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TODO EL MUNDO

SE LLAMA… ¿PHILWOOD?

Al día siguiente de escuchar las conclusiones del Comité británico, mientras me preparaba para volver a mi casa en Cheshire tras haber sido proclamado de manera oficial como «el capitán que tuvo en su mano salvar la vida de todos los pasajeros del Titanic» (lo que, paradójicamente, no me llevó hasta la primera plana de la historia del Titán, sino que me arrojó a un limbo de tercera clase, a una aberrante nota a pie de página sobre la que nunca ha resultado una buena idea extenderse), decidí dar un paseo junto a mi querido y viejo amigo, el Támesis. Adoro las grandes ciudades que tienen un río navegable que serpentea por sus calles y que lleva hasta el océano. Y por el de Londres habían zarpado, mientras la gente se despedía de ellos desde las ventanas de sus casas, cientos y cientos de barcos rumbo a construir un imperio desde los tiempos en que éramos bárbaros y nos lanzábamos al mar subidos a troncos. Todas las ciudades deberían ser navegables y estar tan llenas de historias como las que el Támesis ha dejado en tierra.

Paseaba por un pequeño parque, donde, dado lo temprano de la hora, los ancianos sustituían a los niños apoderándose de los columpios para darle de comer a las palomas, cuando reparé en una figura apoyada con una mano en una de las barandillas que custodiaban el río, alguien que me llamó la atención hasta tal punto que tuve que detenerme. En primer lugar por su apariencia. Era un hombre muy alto, metido de mala manera en una gabardina y en un traje de cheviot, ninguno de los cuales se ajustaba a su verdadero tamaño, por lo cual tanto las delgadas y peludas muñecas como unos largos calcetines negros quedaban penosamente al descubierto. Y en segundo, porque era poco probable que otro hombre que no fuera Philwood luciese un bigote semejante y llevase, como atornillado, aquel extraño bombín que cualquiera que no lo hubiera visto con él antes pensaría que se le había encogido de repente mientras lo llevaba puesto.

No se movió, pero, para renovar mi sorpresa, sonrió de forma inequívoca por una vez. Me acerqué para señalarle un pequeño detalle.

—Lleva el paraguas abierto. Y no cae una gota de lluvia.

Comprobó ambas cosas y afirmó:

—Todo está en orden. Es que cada vez que lo cierro empieza a llover. No falla. Parece algo automático.

—¿También ve conspiraciones en el clima?

—¿Acaso usted no? —preguntó con cierta estupefacción, como si hubiera cosas que no era necesario decir, y mucho menos en voz alta.

—¿Cómo debo llamarle hoy? ¿Philwood?

—O sir Philwood, si es que le apetece.

Parecía de muy buen humor, lo que logró restarle gravedad al mío.

—No creo que le dejasen entrar en palacio vestido de esa guisa. ¿Trata de hacerse pasar por un ciudadano londinense cualquiera? Olvídelo. Hasta los ciegos le señalarían desde lejos acusándole de ser un extranjero disfrazado de londinense.

—En realidad, trataba de no empaparme, pero no he logrado encontrar nada de mi talla. Déjeme que le confiese algo: además de una ciudad de enanos, Londres es un asco. Y se lo digo con todo el respeto del mundo. Un verdadero asco. Aquí uno se moja hasta debajo del mar. Asfaltan las calles con charcos. Incluso podrían exportar lluvia si se lo propusieran.

—Es la queja habitual de los forasteros, una queja mucho más inclemente que nuestro clima.

Mi sonriente ataque a su típica actitud no le impidió seguir con su listado de quejas.

—No sé cómo nadie puede vivir en un país donde la existencia del sol es una cuestión de fe. Eso explica por qué se hizo marino. Cualquier cosa con tal de escapar de este agujero lleno de goteras.

—Hay gente a la que le gusta.

—¿Además de a la reina madre? —y aquí se santiguó, como si estuviera hablando del Papa.

—Además —confirmé.

Se atusó su bigote, como si eso fuera el mecanismo que pusiera en marcha sus piernas, y me preguntó con total cordialidad:

—¿Caminamos un rato?

—Me parece una excelente idea —y ambos empezamos a pasear junto al río, sobre cuya superficie nuestras sombras también comenzaron a transitar—. Ha dicho cualquier cosa con tal de escapar de aquí. ¿Tampoco le gusta navegar?

