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DOMINGO, 14 DE ABRIL DE 1912

18.30

Como suele ser lugar común para iniciar muchos relatos de terribles tragedias, no hay forma de enumerar cuanto recuerdo sin empezar diciendo que aquel día fue uno de los más hermosos que tanto yo como los que navegaban a bordo del Californian habíamos visto nunca. Entiendo la poca garantía que ofrece el hecho de que hable por los demás hombres de mi tripulación, pero ésa era la prueba irrefutable de su contagiosa belleza. Uno sabía perfectamente cómo se sentían todos aquéllos que lo contemplaban. No tenía que preguntarlo. Tan hermoso que incluso durante el interrogatorio británico cometí la leve incorrección de describirlo en esos términos, y al momento temí alguna reprimenda porque no había que dar tan festivo lustre a los detalles de lo que, después de todo, no era más que el preámbulo de una pérdida sin precedentes en la historia del mar (porque, no importa lo que digan los demás, la historia de este mundo siempre fue y es la del mar, y nunca la nuestra). Solo que no es posible imaginar un paisaje como aquél, donde cielo y océano terminaban por fundirse en una línea de horizonte apenas perceptible. No existían las distancias. Un derroche de interminables gamas de azules parecía conferir a nuestra piel una especie de tono espectral, como si la luz pudiese atravesar nuestros cuerpos. Una ligerísima brisa no lograba romper el hechizo de pensar que estábamos solos en un mundo sin fronteras, bajo un cielo jamás contemplado y navegando por un mar aún sin descubrir. A juzgar por aquello que veíamos, suspendidos sobre el abismo azul del otro cielo (no menos insondable) por el que navegábamos, el destino todavía no se había dado la vuelta para escanciar su enojo sobre aquel diminuto punto en el océano.

Lástima que yo no pudiera disfrutarlo como sí lo hicieron los demás. Pero lo cierto es que estaba bastante preocupado. Y no deja de resultar cuando menos inquietante que se me acusara de negligencia el día que puse en juego toda la cautela que era capaz de convocar.

Ése fue mi primer pecado.

Un extraño primer pecado.

Habíamos zarpado el Viernes Santo desde el puerto de Londres con destino Boston, Massachusetts, y llevábamos siete días navegando. La euforia por adentrarnos en alta mar había abierto el paso a cierta zozobra entre los 55 tripulantes que navegábamos en el Californian. En aquel viaje no llevábamos pasajeros a bordo, por lo que a los pocos días de empezar a cruzar el Atlántico la mayor parte de la tripulación estaba más relajada que de costumbre. Mi adhesión a los beneficios de una severa disciplina no era tan inconmovible como para no saber que aquél era un día en el que la indolencia, si no permitida, sí estaba al menos fuera de los rigores de un castigo. Cíclicamente, muchos de los marineros subían hasta la cubierta y fumaban o charlaban entre ellos o con alguno de los oficiales, cansado de tanto galón en el uniforme y en la conversación. Ocasionales corrillos aparecían y desaparecían, pues cualquier excusa parecía buena para no perderse el prodigio aún por detonar que parecía contener aquel paisaje.

Así pues, la noticia de la cercanía de icebergs suponía una novedad más que irresistible después de tantas jornadas de monotonía. Al comenzar la tarde, muchos los buscaban atisbando en las llanuras azules. Y lo celebraron a lo grande cuando avistaron dos enormes gigantes de hielo, lo suficientemente lejanos como para que yo siguiera confiando en que el Californian no se estaba metiendo en problemas, y no tuviera que dar orden alguna para modificar el rumbo ya modificado. Mi prioridad en todo momento debía ser mantener a salvo el buque que me había sido asignado.

