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LUNES, 15 DE ABRIL DE 1912

00.45

A través del tubo, la voz de Stone parecía tan lejana como si llegara desde las estrellas.

—Siento despertarlo, señor.

—No se preocupe. ¿Qué ocurre?

—El barco sin identificar parece que empieza a moverse hacia el sureste.

Aquello me desconcertó. Miré el reloj. Una menos cuarto. Faltaban poco más de tres horas para que la luz nos abrazara de nuevo. ¿Adónde diantres se dirigía? ¿El campo de hielo le había abierto, así, como tal cosa, una zona de aguas limpias tan ancha y despejada como una avenida parisina y tenían que aprovechar antes de que volviera a cerrarse? Otro sinsentido más.

—¿Ha seguido tratando de ponerse en contacto con él con la lámpara morse?

—Sí, a intervalos regulares, tal y como usted indicó, aunque no ha servido para nada. Sin embargo…

Ya he dicho que si había algo que no soportaba entre mis oficiales eran las vaguedades, pero mucho menos en situaciones tan delicadas. Supongo que ahora lo lamento. La severidad es insaciable. Acaba tanto con los demás como con uno mismo. Pero en aquel momento no era capaz de comprenderlo. Y estaba enajenado por tantas fantasmagorías que no puse freno a la rudeza de mi exclamación.

—Vamos, Stone, si tiene algo que decir, suéltelo ya, antes de que lleguemos al maldito puerto de Boston.

—He creído… —cesó su tono aletargado e indeciso y trató de expresarse con la claridad requerida—. He visto algunos cohetes en el cielo, señor.

Pero su duda también me hizo trastabillar.

—¿Ha visto… o ha creído ver?

Debido a mi exabrupto sus respuestas eran ahora casi automáticas, apenas revestidas de cualquier atisbo de reflexión. Un error muy notable por mi parte haberle puesto en ese estado de alerta ante alguna nueva represalia verbal, cuando ya de por sí estaba bastante inquieto.

—He visto, señor.

—¿Qué clase de cohetes?

—Blancos.

Me dio la posición y aseguró que debían haber estallado a no más de cinco millas, prácticamente encima del barco desconocido. Aunque tampoco estaba muy seguro de que procedieran de él porque la altura de las luces era mucho más baja de la que hubieran alcanzado de haber sido lanzados desde sus cubiertas.

No los había oído detonar.

—¿Está seguro de que eran cohetes?

—Del primero, no, señor —de ahí nacían sus reticencias iniciales—. Pero los demás sí lo eran.

Pueden parecer una respuesta y una pregunta un poco extrañas. ¿Cómo era posible que no estuviera seguro? Pero es que, como ya he señalado, a veces las estrellas vuelan. Cualquiera que haya cruzado algún océano lo sabe bien. Y es muy común tomar como un cohete que aparece en el cielo, a menos que se esté muy cerca, lo que en realidad es una estrella fugaz, que no deja huella de su vuelo ascendente. Es solo cuando rompe la noche y comienza a caer cuando es visible su mágico rastro que pronto se preñará de miles de deseos y que apenas un instante después se precipitará como una elipsis sobre la superficie del mar, o incluso volver a desaparecer en las alturas como si la oscuridad fuera horadada por un millón de túneles. Muy bien pudo ser eso lo que vio Stone la primera vez que una luz blanca empañó la soberanía de aquella noche tan inexplicablemente bella.

—¿Eran señales de alguna compañía?

