las entrañas. Y se sueña con los ojos completamente abiertos.

En mi caso, desde muy joven no me resistí a esa transformación. Empecé a escuchar atentamente una voz interior que no siempre estaba de acuerdo con lo que veía. Y lo que en tierra era un repentino escalofrío sin origen aparente, en alta mar podía ser la inequívoca señal de que estaba a punto de producirse un cambio en la fuerza y en el rumbo del viento.

Es por eso que, después de tantos años, el amanecer siempre me despertaba personalmente mucho antes que cualquier otra cosa —los pasos de un trabajador de las cocinas o el oficial encargado de hacerme saber la hora— me informara de que el sol regresaba. El primer rayo que surgía desde el horizonte tocaba mi hombro y ese primer calor tan conocido me agitaba suavemente, como la mano de una esposa, apremiándome para que volviera a mi casilla en el tablero.

Pero esa noche me fue infiel.

Cuando desperté (de golpe, como si me hubieran arrojado del club de los sueños como a un cliente que se hubiera mostrado desconsiderado con sus reglas), tuve la sensación de haber dormido profundamente, aunque tampoco podía haber sido durante mucho tiempo porque era evidente que el sol aún no había reconquistado esos dominios que la noche volvería a robarle. Pero no tenía la menor idea de la hora que podía ser. No quise mirar el reloj. Debía averiguarlo por mí mismo, mi cuerpo tenía que saberlo y cerré los ojos para atender a las señales. El hielo seguía relamiendo nuestro costado, aunque su sonido había terminado por resultar obligadamente familiar, lo que indicaba que aún estábamos en los límites de la interminable franja (blanca, como una cicatriz supurando en el agua) que nos mantenía detenidos. Escuchaba conversaciones. Aunque no estaba muy seguro de dónde procedían. Tan pronto creía que llegaban desde el puente como pensaba que salían del armario que tenía junto a mi lecho. En un proceso muy similar a lo que estaba ocurriendo en el puente del Californian en ese mismo momento, en mi interior los sucesos de la noche se avivaron con la primera y madrugadora brisa que anunciaba el progreso aún invisible de la mañana. Y cada episodio me parecía más inconexo cuanto más pensaba en él.

Finalmente distinguí la voz de Stewart en el puente. El cambio de guardia ya debía haberse producido, así que tenían que ser, como poco, las cuatro de la mañana. Pero la agitación que detecté en el primer oficial parecía no tener el menor sentido. Se mostraba ansioso, incapaz de esperar una respuesta antes de hacer la siguiente pregunta, e incluso me pareció notar cierta alarma en el tono de su voz. Sin embargo, nadie venía a buscarme, por lo tanto no podían estar discutiendo sobre la toma de una decisión que solo yo podía dar.

En realidad, Stone le estaba contando a Stewart todo cuanto había pasado durante su guardia. El barco sin identificar, los mensajes no contestados, los cohetes blancos, su desaparición pasadas las dos y media. Poco a poco fui haciéndome con sus palabras, y pude entender prácticamente cuanto decían. Stewart también había caído en el enigma de una esfinge marina, y repetía una y otra vez preguntas que ya había hecho varias veces porque no encontraba una manera de integrarse en el turno que le tocaba. ¿Eran cohetes blancos? ¿Seguro que era un vapor pequeño? ¿Hacia dónde se dirigió? ¿A qué hora dejó de verse en el horizonte? ¿De qué color eran los cohetes? ¿No divisaste velamen alguno?

Y en éstas estaban cuando ocurrió algo que pocas veces se cuenta entre aquéllos que relatan nuestra historia (y mucho menos en las comisiones que se encargaron de esclarecer lo sucedido, pues en nada se atenía a sus intereses), pero que no deja de ser un verdadero desafío para la comprensión. Stone y el primer oficial especulaban mientras yo hacía lo propio en la semioscuridad de mi cuarto, cuando, repentinamente, Stewart anunció:

—Ahí está el vapor —creo que lo dijo con cierta sorna, como si Stone hubiese estado gastándole una broma que él acababa de poner al descubierto gracias a la pericia de una vista bien adiestrada—. Y no parece que sufra el menor problema.

