EL PRIMER COMITÉ
Quizás suene a rencor antipatriota, o puede que la impresión provenga del hecho de que apenas hubo tiempo de preparar el juicio, pero lo cierto es que el comité estadounidense fue mucho más llevadero de lo que esperaba, sin contar, claro está, con el sobresalto del que Philwood había tenido a bien no prevenirme. Cierto es que también carecía de suficientes juristas expertos en derecho marítimo que tomasen la palabra en los momentos oportunos, o, cuando menos, que poseyesen un conocimiento más preciso de lo que se discutió en no pocas ocasiones. Pero con todo, en su conjunto, fue bastante menos hipócrita que el de mis compatriotas.
En un principio, la comisión encontró bastantes problemas para imponer su legalidad. Frente a los que consideraban fuera de lugar que un buque británico se sometiese a una investigación por parte del Senado de los Estados Unidos, hubo otros que lograron imponer su criterio basando su urgencia y su cuestionada legitimidad para investigar lo ocurrido en el hecho innegable de que varios cientos de las víctimas eran ciudadanos estadounidenses, y por tanto ningún lugar mejor que su propia tierra para velar por sus intereses. Finalmente, la comisión quedó conformada por un grupo de diversos senadores de otros tantos estados, aunque fue el senador William Alden Smith quien se hizo cargo del control de las investigaciones, convirtiéndose en el interrogador principal de las sesiones. El senador Smith estaba tan ansioso por cercar a Ismay que incluso esperó en el puerto (zozobrando en una multitud formada por más de 30 000 personas sobre las que el cielo precipitaba el segundo diluvio universal) la llegada del Carpathia con los supervivientes del Titanic a bordo, cuando el barco apenas podía avanzar porque estaba rodeado de pequeños navíos llenos de periodistas que empezaron a lanzar sus preguntas a la gente apostada en las cubiertas. El senador aguantó el chaparrón y bregó contra la muchedumbre, pero se las ingenió para entregarle una citación a Ismay cuando éste comenzaba a hacerse una idea exacta de la gravedad de sus aprietos en relación con lo ocurrido mientras hablaba con Philip Franklin, vicepresidente de la compañía, que había logrado entrar en el barco con bastantes menos problemas que Smith. Y no era una citación ante la que cupiera capacidad de respuesta. No tuvo ni tiempo de hablar tranquilamente con sus abogados, y apenas le daría para santiguarse, daba igual si creía o no. A las diez de la mañana del día siguiente, Ismay tendría que prestar declaración como testigo frente a un comité más que impaciente por escuchar su versión de la historia.
Aquellas primeras sesiones se desarrollaron en una sala del Waldorf Astoria de Nueva York, pero a los pocos días se trasladaron a Washington, en una de cuyas sedes gubernamentales fueron pasando docenas y docenas de testigos (aunque muchos supervivientes habían logrado que les dejaran volver a casa), pasajeros, trabajadores y oficiales, hasta que, finalmente, le llegó el turno a los miembros del Californian.
Tal como había supuesto, yo fui el primero a quien llamaron para declarar. Atravesando un silencio expectante, pero en modo alguno tan turbio como el que me acompañaría al declarar en Inglaterra, entré en la sala, donde el humo y la tensión de tantas sesiones había causado notables estragos. Era difícil respirar. Los rostros estaban entumecidos después de escuchar cada escabroso episodio de la cadena. Y aunque las persianas permanecían abiertas, la luz exterior, tamizada por una lluvia casi torrencial, arrinconaba la luz de las lámparas interiores llenándolo todo de una atmósfera grisácea y húmeda, como si nos halláramos en el interior de una mazmorra.
