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LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Tampoco hubo mucho tiempo de receso entre nuestra llegada a Londres y la hora de tener que declarar de nuevo. Solo que ahora, a las afueras de la Corte, una multitud tan compacta como una mancha de brea sobre el mar esperaba ver el paso de todos y cada uno de los que tenían que declarar. El continuo borboteo de los murmullos nos acompañó mientras cruzábamos el cordón policial. Estábamos tan abrumados, tan fuera de lugar que hasta dejamos que nos tomaran una fotografía en las escalinatas que nos separaban de nuestros nuevos destinos. Que yo sepa, no hay ninguna otra foto en la que estemos juntos tantos miembros de la tripulación del Californian. En ella, no vestimos de uniforme, nadie se atreve a mirar directamente al ojo de la cámara, se nota que estamos tan lejos del mar… ¿Realmente éramos tan patéticos o simplemente lo parecíamos? Solo puedo apreciar su valor testimonial si compruebo, sin necesidad de una observación obsesiva, lo nerviosos que estábamos. Aunque no hacen falta evidencias fotográficas para imaginar en qué estado debíamos encontrarnos cada uno a su manera.

Cuando entramos en la corte, vi que Mr. Match, uno de los muchos asesores legales de la Leyland, me llamaba desde detrás de una columna para poder hablar conmigo en un lugar medianamente apartado. Pensé (otra muestra de mi por entonces inagotable manantial de ingenuidad) que venía a confirmarme que la compañía estaba dispuesta, tal como yo había solicitado, a permanecer a mi lado en caso de que siguiera con mi pretensión de llevar el asunto a los tribunales si así lo consideraba necesario. Pero alzando sus pobladas cejas (que le hacían parecer un hombre con tres bigotes diseminados por su cara siempre sudorosa y plana), y llevándose la mano al corazón como si estuviera haciendo un juramento, me saludó con un gesto de su cabeza hundida sobre su grueso cuello y me dijo en un tono que nada tenía de confidencial, quizás incluso de lo contrario:

—Antes de que entre a declarar, quiero que recuerde una cosa. No hay espacio para su verdad, capitán. Si lo que piensa es convertir este tribunal en un foro para poblar las calles de Londres con sus teorías, se olvida de que yo estaré muy pendiente de que no lo haga. No crea que esto es lo peor que le puede pasar. No le queda futuro para apostarlo en este empeño. Cuando le llamen al estrado, compórtese como un verdadero oficial de la Marina británica.

No me había dado cuenta de que aún tenía mi mano tendida. La guardé en el bolsillo con el puño completamente cerrado sobre mi furia.

—No entiendo lo que me pide.

—Le pido que se limite a contestar a lo que se le pregunte. Ahórrenos cualquier comentario adicional. Ya no está en Estados Unidos. El espectáculo se acabó.

—Pero igualmente debo responder a las preguntas que me harán personas que piensan que los barcos pueden ser insumergibles.

Era tan pequeño de cuerpo como desproporcionado en su palabrería.

—Su jactancia resulta ofensiva, por no decir inmoral. Esas personas también tienen derecho a conocer la verdad, como cualquier otra. ¿A qué despreciable derecho se acoge para pensar que lo que ha ocurrido es solo de la incumbencia de expertos marinos? Mil quinientas personas muertas y usted pretende sobrecoger al público con tecnicismos que de una manera burda y forzada harán que terminemos discutiendo sobre barcos fantasmas o…

—Yo jamás he hablado…

—¿Le parece que está en situación de interrumpir?

Estaba siguiéndole el juego. No quería hacerlo, pero se lo seguía. Buscaba que perdiera los nervios, yo lo sabía, y aun así me dejé llevar por otro estúpido arranque de mal humor:

—Creí que aquí no se estaba juzgando a nadie.

Siempre me he zafado mal en las discusiones, y por eso a veces los golpes duelen en zonas claves que han quedado desprotegidas por hablar más de la cuenta.

—A usted en concreto se le está juzgando desde que se puso en contacto con el Titanic media hora antes de que este chocara contra un iceberg. Cada paso que dé tendrá su importancia llegado el momento de exponer las conclusiones de la investigación. La crudeza de los términos finales depende únicamente de su actitud cuando salga a declarar. Compórtese como un oficial, y como tal será reprendido. Aquí no estamos reescribiendo la historia. Ni tan siquiera examinándola. La historia se escribió la noche del catorce de abril. Usted estaba allí. Es el único hombre del mundo que no puede negar su presencia en el lugar de los hechos. Y resultaría temerario tener que recordárselo. Es un testigo. Por eso se le ha llamado a declarar, y no por otra cosa. A nadie le interesa conocer lo que piensa. Es otro elemento más en la zona del desastre, un componente más que propició la magnitud de la pérdida.