Lo había divisado de inmediato y le debía estar señalando su presencia a Stone, que estoy seguro de que en ese momento creyó que lo seguiría viendo el resto de su vida, así, saliendo de la nada y volviendo a ella a su total antojo, en el mar, en los puertos, en el exterior de su propia casa cada vez que se acercase a una ventana, un barco a lo lejos que solo se acercaría para anunciarle que había estado esperando su muerte y ahora venía a recogerlo.

El extraño había vuelto.

Aquello era… ¿increíble?

De hecho, Stone así debió considerarlo y lo negó varias veces, hasta que se vieron enredados en otra discusión, pues mientras Stewart argumentaba que aquél debía ser el misterioso barco que habían visto alejarse durante la noche (el cual, después de todo, se vio obligado a regresar ante su incapacidad para sortear los recovecos del campo de hielo), Stone se aferró a que aquél no podía ser el mismo barco porque las luces eran distintas, y también porque su posición dejaba claro que no regresaba desde el destino hacia el que había partido, y no estaban las condiciones de la noche para ponerse a dar paseos en el mar solo por el gusto de contemplar las estrellas.

Ya me estaba abrigando cuando uno de los marinos, enviado por Stewart, llamó a mi puerta. Cuando la abrí, no fue para darle los buenos días, sino para pedirle que se apartara y corrí hasta el puente mientras me abotonaba mi abrigo.

No saludé a ninguno de los oficiales. Busqué con mi mirada hasta topar con el barco, ahora sin la funda de la medianoche, bajo la luz suficiente como para observar sus contornos con claridad, la alta chimenea, su perceptible cabeceo sobre el hielo, la perfecta línea de flotación de su casco, el cual no mostraba señal de que hubiera pasado por apuro alguno.

—Buenos días, capitán —dijo Stewart, a mi espalda.

Y, como un eco, la misma frase se repitió en los labios inseguros de Stone.

No devolví el saludo.

—¿Cuánto hace que está ahí?

—Acaba de aparecer —se apresuró en aclarar Stone, como si yo albergase algún resquemor de que el barco llevase en la misma posición toda la noche sin que él lo hubiera visto, que de hecho no se había movido tal y como él me había informado, que tan solo había estado mirando hacia el lado equivocado o que había estado dormitando en algún rincón apartado.

Avivé mis impresiones para su (supongo) secreta tranquilidad.

—No es el mismo barco.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó Stewart, con una pizca de arrogancia, como si pusiera en tela de juicio mi opinión, teniendo en cuenta que yo no había estado en el puente durante las últimas horas.

Me giré para que pudiera mirarme directamente a los ojos mientras le hablaba como su capitán. Si quería pruebas, podía hallarlas en mis pupilas.

—Porque yo también lo vi —contesté secamente.

Volví a prestarle toda mi dedicación al buque buscando alguna señal de vida. En su interior, como en el nuestro, ya debería ir notándose cierta actividad a bordo. Con el día empieza la jornada, y decenas de marineros empiezan a incorporarse a sus puestos, a romper el hielo y los posibles témpanos que se hubieran formado durante la noche en el exterior, a limpiar las cubiertas, a calentar los fogones, a respirar ese aire luminoso y lleno de paz. Pero allí no se veía a nadie. El barco se alejaba, más por inercia que empujado por los motores, y durante un segundo, mientras permanecía balanceándose entre el día y la noche, estuve convencido de que su silueta irónica y siniestra se desvanecería como la sonrisa del gato de Cheshire, en lo que sería una última mueca en nuestro viaje al otro lado de un espejo roto.

La luz del amanecer logró que retrocediera la oscuridad aún helada, y con ella algunos rincones sombríos de nuestro pensamiento también se iluminaron.

Pero mientras Stone y Stewart volvían a esgrimir sus argumentos sobre si aquél podía ser el barco que había estado disparando los cohetes, comencé a contemplar por primera vez el banco de hielo que nos rodeaba por completo, como parásitos expectantes ante una pieza muerta a la que se adherirían como lapas en cuanto pudieran. El campo era mucho más extenso de lo que nos permitió determinar la nocturnidad, aunque su anchura no resultase ahora tan sólida como parecía.

