Capítulo 66

Como el demente había ido a la cocina y se puso junto a ella durante la última parte de la conversación telefónica, Holly le ha oído dar las instrucciones finales.

Contiene el aliento, esperando oír los pasos. Cuando oye que Mitch se aproxima, tibias lágrimas acuden a sus ojos, pero pestañea y las contiene.

Entonces, Mitch entra a la habitación. ¡Dice su nombre con tanta ternura! Su marido.

Ella estaba de pie, con los brazos cruzados sobre los pechos, las manos crispadas metidas bajo los sobacos. Ahora, baja los brazos y los deja colgando, con las manos cerradas.

El demente, que ha sacado una pistola de aspecto aterrador, concentra toda su atención en Mitch.

—Abre los brazos. Rectos, como un ave.

Mitch obedece. La bolsa blanca de basura le cuelga de la mano derecha.

Su ropa está mugrienta. El viento había desordenado su pelo. Su rostro ha perdido todo color. Es hermoso.

—Acércate, despacio —dice el asesino.

Mitch avanza hasta que, cuando lo separan del asesino unos cinco metros, éste le ordena que se detenga.

Mitch se detiene.

—Pon la bolsa en el suelo.

Mitch baja la bolsa hasta la polvorienta piedra caliza. Allí queda, pero no se abre al apoyarla.

El asesino apunta a Mitch con la pistola.

—Quiero ver el dinero. Arrodíllate frente a la bolsa.

A Holly no le agrada ver a Mitch de rodillas. Ésa es la postura en que los ejecutores hacen ponerse a sus víctimas antes de pegarles el tiro de gracia.

Debe actuar, pero siente que aún no ha llegado el momento justo. Si se apresura, su plan puede fallar. El instinto le dice que aguarde, aunque hacerlo con Mitch de rodillas se le hace difícil.

—Muéstrame el dinero —dice el asesino. Sostiene la pistola con las dos manos, el dedo tenso sobre el gatillo.

Mitch abre la boca de la bolsa y saca un fajo de billetes envueltos en plástico. Desgarra un extremo del envoltorio y separa con el pulgar la parte de los billetes que asoma, para que se vean.

—¿Los títulos al portador? —pregunta el asesino.

Mitch deja caer el dinero al interior de la bolsa.

El demente se tensa y extiende su brazo armado cuando Mitch vuelve a meter la mano en la bolsa. Ni siquiera se relaja al verlo sacar un gran sobre y nada más.

Mitch saca del sobre media docena de certificados de aspecto oficial. Extiende uno para que el asesino lo vea.

—Muy bien. Devuélvelos al sobre.

Siempre de rodillas, Mitch obedece.

—Mitch, si a tu mujer se le presentara una oportunidad de realización personal con la que nunca hubiese soñado, la ocasión de alcanzar la iluminación, la trascendencia, tú querrías, sin duda, que ella siguiese ese destino mejor.

Azorado ante este giro de la situación, Mitch no sabe qué decir, pero Holly sí. Había llegado el momento.

—Me ha llegado una señal —dice la joven—. Mi futuro está en Nuevo México.

Alzando las manos, que hasta ese momento le colgaban a uno y otro lado, las abre, dejando ver sangrientas heridas en las palmas.

A Mitch se le escapa una exclamación horrorizada. El asesino mira de reojo a Holly, y se queda atónito ante esos estigmas que sangran para él.

Aunque no atraviesan toda la mano, las heridas producidas por el clavo no son superficiales. Ella se lo ha clavado y después ha hurgado en las heridas, con brutal decisión.

Lo peor fue tener que tragarse cada gemido de dolor. Si el asesino la hubiese oído expresar su dolor, habría ido a ver qué le ocurría.

Al principio, las heridas sangraron demasiado. Ella las llenó de yeso pulverizado para detener la hemorragia. Antes de que el yeso cumpliera su cometido, algo de sangre goteó al suelo, pero la mujer la ocultó con una veloz redistribución del espeso polvo.

En el momento en que Mitch entró a la habitación, Holly se quitó los tapones de yeso con las uñas, reabriendo las heridas.

Ahora, el asesino mira fascinado cómo corre la sangre, mientras Holly habla.

—En Española, donde tu vida cambiará, vive una mujer llamada Rosa González. Tiene dos perros blancos.

Con la mano izquierda se baja el cuello del jersey, descubriendo el nacimiento de sus senos.

La mirada del hombre sube de los pechos a los ojos.

Ella se desliza la mano derecha entre los pechos, y su palma se cierra sobre el clavo. Teme no poder sujetarlo entre sus dedos, resbaladizos por la sangre.

El asesino mira a Mitch.

Ella empuña el clavo como mejor puede y, sacándolo, se lo mete al asesino en la cara. Le apunta al ojo, pero no le acierta. El clavo le atraviesa una mejilla y se la desgarra.

Dando alaridos y lengüetazos contra el clavo, retrocede, tambaleándose. Dispara su pistola al azar y las balas se estrellan contra las paredes.

Ella ve que Mitch se incorpora y se mueve deprisa. También él tiene una pistola en la mano.