Holly, encadenada a la cañería de gas, sabe lo que debe hacer, lo que hará. Por lo tanto, sólo puede ocupar su tiempo pensando en todas las cosas que podrían salir mal, o maravillándose ante lo que puede ver de la mansión a medio construir.
Si hubiera vivido, Thomas Turnbridge habría tenido una cocina fantástica. Una vez rematadas las instalaciones, un chef de categoría, secundado por legiones de ayudantes, podría haber cocinado y servido una cena para seiscientos comensales cómodamente sentados.
Turnbridge fue un millonario «punto com». La compañía que fundó, y que lo enriqueció, no fabricaba producto alguno, pero estaba a la vanguardia de las aplicaciones publicitarias de Internet.
Cuando la revista Forbes estimó que Turnbridge tenía bienes por un valor neto de tres mil millones, éste se había comprado varias casas en un acantilado, con una espectacular vista al Pacífico, en un codiciado barrio. Adquirió nueve, todas contiguas, pagando el doble de su valor de mercado. Gastó más de sesenta millones de dólares en las casas, que hizo demoler para construir una sola finca con un parque de algo más de una hectárea de superficie, una parcela casi única en toda la costa del sur de California.
Un importante estudio de proyectos le encargó a un equipo de treinta arquitectos el diseño de una casa de tres plantas, de veinticinco mil metros cuadrados, sin contar los inmensos garajes subterráneos y la sala de máquinas. Iba a construirse en el estilo de las residencias que Alberto Pintos diseña en Brasil.
Elementos tales como una cascada que unía interior y exterior, una galería de tiro subterránea y una pista interior de patinaje sobre hielo requirieron esfuerzos heroicos de ingenieros especializados en estructuras, sistemas y movimientos de suelo.
No había presupuesto. Turnbridge iba gastando según surgían las necesidades.
Se adquirieron suntuosos mármoles y granitos en lotes de piezas idénticas. La fachada de la casa estaría revestida de piedra caliza francesa. Se fabricaron sesenta columnas de piedra de una sola pieza, a un costo de sesenta mil dólares cada una.
Turnbridge estaba tan apasionadamente dedicado a su empresa como a la casa que construía. Creía que la suya llegaría a ser una de las diez corporaciones más importantes del mundo.
Lo siguió creyendo aun cuando la rápida evolución de Internet evidenció los fallos de su modelo comercial. Desde el comienzo, vendió acciones sólo para financiar su estilo de vida, no para consolidar las inversiones. Cuando la cotización bursátil de su empresa cayó, se endeudó para comprar sus propias acciones en el mercado. El precio siguió cayendo, y él siguió comprando y endeudándose.
Como el valor accionarial nunca se recuperó y la compañía se derrumbó, Turnbridge se quedó en la ruina. La construcción de la casa se detuvo.
Thomas Turnbridge, a quien por entonces perseguían acreedores, inversores y una ex mujer furiosa, se dirigió a su inacabada casa y se sentó en una silla plegable, en el balcón del dormitorio principal. Allí, ante el encantador panorama que abarcaba 240 grados de océano y las luces de la ciudad, se tomó una sobredosis de barbitúricos acompañada de una botella helada de Dom Pérignon.
Las aves carroñeras lo encontraron antes que su ex esposa.
Aunque la propiedad costera, de enorme superficie, es muy apetecible, no se pudo vender a la muerte de Turnbridge. Está inmersa en una maraña de pleitos. El valor de mercado del terreno sobrepasa ahora los sesenta millones de dólares que Turnbridge pagó cuando estaba sobrevalorada, lo cual limita la cantidad de potenciales compradores.
Para completar el proyecto según los planes originales, quien la adquiera debería gastar unos cincuenta millones adicionales, así que tendría que tratarse de alguien a quien le guste el estilo en que se estaba haciendo la obra. Si demoliera lo que ya está hecho y volviese a comenzar, debería estar dispuesto a gastar cinco millones además de los sesenta que destine al terreno, pues, según la nueva normativa, deberá hacer una construcción de acero y cemento capaz de soportar un terremoto de 8,2 grados de intensidad en la escala de Richter.
Holly, como aspirante a agente inmobiliario, ni sueña con que le encarguen vender la casa Turnbridge. Se conformaría con gestionar la venta de propiedades en barrios de clase media a personas que se sienten dichosas por el mero hecho de tener casa propia.
De hecho, si pudiera trocar su modesto sueño inmobiliario por la seguridad de que ella y Mitch van a sobrevivir a la entrega del rescate, se conformaría con seguir siendo secretaria. Es buena secretaria y buena esposa. Hará cuanto pueda por ser también buena madre, y eso, la vida, el amor, le bastará para ser feliz.
Pero no hay manera de hacer ese trato; su destino está en sus propias manos, literal y figuradamente. Deberá actuar cuando llegue el momento de hacerlo. Tiene un plan. Está dispuesta a afrontar el riesgo, el dolor, la sangre.
El demente regresa. Se ha puesto un chaquetón gris y un par de guantes finos y flexibles.