Se colocó su sombrero y mientras se alejaba le oí susurrar:

—Hasta nunca, capitán.

Desconozco el propósito de aquella conversación (y eso que daba por seguro algún problema con la Leyland y hasta me permitía fantasear sobre la forma en que tendrían de deshacerse de mí), pero para cuando entré en el tribunal me sentía dolorido y confuso como si acabara de encallar en aquel suelo de mármol helado. De hecho, al comenzar el interrogatorio, aún estaba tratando de librarme de esa destemplanza inducida. Las preguntas sonaban de forma un tanto automática, como ejecutadas por el mecanismo giratorio de un organillo.

Y entonces cayó sobre mí todo el peso de la injusticia. Puede que me equivoque, pero estoy del todo seguro de que fui el testigo al que más preguntas se le hicieron al respecto sobre un suceso en el que no había participado. Cientos y cientos. Literalmente. Muchas más que a la mayoría de los otros testigos por importantes que pudieran parecer sus testimonios, ya estuvieran en el Titanic, en el Carpathia o en cualquier otro barco. Y como no hay lugar para que nadie en su sano juicio pueda creer que yo poseyera ni una sola de las respuestas sobre lo que ocurrió a bordo del transatlántico que se hundía, ¿cómo justificar que me acribillaran con toda la artillería verbal que me tenían preparada? ¡Quién podía entenderlo! Según ellos, no me había enterado de nada. Según ellos, yo lo sabía todo. Y así, entre la espada y la espada, tuve que ir relatando punto por punto todo lo sucedido desde que el atardecer nos dejase a merced de una noche estancada.

Aunque a los pocos minutos de empezar el interrogatorio el presidente de la Comisión y el fiscal general dejaron de hablar conmigo y se enredaron en un diálogo aparentemente en torno a la distancia entre los barcos, pero que solo era el preludio de una verdadera oda a la mezquindad.

—Me dijeron que eran catorce, pero pongamos que rondaba entre las catorce millas y las diecinueve —accedió el presidente de la Comisión—. Ese misterioso barco se hallaba entre el Californian y el Titanic, y tuvo que estar dentro del campo de visión del Titanic.

—Sí —contestó el fiscal.

—Ya hemos oído hablar de la misteriosa luz que fue vista, la conocida como luz imaginaria, desde el Titanic. Pero aparte de esa luz, hubo alguna otra luz o barco visto por algún testigo del Titanic a esa misma hora.

¿La conocida como «luz imaginaria»? ¿Conocida por quién? Y, sobretodo, ¿cómo que imaginaria? Esperé alguna rectificación del fiscal. Pero no dijo lo que yo esperaba.

—Ciertamente hay algunas evidencias de ello.

—¿De qué?

—De que esa luz fue avistada.

El presidente estaba perdiendo la paciencia. Y yo, la calma porque no podía levantarme para señalar su impunidad.

—Ya lo sé —contestó con malhumorada condescendencia—. Pero lo que le estoy preguntando es que si aparte de la luz imaginaria, existe prueba alguna de que algún barco fuese visto a esa hora, o aproximadamente a esa hora, por el Titanic.

El fiscal dijo lo que tenía que decir…

—No.

… y se volvió hacia mí para reanudar el interrogatorio, al que tardé algunos instantes en reintegrarme porque seguía sin creer lo que acababa de oír. Tal arbitrariedad en el lenguaje no podía ser fruto de un descuido. No se califica de imaginario algo que tanto miembros del Californian como del Titanic aseguraban haber visto, y que, de hecho, era el motivo de que nos viéramos obligados a participar en la investigación. Aunque fuese una luz extraña y no un barco. Se estaban dejando caer palabras que luego pesarían sobre la conciencia de cuantos nos escuchaban. Como un camino de migas de pan creado no para que encuentres el camino a casa, sino diseñado para que cualquiera pueda seguir el rastro del culpable.