Me siento obligado a escribir en primer lugar que si no llego a mencionar la presencia del «tercer barco», es poco probable que nadie lo hubiera nombrado más que como una simple anécdota. El minucioso interrogatorio del senador Smith, entre otros (aunque creo que esos otros preguntaron únicamente para que su nombre constara en las actas), parecía menos destinado a reconstruir nuestra travesía que a interesarse por aspectos que pudieran tener su equivalencia en el viaje del Titanic. Detalles técnicos, por concretar de algún modo, que además poco aportaban teniendo en cuenta las innumerables diferencias entre los dos barcos, se mirasen por donde se mirasen. Cuánta vigilancia requerían las circunstancias, horarios, turnos de guardia, normas sobre botes salvavidas, y también me preguntaron si se realizaba algún tipo de prueba óptica a los vigías, así como la puesta en cuestión de ciertos procedimientos como los de usar o no usar los prismáticos, cómo comportarse frente al hielo, siempre con continuas referencias al cuaderno de bitácora para mostrarse lo más puntilloso posible en ciertas cuestiones sobre posiciones o derivas que la mayoría de los asistentes no entenderían en absoluto. Eso llevó a tener más de algún desencuentro con el senador Smith, como cuando se interesó, ya sabiendo las circunstancias por las que el Californian se había detenido, por las temperaturas a eso de las diez y media de la noche. Después de que se las dijera, me preguntó:
—¿Esas temperaturas le indicaron algo en particular? —y aunque nadie dijo nada, él mismo reformuló la pregunta—. Quiero decir, ¿esas temperaturas podían indicar la presencia de hielo?
A lo cual me vi obligado a contestar con más acritud de la conveniente:
—¡Estábamos completamente rodeados de hielo!
Pero no estaba escuchando. Ni él ni nadie.
—¿O la cercanía de hielo? —continuó, aunque por suerte él mismo se dio cuenta de su resbalón y pasó rápidamente al siguiente tema, dejando entrever en su mirada un rastro de una hostilidad más propia de una enconada discusión política en el Senado que de una sesión cuyo supuesto objetivo era el de destapar la verdad sobre tan lamentable tragedia.
Pero por momentos más parecía que estuvieran examinándome a conciencia con una especie de prueba cuya única utilidad era determinar si no era un embaucador que se hacía pasar por un capitán de barco. Me hablaban de trucos como utilizar la sirena para detectar gracias al eco la cercanía de hielo, me preguntaban sobre la velocidad o el tamaño de buques que desconocía por completo, y me arrinconaban continuamente para que dijera que había hielo, que vi hielo y más hielo por todas partes, y que se lo comuniqué en numerosas ocasiones al Titanic.
Eso sí, en mitad del interrogatorio, se dejaron caer un par de datos que ellos consideraban fundamentales para llenar de alambradas de desconfianza mi testimonio. Ocurrió mientras perdíamos el tiempo hablando del color de los icebergs dependiendo de las distintas luces que se proyectasen sobre ellos (como se puede ver, la relevancia de los temas discutidos era, cuando menos, ridícula). Sin elipsis alguna, el senador Smith abandonó sus falsos aires paternalistas, y por una vez me habló mirándome a los ojos, dándole un giro de lo más insospechado a nuestra conversación.
—No me gustaría parecerle impertinente, capitán, y espero que no me tome por tal, pero quisiera saber si ha existido algún intento para impedir que usted respondiera a las preguntas del Senado.
¿A qué podía referirse? No podía estar refiriéndose a Philwood porque creo que dejó muy claro que él trabajaba por su cuenta. Solo que el inesperado cambio de tema, me hizo sospechar que habíamos estado debatiendo en torno a los diferentes matices que puede mostrar un iceberg con el único propósito de que yo bajara la guardia.
Y debo decir que lo logró.
—No lo creo —contesté, teniendo muy en cuenta lo quebradizo que se había vuelto el terreno—. Solicité permiso para declarar tan pronto me entregaron la citación. También solicité permiso al director de la compañía, o más bien a su asistente local, y me dijo que él hablaría con el director. Es todo cuanto sé.
Estuve a punto de gritar: pero estoy aquí, qué importan las presiones: o es que además de no escucharme, ¿tampoco me ve nadie?
El senador Smith me miró como si hubiera oído lo que no me había atrevido a gritar, permaneció algunos segundos en silencio, muy concentrado, y como si se hubiera vuelto loco, volvimos al principio del interrogatorio.
—¿A qué línea pertenece su barco, el Californian?
Además de que ya habíamos hablado de eso, aquél era un dato que conocían hasta los niños. Y como un niño me sentí recitando una lección que ya creía aprendida.
—A la Leyland Line.
¿Qué sería lo siguiente? ¿Preguntarme mi nombre de nuevo como si el senador sufriera una amnesia intermitente? No vi venir las balas, y en consecuencia no pude esquivarlas.
—Dígame una cosa: ¿no es cierto que la Leyland Line es miembro de la International Mercantile Marine Company? ¿O me equivoco?
—Así lo creo. Sí.
—¿Es Mr. Franklin representante de dicha compañía en este país?