Entremetiéndose en el orden estelar, empezaba a ser una constante que los grandes transatlánticos se comunicaran entre sí usando cohetes para transmitirse mensajes que no tenían otra utilidad que la de saludarse como miembros de la misma compañía, igual que borrachos en aceras opuestas que sacuden sus sombreros, otra innecesaria muestra más de su alarmante exhibicionismo. Contaban con los mejores telégrafos del mundo, capaces de comunicarse con los selenitas (siempre que éstos también pertenecieran a la Marconi, eso sí), pero tenían que llenar el cielo con sus señales, o celebrar con fuegos artificiales alguna de sus fiestas también artificiales para entretener a los pasajeros durante la noche y así disimular de algún modo lo largo de las travesías, aunque se navegase en el barco más rápido del mundo (otra falacia más, pues no lo era ni de cerca). Usaban todo tipo de pirotecnia (desde bolas de fuego a velas romanas) para apoderarse de lo inescrutable de la noche con sus tristes espectáculos de colores simulados. Eran solo señales para reconocerse entre ellos, y para que los demás quedáramos hechizados. El espectro del Titanic que ya comenzaba a inundar mi cabeza me hizo suponer que quizás podía ser algún alarde para anunciarle a todos que la White Star reinaba hasta en el cielo, como indicaba su nombre (con frecuencia se ha comentado lo irónico de denominar como titán a lo que se reveló finalmente como un monigote de papel, pero a mí siempre me pareció más turbador pensar que, a pesar de ser ése el distintivo que les definía, ninguna de las estrellas blancas que lanzó el Titanic sirvió para nada). El Titanic hacía su viaje inaugural y todo el mundo debía prestar atención a su paso, por muy distante que se hallase. Antes de que las grandes compañías se dedicasen a usar la pirotecnia para fines distintos a los habituales, nadie hubiera dudado de que ver fuego en el cielo era como vislumbrar una llamada de auxilio. A partir de entonces… no se podía estar seguro de nada.

—Tampoco lo sé —contestó Stone, incapaz por más tiempo de no ceder a su incertidumbre, pese a que eso le podía volver a costar otra de mis salidas de tono—. Solo me han parecido cohetes blancos estallando en el cielo. Por un momento pensé que nos hacían señales desde el barco desconocido para indicarnos que estaban rodeados de hielo, pero no puedo asegurarlo.

—¿Cuánto hace que los vio?

—El último, hace un par de minutos. El tiempo que he tardado en decidirme a hablar con usted.

Traté de rebajar mi desasosiego a la altura de sus inquietudes con la intención de que ambos se calmasen.

—Gracias. Ha hecho bien, Stone. Siga tratando de ponerse en contacto con ellos. Y si se produce cualquier otra novedad, avíseme de inmediato. Sobre todo si se confirma que el barco se sigue moviendo.

Y añadí, casi sin darme cuenta, ignorante de que incluso la menor intrascendencia podía suponer un nuevo eslabón en la cadena de mi condena:

—O mejor aún. Supongo que Gibson estará por ahí. Que venga a informarme personalmente si ocurre cualquier cosa.

Cada vez que releo mi reconstrucción vuelvo a cuestionarme una y otra vez por qué ni Stone ni yo hablamos de señales de auxilio en aquel momento. Ambos conocíamos la regulación al respecto. Cohetes lanzados a intervalos regulares de cortos períodos de tiempo equivalían, en la práctica, a una señal de alarma. Y no solo señales blancas tratando de llegar lo más alto posible para que pudieran divisarla desde cualquier costa. Si de lo que se disponía era de simples bengalas, su significado podía ser el mismo. No solo los grandes transatlánticos podían estar en apuros y carecer de pólvora suficiente como para reinventar el cielo a su antojo.

¿Por qué, entonces, ni Stone ni yo mencionamos la palabra peligro? ¿Por qué ninguno (al menos puedo asegurar que yo no lo hice) ni siquiera pensó en que algo terrible podía estar sucediendo no muy lejos de nuestra posición?

He atravesado muchas fases de un lóbrego y malsano encierro interior en las que traté de buscar la causa para dicha omisión. Pero me abandonan siempre en un estrecho sumidero del que solo puedo destilar una conclusión. Si en aquel momento nadie fue capaz de sospechar el horror que se estaba gestando en las simas de oscuridad, se debió a que el objeto de nuestra atención, es decir, el tercer barco, empezó a moverse apenas comenzaron a verse los cohetes. Y en alta mar (además, en una calma total) eso es casi una contradicción. Cuando uno pide finalmente auxilio es porque sabe que el buque se hunde sin remedio. Ya no se puede maniobrar, ni escorarse para no confrontar el barco contra las altas mareas, ni llevar a cabo cualquier otro intento por posponer más que en décimas de segundo lo inevitable. Antes de que sobrevenga el pánico, todo el mundo hace lo que puede para taponar las vías provocadas por las garras del océano para arrastrar el barco hasta las profundidades. Cuando se grita socorro es porque el agua ya recorre el vientre de la nave y tus zapatos están empapados y los papeles flotan por los pasillos, y puedes incluso contar con los dedos de las manos los alientos que te quedan antes de que el mar te sepulte aún vivo.

