Capítulo 61

Bajo la sombra estremecida de los podocarpos que el viento sacudía, Mitch atisbaba por las ventanillas de los coches aparcados. Al fin, se puso a probar las puertas, para ver si había alguna abierta. Cuando estaban sin llave, las abría y metía medio cuerpo dentro.

Si las llaves no estaban puestas, miraba guanteras, asientos, salpicaderos. Todo. Su busca fue infructuosa, y una y otra vez acabó por cerrar la puerta de los coches y seguir su camino.

Su osadía, nacida de la desesperación, lo sorprendía. Pero dado que un coche policial podía doblar una esquina de un momento a otro, la cautela era más peligrosa que la audacia.

Esperaba que los habitantes de ese barrio no fuesen gentes con un alto sentido de la convivencia comunitaria y activistas, que no les hubiera dado por ejercer la vigilancia vecinal. Si lo fueran, su instructor policial los habría aleccionado para que estuvieran atentos a los sospechosos, de los que él era un ejemplo perfecto, y a informar inmediatamente de su presencia.

Para tratarse de la apacible California del Sur, de Newport Beach, con sus bajas tasas de delincuencia, el porcentaje de personas que cerraba con llave su coche aparcado era deprimentemente alto. Que fueran tan paranoicos comenzó a impacientarlo.

Cuando ya llevaba recorridas dos calles, vio, por delante de él, un Lexus aparcado en el sendero de entrada a una casa. Tenía el motor en marcha y la puerta del lado del conductor abierta. No había nadie al volante.

La puerta del garaje también estaba abierta. Se aproximó al vehículo con cautela y vio que tampoco había nadie en el garaje. El conductor debía de haber entrado a la casa a buscar algo que se había olvidado.

En pocos minutos, informaría del robo del Lexus, pero la policía no se pondría a buscarlo de inmediato. Habría un protocolo reglamentario para informar del robo de un coche; un protocolo era parte de un sistema, un sistema era cosa de burócratas y la razón de ser de la burocracia es la demora.

Tal vez le quedaran un par de horas antes de que la matrícula del coche estuviese en alguna lista de vehículos buscados. Con dos horas le bastaba.

El coche estaba frente a la calle, de modo que se sentó al volante, dejó la bolsa en el asiento del acompañante, cerró la puerta y enseguida emprendió la marcha por el sendero y dobló a la derecha, alejándose de la avenida y de la armería.

Al llegar a la esquina, ignoró la señal de stop y giró a la derecha una vez más. Llevaba recorrido un tercio de calle cuando una leve voz temblorosa habló desde el asiento trasero.

—¿Cómo te llamas, cariño?

Había un anciano acurrucado en un rincón. Llevaba gafas con cristales como culos de botella y audífono. La cintura de los pantalones le llegaba hasta debajo del pecho. Parecía tener cien años. El tiempo había encogido cada parte de su cuerpo, aunque no en forma proporcionada.

—Oh, eres Debbie —dijo el anciano—. ¿Dónde vamos, Debbie?

El delito conduce a cometer más delitos, y aquí estaba el fruto del delito: la ruina asegurada. Ahora, Mitch se había convertido en un secuestrador.

—¿Vamos a comprar pasteles? —preguntó el anciano con una nota de esperanza en su voz temblorosa.

Quizás padeciese un principio de Alzheimer.

—Sí —dijo Mitch—, vamos a comprar pasteles. —Y volvió a doblar a la derecha en la siguiente esquina.

—Me gustan los pasteles.

—A todos nos gustan los pasteles —asintió Mitch.

Si el corazón no le hubiera latido con tanta fuerza como para hacerle daño, si la vida de su esposa no dependiera de que él se mantuviese en libertad, si no esperase toparse con la policía a cada paso, si no supusiera que dispararían primero y discutirían los puntos más sutiles de sus derechos civiles después, quizás la situación le hubiese hecho gracia. Pero no era divertido. Era surrealista.

—No eres Debbie —dijo el anciano—. Yo soy Norman, pero tú no eres Debbie.

—Tienes razón. No soy Debbie.

—¿Quién eres?

—Sólo un tipo que cometió una equivocación.

Norman se quedó pensando hasta que Mitch dobló a la derecha por tercera vez; entonces habló de nuevo.

—Me vas a hacer daño. Eso es lo que harás.

El miedo de la voz del viejo daba pena.

—No, no. Nadie va a hacerte daño.

—Vas a lastimarme. Eres un mal hombre.

—No, sólo cometí un error. Te llevo de regreso a casa —le aseguró Mitch.

—¿Dónde estamos? Esto no es mi casa. No estamos cerca de mi casa.

La voz, apenas perceptible hasta ese momento, ganó volumen y estridencia de repente.

—¡Eres un hijo de puta malo!

—No te excites. Por favor. —A Mitch, el anciano le dio lástima. Se sentía responsable de él—. Ya casi llegamos. Estarás en casa en un minuto.

—¡Eres un hijo de puta malo! ¡Eres un hijo de puta malo!

Al llegar a la cuarta esquina, Mitch dobló a la derecha, entrando a la calle donde había robado el coche.

—¡Eres un hijo de puta malo!

Norman había encontrado un bramido juvenil en las secas profundidades de su cuerpo estragado por el tiempo.

—¡Eres un hijo de puta malo!

—Por favor, Norman. Te va a dar un ataque al corazón.

Tenía la esperanza de aparcar el coche en el camino de entrada, dejándolo donde lo había encontrado, sin que nadie se enterara de que se lo había llevado. Pero una mujer había salido de la casa y estaba en la acera. Lo vio cuando daba la vuelta a la esquina.

Parecía aterrorizada. Debía de creer que Norman se había puesto al volante.

—¡Eres un hijo de puta malo, un hijo de puta malo, malo!

Mitch se detuvo frente a la mujer, pisó el freno, cogió la bolsa de basura y salió, dejando la puerta abierta.

La mujer, de cuarenta y tantos años y un poco regordeta, era atractiva. Llevaba un peinado al estilo de Rod Stewart, cuidadosamente adornado con mechas rubias en algún salón de belleza. Vestía un traje elegante y llevaba tacones demasiado altos como para ir a comprar pasteles.

—¿Eres Debbie? —preguntó Mitch.

Desconcertada, respondió.

—¿Si soy Debbie?

Quizás no existiera ninguna Debbie.

Norman seguía chillando en el coche y Mitch se disculpó.

—Lo siento. Fue un error.

Se alejó andando, dirigiéndose a la primera de las cuatro esquinas donde había doblado con el coche, y la oyó decir:

—¿Abuelo? ¿Estás bien, abuelo?

Cuando llegó a la señal de stop, se volvió y vio a la mujer asomándose al interior del automóvil, tranquilizando al anciano.

Mitch dio la vuelta a la esquina y se apresuró a salir de la línea de visión de la mujer. No corría, andaba a buen paso.

Al cabo de una calle, cuando se disponía a doblar otra esquina, una bocina bramó detrás de él. Al volante del Lexus, la mujer lo perseguía.

La veía a través del parabrisas; una mano sobre el volante, la otra ocupada con un teléfono móvil. No estaba llamando a su hermana a Omaha. No llamaba para enterarse de la hora. Llamaba al 911.