—Sí.
—¿Y Mr. Ismay lo es en Inglaterra?
—Sí, señor.
Y, a renglón seguido, el senador volvió a zafarse de mi atención, dando un nuevo quiebro a su interrogatorio:
—Capitán, el domingo en que todo ocurrió, cuando se encontraba rodeado de hielo, ¿le dio alguna orden especial al operador del telégrafo?
¿Qué pasaba? ¿Era yo el que sufría ataques de amnesia? ¿No estábamos hablando de otra cosa? Pero, mientras contestaba a su nueva tanda de preguntas, reparé en lo astuto y lo malsano de su interludio. Primero, se hizo constar que la compañía a la que pertenecía el Californian, la Leyland Line, pertenecía a su vez a la International Mercantile Marine Company, al igual que Mr. Franklin y que Bruce Ismay, lo que, expresado así, me convertía en la práctica en alguien cuya declaración podría enemistarle con algunas de las personas más influyentes para las que trabajaba en última instancia. Y segundo, de una forma directa, el senador Smith dejó sembradas muchas sospechas sobre si había recibido o no algún tipo de presión previa a mi cita con el Senado. Y aunque lo negué, ya todo el mundo podía pensar sobre ello (contando a los que, dormitando entre explicación y explicación, ni siquiera se les había pasado por la cabeza semejante idea) y me abandonaba en la práctica en la zona de influencia de Ismay. Como lo hubieran expresado los espectadores de una película, yo era uno de los malos. Mis palabras no me pertenecían. Eran vocablos sumisos, contaminados, esclavos de una compañía cuya directiva pasaba a verse ahora como un cónclave de asesinos, con cómplices en los lugares más insospechados.
Hasta tal punto me inquietó esa especie de desprecio que tuve que ser yo quien prácticamente se saltara las previsiones cuando, tras pedirle la oportunidad al senador, decidí contestar con un largo monólogo puntualizando todo lo sucedido esa noche, incluyendo la presencia del intruso que a nadie interesaba. Se hicieron algunas preguntas al respecto, pero no demasiadas, y también se habló de los cohetes vistos esa noche, aunque siempre de forma muy vaga, como si yo fuera un testigo que no tenía nada que aportar sobre tales temas porque la comisión ya disponía de información suficiente al respecto como para malgastar sus esfuerzos en un más que probable lacayo de Ismay. Solo se hicieron un par de inofensivas preguntas sobre el tercer barco, y el senador me indicó con su sonrisa tantas veces practicada el camino de salida.
Abandoné la silla donde había prestado declaración, en un estado de malestar e irritación al comprobar que mi palabra no valía nada. Yo era el capitán. Y lo que dijera, en consecuencia, no podía ser considerado de inutilidad. Pero si tan inútil era lo que yo pudiera añadir a la investigación, ¿quién de toda mi tripulación podría aportar una reconstrucción más completa?
Fue mientras esperaba a que se llamase a declarar a alguno de los oficiales (estaba seguro de que sería a Stone porque le había tocado la guardia en la que todo sucedió), justo un segundo antes de que dijeran su nombre, cuando recordé lo que me había dicho Philwood sobre que no quería estropearme la sorpresa que me esperaba en el comité. Y no supe si agradecérselo o maldecirle por no haberme avisado de que el peligro era mucho mayor de lo que parecía. Porque cuando escuché que se dirigiese a declarar Ernest Gill pensé que se habían equivocado.
Ernest Gill trabajaba en las calderas. Sin importar su turno, no cabía pensar que se hubiera pasado tres o cuatro horas en la cubierta a punto de helarse solo por pasar la noche. Y de haber sido así, alguien en el puente le hubiera visto y se hubiese intrigado por tan peculiar comportamiento. Cierto es que algunos marineros habían salido a la proa para fumar un poco o para maldecir al hielo porque con sus continuas embestidas nadie era capaz de mantener cerrados los ojos durante mucho tiempo. Pero regresaban pronto a sus lechos porque sabían que una larga jornada de trabajo les estaba esperando. Solo los oficiales que estaban en el puente podían aportar algo de turbia claridad a lo sucedido durante la noche. Pero Ernest Gill, ¿qué podía saber Ernest Gill, el novato del barco, que los demás desconociéramos?