Debo decir que el Californian fue siempre un barco excelente. La compañía Leyland me había puesto a su mando tres años atrás y con él se cumplían mis expectativas de navegar en lo que yo consideraba una verdadera maravilla del transporte marítimo, un buque de vapor, relativamente joven todavía, diseñado tanto para llevar pasaje (hasta 47 pasajeros, algunos en camarotes parcamente lujosos) como una carga superior a las 6000 toneladas. Su eslora alcanzaba los 137 metros, y sus dos calderas nos proporcionaban potencia suficiente como para navegar (tal y como hacíamos en aquellos momentos) a unos 12 nudos, sin depender de los designios del viento, libres de su caprichosa tiranía. Había sido construido en 1901, en Escocia, para la Leyland Line y se hundiría para siempre, allá por 1915, frente a las costas de Grecia, después de recibir el impacto de un torpedo lanzado por un submarino alemán. Lamenté la noticia de su pérdida como se siente la pérdida de un aliado, aunque para entonces la compañía a la que pertenecía me hubiera alejado de él (como les hubiera gustado alejarme del mar para siempre). Era un barco rápido, seguro y dócil de manejar.

Pero mi atención estaba fija en otro problema de índole muy distinta a los esplendores de un paisaje único.

Habíamos recibido diversos mensajes alertándonos de la presencia de icebergs y extensos campos de hielo flotante, mucho más al sur de lo que era habitual en aquella época del año. Prácticamente todos los capitanes a bordo de los barcos que navegaban por la zona habían dado la orden de desviarse de la ruta acostumbrada para «doblar la esquina», y así tratar de alejarse de los mortales límites liberados del reino del hielo.

A excepción de aquellos lejanos icebergs, lo cierto es que no nos habíamos topado con mayores problemas. Las máquinas trabajaban a máxima potencia. Pero la velocidad del barco parecía favorecida no tanto por el impulso del vapor o por una rápida corriente submarina como por la creciente sensación de que la superficie del mar estaba a punto de helarse. No se escuchaba cómo la quilla apartaba las aguas y hendía la superficie de un océano que se oscurecía por momentos. De abajo parecía llegar un sonido sibilante y pesado, como si nos estuviéramos deslizando sobre una superficie progresivamente congelada.

No puedo saber si era incapaz de apartar mi mirada del océano porque estaba convencido de que tardaría mucho tiempo en volver a contemplar una belleza semejante o porque mi temor no paraba de crecer, alimentado por un preclaro sentido del desastre que seguía reptando en mi interior.

Pero, con todo, no fui yo el primero que los vio.

Era tal la calma que fue un murmullo lo que me sobresaltó. Algunos de los marineros que estaban en el puente empezaron a señalarlos con sus brazos extendidos, como si avistaran una especie nueva de animal marino que se asomaba por primera vez a la superficie de aquel océano prácticamente inmóvil. Y, realmente, eso parecían. Tres enormes icebergs se desplazaban hacia el suroeste a unas cinco millas de nuestra posición, dos de ellos de un tamaño relativamente mediano y algo más atrás uno gigantesco, como las aletas de dos monstruosas bestias custodiadas por una descomunal madre precavida y peligrosa.

Resulta imposible conocer el verdadero tamaño de un iceberg, a excepción de lo que uno puede ver en la superficie, ya que solo podemos observar esa diminuta parte de su increíble mole. Por aquel entonces, algunos decían que había que multiplicar por siete el número de metros que medía la parte visible. Pero ése era un cálculo de viejos marinos, de ésos que cuando les llegaba la hora de morir no eran capaces de recordar que hubiesen pisado jamás tierra firme. Como esa otra creencia, jactancias de vigías, de que el hielo se puede oler. Pero a mí todos esos cálculos me traían sin cuidado. Porque era la primera vez que tenía que vérmelas con icebergs y en aquel momento lo último que me importaba era su tamaño o cómo olían.

Siempre sospeché que tanto el comité estadounidense como el británico no concedieron mucho crédito a aquella primera experiencia en mi vida como marino en la que tuve que enfrentarme directamente contra el hielo. Pero era cierto. Bastantes años atrás, siendo todavía un aprendiz y mientras cruzaba el cabo de Hornos a bordo de un velero, había estado lo suficientemente cerca como para divisar a prudencial distancia los monstruos del hielo en los cuales resultaba tan fácil adivinar su voracidad. Dominaban las aguas, eran los dueños de las corrientes y parecía que eran eternos hasta que, sin la más mínima señal que lo advirtiera, un trozo más grande que un vagón de tranvía se desprendía de la mole original y caía haciendo añicos el agua. Ni siquiera pude ver una sombra (nadie estaba dispuesto a acercarse a ellos para atender la curiosidad de un imberbe) bajo la desafiante punta del iceberg fuera del agua, como si allí abajo no hubiera nada, cuando en realidad todo un mundo se escondía en las profundidades, un planeta de hielo defendido por aristas de diamante, un descomunal organismo vivo que navegaba como un gigante abatido hacia su propia muerte en algún lugar mítico y secreto, como cuentan que son los cementerios de elefantes.

