Capítulo 67

Mitch gritó.

—¡Holly, muévete! —Y a la primera sílaba de «Holly», ella ya se separaba de Jimmy Null todo lo que su cadena le permitía.

A quemarropa, apuntándole al abdomen, acertándole al pecho, reculando por el retroceso, volviendo a disparar, inclinándose, disparando, disparando, le parece que un par de tiros se desvían, pero ve que tres o cuatro perforan el chaquetón. Cada disparo es un trueno que retumba en toda la casa.

Null pierde el equilibrio y retrocede, tambaleándose. Su pistola tiene un doble cargador. Parece ser completamente automática. Las balas acribillan una pared y parte del techo.

Ahora sujeta el arma con una sola mano, pero el retroceso, o el hecho de que ha perdido todas sus fuerzas, o algún motivo desconocido, hacen que la suelte. La pistola golpea la pared antes de caer sobre el suelo de piedra caliza.

Impulsado hacia atrás por el impacto de las balas, balanceándose sobre sus talones, Null se tambalea, cae de lado, rueda hasta quedar boca abajo.

Cuando los ecos de los disparos se desvanecen, Mitch oye la respiración sibilante de Jimmy Null. Quizás sea ése el sonido que uno produce cuando tiene una herida mortal en el tórax.

A Mitch no le enorgullece lo que hace ahora. Ni siquiera le produce un placer salvaje. De hecho, está a punto de no hacerlo, pero sabe que ese «casi» no le servirá de excusa cuando llegue el momento de rendir cuentas por sus acciones.

Se acerca al hombre que jadea y le pega dos tiros en la espalda. Quisiera dispararle por tercera vez, pero ya ha gastado las once balas de la pistola.

Holly, que se ha mantenido acurrucada, en posición defensiva, durante el tiroteo, se pone de pie para recibir a Mitch, que se le acerca.

—¿Alguien más? —pregunta él.

—Sólo él, sólo él.

Sus emociones contenidas estallan sobre su marido, lo estrecha entre sus brazos. Nunca antes lo ha abrazado con tanta fuerza, con tan dulce ferocidad.

—Tus manos.

—Están bien.

—Tus manos —insiste él.

—Están bien, estás vivo, están bien.

Él besa cada parte de su rostro. Su boca, sus ojos, su frente, sus ojos otra vez, ahora salados por las lágrimas, su boca.

El aire hiede a pólvora, hay un muerto en el suelo, Holly sangra. Mitch siente que se le aflojan las piernas. Quiere besarla al aire libre, frente al viento, al sol.

—Salgamos de aquí —dice.

—La cadena.

Un pequeño candado de acero inoxidable enlaza los eslabones que le ciñen la muñeca.

—Él tiene la llave —dice ella.

Mirando el cuerpo caído, Mitch saca un cargador adicional de un bolsillo de sus pantalones. Expulsa el peine agotado y lo reemplaza por el nuevo.

Apretando el cañón contra la parte posterior de la cabeza del secuestrador, dice:

—Si te mueves, te vuelo los sesos. —Pero, por supuesto, no obtiene respuesta.

Aun así, mantiene la pistola fuertemente presionada, mientras, con su mano libre, registra los bolsillos del demente. Encuentra la llave en el segundo.

Cuando el candado cae con un tintineo sobre el suelo de piedra caliza, la cadena se desprende de las muñecas de Holly.

—Tus manos —dijo él—, tus hermosas manos.

Verla sangrar lo desgarraba y pensó en la escena montada en su cocina, las huellas de manos ensangrentadas. Pero verla sangrar era peor, mucho peor.

—¿Qué te ocurrió en las manos?

—Nuevo México. No es tan grave como parece. Te lo explicaré. Vámonos. Vámonos de aquí.

Él levantó del suelo la bolsa del rescate. Ella se dirigió a una de las puertas, pero él la guió hasta la entrada del pasillo, que era el único camino que conocía.

Mitch le pasaba el brazo derecho sobre los hombros, Holly le enlazaba el izquierdo por el talle. Iban pasando frente a habitaciones vacías, tal vez encantadas, o quizás no. El corazón de Mitch no latía con más serenidad ni lentitud que cuando estaba en medio del tiroteo. Quizás le siguiera latiendo así el resto de su vida.

