Capítulo 64

Mitch, con los zapatos llenos de barro y hojas húmedas, la ropa arrugada y sucia, una bolsa blanca de basura sujeta entre sus brazos y apretada contra el pecho como si fuese un precioso bebé, avanza a toda prisa por el arcén de la carretera. La desesperación le da tanto brillo a sus ojos que, de ser de noche, quizás alumbraran su camino como faros.

Ningún encargado de hacer cumplir la ley que pasara en coche dejaría de prestarle atención. Tiene aspecto de fugitivo, de loco, o de ambas cosas.

A cincuenta metros de él se alza una estación de servicio con un pequeño supermercado. Docenas de coloridos banderines, que anuncian una liquidación de neumáticos, ondean al viento.

Se pregunta si alguien lo llevaría a la casa Turnbridge a cambio de diez mil dólares en efectivo. Probablemente, no. Con el aspecto que tiene, la gente supondría que los va a asesinar por el camino.

Un tío con pinta de vagabundo ofreciendo diez mil dólares a quien lo quiera llevar pondría en alerta al encargado de la estación de servicio. Quizás llamara a la policía.

Sin embargo, pagar para que lo llevaran parecía su única opción, aparte de robar un coche a punta de pistola, cosa que no estaba dispuesto a hacer. Podía ocurrir que el propietario del coche cometiese la estupidez de intentar quitarle el arma y que se disparase a sí mismo por accidente.

Cuando ya llega a la estación de servicio, ve que un Cadillac Escalade sale de la carretera y se detiene frente a los surtidores más cercanos a ella. Sale una rubia alta, que, con el bolso en la mano, se mete en el supermercado. Deja la puerta del coche abierta.

Las dos hileras de surtidores son de autoservicio. No hay empleados a la vista.

Otro cliente le está echando combustible a su Ford Explorer. Mientras tanto, le lava las ventanillas con una esponja.

Mitch se acerca al Escalade y mira por la puerta abierta. Las llaves están puestas.

Metiendo medio cuerpo dentro, observa el asiento trasero. No hay ningún abuelo, ningún niño en su asiento de seguridad, ningún pit bull.

Se sienta al volante, cierra la puerta, enciende el motor y sale a la carretera.

Aunque está casi seguro de que alguien saldrá corriendo tras él, agitando los brazos y gritando, por el espejo retrovisor no se ve a nadie.

La carretera está dividida por una mediana de cemento. Mitch evalúa la posibilidad de atravesarla. El Escalade puede hacerlo. Pero, dado lo que es el destino, sabe que, si lo hace, un coche patrulla pasará por allí en ese preciso instante.

Sigue avanzando hacia el norte a toda velocidad, hasta que, al cabo de unos cientos de metros, llega a una salida, donde gira para poner rumbo al sur.

Cuando pasa frente a la estación de servicio, ve que aún no ha aparecido ninguna rubia alta y furiosa. Va deprisa, pero respetando el límite de velocidad.

Por lo general, no es uno de esos conductores impacientes que maldicen a sus congéneres lentos o inexpertos. Pero durante este viaje, les desea toda clase de plagas y desgracias horribles.

A las 13.56 está en el barrio donde se halla la delirante obra inacabada de Turnbridge. Aparca un momento frente al bordillo, en un lugar fuera del alcance visual de la mansión.

Maldiciendo la resistencia de los botones, se quita la camisa. Lo más probable es que Jimmy Null se la haga quitar para asegurarse de que no oculta un arma.

Le ordenó que fuera desarmado. Quiere que parezca que cumple con esa demanda.

Saca la caja de balas de calibre 45 de la bolsa de basura y el cargador original de la Springfield Champion del bolsillo de los pantalones. Completa los siete proyectiles que quedan en el cargador original con otros tres.

El recuerdo de algunas películas le sirve de algo. Desliza la plataforma y mete un undécimo proyectil en la recámara.

Las balas se le resbalan de los dedos temblorosos y cubiertos de sudor, así que sólo llega a introducir dos de las tres que faltan en el cargador. A continuación, guarda la caja de munición y el cargador adicional debajo del asiento.

Falta un minuto para las dos.

Guarda los dos cargadores completos en el bolsillo de los vaqueros y la pistola cargada en la bolsa, con el dinero. Retuerce la boca de la bolsa, pero no la anuda, y se dirige hasta la casa Turnbridge.

Un largo vallado de alambre cubierto de paneles de plástico verde separa la calle de la propiedad. Los vecinos que han tenido que soportar esa chapuza urbanística durante años deben lamentar mucho que Turnbridge se hubiera matado. De estar vivo, podrían atormentarlo con quejas vecinales y legiones de abogados.

El portón está cerrado con una cadena que da una vuelta a los barrotes. Tal como prometiera Jimmy Null, no tiene candado.

Mitch entra hasta la casa y aparca con la parte trasera del utilitario mirando hacia la misma. Baja y abre las cinco puertas, con la esperanza de que el gesto demuestre su deseo de cumplir en lo posible con los términos del acuerdo. Cierra el portón y vuelve a colocar la cadena abierta.

Con la bolsa en la mano, camina hasta un punto entre el Escalade y la casa, se detiene y espera.

El día es templado, no cálido, pero el sol brilla con fuerza. La luz y el viento azotan sus ojos.

El teléfono móvil de Anson suena.

—Habla Mitch.

—Son las 14.01. Oh, ahora son las 14.02. Llegas tarde.