Con cierta premura, con su mirada baja pero al tiempo despectiva, Ernest Gill se dispuso a contar su verdad. Y no tendría que vérselas con un interrogatorio en toda regla. Ni responder a un cuestionario previamente estudiado. No, eso quedaba reservado para los testigos irrelevantes, como yo, o los oficiales de mayor rango en el Titanic. Él era el gran protagonista, la estrella invitada. Apenas el senador Smith le preguntó su nombre y su cargo en el Californian, le tendió un papel y le pidió que lo leyera en voz alta. Gill comenzó a leer un texto que presumiblemente había escrito de su puño y letra (algo que me permito dudar) y en el cual aseguraba lo siguiente:
Que poco antes de la medianoche subió a la cubierta y pudo ver las luces de un enorme barco de vapor a unas diez millas de nuestra posición, que tomó por un buque alemán debido a su impresionante tamaño. Y que unos pocos minutos después pudo ver el destello en el cielo (también a diez millas de nuestra posición), algo que pensó debía ser una estrella fugaz, aunque esa impresión desapareció cuando distinguió claramente en la noche una segunda explosión, claramente un cohete blanco en esta ocasión, y se dijo a sí mismo, sin dudarlo lo más mínimo, como si fuera el mismísimo sir Francis Drake: «Eso debe significar que hay un vapor en graves apuros».
Siguiendo su propio texto, él mismo explicó con toda racionalidad por qué no acudió hasta el puente para dar aviso de lo que había visto. No era asunto suyo. Tan directo como eso. Supuso que si él había reparado en ellos, los oficiales al mando no habrían tenido otro remedio que verlos también, así que se fue a dormir con la tranquilidad del que sabe que el Californian actuaría en consecuencia con la gravedad de lo que estaba sucediendo frente a nuestros ojos. Eso sí, Gill fue de los pocos que pudieron dormir a pierna suelta hasta que el jefe de máquinas lo despertó para que echara una mano porque el barco se había puesto en marcha al conocer la noticia de que el Titanic se había hundido.
Dando nuevas muestras de su insólita capacidad para ayudar a los que, según él, pasaban por «graves apuros», tampoco corrió a echar una mano en las calderas, sino que salió al exterior para darse un paseo y comprobar que el Californian navegaba a toda velocidad en un mar limpio de capas de hielo, pero poblado de icebergs.
Y parece que, después de todo, su ayuda tampoco era tan necesaria porque pudo dedicarse a escuchar todas y cada una de las conversaciones que tenían lugar a bordo. Su ubicuidad sigue siendo un factor extraordinario. Supo lo de los cohetes, los intentos por ponerse en contacto usando la lámpara morse, los (según él) pocos esfuerzos de los oficiales de guardia por hacerme llegar lo que ocurría y mi escurridizo e inexcusable comportamiento consiguiente una vez lograron contagiarme su timidez. Según su testimonio (siempre por escrito, que leía con la torpeza de alguien no muy acostumbrado a tales menesteres tan complejos) hubo un momento en el que incluso, en un gran clímax dramático, toda la tripulación estuvo a punto de amotinarse si no fuera porque el propio Gill exclamó: «¿Y por qué nadie despertó al operador del telégrafo?».
Y con ese «nadie» se hacía clara referencia a mi persona. Él personalmente estaba a punto de encabezar una protesta organizada contra tamaña actitud, pero los demás marineros, que un momento antes estaban a punto de rebelarse, lo dejaron pasar, así no solo me calificaba de negligente, sino que se las arregló para dejar constancia de que todos en el barco eran unos cobardes porque temían perder sus trabajos, por lo que él tuvo que enfundar su ira hasta que llegase el momento de poder contar toda la verdad frente a todo el mundo. Y, además, debidamente novelada, privilegio que no tuvimos los demás.
Coronaba su emocionante ficción con dos afirmaciones que adquirieron estatus de datos muy a tener en cuenta, pese a la obvia fragilidad de un testimonio que nunca fue puesto en duda.
Primero, que estaba absolutamente seguro de que el Californian estaba a mucho menos de veinte millas del Titanic, lo que demostraba que los oficiales no decían la verdad respecto a nuestra posición durante aquellas horas. De hecho, él no podría haberlo visto si estuviera a más de diez millas, y lo cierto es que lo había visto con toda claridad, en todo su mítico esplendor. Al Titanic, no a un montón de luces apelotonadas como polillas que hubiesen encontrado un poco de calor en aquel océano helado. Solo le faltó asegurar que distinguió claramente su nombre en la popa, o que incluso algunos pasajeros le saludaron con un pañuelo. Lo que para el resto era un vapor más bien pequeño para Gill era el mayor parque de atracciones flotante del mundo celebrando la noche de su inauguración.