Me miró con incredulidad, como si no hubiese más que verlo para detectar una incurable aversión patológica al agua salada.

—Solo me acerco a la espuma para afeitarme.

—Para ser alguien que se dedica a estropear sorpresas, no muestra el menor reparo en sorprender a los demás. La verdad es que le tenía por una especie de aventurero, de ésos que pueden pasar un mes en una temible montaña, alimentarse tan solo de osos furiosos que matan con sus propias manos, y luego sale de ella como si hubiesen estado en un balneario de aguas termales.

Una calesa y un automóvil se detuvieron para que sus respectivos conductores iniciaran una encendida discusión sobre velocidad y caballos, y también sobre quién tenía preferencia sobre quién. Philwood los contempló con cierto aire especulativo, no tan cercano al interés de un misionero asistiendo a otra de las costumbres locales del lugar donde ha sido destinado (y por ende, que deberá tener muy en cuenta desde ese mismo instante) como a la curiosidad del entomólogo que acaba de descubrir una nueva especie de bicho raro. Pero no tardó en regalarme sus propias peculiaridades.

—Vamos, capitán. Míreme. Un metro noventa y ocho de adulto metido a la fuerza en el chubasquero de un niño que sujeta un paraguas inservible, que por fortuna no está lleno de colores chillones. Hago cualquier cosa por dinero, carezco de ilusiones románticas. La naturaleza no me conmueve en lo más mínimo frente a un buen espectáculo de vodevil. Nací en el Oeste. He vivido armado desde que estaba en la cuna. Y allí el paisaje es hostil, el clima enloquece, las distancias son tan largas que hacen que se te olvide tu destino. Prefiero Nueva York, sus calles, su desorden, su olor a futuro. Yo me alejé de la última frontera para instalarme en alguna ciudad donde los problemas no se diriman con estigmas de sangre. América está cambiando. Empezamos a escapar de nuestra propia época medieval para dejarnos llevar por los irresistibles encantos de la civilización.

—Un país que nace, ¿no es eso?

—No, claro que no. Un país que nace es un país que empieza a morir, y también un país que queda atrás, al que hay que ocultar colocando sobre sus cenizas y sus cicatrices secretas los nuevos cimientos del porvenir. América me gusta porque, aunque sea de manera un tanto ingenua, allí les gusta hablar de sueños. Creen y hasta luchan por ellos. Y yo, aun siendo americano, hace mucho tiempo que dejé de soñar.

—Eso suena un tanto contradictorio. ¿Quién disfrutaría viviendo en un lugar donde todo le recuerde lo que perdió?

—Alguien que cree que no hay mejor sitio para buscar lo que se pretende encontrar que el sitio donde lo perdió.

Seguía desconfiando de él, aunque su presencia ahora me intrigaba más que inquietarme. Me pregunté cómo sería vivir con todo el mundo recelando de cuanto hagas y digas. A mí me despreciaban. Pero él despreciaba a los demás. Incluso cuando les mostraba su afecto. Y realmente pienso que por eso estaba allí. Para mostrarme un afecto espontáneo, la respuesta a un impulso repentino y libre de objetivos secundarios por hablar conmigo, desligado para variar del trato habitual que mantenía con la gente.

Aunque, después de todo, tampoco podía estar muy seguro, así que aceleré los trámites.

—Creí que ya había terminado conmigo. ¿O es que vuelvo a suponer un peligro porque en nuestro viaje de vuelta pasé de largo junto a otro barco que naufragaba y me dediqué a contemplar una hermosa Luna llena mientras se hundía?

—Espero que no. Lo tomarían como una pésima costumbre.

Antes de hacerlo con las palabras, le recriminé con un gesto.

—Eso ha sonado muy inglés.

Creí que iba a quitarse su bombín, pero hizo justo lo contrario. Se lo ajustó aún más. Y, por absurdo que parezca, eso me hizo sentirme aliviado.

—Puede ser, pero no volverá a repetirse porque yo me largo de aquí sin esperar a que me crezca el acento. Me faltan un par de horas para zarpar y ya se cerró el telón sobre todo este maldito embrollo.

No hubo cambio en la inflexión de su voz. Seguía relajado. Hablando con un amigo con el que acababa de tropezarse por una casualidad no del todo casual. Me pregunté hasta qué punto se mostraría sincero conmigo. Y, lo que es mejor aún, se lo pregunté a él.

—¿De veras cree que ya se terminó?

