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LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912

02.05

No cabe sino calificar de empeño imposible el hecho de seguir revisando lo que pasó aquella noche tratando de restarle todo cuanto tuve que escuchar durante el juicio. En ese sentido, tiro la toalla. Y es que, en realidad, pese a la más que dilatada reconstrucción que trato de poner en pie con el esmero propio de aquél que levanta un castillo hecho solo de naipes, todo ocurrió en muy poco tiempo, a altas horas de la madrugada, cuando se supone (y se supone bien) que a bordo no hay mucho que contar, a menos que las condiciones meteorológicas obliguen a lo contrario. Normalmente, es a mitad de la noche cuando uno logra abrazarse al sueño y el sueño te devuelve el abrazo, cuando la ruta es tan segura como la sencilla línea recta que lleva directa al canal por donde muy pronto se derramarán los colores del amanecer, cuando el barco parece navegar abriendo con incisiva facilidad aguas tan livianas como el humo del incienso, cuando el silencio cae sobre el mar y hasta las olas parecen temerle y la espuma solo musita.

Por tanto, considero una inservible terquedad cualquier intento por acceder a la memoria una vez que mis recuerdos se han visto sometidos a todo tipo de encontronazos con los recuerdos y las realidades que nos esperaban fuera del Californian (añadiendo un sinfín de detalles, propios y extraños, reales y ficticios, plausibles e irracionales). Y no un recuerdo cualquiera, sino uno del que estaban hablando constantemente todos los desconocidos con los que te cruzabas, y al que debías hacer sitio mientras leías un artículo tras otro trastocando las anécdotas a su conveniencia porque al igual que un barco parece mejor con cuatro chimeneas, un periódico se vende mejor con cuatro muertos en la portada que con tres. No hay forma de restaurar la memoria hasta un punto todavía limpio de todo cuanto se ha escrito sobre el Titanic. Al menos, yo no me creo capaz de intentarlo.

Por ello, ajustando el reloj de los desastres, es muy probable que cuando regresé al lecho, las heladas aguas del Atlántico ya estuvieran a punto de tragarse el nombre del Titanic exhibido con orgullo en la parte más alta de su proa. Aún no se podía hablar de pánico, pero los botes ya no bajaban tan vacíos y en las cubiertas inferiores los pasajeros de tercera veían cómo cerraban con llave las rejas que les separaban de una salvación no incluida en las condiciones de su pasaje. Los más distinguidos del lugar encontraron en aquel momento la oportunidad de degustar algún delicado licor o apurar una partida de cartas sin importarles lo más mínimo que las fichas estuviesen rodando sobre la mesa y cayendo, sin hacer el menor ruido, sobre una alfombra mojada. Nadie fue capaz de decir algo memorable. Cobardía y valor empezaban a confundirse, y lo que es aún peor, a confundir a los demás. Algunas damas, con más abolengo que sensatez, todavía dudaban en si debían regresar al camarote para recoger sus joyas y sus abrigos de piel, en vista de que finalmente tendrían que montarse en aquellos botes en los que bullía una tenebrosa excitación ante la sola idea de quedarse flotando a la deriva en el mar oscuro. El capitán Smith, una vez asumidos con precisión los cálculos que condenaban a una muerte segura a miles de personas, aparecía y desaparecía del puente de mando, donde sus tibias órdenes nadaban contra la corriente de terror que estaba a punto de apoderarse del barco. Escorándose lentamente hacia estribor, el Titanic agonizaba antes de emprender su largo viaje hacia la oscuridad.

Pero a bordo del Californian se había posado un gran pájaro de silencio.

El acoso del hielo sobre el casco había perdido virulencia y, aunque seguía golpeando, no parecía haber lugar para urgencia alguna. Es más, hasta el sonido de la lámpara morse era intrascendente, como el ruido que, de vez en cuando, provoca algún cable suelto movido por el viento, un sonido al que uno termina por no darle la menor importancia o incluso agradece porque ayuda a conciliar el sueño en los intentos por contarlos o por hallar un patrón.