En nuestro nuevo encuentro, ellos se dirigían hacia las aguas cálidas que terminarían por lograr que se disolvieran por completo. Yo, por mi parte, iba directo a otro punto del océano donde mi alma también quedaría reducida a una mancha flotando sobre la superficie del mar.

Nunca he sido un gran lector de libros ajenos a la mar, pero en aquel momento tuve la sensación de enfrentarme a las hermanas fatídicas, como hiciera Macbeth, y no tuve más remedio que preguntarme cuál era la profecía que me auguraban con su lentitud exasperante. Algún resplandor eximio venía a rebatir la sensación de que la luz del sol se hundía en las moles de agua detenida. Parecían tirar del día, como si la piel del atardecer se hubiera quedado adherida a sus lomos helados. Habían dejado de ser puntos en la distancia para convertirse en el eje sobre el que todos los elementos presentes giraban.

En apenas unos segundos comencé a notar que muchas miradas de los marineros se volvían hacia mí. Casi todos habían viajado conmigo varias veces, pero en aquel momento les resultaba un completo desconocido. Yo era el capitán. Y en un barco uno no puede evitar buscar al capitán para comprobar cuál es su comportamiento al saberse frente a un grave imprevisto. Debían comprobar si yo titubeaba ante el desafío.

Arranqué una página de una pequeña libreta y escribí el siguiente mensaje:

Para el capitán del Antillian, 6.30 p. m. tiempo aparente,

latitud, 42.3 Norte; longitud, 49.9 Oeste; divisados tres

grandes icebergs dirigiéndose hacia el sureste. Saludos. Lord.

Le entregué la nota a uno de los oficiales para que se la llevara de inmediato al operador del telégrafo y que este informara, además de al cargo ya citado, a cuanto barco estuviera cerca de la presencia de bloques de hielo y de la ruta que seguían los tres icebergs. Si eran una muestra de lo que venía detrás, era mucho mejor que todo el mundo estuviera avisado. Conviene recordar que estábamos en 1912. El telégrafo, que aún no era común en todos los barcos, nos proporcionaba una ayuda invaluable a la hora de combatir esos terrores. Puede que no se los considerara especialmente peligrosos por la sencilla razón de que hasta que no se hundió el Titanic se desconocía cuántos naufragios (aún sin resolver) podían haber sido provocados por encuentros con los gigantes marinos. Si en alta mar un navío chocaba contra un iceberg, era más que probable que no dejara supervivientes.

Hasta esa noche, sus asesinatos habían sido silenciosos.

Pero mis hombres no se habían quedado del todo contentos. Apenas unos minutos después apareció en el puente Ashton, que debía tener poco más de veinte años, y que llevaba en el barco el suficiente poco tiempo como para no saber en qué lío se podía estar metiendo gracias a la maña de los veteranos. Quería comprobar, empujado por otros, si yo estaba preocupado, saber mis planes, conocer mi reacción frente a una amenaza con la que hasta entonces nunca nos habíamos enfrentado como tripulación. Se plantó a mi lado y dijo, como si fuéramos un par de desconocidos que se topan por casualidad en un paseo marítimo:

—¿Me permite?

Quizás porque logró distraerme por un momento de mis temores, me divirtió su osadía. En cualquier otro momento le hubiera amonestado. Pero le dejé quedarse. Es más, me sumé a su juego. Venía en busca de mi miedo. Ya veríamos lo que terminaba encontrando.

—Por supuesto, Ashton. Acérquese.

—Gracias, capitán. Hay veces en que las cosas se ven mejor desde el puente.

—Si usted lo dice —acordé, cediéndole parte de mi espacio.

Apoyó sus codos sobre la barandilla y comenzó a contemplar el océano como un turista recién llegado a un balneario, desde una de cuyas terrazas pondera si el viaje ha merecido la pena.

—¿Y cuál es su impresión?

—Que nadie diría que estamos en peligro.