Y los icebergs nos habían rodeado.

Necesitaba unos momentos de tranquilidad, así que le pedí a Stewart que fuese hasta el cuarto donde dormía Evans para pedirle que tratase de ponerse en contacto con el barco que seguía adentrándose en la distancia, o con cualquier otro buque cercano, y que averiguase todo lo posible en relación con los cohetes vistos durante la noche. Quizás alguien nos lo aclarase y ya podríamos dejar de discutir a bordo y dedicarnos a nuestro verdadero problema: salir de aquel atolladero.

Pensé que lo mejor sería evitar el hielo, retroceder algunas millas y retomar la ruta atendiendo a las informaciones que recibiríamos de otros barcos, ahora que Evans estaba despierto y podía permanecer muy atento a las noticias que se produjeran en torno al desplazamiento de las grandes masas heladas y de los icebergs. De cualquier forma, en el campo que se extendía frente a nosotros eran ya visibles algunas zonas cuarteadas, casi autónomas, porque empezaba a derretirse con el aliento de la mañana, así que era previsible que a lo largo de la misma el hielo siguiese perdiendo dureza, facilitando el tránsito.

Pero cuando Stewart regresó del cuarto de telégrafos, era él el que estaba completamente cubierto de hielo.

—Stanley… —dijo, y guardó un silencio forzado, como si él mismo tratase de impedir por todos los medios la salida de lo que no tenía más remedio que anunciar, y que finalmente compartió junto a su contagioso desconcierto, al tiempo que me devolvía mi cargo—: Capitán, el Titanic se está hundiendo.

Eran las cuatro y media de la madrugada. En realidad, el barco seguía descendiendo hacia los negros abismos marinos. Y si quedaba algún superviviente en el agua, debía llevar más de dos horas en ella, por lo que su agonía sobrepasa cualquier intento de reconstruirla. No quedaba nada de él, pero nosotros ni siquiera lo sospechábamos. Porque la noticia era que el Titanic se estaba hundiendo en aquel preciso instante, no muy lejos de donde nosotros nos hallábamos, justo en ese mismo momento en el que Stewart me tendió un trozo de papel en el que reconocí de inmediato la caligrafía de Evans.

—Aquí tiene la posición donde se hunde. Dos barcos, el Mount Temple y el Frankfurt, coinciden en los datos.

Mientras leía la posición tratando de saber cómo poner rumbo inmediato hacia ella, la pregunta se escapó sola:

—¿Hundiéndose? ¿Pero cómo es posible? ¿Qué ha pasado?

—Según parece, ha chocado contra un iceberg.

Despejé aquella primera imagen de mi cabeza y ya estaba a punto de dar la orden de ponernos en marcha, cuando Evans apareció en el puente.

—Señor, acabo de comunicarme con el Virginian. Y confirman la posición que ya teníamos. También he establecido contacto con un barco ruso, el Burma, que se dirige en este mismo momento hacia el lugar donde se ha producido la colisión. Creo que son muchos los buques que están navegando hacia el mismo punto a toda velocidad.

—Gracias, Evans.

Pero se quedó quieto, como esperando una recompensa que no llegaba. Su inexperiencia lo delataba. Necesitaba intimidad y no sabía cómo pedirla. Me acerqué hasta él y lo acompañé hasta la puerta, que incluso le abrí para que pudiéramos hablar sin que nos oyeran los demás.

—¿Qué le preocupa, Evans?

—Verá, señor. Hay algo que no entiendo.

—¿A qué se refiere?

—Los mensajes que me llegan aseguran que el Titanic se está hundiendo. Ahora, en este mismo momento.

Evans había atado sus propios cabos mucho antes de que lo hiciéramos los demás que íbamos a bordo.

—¿Y?

—Que yo no recibo su señal, la misma que anoche me llegaba tan claramente. Aunque el sistema eléctrico se hubiera venido abajo, sus operadores cuentan con baterías autónomas que les podrían permitir comunicarse a considerable distancia. Es un barco gigantesco y todo esfuerzo es poco si con ello se intenta salvar la vida de los pasajeros y de la tripulación. Deberían estar emitiendo sin descanso.