Justo cuando el Titanic estaba a punto de llenarse de alaridos y gemidos porque las palabras habrían dejado de servir, a bordo del Californian yo no escuchaba nada con tanta claridad como el intermitente crepitar que, desde el pasillo al otro lado de mi puerta, se detenía sin motivo aparente. Y escribo aparente pese a que yo conocía perfectamente aquel sonido, aunque no estuve seguro hasta corroborar su cercanía. Era una rata correteando por una de las cubiertas superiores. Una rata que se paraba de improviso para desplegar todas sus alertas antes de tomar una nueva posición.

Al principio, no me extrañó. No era algo tan raro. Solían hacerse fuertes en las bodegas, y era allí donde se las encontraba a cualquier hora del día. Pero las más osadas se escapaban de noche de sus secretos escondrijos y exploraban el barco (a veces también de día, lo que desataba verdaderas jaurías de marineros, que las acosaban entre risotadas y maldiciones, aunque tampoco era infrecuente que retrocedieran si la rata optaba por demostrar hasta qué extremos podía llegar para oponer resistencia). Y no siempre salían en busca de comida. Algunas mañanas encontrabas que habían estado mordisqueando las lonas y los amarres de los botes salvavidas o saltaban de las montañas de carbón cuando una pala se adentraba en ellas, y te preguntabas qué demonios estaban haciendo allí, qué se les había perdido en aquellos lugares, como si alimentarse no fuera su única motivación.

Estuve esperando un buen rato a que se marchara, pero parecía que había encontrado algo de interés frente a mi puerta. La escuché rasgar con zarpas nerviosas la pintura de la madera. Estaba luchando por romper las barreras que su enloquecida naturaleza puede hacer trizas, por mucho que a nosotros nos parezca imposible taladrar semejantes superficies tan solo usando sus dientes. Desde paredes a tuberías de plomo, nada puede interponerse entre una rata y su objetivo. Y en aquel momento resultaba evidente que su objetivo era yo.

Arrojé un periódico contra la puerta y conseguí algunos segundos de silencio. Pero no tardó mucho en regresar para seguir entresacando astillas de la madera, sin importar que muchas se clavasen en su boca. A ese paso, sus imbatibles dientes terminarían por hacer un agujero en apariencia tan estrecho como el ojo de una aguja, pero por el que podría hacer pasar su enorme cuerpo y entrar en la habitación, donde recolocaría sus huesos de inmediato, dispuesta a cobrar su pieza. Mi temor se puso el traje de gala y me estremecí pensado qué clase de instinto podía impulsar al repugnante roedor a seguir buscando un acceso a un lugar donde sabía perfectamente que alguien lo estaba esperando, y más que probablemente dispuesto a aplastarlo contra el suelo a la menor oportunidad.

Me pudo la impaciencia y corrí hasta la puerta, que abrí de golpe. Pero la rata ya no estaba. Bueno, estaba, pero como a unos cinco o seis metros de donde yo me encontraba, apoyada sobre sus patas traseras, con su pelaje inmundo plagado de todas las inmundicias en las que son capaces de revolcarse, mirándome con una promesa de furia que para sí la hubieran querido las hordas de Atila, empapada y tiritando como si acabara de subir a bordo después de pasar mucho rato en el agua, cual si hubiera llegado nadando desde el cercano barco. Me llegó su olor a humedad y a podredumbre, y me contagió la excitación de su olfato. Hasta que de pronto me sentí completamente irracional manteniendo aquel combate de desafiantes miradas con una repulsiva alimaña, por mucho que su tamaño fuera una invitación a la prudencia. Tomé el periódico que había en el suelo y corrí hacia ella, que no tardó en desaparecer por una puerta entreabierta, la misma que yo cerré de inmediato para impedir su salida. Era un cuartucho para apilar fregonas y cubos, y escuché cómo saltaba enloquecida al saberse vencida. Me pareció que incluso gritaba mi nombre mientras el metal y la madera caían y rodaban por el suelo.