Adopté su misma postura.

—¿Y por qué habría de decir nadie una cosa así?

—Bueno, capitán, ya sabe, hay muchos icebergs, no paramos de recibir mensajes sobre ellos, y estamos lejos de la ruta que seguimos habitualmente.

¿Qué debía hacer? ¿Seguir apretando el nudo de su horca o tirar ya de la palanca del falso cadalso? Me dejé llevar por la distensión. Era agradable comprobar que mi miedo no era del todo invencible.

—Entiendo. Pero, aparte de eso, ¿detecta alguna señal de peligro a nuestro alrededor?

—No, señor.

—Entonces mucho me temo que contemplar las cosas desde el puente no le sirve para ver mejor, tal como me ha hecho observar.

Me miró, suspicaz. Las cosas no estaban saliendo como habían sido planeadas. Y lo peor estaba por llegar.

—¿Por qué dice eso, capitán?

—Porque yo sí veo peligro. De hecho, veo muchos peligros. Nos rodean por todas partes.

Ashton se desvivió por un momento en el intento por encontrar esas señales que nadie más que yo veía. Pero antes de que la cabeza se le cayera al suelo de tanto estirar el cuello, dijo, ya con algo de preocupación:

—¿Dónde, señor?

—En el barco, Ashton, ¿dónde va a ser? ¡Por el amor de Dios, preste un poco más de atención!

Me di la vuelta y ahora me apoyé con la cintura sobre la barandilla.

—Pero si todo el mundo parece comportarse normalmente y… —no supo terminar la frase.

Le di una palmada en el hombro. Y le sonreí. Ni Judas lo hubiera hecho mejor.

—No se torture más. Deje que le haga una pregunta.

—Adelante.

—¿Por casualidad sabe quién se encarga de asegurarse de que los botes salvavidas cumplen las normas de provisión en caso de un desastre, de que todos estén debidamente equipados con agua, galletas, un compás, una lámpara y algo de aceite?

—Soy yo —confesó, reparando en la rampa por la que empezaba a caer.

—Entonces, el primer peligro que veo es que dicha persona se encuentra en el puente de mando sin pensar en sus obligaciones. No está asegurándose de que todo permanece en su sitio por si acaso se produce algún choque con esos icebergs que al parecer tanto teme. No, de hecho está hablando con el capitán y poniéndose cada vez más pálido.

—Capitán…

Las excusas estaban fuera de lugar. Aún no había terminado de enumerar mis impresiones.

—Y el segundo peligro que veo, tan grave o más que el anterior, es que varios hombres de mi tripulación se van a quedar sin parte de su paga porque al parecer hay jornadas en las que no encuentran suficiente motivación para trabajar, y hasta encuentran tiempo de aburrirse en vez de ocupar los puestos que les han sido asignados. Y ahora, ¿detecta algún peligro?

A punto estaba de contestar (y lamento haberme perdido su respuesta) cuando una nueva riada de excitación se fue extendiendo por todo el barco, como el humo de las calderas que, al salir por la chimenea y al ser empujado por un viento rebelde, a veces envolvía el puente hasta dejarnos ciegos. Busqué a mi alrededor, pero no vi nada que pudiese justificar semejante animación. Los icebergs estaban lejos, y si tenían escolta, esta aún no era visible. Entonces, un oficial se presentó ante mí y me informó de que Evans, el operador, había transmitido mi mensaje a diversos barcos. Y aunque no se había comunicado con él directamente, el Titanic dio por recibido el aviso.

Fue la primera vez que nos pusimos en contacto con él aquel día.

Y ése era el motivo de tanta algarabía. La misma alegría que, de nuevo, yo no compartía en absoluto. Porque mientras los demás ronroneaban de alegría al saber que quizás nos cruzaríamos con el Titanic en su viaje inaugural, yo empecé a sentirme de nuevo como frente a la presencia de los icebergs.

Por fortuna, Ashton se marchó antes de que pudiera seguir amonestándole. Una verdadera pena. Había venido a buscar mis temores, pero se fue justo antes de contemplar cómo el desasosiego transfiguraba mi rostro hasta que mis mandíbulas encallaron en un momentáneo gesto de pánico.

Y es que no hubiera podido decir si temía más al hielo o al Titanic.