Ella está sentada en el suelo, pero se pone de pie cuando él se le acerca.
Rompiendo las normas básicas de comportamiento, se acerca tanto a Holly como si estuviese a punto de tomarla entre sus brazos para sacarla a bailar.
—En la casa de Duvijio y Eloisa Pacheco, en Río Lucio, hay dos sillas rojas de madera en la sala de estar. Son sillas con respaldos de varillas, rematados por una pieza tallada.
Coloca su mano derecha en el hombro izquierdo de Holly, y ella se alegra de que esté enguantada.
—Sobre una silla roja —continúa él—, hay una imagen de cerámica barata de san Antonio. En la otra hay una de un niño vestido como para ir a la iglesia.
—¿Quién es el niño?
—La imagen representa al hijo del matrimonio, también llamado Antonio, que murió a los seis años, atropellado por un conductor borracho. Eso fue hace cincuenta años, cuando Duvijio y Eloisa tenían veintitantos.
Ella, que aún no es madre, pero espera serlo, no logra imaginar el dolor de tal pérdida, su repentino horror.
—Un santuario —murmura la mujer.
—Sí, un santuario de sillas rojas. Desde hace cincuenta años nadie se sienta en esas sillas. Son para las dos imágenes.
—Los dos Antonios —corrige ella.
Tal vez él no se dé cuenta de que es una corrección.
—Imagínate —dice él— el dolor y la esperanza y el amor y la desesperación que han sido volcados sobre esas imágenes. Medio siglo de intensa concentración ha imbuido esos objetos de un poder tremendo.
Ella recuerda a la niña del vestido adornado de puntillas, sepultada con la medalla de san Cristóbal y la figurilla de Cenicienta.
—Iré un día a casa de Duvijio y Eloisa, cuando ellos no estén, y me llevaré la imagen del niño.
Este hombre es muchas cosas, entre ellas, un cruel usurpador de la fe, la esperanza y los preciados recuerdos de los demás.
—No me interesa el otro Antonio, el santo, pero el niño es un tótem con potencial mágico. Llevaré la imagen a Española…
—Donde tu vida volverá a cambiar.
—Profundamente —dice él—. Y quizás no sólo la mía.
Ella cierra los ojos y susurra.
—Sillas rojas. —Hace como si se estuviese representando la escena.
Esto parece suficiente como para mantenerlo a raya por ahora, pues, al cabo de un silencio, le da noticias.
—Mitch estará aquí en algo menos de veinte minutos.
El corazón se le acelera al oírlo, pero el miedo se mezcla con la esperanza y no abre los ojos.
—Iré a esperar su llegada. Traerá el dinero a esta habitación. Entonces, llegará el momento de decidir.
—En Española, ¿hay una mujer que tiene dos perros blancos?
—¿Eso es lo que ves?
—Perros que parecen fundirse con la nieve.
—No lo sé. Pero si los ves, estoy seguro de que es porque allí están.
—Me veo riendo junto a ella, y a los perros, tan blancos… —Abre los ojos y lo mira a la cara—. Será mejor que vayas a esperarlo.
—Veinte minutos —promete él, y sale de la cocina.
Holly se queda muy inmóvil durante un momento, asombrada de sí misma.
Perros blancos. ¿De dónde sacó eso? Perros blancos y una mujer que ríe.
La credulidad de él casi la hace reír, pero el hecho de que se haya metido lo suficiente en su cabeza como para saber qué imaginería lo afecta no tiene nada de gracioso. Que sea capaz de navegar por ese mundo de demencia no le parece del todo admirable.
Los escalofríos la embargan y se sienta. Tiene las manos frías y un estremecimiento recorre sus entrañas.
Mete la mano bajo el jersey, entre los pechos, y saca el clavo del sujetador.
Es puntiagudo, pero quisiera que lo fuese más. No tiene forma de afilarlo.
Con la cabeza del clavo, raspa fatigosamente el revoque, hasta acumular un pequeño montón de yeso pulverizado.
Llegó el momento.
Cuando Holly era pequeña, hubo un período en que le temía a la hueste de monstruos nocturnos que engendraba su viva imaginación. Vivían en su armario, en la ventana, bajo la cama.
Su abuela, la buena Dorothy, le enseñó un poema que, según le dijo, repelía a cualquier monstruo. Desintegraba a los del armario, pulverizaba a los de debajo de la cama, enviaba a los de las ventanas de regreso a las ciénagas y cuevas donde habitaban.
Años después, Holly se enteró de que este poema, que la hizo olvidar su temor a los monstruos, se titula «La plegaria de un soldado». Lo escribió un soldado británico, en un trozo de papel que fue hallado en una trinchera en Túnez, después de la batalla de El Agheila.
Quedamente, pero en voz alta, lo recita:
Acompáñame, Dios.
La noche es fría.
La noche es larga; mi pequeña chispa de valor se apaga.
La noche es oscura.
Acompáñame, Dios, y dame fuerzas.
Entonces titubea, pero sólo un instante.
Había llegado el momento.