Reparé en los hombres de mi tripulación y hallé un efímero consuelo en saber que, pese a nuestras discrepancias, eran los únicos aliados que me quedaban en el mundo tras regresar de la pesadilla. Y digo efímero porque, cortando repentinamente mi interrogatorio, y como si supiera el bien que me hacía estar junto a ellos, el presidente preguntó por los miembros del Californian, los cuales se pusieron inmediatamente en pie, y les pidió que abandonaran la sala. Eran ellos contra mí. No querían que tuviera cerca a nadie que pudiera mostrarme la menor empatía.

Además, lo que se dijera a partir de aquel momento formaba parte de un duelo que debíamos librar a solas, dejando oportunamente que toda mi gente se revolviera hasta la asfixia en las especulaciones sobre lo que yo podría estar declarando, pues, pese a que ya había caído en desgracia, la mía seguía siendo la palabra de un capitán, y bastaría una sola insinuación mía, una descalificación por irrelevante que fuera, para llenar de alambradas sus respectivos futuros.

Contesté a todo lo que se me preguntó con sinceridad (aunque hubo algún que otro atropello frente a la actitud de los que me tomaban declaración). No por presiones ajenas, o por seguir una estrategia legal (que ya me había sido negada), ni tampoco por imponer y posicionar mi punto de vista sobre el de los demás. Es que no podía evitarlo. Como un ancla lanzada al mar, no era capaz de hacer otra cosa que no fuera seguir hundiéndome y responder, responder, responder, cada vez a más profundidad, hasta que la presión se hizo insoportable Aunque sé que es mi despecho el que ahora habla, aquello tuvo tanto de inquisitorial que al final acabé temiendo que cualquier frase de lo más intrascendente delataría para el comité de expertos el secreto que supuestamente guardaba. Estaba exhausto, con un trillón de palabras taladrando mi pensamiento, que ya tenía que ir tirando de lo que encontraba para poder articular algo coherente que respondiese a sus preguntas, y hasta me congratulo de haber salido relativamente ileso porque hubo un momento en que ya no sabía de qué estábamos hablando, si de la forma que tenía yo de ejecutar los simulacros para prepararnos en caso de emergencia, o si ponía en tela de juicio la versión de los demás oficiales (algo que nunca hice, porque si alguno de mis hombres defendía su verdad, yo también debía velar por ella, aunque chocara frontalmente contra mis intereses, y no desmentí a ninguno de ellos pese a que ésa defensa me hacía pasar a mí por ser el verdadero mentiroso). Me dejaron salir cuando se sació un apetito que yo no sabía de dónde procedía.

Ya tenían lo que querían de mí. Era la hora de escuchar lo que tenían que decir los demás.

Obviamente, el nuevo recital de Ernest Gill no fue una sorpresa. Aunque alguna peculiaridad sí que añadió a su ya clásico repertorio, quizás porque esta vez no le dejaron leer su papel. Aseguró no tener la menor intención de desertar del Californian y que fue una citación judicial la que le impidió viajar con nosotros, un requerimiento del que ninguno de sus superiores a bordo tuvo la menor noticia porque ni tiempo había tenido para avisarnos. Por suerte para la Verdad, la Leyland le encontró pasaje en el Cestrian, el siguiente barco de la compañía que partía hacia Inglaterra, y llegó justo a tiempo para confirmar lo que ya había dicho en Estados Unidos. Pensé que, cuando menos, tratarían de azuzarlo un poco para comprobar hasta dónde sería capaz de mantenerse agazapado en su pantano hediondo, pero aquéllos que le interrogaron no dejaron pasar la oportunidad de asegurar que su testimonio no era relevante pues su declaración escrita sería corroborada por otros miembros de la tripulación (¿para qué llamarlo entonces?). Era de lo más incongruente. Gill se sentaba en una de las balanzas de la justicia, pero ésta no caía bajo su despreciable peso. El despropósito estaba servido y todavía puede ser degustado releyendo sus palabras. Y de no ser por la mediación del fiscal, que cortó de inmediato la declaración cuando se hizo evidente que había que sacarlo de allí cuanto antes, Gill estuvo a un paso de caer por sí mismo, sin pretenderlo. Después de haber tenido que escuchar sus estimaciones sobre rumbos y posiciones, después de aguantar su desbocada verborrea de versado marino, le preguntaron sobre si pensaba que aquel resplandeciente barco de ensueño que veía, mantenía rumbo hacia Nueva York o hacia Europa (nada de puntos cardinales, dos continentes que abarcan medio mundo, un rojo y negro en la ruleta), a lo que Gill respondió con el resoplido de una ballena que siente lo hondo que le han clavado el arpón:

—Yo no sé nada de eso. No soy marinero. Y tampoco sé nada de longitudes y latitudes. Mi único compás es la válvula de una caldera.