Era evidente que en aquel barco que nos cautivaba (Stone llegó a confesar públicamente que hubo momentos en los que no era capaz de apartar sus ojos) no había emergencia alguna. Cuando su produce un naufragio, cualquiera de los que se hallan a bordo mira hacia cualquier parte en busca de ayuda. Al cielo, a cuanto le rodea, debajo de las mantas, detrás de las cortinas, en el interior de la despensa. Si hasta ese momento nadie nos había visto (cosa altamente improbable), una emergencia a bordo les obligaría a mirar hacia todos lados, divisar nuestras luces, comprobar, con un alivio al que se podría llamar milagro sin temor a equivocarse, que precisamente estábamos tratando de comunicarnos con ellos.

Cabe suponer que nuestro vecino, alertado por esos cohetes, se pusiera en marcha dispuesto a prestar su ayuda no bien hubiera corroborado de algún modo que aquéllas eran inequívocas señales de auxilio. Los cohetes procedían de esa dirección, y desde allí su visión tenía que ser mucho mejor que la nuestra, en la que se interponían sus luces y su enconado silencio. Puede ser. Más preciso aún, sin duda alguna en aquel momento era una posibilidad que tanto Stone como yo tuvimos que sopesar. Pero si aquel barco de pronto necesitaba salir del hielo para acudir al socorro de algún buque en peligro ya tan inmóvil y herido como un niño extraviado en la nada, ¿alguien es capaz de pensar seriamente que no nos avisaran para redoblar la ayuda? No vale hablar de problemas lingüísticos como los que se solían producir cuando los operadores se cruzaban con un barco extranjero (especialmente, alemán), en cuyas rítmicas conversaciones, aparte de las siglas por todos conocidas, eran pocas las palabras a las que podían aferrarse. Y en el supuesto de que no dispusiera de telégrafo, le hubiera bastado con hacernos cualquier tipo de señal para ponernos sobre aviso.

Además, el intervalo entre el lanzamiento de los cohetes fue mucho más espaciado de lo estipulado por el reglamento, que indicaba que no debías superar los dos minutos entre disparo y disparo para que no hubiera duda de su significado. Y Stone vio siete cohetes (ocho a lo sumo) que explotaban bastante tiempo después que sus predecesores, y en intervalos nada regulares (aunque, pese a las normativas, a bordo de un barco que se hunde tan deprisa nadie se sienta con un cronómetro en la mano).

El eje sobre el que gravitábamos se estaba haciendo trizas y cada pregunta abría la puerta a mil más, que entraban en tromba como el agua en aquellos mismos momentos atravesaba el casco del Titanic. Apostando toda la sinceridad que me queda, no me importa escribir que durante algunos momentos pensé que todo aquello era la consecuencia de la relativa proximidad del Titanic, de su presencia en la zona. Su atmósfera maldita se extendía como una niebla de humo sobre el hielo, sobre la superficie del mar y enrarecía todo cuanto quedara atrapado en ella. Uno temía dar un solo paso hacia adelante porque podía descubrir que acababa de retroceder. Veíamos un barco que no respondía a nuestras señales, y también señales que parecían lanzadas desde ese mismo barco sin ningún propósito aparente. Habíamos evitado el hielo, pero el hielo nos seguía mordisqueando como si nos hubiese arrinconado sin escape posible. Aunque en ningún momento llegué a sospechar la verdadera dimensión de lo que estaba pasando en aquel preciso instante. Si no me fallan los cálculos, a bordo del Titanic, a esa misma hora debían estar terminando de arriar el primer bote, con capacidad para llevar a 65 personas, pero que solo transportaba a 28. Ni siquiera allí, donde el horror estaba a punto de abrir una de sus sucursales más magistrales, las alarmas se habían disparado y algunos pasajeros, molestos por la interrupción, hacían ostensibles sus quejas ante lo que no pocos consideraban una descortesía, como lo era el hecho de ir dejando a la deriva a la gente en alta mar, y flotando sobre una barcaza que podría terminar volcándose con el golpe de la ola más tímida, en vez de permanecer a salvo en un transatlántico al que, además, se consideraba insumergible. El iceberg ya se había alejado, pero solo unos pocos eran conscientes de la ingente cantidad de veneno inoculado con su helada mordedura. Durante bastante tiempo, la palabra peligro no cabía en la mayoría de las conversaciones.