Un minuto después, todos los sonidos en el interior se redujeron a un ronroneo rencoroso. Y, más tarde, regresó el silencio. La rata encontró el modo de salir de allí y se marchó, mientras yo pensaba que esa frustración que creí haber detectado solo podía tener relación directa con el hecho de no haber logrado sus intenciones, fueran las que fuesen. Mi imaginación se había disparado.

Volví al cuarto de derrota y me recosté bocarriba, con los ojos abiertos, esperando con resignación monacal la llegada de la siguiente sorpresa. Pero la sorpresa fue que nada ocurrió durante tanto tiempo (no más de media hora) que, finalmente, me quedé dormido. Ni siquiera fui consciente de haberme tapado con la manta. Sencillamente mi cuerpo, desoyendo la perturbación en mi pensamiento, fue moviéndose hasta alcanzar cierta comodidad, y me cubrí del frío, y todas las punzadas y molestias que me provocaba el estar acostado con el uniforme puesto fueron relegadas por el cansancio hasta que dejé de sentirlas. De pronto, la noche era tan hermosa y estaba tan libre de monstruos como antes de que nos viéramos obligados a detenernos. En mi cabeza, la oscuridad brillaba con todos sus remaches de estrellas y sus reflejos extraordinariamente vivos en la superficie del mar. Me adentraba en el sueño navegando por aguas de tranquilidad, donde no divisaba el menor rastro de hielo, ni había luces brillando en una especie de dimensión hermética a la que nuestras señales no podían acceder. En mi ensueño, el océano estaba tan en calma que ni siquiera si la Luna cayese sobre él en aquel momento, las ondas que levantaría serían mayores que las provocadas por un diminuto guijarro arrojado en un vaso con agua.

Pero mi corazón seguía latiendo en código morse.

Y como convocados por esa llamada que retumbaba en mi pecho, escuché nuevos sonidos que llegaban de la puerta. No podía creer que la rata hubiese vuelto. Durante un momento me negué a abrir los ojos, aferrándome a que aquello era producto de una pesadilla que, por haber nacido en la vigilia, no era posible enterrar tan fácilmente como una visión onírica. Me incorporé hasta quedar sentado sobre el lecho. Los pliegues de la ropa clavados en mi cuerpo se despegaron y sentí como si me estuvieran despellejando. Y se repitieron los golpes, cuya cadencia ya me resultó inequívoca. No era una rata. A menos que hubieran aprendido a llamar a las puertas. La intranquilidad se plegó, pero aún tensa como la cuerda de un funámbulo sobre la que sigue caminando ya no tan seguro de su estabilidad.

Gibson, el aprendiz, entreabrió la puerta y se asomó al interior de la habitación. Y, con él, todo el calor acumulado se esfumó arrollado por el frío que desprendía el recién llegado.

—¿Qué ocurre? —musité, malhumorado.

Permaneció en silencio durante unos segundos, como si estuviera buscando mi presencia en las penumbras de la habitación, hasta que, finalmente, y por toda respuesta, volvió a cerrar la puerta con cuidado y salió sin decir ni una sola palabra más.

Solo que no fue eso lo que declaró frente al comité británico. Según su versión, entró en el cuarto y me informó, siguiendo órdenes muy específicas de Stone, que el barco se había alejado hacia el sureste y que había disparado varios cohetes antes de desaparecer por completo. Aseguró que me interesé por el color de los cohetes y me confirmó que todos eran blancos. Entonces le pregunté la hora que era y me dijo que las dos y cinco. Ante la falta de instrucciones y en vista de que no tenía más preguntas que hacerle, se marchó y regresó a su puesto. Ése era su recuerdo de nuestro encuentro.

Ahora bien, ¿cómo establecer cuál es la verdad sin refutar lo que yo mismo viví, acomodándolo a la fuerza para reforzar mi versión?