El pasillo era largo y, cuando llegaron al recibidor, no pudieron evitar quedarse mirando la vasta y polvorienta perspectiva.

Al llegar a la sala de estar, oyeron el rugido de un motor que se ponía en marcha en algún lugar de la casa. El estrépito retumbaba en los pasillos y las habitaciones y rebotaba en los altos techos. Era imposible determinar dónde se originaba.

—Una moto —dijo ella.

—Antibalas —dijo él—. Llevaba un chaleco antibalas bajo el chaquetón.

El impacto de los proyectiles, en particular los dos que le acertaron en la espalda, sacudiéndole la columna vertebral, debía de haber dejado a Jimmy Null inconsciente por un momento.

No había tenido intención de marcharse en la furgoneta en la que llegó. Había ocultado una motocicleta cerca de la cocina o en el comedor. Estaba preparado para huir, si las cosas salían mal, por cualquier ala, por cualquier puerta de la casa. Una vez que estuviese fuera, podría escapar no sólo por el portón del vallado instalado por los constructores, que daba a la calle, sino también lanzándose por la cuesta del acantilado o por algún otro camino.

Cuando el estruendo del motor aumentó, Mitch se dio cuenta de que lo que Jimmy quería no era huir. Y que lo que lo hacía regresar no era el rescate.

Lo que lo impulsaba era lo ocurrido entre él y Holly, fuera lo que fuese, lo de Nuevo México y Rosa González, lo de los dos perros y los estigmas sangrantes. Y también la humillación del clavo en la cara. Por lo del clavo, quería a Holly más que al dinero. Quería matarla.

La lógica indicaba que lo tenían a sus espaldas y que saldría del recibidor.

Mitch se apresuró a conducir a Holly por la enorme sala de estar, hacia el igualmente inmenso vestíbulo de entrada y la puerta principal.

La lógica falló. Iban por mitad de la sala de estar cuando Jimmy Null surgió de la nada, montado en una Kawasaki que avanzaba con la velocidad de una bala por la columnata que los separaba del vestíbulo.

Mitch apartó a Holly mientras Null, sorteando columnas, llegaba al vestíbulo. Dio una amplia vuelta a la entrada y, ubicándose en la mitad del vano que daba a la columnata, arremetió contra ellos, ganando velocidad a medida que cruzaba el vestíbulo.

Null no tenía su pistola. Se le habrían acabado las balas. O, enloquecido de rabia, había olvidado tomar su arma.

Poniendo a Holly tras de sí de un empellón, Mitch alzó la Champion con ambas manos, recordando que debía alinear la mira con el punto blanco del cañón, y abrió fuego cuando Null se lanzó sobre ellos.

Esta vez, le apuntó al pecho, con intención de acertarle en la cabeza. Quince metros, cada vez más cerca, el trueno del motor retumbando en los muros. El primer disparo sale alto. «¡Baja el arma!», se dijo Mitch. El segundo, «¡baja el arma!», a diez metros y seguía acercándose a ellos. Tercer disparo. «¡Baja el arma!». El cuarto apagó el cerebro de Jimmy Null en forma tan brusca que sus manos saltaron del manillar.

El muerto se detuvo, el motor no. La moto, encabritándose sobre la rueda trasera, con chirrido de neumáticos, siguió avanzando con un alarido, humeando, hasta que cayó y continuó resbalando hacia ellos. Pasó sin tocarlos, golpeó uno de los ventanales, lo hizo trizas, desapareció.

«Asegúrate. El mal es tan difícil de eliminar como una cucaracha. Asegúrate, asegúrate». Con la Champion sujeta con las dos manos, se le acercó con cuidado, ahora no había prisa, trazó un círculo en torno a él. «No pises las salpicaduras del suelo». Salpicaduras de un rosa grisáceo, esquirlas de hueso, mechones de pelo. «No puede estar vivo. No des nada por sentado».

Mitch le quitó la máscara para verle el rostro, pero ya no era un rostro, y ya habían terminado. Habían terminado.