—Por mi parte, desde luego. He logrado probar que hubo algunos chantajes para granjearse el favor de los marineros, tanto en los botes como a bordo del Titanic, nada que no hubiera hecho nadie con la ropa interior forrada de billetes. Y, entre otras tantas lindezas de la naturaleza humana, también me ha tocado escuchar los sollozos de algunas damas mientras sacaban de algún lugar que acababan de recordar todas esas joyas perdidas que supuestamente se estaban exhibiendo en los fondos oceánicos. Ha sido un trabajo fácil y la paga espléndida, por lo que ahora me toca meter mis narices en otros cubos de basura. Por otro lado, los tribunales han quedado saciados —fue asintiendo con la cabeza cada vez que nombraba a un nuevo grupo de aludidos—, las grandes compañías seguirán siendo nuestros lazarillos en alta mar, el acero sigue siendo un valor tan seguro como el oro, los procuradores pueden seguir chillándose e insultándose los unos a los otros en el Parlamento, los jueces podrán seguir empolvando sus pelucas y, lo que es mejor aún, es probable que diversas modificaciones en la ley hagan más seguros los viajes transatlánticos. Hasta he oído hablar de que se está intentando crear, y no solo con maquetas en un despacho de lujo, una flota de barcos cuya única finalidad será la de vigilar los movimientos de los icebergs y de los campos de hielo. Por una vez dejarán parte de la seguridad en manos de expertos. Algo es algo, ¿no le parece?

Pero no. No me lo parecía.

—Quedan muchas cosas que aclarar.

Me seguía mirando con sus ojos diminutos, tan lejanos y a la vez tan cerca que irritaban mis pupilas con su calor.

—No se hace una idea de cuántas. Pero ya solo serán una parte más de la leyenda, ésa que irán levantando todos aquéllos que piensan que el hundimiento no ha hecho sino sacar a la superficie una serie interminable de elucubraciones a las que podrán dedicar toda su vida. Obsesionarnos con los misterios está en nuestra naturaleza. Los amantes de los presentes macabros harán de las suyas y el resto de nosotros, lo queramos o no, tendremos que vivir subyugados en el reino fantasmal del Titanic. Y es más que cierto que la cosa no hará sino empeorar a medida que pasen los años. Es lo mejor de no saber la verdad. Así todo el mundo tiene derecho a opinar, e incluso a aportar su reconstrucción. A partir de ahora el Titanic navega en mares privados donde cada cual verá lo que le venga en gana.

—¿Y qué es lo que ve usted?

Apartó momentáneamente su paraguas para comprobar si llovía (como si con ello pudiera encontrar la respuesta a mi pregunta), pero el hecho de que no cayera ni una sola gota en su rostro no le convenció para cerrarlo, y se reincorporó de inmediato a su seguro refugio.

—Veo que para usted esto no ha terminado.

—Desde luego que no.

—Siento oír eso. Porque lo cierto es que, sin importar las reticencias que ponga, esto también se acabó para usted.

—¿No cree que pueda conseguir que se me haga justicia?

—Para eso, primero tendría que existir la justicia, y también hombres que supieran impartirla. Pero yo rebusco en la inmundicia humana, debo despiojar a farsantes y timadores para que a su vez otros farsantes y timadores puedan seguir con sus vidas. No se haga una idea equivocada. No lucha contra la justicia, ni contra el Estado, ni contra el sistema, ni contra las navieras, ni contra las refinerías de acero, ni tampoco contra las compañías de seguros que hayan podido mostrar un inequívoco interés en ensuciar su nombre. Ya no es nadie. Pero no se equivoque. Al final solo encontrará que sus enemigos son hombres como usted, con familia, con negocios, que no creen estar haciendo daño ni siquiera cuando ordenan el asesinato de un niño, y para los que mil quinientas personas muertas solo les supone una corrección en los libros de contabilidad. Son conocedores de su vileza y de su ambición y jamás permitirán que nadie se salte la cerca que han construido con tanto esmero. Ellos tienen el poder de hacer que un individuo no solo desaparezca de la faz de la tierra, sino que pueden borrar toda su existencia. No importan los años que pasen. Esos hombres serán sustituidos por otros idénticos que pueden recubrir de mentiras la verdad más evidente. Olvídelo, capitán. Yo puedo malgastar mi vida en una tierra en la que la gente cree en los sueños. Pero lo suyo es peor. Espera que sus sueños se hagan realidad. Solo que olvida que incluso nuestros sueños no nos pertenecen. También pertenecen a esos hombres. Y harán con ellos lo que quieran. Ambas investigaciones debieron posponerse hasta no poseer toda la información necesaria para llenar de claridad hasta el último rincón oscuro de esta historia. ¿Por qué la prisa?