En principio, una deducción simple me deja bajo todos los focos con un cartel colgado en mi cuello y que tapa mi pecho, donde se puede leer, escrita con unas letras enormes, la palabra «culpable». Qué otra intención podía esconder mi mentira que no fuera la de quedarme al margen de las decisiones que se debieron tomar en el momento más crítico de la noche. Nadie me informó de nada. No escuché ninguna voz humana. Ninguno de los oficiales de guardia se aseguró de manera categórica de que yo supiera lo que pasaba. Eso me justificaba. ¿Por qué tendría que haber actuado en consecuencia si no tenía ni el menor indicio de lo que seguía ocurriendo sin que yo me enterara? Pero si se repasa lo que supuestamente Gibson me transmitió, la luz de los focos acusadores ya no resulta tan intensa, y el cartel colgado no se lee con tanta ligereza pese al tamaño de las letras. Gibson me dijo que el barco se había marchado. Él lo había visto, y también Stone. No era algo forjado en mi invención. Sí, de acuerdo, bien cierto es que los cohetes siguieron estallando con su silencio mortuorio, pero la nave había logrado de algún modo admirable maniobrar a través del hielo, sorteando sin mayores problemas lo que a los demás nos mantenía detenidos. ¿Qué otra prueba más irrefutable de que aquel barco no estaba en apuros? De haber recibido realmente esa información, ¿cabe imaginar otra respuesta por mi parte que no fuera únicamente la de mantener la vigilancia y pasar a preocuparme exclusivamente de cómo salir del campo de hielo cuando llegase la mañana? Eso es algo que nadie quiere asumir. Estábamos malinterpretando las señales, no desentendiéndonos de ellas, y creo que la diferencia entre ambas acciones es muy acusada. Si me hubiese visto obligado a mentir, no hubiera elegido precisamente ese desencuentro con el aprendiz de guardia para erigir una coartada tan poco firme. De hecho, ya puestos a ocultar, ¿por qué no negar directamente aquel encuentro? ¿No me hubiera resultado más sencillo asegurar que aquella visita no se produjo? Aunque supongo que eso también puede mostrarse como una prueba más de mi incompetencia. Hasta tal punto me revelé como el idiota que era sacando a la palestra mis intentos de escudarme en verdades a medias, y también en versiones reducidas de forma lamentable sobre lo que ocurrió realmente para las que ni siquiera fui capaz de encontrar un desenlace.

¿Con esto acuso a Gibson de haber mentido deliberadamente? Ni mucho menos. No me cansaré de repetir que no culparé a mis hombres de los posibles errores cometidos esa noche, ya sean ajenos o propios. Ni ahora ni entonces. Pero sí puedo imaginar otra versión del relato que para mí puede explicar las divergencias. Creo que, efectivamente, Gibson entró en mi habitación. Mi bufido tuvo que sonarle como la queja inconcreta del que se niega a abandonar el sueño, una especie de «cállate» idéntico al que nos había sido enviado desde el Titanic, tan abierto a ser considerado como un recibimiento declaradamente hostil. Y siempre he creído que Gibson pensó que era mejor no buscarse problemas (los aprendices en alta mar suelen ser muy cautos cuando tienen que tratar a un capitán). El barco se había ido. Ya no había más cohetes. El nerviosismo y la excitación que había estado compartiendo con Stone trastocó en parte sus prioridades y pienso que quizás le pudo la prudencia ante el temor a una furibunda respuesta por mi parte al haber interrumpido mi sueño para contarme que no había nada que contar. Cerró la puerta y regresó al puente para decirle a Stone que mis órdenes eran que siguiéramos muy atentos, algo que, con toda seguridad, reproducía con exactitud lo que yo mismo hubiera dicho de haberse producido ese encuentro. Quizás pensó que, estando yo tan dormido como él creía, me sería complicado recordar lo que me dijo o lo que no cuando llegara la mañana, si es que yo había sido consciente de que entró en mi habitación. Nada importante, una irrelevante omisión que hasta podía pasar por cortesía. Y eso siempre y cuando nuestro encuentro con el tercer barco no adquiriera algún significado trascendente, cosa que en aquel momento no podía estar más lejos de nuestra cabeza.