Toda una declaración de principios, lo más sincero que había dicho hasta ese momento, preparada y lista para pasar a formar parte de los anales de la historia de los disparates marítimos. Pero justo ahí apareció el fiscal del Estado para no seguir esa nueva ruta desde la que reformular muchas preguntas, y se aseguró de que un Gill, ahora enquistado en su propia inquietud, pudiera salir de la sala, no sin antes pedirle que asegurara públicamente que no había firmado otra declaración que no fuese la que le fue tomada en las propias oficinas de la Cámara de Comercio, incluyendo la Leyland o cualquier otra entidad interesada. Gill confirmó que no se había producido ningún otro contacto, y desapareció para siempre jamás de nuestras vidas. Otra muesca más en la maldición del Titanic. Una vez cumplidos sus servicios, Ernest Gill también se desvaneció. La recompensa debió merecer la pena porque le permitió reinventarse lejos de todos nosotros. O quizás descubriera demasiado tarde que tan solo era un traidor entre traidores, y que no tenía las espaldas tan bien cubiertas como creía.

Me gustaría escribir que sus palabras lo dejaron en entredicho, aunque de algún modo así fue pues él mismo había terminado por confirmar lo poco que valía su verbo, pero se admitió su declaración escrita, lo que equivalía a reiterar que la comisión tenía pruebas suficientes para corroborar lo que firmó primero en Estados Unidos y luego en Inglaterra, y que no había por qué despellejar al lobo que nos había mordido a todos hasta dejarnos moribundos. Lo justo era dejarlo escapar con vida. Mientras Dios salve a la Reina, lo demás qué importa.

Tampoco el interrogatorio a Evans aportó ninguna novedad a lo que ya se sabía a propósito de su papel aquella noche. Pero pienso que nuestro telegrafista mostró cierto nerviosismo, por no llamarlo hosquedad, en modo alguno paralizante, sino más bien al contrario. No se justificaba. No se defendía. Era él el que estaba atacando, siempre al amparo de sus cuidados modales. Creo que Evans estaba irritado por que se estuviese poniendo en continuo jaque la actuación de los telegrafistas del Titanic, y por ende, de todos los que él tenía por amigos. Uno de ellos había perdido la vida porque ni él ni su compañero abandonaron su cometido ni siquiera cuando el capitán Smith dio la orden de sálvese quien pueda, y no se aseguró de que dos jóvenes la cumplieran, sacándoles de aquel cuarto aunque fuera tirándoles de las orejas. Evans no se alejó de su disciplina, pero ahora la pérdida del amigo (una brecha que las semanas debían haber hecho mucho más descarnada) estaba siendo aguijoneada por suposiciones y cuestionamientos que él consideraba insultantes. Y más parecían contraerse sus demonios cuando trataban de acorralarlo al insinuar que él mismo participó en el batiburrillo de conversaciones y recelos que trajo consigo el amanecer. Solo que su testimonio tampoco era relevante. Los mensajes, aunque importantes, carecían de importancia para averiguar qué había pasado a bordo del Californian, sobre todo porque Evans se quedó dormido poco antes de la medianoche.

Era la hora de escuchar la voz de los que también vivieron aquella experiencia y que hasta ese momento no habían hecho ninguna declaración oficial.

Pero con los que tuvieron que declarar por primera vez empezamos a construir nuestra propia torre de Babel, recorrida no por lenguas que nadie entiende, sino por tantas versiones como hubo que cotejar. Pasamos de hablar de hechos a interesarnos por lo que dijo quién, y a qué hora, y quién afirmó esto, y quién lo otro, y cómo nos habíamos ido enterando de la noticia de que el Titanic acababa de hundirse. La investigación británica comenzó el 2 de mayo. Habían pasado diecinueve días desde el incidente. Diecinueve días oyendo hablar del tema y, a la vez, discutiéndolo por nuestra cuenta, sobrecargándonos de rumores y especulaciones, leyendo noticias sobre el Titanic hasta en las sopas de letras, hartos de preguntarnos entre nosotros mismos qué era lo que realmente había pasado esa noche. ¡Quién podía mostrarse capaz, aparte de Gill, de jurar por lo que más creyese que estaba totalmente seguro de que pronunció tal frase en determinado momento! Para llegar hasta ahí no necesitaban montar una comisión. Les hubiera bastado con escribir una obra de teatro, y contar con mejores actores que nosotros para representarla.