Regresé al lecho y traté de buscar un acomodo imposible porque aquel viejo sofá se había desvencijado de repente y ahora solo era un montón de molestos bultos que parecían hincarse más en mi cuerpo cada vez que algún trozo de hielo golpeaba en el casco.

Recuerdo que por un instante todo lo que me era familiar me resultaba ahora desconocido, hostil en algunos casos. No reconocía aquella manta con la que parecía haber nacido, la misma que me había protegido durante cientos de noches. Las cartas marítimas adquirieron una rigidez extraña, como si en vez de papel estuvieran hechas de papiro, y el dibujo de los mares, cruzado de longitudes y latitudes, era ahora totalmente críptico, mapas secretos de una civilización desaparecida muchos eones atrás. De mi pipa recostada sobre una caja de fósforos habían desaparecido los suaves resplandores que habitualmente surgían de unas vetas de la madera de un color anaranjado, que incluso en la oscuridad podían distinguirse. Las sombras de los números en relieve del reloj y de sus manecillas se habían transformando en una negra enredadera que paulatinamente se deslizaba hacia una esquina del techo. Mi abrigo colgado en la percha se balanceaba sin descanso, como si dudara entre quedarse o irse. Hasta el marco que protegía tu foto, Mabel, se había caído, probablemente debido a nuestra brusca maniobra de retroceso, y no me atreví a devolverlo a su posición ante el incompresible temor de que vería algo muy distinto en el lugar que solía ocupar tu rostro. La temperatura descendió tanto que pensé que era yo, y no el Californian, el que estaba a la deriva flotando en el mar helado.

Por fortuna, de arriba me llegaron algunos sonidos que rompieron ese rencoroso aislamiento en el que había quedado apresado. Era Stone. Escuchaba los rítmicos golpes de la lámpara morse mientras seguía luchando por ponerse en contacto con el extraño. Y también oí que alguien estaba conversando con él. Debía ser Gibson, el aprendiz, que ahora estaría compartiendo sus impresiones sobre lo que ambos veían desde el puente. Estaba seguro de que susurraban, pero yo distinguía perfectamente ambas voces, aunque en ningún momento retuviera el menor indicio de lo que hablaban. Y ya me hubiera gustado. Cuando fueron interrogados por el comité británico, no hubo manera de conformar una versión mínimamente fiel a lo que ambos se dijeron entonces.

Me pregunté si el barco estaría tan solo reajustando su posición o si realmente se estaba alejando. Y pensé que era precisamente eso lo que hacía. Al menos en mi imaginación, aquel barco se marchaba. Y me dejé llevar con él. Era como si todo cuanto me preocupaba pudiera asirse a su estela y nos dirigíamos a toda prisa hacia el amanecer más cercano. La ensoñación me calmó lo suficiente como para que de nuevo llamara a las puertas del sueño. Pero me quedé justo en medio, entre el sueño y la vigilia. O no en el sueño, sino más bien en una suerte de mal sueño que comenzó a mostrarse real cuando escuché unos extraños arañazos en la puerta de mi habitación y supe de inmediato que no los estaba provocando ningún ser humano.