Terminó por desvelar que sus temores respondían a un llamado muy personal, la preocupación de saber que tenía amigos en el Titanic con los que no había forma de comunicarse.

—¿A qué se debe ese silencio? ¿Qué puede estar pasando en el interior del Titanic para que los operadores no puedan cumplir con su trabajo? ¿Por qué no siguen enviando continuas peticiones de ayuda para encontrar cualquier otro barco que también pueda acudir a su socorro?

—No se preocupe, Evans —no traté de forzar un falso consuelo, y le dije lo que realmente pensaba que necesitaba oír en labios del que era su capitán—. Imagine el caos que se debe estar viviendo. Todos conocemos su posición. Sus compañeros han llevado a cabo su trabajo. Y lo han hecho muy bien. Usted mismo me ha dicho que ya hay varios barcos en camino, así que solo tienen que esperar a que lleguen. Seguro que se necesitará que sus amigos se dediquen a otras cosas porque en este momento deben faltarles manos para el montón de tareas que hay que llevar a cabo.

—Puede ser —alegó, quejumbroso, Evans—. Puede ser.

—Regrese a su puesto. Si se produce cualquier variación, por mínima o aislada que sea, sobre la posición en la que el Titanic se hunde, hágamelo saber de inmediato. ¿De acuerdo? Y tranquilo, Evans. Todo irá bien.

—Puede ser —contestó de nuevo, como si ya no fuera capaz de decir otra cosa (o porque eso era lo único que cualquiera de nosotros era capaz de articular sin sentir que había dicho algo que podía ser malinterpretado), y se perdió en el interior del barco para volver de inmediato a su diminuto cuarto y a su infinito mundo de auriculares y pulsaciones eléctricas, pendiente de que llegase una señal privada que él reconocería con íntimo alivio.

Aunque su gesto de incomprensión se transformó en horror cuando, pocos días después, se enteró de que mientras los telegrafistas del Titanic, ya con el agua en sus talones, continuaban transmitiendo peticiones de auxilio, uno o varios desconocidos les robaron los chalecos salvavidas aprovechando su capacidad de entrega. Otro de los muchos malos tragos que tuvo que pasar Evans.

Mi primera orden fue la de poner a toda la tripulación en marcha. Antes de que el barco avanzase un solo milímetro, quería a toda mi gente en su puesto, o donde pudiera hacer falta una mano adicional. Mantas y barcas salvavidas debían estar listos cuanto antes. Las calderas se habían mantenido calientes durante toda la noche, y ahora los motores ronroneaban de impaciencia mientras eran alimentados para acallar su hambre atrasada. Stewart y yo nos encerramos en el cuarto de derrota para evitar las continuas irrupciones de marineros y oficiales que entraban y salían de cualquier lado, y logramos establecer algo que no me atrevería a calificar como ruta, sino más bien la temblorosa línea que separaba dos puntos en una carta marítima. Sin importar las consecuencias, debíamos adentrarnos en el hielo si queríamos llegar cuanto antes al lugar donde el Titanic se hundía. Era el camino más corto. Y también el menos aconsejable. Pero nuestra posible precariedad no era comparable a la que se suponía que se estaban enfrentando en aquel momento más de dos mil quinientas personas.

Y no iba a resultar una tarea fácil, ni mucho menos, como tampoco lo fue el hecho de decidirse por ella. Nos adentraríamos en la zona de hielo. Nos meteríamos en la trampa por voluntad propia. No podíamos rehuir el peligro, estábamos obligados a liberar toda nuestra temeridad. Teníamos que correr tan aprisa como fuera posible, solo que en cada centímetro ganado con denodado empeño se perdía la posibilidad de llegar a tiempo porque el límite de velocidad apenas lograría avanzar más allá de algunos metros cada pocos minutos. Con nuestra agitación, los icebergs también parecieron ponerse en movimiento, nunca demasiado cerca, pero tampoco demasiado lejos. Había que jugársela a todo o nada, y ese nada podía equivaler a quedar atrapados en el hielo, o a tener un grave accidente que nos obligaría a solicitar con vana desesperación el auxilio a decenas de barcos que corrían en ese mismo instante al socorro de una multitud que naufragaba.