Y es que en todos los barcos que estuvieron cerca se repitió la misma escena: poco a poco se fue conociendo la noticia del hundimiento del Titanic y los marineros no dejaban de hablar de otra cosa. En todos, menos en el Californian. Nuestras conversaciones debían ser tamizadas cuidadosamente como si nuestra curiosidad y nuestras especulaciones estuvieran fuera de lugar, y por tanto resultaban un elemento que debía ser investigado con la mayor precisión posible. Fue otro de los aspectos sobre los que más se nos presionó, y tuvimos que responder consternados a un tema que, siempre en apariencia, no tenía la menor relevancia hasta que no se hacía hincapié en él de la forma más premeditada. ¿Qué clase de revelación esperaban obtener conociendo lo que habíamos dicho más de tres horas después de que el Titanic se hundiera?

Así pues, hubo que repasar los diálogos de aquella noche.

Creo que Stone fue el que peor lo pasó (constantemente me buscaba con la mirada como si yo tuviera las respuestas a las preguntas que le hicieron). Él lo había visto todo. Era su guardia. Estuvo en el puente durante todo el tiempo que el extraño barco permaneció en nuestras cercanías. Vio los cohetes, podía distinguir la frontera que nos separaba del campo de hielo, estableció las prioridades, ejecutó las órdenes recibidas, compartió impresiones con Gibson, el aprendiz, y sufrió (o eso creo) como ninguno, justo después de salir de su guardia, esperando que algo, cualquier mínimo detalle al que poder asirse, espantase la bandada de temores inconcretos que había ido acumulando durante la noche. Solo que las piezas encajaron cuando escuchó por primera vez que el Titanic se acababa de ir a pique, y se sintió en parte responsable del desastre, algo que jamás pudo superar.

Comprendo y puedo llegar a justificar que a los encargados de llevar a cabo un interrogatorio se les pueda conceder un margen de agresividad frente a un testigo que se ha escudado en la hostilidad para no responder con claridad a lo que se le pregunta. Pero Stone lo último que necesitaba era ser hostigado porque todo ese cansancio que encharcaba sus ojos era resultado de los castigos que él mismo ya se estaba infligiendo. No mostraron la menor piedad. Apenas comenzó su interrogatorio, le arrinconaron para imponer su ley aun antes de que se llegara a una conclusión.

Mr. Aspinall, uno de los interrogadores principales, se mostró muy interesado por la presencia del tercer barco y fue subiendo de tono de voz a medida que la entereza de Stone retrocedía.

—Usted estuvo muy atento a la presencia del vapor y vio como cinco cohetes eran disparados en rápida sucesión. ¿Qué pensó que significaban en aquel momento? Porque pondría su cabeza a trabajar, ¿o no?

—Sí —admitió un amilanado Stone.

—Bien. ¿Y qué pensó en aquel momento?

—Sabía que eran señales de algún tipo.

Cerré con fuerzas mis ojos como si fuera yo el que estaba a punto de recibir la dentellada.

—Entiendo, de algún tipo. ¿Y qué tipo de señales creyó que eran?

—No lo supe entonces.

El presidente tuvo a bien mostrar nuevas señales de su brío. Y no titubeó al mostrar su desprecio cuando le dirigió la palabra a Stone.

—Y ahora, ¿por qué no trata de ser franco?

—Lo soy.

—No, me refiero a franco de verdad. Si lo intenta, tendrá muchas posibilidades de lograrlo. Veamos, ¿para qué pensó que esos cohetes estaban siendo lanzados a intervalos de tres minutos?

Stone no veía la salida, y me miró a mí.

—Tan solo los tomé como cohetes blancos, informé al capitán y dejé que él juzgara.

Era una respuesta honesta. Pero al presidente no se lo pareció.

—¿Quiere decir que no es capaz de pensar por sí mismo? —pretendía ser gracioso, y hasta alguna risita se oyó en la sala, aunque todo eso se sofocó cuando siguió hablando—. Creí entender hace un momento que podía pensar por su cuenta.

Stone no pudo ni siquiera contestar.

Y Mr. Aspinall tomó el relevo.

—Pero al menos imaginaría que no estaban siendo lanzados por diversión, ¿verdad?

—Sí.