Tenía algunas respuestas, pero era mejor esperar la suya.

—Porque había que aprovechar que los restos del Titanic, incluso el cuerpo de alguno de sus pasajeros, estaban hundiéndose todavía para sumergir junto a ellos todo lo que no debía haber sobrevivido. Usted, como los restos del pecio, yace en las profundidades del mar.

Aquello me obligó a cuestionarme mi decisión de no cejar hasta que el Californian quedara libre de manchas. ¿Contra quién luchaba exactamente? Y, sobre todo, ¿por qué? Como si hubiera seguido el hilo de mis reflexiones, Philwood retomó la palabra justo en el punto donde mi pensamiento la había dejado.

—Usted busca justicia no solo por la falta a su honor y al de sus hombres, ni para escarmentar a los que legislan con leyes tan flexibles como el bambú. Demostrando la verdad de cuanto dice, corroborará lo que sea que le devora por dentro, y que sigue siendo de su exclusiva incumbencia hasta que no se decida a compartirlo. No le basta con haber visto al tercer barco. Necesita que los demás también lo vean con sus ojos. Es usted un hombre peculiar, qué duda cabe.

—¿No cree que con el tiempo, cuando las aguas se calmen, pueda encontrar algo más de ayuda para demostrar nuestra inocencia?

—El Titanic ya no existe y se ha llevado la verdad con él. Oficialmente, no hay nada más que añadir. La comisión se ha tomado la libertad de conformar una versión que contente a los que hay que tener contentos. No le robaré esperanzas, pero en el improbable caso de que se abriera una causa para estudiar su caso, ¿qué logrará con ello? Supongamos, en un verdadero alarde de fantasía, que le declaran inocente de las conclusiones finales de la comisión. ¿Cree que los periódicos lo publicarían en primera página? ¿O que cada vez que vaya por la calle escuchará una rectificación al tiempo que le señalan? A nadie le interesa lo que usted pueda opinar.

Nubes oscuras acechaban en el cielo, lo que hizo que las aguas del Támesis se removieran, inquietas, y que nuestras sombras comenzasen a temblar.

—¿Entonces debo convencerme de que lo que vi aquella noche fue un espejismo, y que también lo vio el resto de la tripulación?

—¿Qué es eso? ¿Otra peculiaridad británica? Si no puedo convencer a los demás, dejo el fardo tirado en el suelo y sigo mi camino. A mí no necesita convencerme de la existencia del tercer barco.

Era la segunda vez que se refería a él de esa manera. De nuevo le pedí abiertamente que se mostrara sincero conmigo.

—Si sabe algo de ese barco, dígamelo, por lo que más quiera.

—En realidad, no sé nada. Confieso que, movido por la curiosidad que usted despertó en mí, hice algunas averiguaciones más atropelladas que otra cosa porque las prioridades así lo hicieron necesario. Pero todo esto ha ocurrido en muy poco tiempo, y las circunstancias hacen inviables cualquier intento medianamente serio de abordar un problema logístico tan complejo. La cantidad de tránsito marino aquella noche es mucho mayor de la que se puede calcular. Aquellas aguas recogieron la singladura de docenas de pequeños barcos sin telégrafo, de contrabandistas, de pesqueros ilegales, de balleneros en aguas ajenas, todos ellos dirigiéndose o partiendo desde puertos tan distantes que hacen imposible su rastreo. Éste es un mundo de barcos. Se necesitaría una operación sin precedentes, en la que deberían trabajar tanto personal como en las pirámides de Egipto tan solo para levantar un montón de arenilla.

—Pero, al menos, reconoce que existe.

—Si eso es lo que le preocupa, ya puede respirar tranquilo. Claro que reconozco su existencia. El problema es que los tripulantes de su silencioso vecino quizás no sean conscientes de su participación en la tragedia. Puede que ni siquiera supieran lo que estaba pasando y que nunca lo sepan. Pero en caso contrario, y poniéndonos en lo peor, si sus tripulantes ataron cabos y decidieron no confesar, dudo mucho que ahora atiendan a sus conciencias, sabiendo lo que se les puede venir encima. Dos comisiones de dos de los países más poderosos del mundo han investigado y han decidido que por ese lado no hay nada que buscar. Se han librado. Y eso equivale a un certificado de inocencia al que les costará renunciar, tanto individual como colectivamente. No hablarán. Ni ahora ni nunca.

