Capítulo 62

De cara al viento, que le ofrecía resistencia, Mitch apretó el paso. Una ráfaga de aire hizo salir un enjambre de abejas que anidaban en un tronco, y escapó por milagro de sus picaduras.

Sin perderlo de vista, la decidida mujer del Lexus se mantenía a suficiente distancia como para girar ciento ochenta grados y eludirlo si él, cambiando de dirección, se echaba a correr hacia ella. Emprendió una carrera y ella aceleró para mantenerse a la misma distancia.

Era evidente que su intención era tenerlo localizado hasta que llegara la policía. Mitch admiró sus agallas, aunque sentía deseos de dispararle a los neumáticos.

Los policías no tardarían en llegar. Como habían encontrado su Honda, sabrían que estaba en las inmediaciones. Que alguien hubiese intentado robar un Lexus a pocas calles de la armería los alertaría.

La bocina bramó una y otra vez, y siguió bramando en forma implacable. Ella pretendía alertar a los vecinos de que había un delincuente suelto. La desesperada urgencia de los bocinazos sugería que quien andaba suelto por la calle era Osama bin Laden.

Saliendo de la acera, Mitch cruzó un terreno, abrió un portillo y se apresuró a dirigirse al patio trasero, rogando por no encontrarse con un pit bull. Sin duda, la mayor parte de los perros de esa raza son tan inofensivos como monjas, pero, viendo cómo le iban saliendo las cosas, era de suponer que se encontraría con un perro endemoniado.

El patio trasero era pequeño y estaba rodeado de una valla de cedro de puntas aguzadas. No vio portillo alguno. Atándose el extremo retorcido de la bolsa al cinturón, trepó a una acacia y, aprovechando una de sus ramas, que cruzaba sobre el vallado, se dejó caer al otro lado. Fue a dar a un callejón.

La policía esperaría que buscara esas callejuelas de servicio, de modo que no podía meterse ahí.

Cruzó un terreno baldío, sombreado por las indolentes ramas de pimenteros californianos que llevaban mucho tiempo sin ser podados. Se agitaban en círculo, como las enaguas de unas danzarinas del siglo XVIII.

Cuando cruzaba la siguiente calle por mitad de la manzana, un coche de policía pasó por la intersección con rumbo este y a toda velocidad. El chillido de sus frenos le dijo que había sido detectado.

Cruzó un patio, sorteó una valla, cruzó un callejón, pasó por un portillo, atravesó otro patio, cruzó otra calle. Ahora iba a toda prisa y la bolsa de plástico le golpeaba la pierna. Le preocupaba que pudiera abrirse, derramando fajos de billetes de cien dólares.

El final de la última línea de casas daba a una cañada de unos sesenta metros de profundidad y noventa de ancho. Trepó y sorteó una verja de hierro forjado, y se encontró en lo alto de una empinada cuesta de tierra suelta y erosionada. La gravedad y la tierra, que se deslizaba bajo sus pies, lo hicieron descender.

Como un surfero que persiguiera la gloria en la cresta traicionera de una gigantesca ola monolítica, trató de mantenerse erguido, pero la tierra arenosa no se prestaba a ello como el mar.

Perdió pie y se deslizó sentado los últimos diez metros, alzando una estela de polvo blanco, antes de que lo detuviera un inesperado muro de hierba alta y matojos todavía más altos.

Se detuvo bajo un dosel de ramas. Desde lo alto, se veía que el fondo de la cañada estaba lleno de follaje, pero no que se trataba de árboles grandes. Y ahora, además de los arbustos y matas que esperaba, se encontró en un frondoso bosque.

Había castaños de California, enguirnaldados de fragantes flores blancas. Puntiagudos palmitos crecían con fuerza junto a laureles californianos y mirobálanos de negro fruto. Muchos de los árboles eran nudosos, retorcidos y agrestes, ejemplares poco corrientes, como si sus raíces absorbieran nutrientes mutantes del suelo urbano, pero había plantas del Japón y eucaliptos nivales de Tasmania que él habría empleado de buena gana para algún exigente trabajo de paisajismo.