Y de nuevo el bramido impostado del presidente, dirigido expresamente a Stone para que tuviera bien claro a qué debía atenerse a partir de aquel momento.

—¿Sabe algo? En este momento su presencia no me está causando una buena impresión.

¿Ésa era la ética del comité? Patear a un hombre que llora en el suelo, escupirle teoremas legales o morales, desconcertarle con juegos de palabras y humillarlo solo para demostrar que un comité finge cumplir con un trabajo que ya está hecho.

Stone estaba acabado.

Y Gibson, que había pasado la guardia con él, no se presentó para aclarar las cosas precisamente. Al parecer tanto él como Stone habían estado muy pendientes del tercer barco, y el joven aprendiz creyó ver parte de la línea de flotación más alta que la superficie del mar, pero no encontró conformidad en su compañero de guardia (que si, como los demás, no era capaz de distinguir cuántas chimeneas tenía aquel vapor, mucho menos poseía la capacidad para apreciar su línea de flotación). Gibson compartió la excitación que vivió en aquellas horas y sabía lo que había dicho todo el mundo, y a qué hora. Y aunque yo estaba seguro de que por lo menos había mentido en una ocasión (otros pensarán que el mentiroso era yo, pero no hay atajo para salir de esa confluencia sobre la que pronto me extenderé), no le di mayor importancia puesto que estaba en la órbita de lo que se pudo decir o hacer, allí donde flotaban demasiadas vaguedades como para encontrar en ellas otra cosa que no fuera una banalidad más, por muy trascendente que sonara.

Las declaraciones de Groves y Stewart no hicieron sino ahondar más sobre lo mismo. El primero relató lo ocurrido durante su guardia y el modo en que se enteró del hundimiento del Titanic. Y Stewart corroboró que hizo cuanto pudo para poner en orden tantas noticias divergentes hasta que, ya bajo mi mando directo, logró que el Californian pusiera rumbo a la zona del desastre.

He barajado muchas veces todas esas líneas de diálogo buscando todas las variaciones posibles, por absurdas que fueran. Y no he logrado trazar una que me dejara satisfecho, que no me hiciera pensar que estaba llena de frases que podían intercambiarse con otras dichas por otras tantas personas distintas. A bordo viajaban 55 tripulantes y aquella mañana no se hablaba de otra cosa. Había muchos más rumores que pasajeros. La mayoría de aquellas palabras carecían de cualquier valor en una investigación sobre lo que pasó en el interior del Titanic. No obstante, la comisión encontró en nuestras múltiples contradicciones elementos suficientes como para que sus conclusiones fueran brutales. De manera oficial se hizo público que el Californian pudo haber salvado todas (no una, ni una docena o un centenar, absolutamente todas) las vidas que se perdieron esa noche.

Mientras me alejaba de esa sentencia, a través de los interminables pasillos de la sala de justicia, no pude levantar la mirada. Aquélla fue la primera vez que escuché a mi alrededor que se referían a mí como la persona que no acudió al socorro del Titanic, pero no era capaz de mirar a la cara de nadie. Ni para reprenderlos ni para que vieran en mi gesto hasta dónde alcanzaba mi pesadumbre. Pero escuché llantos a mi paso. Y unos murmullos muy distintos a los que se dirigen un par de desconocidos mutuamente mientras contemplan a un hombre que en ese mismo momento está subiendo al cadalso en el que se ha convertido el resto de su vida. Estaba seguro de que, a no muchos metros de mí, muchos de los familiares que habían perdido a los suyos miraban cómo pasaba el monstruo en el que me habían convertido. Su desprecio me llegó transformado en lágrimas y susurros hostiles. Si alguno de ellos se hubiera arrojado sobre mí para abofetearme, no hubiera tenido más remedio que poner la otra mejilla, y volver a hacerlo cada vez que me lo pidiera, hasta que su rencor me dejase destrozado, con el rostro tan desfigurado como el alma de la que mis ojos escondidos eran ahora espejos deformantes.

Más tarde no me quedó más remedio que aprender a mantener mi compostura cuando escuchaba esa frase que tantas veces se ha cruzado en mi camino. Pero en aquel momento no pude. Estaba aterido por un frío del pasado y por un frío del futuro. Supe que aquello era solo el principio de una interminable cacería. Y además, cuando la mirada de los inocentes señaló mi culpa, nació un terror que jamás he confesado a nadie porque estoy seguro de que me dirían que el hecho de que se cumpliera ese temor es justo lo que me merezco.