—Pero eso no tiene el menor sentido ¿Por qué alguien se comportaría de un modo semejante?

—Oh, vamos, capitán. Y precisamente usted me lo pregunta. ¿Quién querría convertirse en la persona que pudo librar al Titanic de su espantoso destino? ¿A quién la apetecería reclamar de forma deliberada tal honor?

A eso sí que no pude contestarle. Yo hubiera hecho cualquier cosa con tal de no serlo, sin importarme lo más mínimo que tuviese que pasarme el resto de mi vida encerrado y solo en el faro de alguna isla de piedra, castigada por gigantescas olas que no decaerían en su acoso ni de noche ni de día. Es probable que luego pensara en ti, Mabel, y en nuestro hijo, en la vida que os debía, y quizás hubiera confesado. Pero de pronto el anonimato más absoluto parecía la solución perfecta.

A lo lejos sonó la sirena de un barco.

—Perfecto —exclamó Philwood—. Mi barco me está llamando.

Era un tanto histriónico, pese a su estudiado comedimiento, pero en aquel momento era tan obvia su alegría que se alzó sobre la punta de sus zapatos y se colocó una mano sobre los ojos como si oteara en la distancia hasta encontrar lo que buscaba.

—No sea absurdo, sir Philwood. ¿Cómo puede saber que es su barco? Y mucho menos verlo desde aquí.

Había tanta convicción en sus palabras que sentí la tentación de afinar mi vista para atisbar lo que al parecer él veía con total claridad.

—Estoy seguro de que ése es mi barco porque en cuanto llegue al puerto me pienso montar en él sin importar su destino, siempre y cuando me devuelva al sol. Y, además, tengo mi arma para negociar el rumbo.

Nos estrechamos la mano.

—Intente vivir, capitán. Si quiere seguir creyendo en gigantes, hágalo. Pero no luche contra molinos de viento.

Mientras se alejaba, me sentí confortado.

Por un momento, al tiempo que su interminable figura se deshacía en una neblina que surgió a su espalda, me pregunté si no estaba frente a un fantasma, si no había sido siempre un espectro surgido de mi mala conciencia. Pero supe qué me contestaría Philwood si le hiciera esa misma pregunta. No, capitán, me diría bajo el peso de su bigote. No soy un fantasma. Tan solo soy imaginario. Tan imaginario como usted.

Fue la primera vez que alguien mostró afinidad a mi causa, que no tomó mis palabras como el desvarío de un lunático irresponsable, amante de las masacres. Y, con el tiempo, otros se fueron sumando a la misma, y lo que en principio me parecía más alguna de esas deliciosamente excéntricas sociedades chestertonianas (que en su caso podría haberse llamando «el club de los chiflados del barco que aparecía y desaparecía»), terminó convirtiéndose en una valiente corriente de opinión en la que cabían las gentes más diversas, aunque la mayoría interesados en cualquier cosa relacionada con el mar. Todo ellos terminarían conociéndose como «lordistas». Supongo que Philwood fue el primero de ellos. Personas anónimas, sin pretensiones de protagonismo, no necesariamente versadas en temas marinos, pero a las que les duele igual que la verdad sea vapuleada. En definitiva, un buen grupo de compañeros para afrontar el naufragio que me llevaba al destierro.

No sé por qué, pero me volví para mirar a Philwood justo en el momento en el que él estaba haciendo lo mismo. Me despedí nuevamente, ya desde la distancia, alzando y agitando mi brazo. Él trató de corresponder al saludo de la misma manera, solo que para ello tuvo que bajar el paraguas. En ese preciso instante empezó a llover de forma torrencial justo encima de su diminuto bombín.

Se encogió de hombros con resignación, cerró el paraguas, y se marchó tras la niebla.

Yo aún me quedé un rato mirando la superficie del Támesis, tratando inútilmente de contemplar mi reflejo en aquellas aguas oscuras y turbias, unas aguas tan distintas a las que vi cuando, a bordo del Californian, y después de una hora escasa de mal sueño, traté de reintegrarme a una realidad en la que ya no quedaba sitio para mí.