Solo que a la mañana siguiente todo había dejado de ser insignificante.

Debo añadir que jamás he tropezado con el menor indicio de que Gibson pudiera haber declarado bajo presión, ni movido por una codicia que lo único que lograse fuera que su recién estrenada carrera como marino no quedara reducida a papel mojado. No era tan estúpido como para hacer algo como eso. No se mostró tan afligido como Stone, por lo que sospecho que todos sus temores se confirmaron después, cuando amaneció y la noticia de que el Titanic se había ido a pique nos obligó a recolocar (y, en no pocos casos, a reacomodar según la conveniencia de cada cual) cada detalle de lo sucedido. En ese hervidero de nerviosismo, Gibson comenzó a forjarse su propia versión de lo sucedido, tan permeable a las opiniones de sus superiores o de cualquier otro que poseyese una experiencia más dilatada en alta mar.

Y hasta no me importaría admitir que también cabe pensar que efectivamente me transmitió esa información, y que yo, entre la vigilia y el sueño del que se ha visto vencido por el cansancio, no le presté la menor atención porque estaba casi dormido, y ahora no puedo recordarlo. O dormido del todo tras preguntarle a Gibson sobre lo que ocurría. El barco se alejaba. Los cohetes han desaparecido. ¿No hubiera indicado eso que ya podíamos recuperar algo de fuerzas y prepararnos para los desafíos que nos traería la mañana cuando intentásemos salir del hielo? La noche nos había puesto a todos bastante nerviosos, y aquello fue como quitarme un pesado lastre de encima. Y la lejanía del barco y la ausencia de los cohetes supusieron un pequeño receso, tan breve que apenas pudimos disfrutarlo porque solo era el preludio que anunciaba que lo peor aún estaba por llegar.

Pero de ese desencuentro entre Gibson y yo queda un dato que me obliga a volver a poner en hora un único reloj para ambos desastres. Según su declaración, a mi pregunta sobre la hora, me contestó que eran las dos y cinco de la madrugada. Por tanto, mientras nosotros seguíamos suspendidos en la noche inmovilizada, cada vez más amordazados en una lúgubre desazón, a bordo del Titanic el tiempo de las oraciones tocaba a su fin porque ya resultaba obvio que Dios no iba a acudir en su ayuda. La inclinación del barco provocó que cientos de miles de objetos se cayesen y rodasen por el suelo hasta formar un alud de estruendos que todo se lo tragaba a su paso. Los pasajeros corrían, trataban de alcanzar la cubierta de popa, y desde ella caían, y nadaban, y morían sintiendo los hachazos del frío por todo su cuerpo. Se escucharon disparos cuyo origen nunca se ha podido establecer, pero cuyo objetivo no podía ser otro que el de robarle vidas al mar. El agua llegó hasta el cuarto de telégrafos, donde se dejaron no pocas posibilidades de sobrevivir intentando transmitir un último mensaje que ningún barco cercano (a excepción del Carpathia, que ya había puesto rumbo hacia ese desgarrador alarido) recibía. La proa, a medio camino de la verticalidad total, comenzó a hundirse cada vez más rápidamente con el peso acumulado por las toneladas de objetos y personas que seguían rodando por el interior del barco, incluyendo los muebles más grandes, como los grandes paneles de madera que caerían sobre los que no sabían cómo encontrar una forma de salir al exterior, extraviados en aquel laberinto de lujo y escaleras espirales. Los pasajeros de tercera se habían dejado sus uñas rasgando las paredes para improvisar una salida que no hubiese sido condenada por una mano humana. Las hélices estaban fuera del agua. Fue entonces cuando todo el sistema eléctrico se vino abajo y no quedó ni una sola luz a bordo del barco, lo que ya les dejaba a merced de sus destinos, porque en la oscuridad solo pueden ver los verdugos, jamás las víctimas.

Mil quinientas personas estaban a punto de perecer.

Y era yo quien había firmado su sentencia de muerte.