Y segundo, que su comportamiento actual no escondía ninguna mala intención contra los oficiales del Californian. O, al menos, no contra todos. Si actuaba así era movido por el noble, nobilísimo deseo de que ningún capitán que rehusase prestar su ayuda a un barco en apuros volviese a tener la potestad de acallar a sus hombres, tal como yo había hecho.
Jurado y firmado (quién sabe si con sangre), Ernest Gill.
En mi ya más que renqueante inocencia, pensé que los senadores se abalanzarían sobre él para que aclarara tantos puntos oscuros en su testimonio. Pero no. Ni mucho menos. Todo lo contrario. «El tercer barco» no existía. En la «experta» opinión de Gill, todos los miembros de la tripulación estaban seguros de que aquel barco era el Titanic, y a partir de ese momento los senadores se refirieron a él casi siempre como el Titanic, y no cabía en el interrogatorio otro buque, a pesar de que varios testimonios de marinos con muchos años de navegación en sus reblandecidos huesos aseguraban que ni de cerca el tamaño del vapor que vimos se acercaba a la imponencia del barco de los sueños.
Gill salió de la sala con cara de satisfacción, de aquél que sabe que ha cumplido con su deber. No recibió aplausos ni creo que los esperara. Solo Dios y él sabían cuál sería su recompensa. Aunque su trabajo todavía no había terminado.
Luego declaró, retomando mis previsiones, Evans. Y otra vez reitero mi admiración hacia su comportamiento porque, de una manera un tanto absurda, su juventud parecía suponer una débil fortaleza que se podía asaltar fácilmente por viejos y astutos políticos en busca de unas respuestas que Evans no podía tener de ninguna de las maneras, pero fueron a por él descarnadamente, sin recordar que apenas era un chiquillo que no salía de su habitáculo, que solo había navegado tres veces con nosotros, y que rara era la ocasión en la que se quitaba los auriculares para escuchar lo que pasaba en el interior del barco. Ninguno de los hombres del Californian, ni siquiera yo, mostró el rigor y la disciplina de las que nos dio sendas lecciones, mientras los buitres eran rechazados sistemáticamente al comprobar que Evans no se ponía nervioso ante su presencia. Frente a las continuas quejas de que el Titanic había no solo desoído su aviso de grandes campos de hielo en la zona, sino que incluso recibió, como respuesta de agradecimiento a lo que solo era una deferencia, un insolente «cállate», Evans no retrocedía, más bien al contrario, dejando muy claro que no hubo irregularidad alguna en el comportamiento de los operadores con los que se comunicó durante aquel día. Ni siquiera cuando le pidieron que se «callara» porque entendía perfectamente que la señal del Californian les impedía hacer su trabajo. Y hasta se permitió el lujo de asegurar que si algún mensaje de advertencia llegó al Titanic, en ningún momento se traspapeló entre otros comunicados apilados en la mesa de los telegrafistas, como se insinuaba con creciente frecuencia. Si una información tan importante había o no llegado al capitán Smith, no era responsabilidad de ninguno de los operadores, por lo que debían buscar fuera del cuarto de telégrafos. Incluso se atrevió a interrumpir a diversos senadores para adelantarse a preguntas que ya había contestado con reiterada claridad, o devolviendo su forma verdadera a frases que perdían su sentido original gracias a la retórica de los interrogadores.
Quizás el momento en que mostró cierta zozobra fue cuando le preguntaron si había escuchado algunos de los mensajes que el Titanic estaba enviando a Cabo Race. Era una de sus potestades. No solo podía comunicarse con otros barcos, también escuchaba la señal que éstos emitían en conversaciones ajenas, por lo que podía conocer perfectamente cada palabra que se telegrafió desde el Titanic justo antes de que chocara. Creo que a Evans le preocupaba, tal como ocurrió, que en algún momento se le pidiera romper alguno de los votos de confidencialidad con los que se regía la compañía Marconi (que siempre mantuvo a uno o a varios de sus representantes en cada sesión, muy atentos a mantener a salvo su reputación, sobre todo cuando vieron cómo se disparaba su cotización en la Bolsa). Pero de cualquier modo, era una pregunta extraña. Con ella parecía insinuarse que quizás en aquellos mensajes podía esconderse algo que hubiera tenido que ver con el choque contra el iceberg.