Unas pocas ratas se escabulleron a su llegada y una víbora se escurrió entre las sombras. Quizás fuese una cascabel. No estaba seguro.

Mientras se mantuviera al amparo de los árboles, nadie podría verlo desde lo alto de la cañada. Ya no había peligro de que lo capturaran de inmediato.

Las ramas de distintos árboles que se entrelazaban eran tan numerosas que ni siquiera el furioso viento permitía el paso del sol entre ellas. La luz era verde y acuosa. Las sombras temblaban y se mecían como anémonas marinas.

Un arroyuelo corría por el punto más bajo de la cañada, lo que no era sorprendente, pues la estación lluviosa había concluido recientemente. Era posible que aquí la capa freática estuviese tan cerca de la superficie que bastara un pequeño pozo artesiano para que fluyera todo el año.

Se desató la bolsa del cinturón y la examinó. Tenía tres rotos y un desgarrón de unos tres centímetros, pero no parecía haberse caído nada.

Mitch improvisó un nudo en la boca de la bolsa y la sujetó apretada contra el cuerpo, bajo el brazo izquierdo.

Según recordaba de lo que había visto desde lo alto, la cañada se hacía más angosta y subía marcadamente hacia el oeste. El gorgoteante arroyo bajaba despacio desde esa dirección y, apretando el paso, siguió su curso.

Una rezumante alfombra de hojas muertas amortiguaba sus pasos. Un placentero aroma a tierra mojada, hojas húmedas y setas le daba densidad al aire.

Aunque Orange Canyon tiene más de tres millones de habitantes, el fondo de aquella vaguada parecía tan remoto que podría haberse encontrado a kilómetros de toda civilización. Hasta que oyó el helicóptero.

Lo sorprendió que hubiesen salido a volar con tanto viento.

A juzgar por el sonido, el helicóptero cruzó la cañada directamente por encima de Mitch. Se dirigió al norte y voló en círculos sobre el vecindario por donde Mitch había huido. El ruido crecía, disminuía, volvía a crecer.

Lo buscaban desde el aire, pero en el lugar equivocado. No sabían que había bajado a la vaguada.

Siguió moviéndose, pero se detuvo y lanzó una sofocada exclamación de sorpresa cuando sonó el teléfono de Anson. Se lo sacó del bolsillo, aliviado por no haberlo perdido o dañado.

—Habla Mitch.

Jimmy Null dijo:

—¿Estás esperanzado?

—Sí. Déjame hablar con Holly.

—Esta vez, no. La verás pronto. Nuestro encuentro pasa de las tres a las dos.

—No puedes hacer eso.

—Acabo de hacerlo.

—¿Qué hora es?

—Las 13.30 —dijo Jimmy Null.

—No, no. Me será imposible llegar a las dos.

—¿Por qué no? La casa de Anson está a pocos minutos de la casa Turnbridge.

—No estoy en casa de Anson.

—¿Dónde estás, qué haces? —preguntó Null.

Parado sobre las hojas mojadas, Mitch respondió.

—Dando vueltas con el coche, haciendo tiempo.

—Eso es una estupidez. Tendrías que haberte quedado en casa de Anson, listo para el encuentro.

—Digamos que a las 14.30. Tengo el dinero aquí. Un millón cuatrocientos mil. Lo tengo conmigo.

—Te voy a decir algo.

Mitch calló y cuando vio que Null no hablaba le dijo:

—¿Qué? ¿Decirme qué?

—Es sobre el dinero. Te voy a decir algo acerca del dinero.

—Muy bien.

—Yo no vivo para el dinero. Tengo algo de dinero. Hay cosas que para mí significan más que el dinero.

Algo andaba mal. Mitch lo había percibido la última vez que habló con Holly, cuando notó su tono forzado, cuando no le dijo que lo amaba.

—Mira, he llegado muy lejos, ambos hemos llegado muy lejos, lo correcto es que terminemos.

—A las dos —dijo Null—. Ése es el nuevo horario. Si no estás donde debes a las dos en punto, todo terminó. No habrá una segunda oportunidad.

—De acuerdo.

—A las dos.

—De acuerdo.

Jimmy Null cortó.

Mitch corrió.