A las cinco y cuarto el Californian se puso en marcha. Y aunque es seguro que pudimos hacerlo mucho mejor (todo cabe tanto en lo posible como en lo imposible), tampoco le restaré méritos al hecho de estar en movimiento apenas cuarenta minutos después de conocer la noticia de que el Titanic se estaba hundiendo. Si durante la noche hubiese sucedido lo mismo, si alguna sospecha, por insignificante que fuera, nos hubiera hecho creer que dos mil quinientas personas estaban en peligro de morir, la respuesta habría sido exactamente la misma. Pero esto no es más que una divagación. Nunca se nos juzgó por nuestras acciones posteriores. Aunque quizás deberían haberlas tenido en cuenta.

Pude aprovechar un momento para acercarme a hablar con Stone, cuyo ensimismamiento me preocupaba. Traté de que me aclarara de la forma más minuciosa posible lo ocurrido durante la noche. Pero permanecía como ido. Sus monosílabos eran como una erupción del desasosiego que ya comenzaba a aislarlo. Aunque las discusiones sobre lo que había pasado realmente se irían sucediendo en una progresión desbordante, Stone se hundía en las movedizas arenas que por fin revelaban toda su profundidad. En aquel momento debía de estar cotejando sus propias versiones y ahora le resultaba tan obvio como que la mañana había vuelto que lo que vio eran peticiones de auxilio, y que nadie había hecho nada por atenderlas. Sobre todo él, pues se habían avistado durante su guardia. Lo dejé sentado en el comedor de oficiales, observando con malsana fascinación el interior de su taza de café, como si aquel líquido negro que humeaba no fuera otra cosa que una tentadora dosis de cicuta.

Volví al puente de mando y me situé en la barandilla de proa. El barco empezó a moverse, podía observar cómo virábamos lentamente, tan despacio como si algunos marineros a bordo de una barca estuvieran remolcando al Californian tirando de un puñado de cuerdas.

Poco a poco nos fuimos adentrando en el campo de hielo. Y poco a poco, también, las palabras de Evans se agitaron en mi pensamiento como peces fuera del agua, hasta que no me quedó otro remedio que pensar detenidamente en ellas.

Evans tenía razón. Aunque el Titanic hubiera logrado contactar con otros barcos, debía seguir emitiendo en busca de más ayuda. Se estaba hundiendo uno de los transatlánticos más grandes del mundo. Hasta el velero más insignificante podría resultar indispensable en una operación de rescate semejante. Entonces me puse en la piel del capitán Smith. Supuse que habría mantenido a los telegrafistas en su puesto hasta que no se pudiera posponer más su salida del cuarto, lo que, en la práctica, significaba que el barco ya no tenía salvación alguna.

Y como si no fuera capaz de salir de la piel de Smith, también sentí el punzón que debió experimentar él mismo al saber que no le quedaba otro remedio que dejar a todo el mundo desamparado. La falta de antecedentes de accidentes semejantes hacía imposible imaginar qué podía estar sucediendo en un barco tan gigantesco (e insumergible, algo que muchos de sus pasajeros tuvieron muy presente hasta que el agua los degolló) para que se hubiese perdido ya cualquier posibilidad de control sobre el buque y sobre la gente que viajaba a bordo.

Pero por muy aterrador que pudiera resultar lo que cada cual estuviera estableciendo en su cabeza para prepararse contra el horror al que nos dirigíamos prácticamente a cero nudos de velocidad, la verdad es que nadie pudo predecir siquiera lo que no tardaríamos más que una hora en poder contemplar por nosotros mismos, nada más llegar al lugar donde, según todos los mensajes que Evans había estado recibiendo, el Titanic seguía hundiéndose.

Nadie se volvió para mirar qué hacía el tercer barco.

Supongo que los que ya lo conocíamos estábamos completamente seguros de que no tenía la menor intención de ir a salvar a nadie.