Y ahí, solo, frente al Senado de los Estados Unidos, se le forzó a romper en parte la confidencialidad de aquellos mensajes que Evans pudo escuchar desde el Californian. Claro que Evans reconoció haber oído no pocas de esas transmisiones. La señal del Titanic era tan poderosa que fueron muchos los barcos que pudieron captar lo que se transmitió esa noche. Pero de su boca no salió ni una sola palabra que sobrepasara la definición de vaguedad cuando le tocó hablar de lo que escuchó de manera rutinaria poco antes de caer noqueado por el cansancio.
Lo más extraño de todo fue cuando le preguntaron si tenía noticia de que algún marinero (casi con toda seguridad, Ernest Gill) se hubiese pasado parte de la mañana jactándose de que todo aquel lío de cohetes y barcos cercanos le iban a permitir ganarse un buen dinero. Quinientos dólares. Así de concreto se mostró en sus cifras. La lógica más elemental indicaría que el siguiente paso debía ser volver a llamar a Gill para que aclarara cómo pensaba lograr hacerse con tanto dinero. Pero Gill ya había dicho todo lo que tenía que decir. Al menos por el momento.
En cambio, para despedirse de Evans, a él sí le acosaron, sin convicción alguna (la fueron perdiendo en el camino), sobre si había recibido dinero o presión alguna a cambio de dar, o quizás de ocultar, información valiosa sobre el hundimiento del Titanic. Evans lo negó. Pero no bastaba. Tuvieron que exprimirlo un poco más preguntándole si hipotéticamente (¿qué podía tener que ver aquello con el hundimiento?) aceptaría dinero por hacer algo así, una conjetura ofensiva y fuera de lugar. Y Evans aseguró, su mirada fija en los ojos del senador Smith como si este fuera quien le acabara de hacer la propuesta, que nunca aceptaría un trato así porque no consideraba correcto recibir recompensa alguna por hacer algo de naturaleza tan despreciable.
Cuando al fin lo dejaron en paz, Evans volvió junto a nosotros y, mientras se sentaba, incliné ligeramente mi cabeza en señal de respeto, como lo hubiera hecho en alta mar, donde uno aprende la importancia de un gesto, y una leve sonrisa puede valer más que un centenar de condecoraciones.
Con una base tan equívoca (al menos, en mi opinión) para levantar acta, la comisión no tuvo el menor problema en dejar muy clara en sus conclusiones, en lo que a mí respecta, la grave irresponsabilidad de mi comportamiento, coronando su alegato contra nosotros al asegurar (recuerdo cada palabra como si fueran cicatrices en mis pupilas) que «si el operador del Californian hubiera permanecido algunos minutos más en su puesto durante la noche del domingo, dicho barco hubiera podido ganarse la orgullosa distinción de haber rescatado las vidas de los pasajeros y de la tripulación del Titanic».
Nos culpaban a todos. El primero a Evans, cuya inocencia no podía ser revocada. Y luego al resto, un grupo compacto de incompetentes que no sabían nada de honor, ni de orgullo, ni de navegación.
Y con esa sentencia tuvimos que volver a casa. Creo que para todos los que viajaban a bordo del Californian (excepto Gill, que, fiel a lo que se había revelado como su estilo, prefirió navegar por su cuenta, aunque nunca fue declarado desertor de forma oficial, excepto por mí) supuso una especie de liberación. Nadie había sido acusado formalmente de nada, pero el temor a seguir anclados en un puerto ahora hostil no era una perspectiva muy alentadora. Regresábamos a nuestro hogar, a nuestras calles, a la patria bajo cuya bandera servíamos.
Estoy seguro de que todos esperábamos que en Inglaterra se hiciera justicia finalmente, y se buscara la verdad.
Aunque lo que realmente nos esperaba allí era Ernest Gill, el único hombre que no nos dio la espalda a nuestra vuelta, el único que nos miró de frente mientras se nos sacrificaba públicamente para que dioses desconocidos pudieran beberse nuestra sangre.
No volvíamos a casa.
Volvíamos a Inglaterra.
Pero en ese momento ninguno de nosotros era consciente de la aterradora diferencia que existía entre ambas.