Capítulo 57

Cuando Holly consigue extraer el clavo del tablón, lo hace dar vueltas una y otra vez entre sus dedos lastimados, preguntándose si será tan letal como lo imaginaba cuando aún estaba incrustado en la madera.

Es recto, tiene más de siete, pero menos de diez centímetros de largo, es grueso y, sí, puede decirse que sirve de punzón. La punta no es tan afilada, como, digamos, el cruel remate de un estilete, pero aun así es bastante afilada.

Mientras el viento entona canciones llenas de violencia, ella se imagina las maneras en que podría emplear el punzón contra el monstruo. Su imaginación resulta ser tan fértil que la perturba.

Sus propias ideas no tardan en horrorizarla, de modo que cambia de tema. En lugar de imaginar cómo usar el punzón, piensa dónde podría ocultarlo. Sea cual fuere su utilidad, lo que se la dará es la sorpresa.

Aunque el punzón probablemente no se note si se lo mete en el bolsillo de los vaqueros, le preocupa no poder extraerlo deprisa si se produce una emergencia. Cuando la llevaron de su casa a este lugar, le ataron estrechamente las muñecas con un chal. Si él vuelve a hacerlo cuando se la lleve de aquí, ella no podrá separar las manos ni, por lo tanto, meter sus dedos con facilidad en ese bolsillo.

El cinturón no ofrece posibilidades, de modo que en la oscuridad, a tientas, palpa las zapatillas. No puede meter el clavo dentro de una de ellas; como mínimo, le produciría una ampolla en el pie. Tal vez pueda ocultarlo en el exterior de la zapatilla.

Afloja la zapatilla izquierda, mete con cuidado el clavo entre la lengüeta y una de las solapas y vuelve a ceñir el cordón.

Al ponerse de pie y caminar en círculo en torno a la anilla a la que está amarrada, no tarda en descubrir que el rígido clavo impide que el pie flexione al pisar. No puede evitar cierto cojeo.

Finalmente, se alza la camiseta y esconde el clavo en el sujetador. No es tan exuberante como el de las mujeres que se dedican a luchar en el barro, pero la naturaleza ha sido más que generosa con ella. Para evitar que el clavo se le deslice entre las copas, hace pasar la punta por el elástico, asegurándola.

Está armada.

Una vez completada la tarea, sus preparativos le parecen patéticos.

Inquieta, vuelve su atención a la anilla, preguntándose si podrá liberarse o, al menos, aumentar su magro arsenal.

Antes, tentando con las manos, ha llegado a la conclusión de que la anilla está soldada a una plancha de acero de un centímetro de espesor y veinte de lado. La plancha está sujeta al suelo por cuatro tornillos que deben de estar asegurados con tuercas desde abajo.

No puede decir con certeza que se trate de tornillos, pues algún material ha sido vertido en el agujero que cada uno ocupa. Al solidificarse, formó un charco duro que cubre la ranura de la cabeza de los tornillos, si es que lo son.

Desalentada, se tiende en el colchón inflable, con la cabeza en la parte alzada para hacer de almohada.

Antes ha dormido a ratos. Su agotamiento emocional se expresa en fatiga física, y sabe que podría volver a dormirse. Pero no quiere amodorrarse.

Teme que, de hacerlo, despierte cuando ya lo tenga encima.

Se queda con los ojos abiertos, aunque esta oscuridad es más honda que la que hay tras sus párpados, y escucha el viento, aunque éste no la consuela.

Al cabo de un tiempo, no sabe cuánto, despierta. La oscuridad aún es absoluta, pero sabe que no está sola. Algún sutil aroma la alerta, o tal vez la percepción intuitiva de que alguien se le acerca.

Se sienta dando un respingo, el colchón de aire gime bajo su peso, la cadena tintinea sobre la zona del suelo que se extiende entre la anilla y el grillete.

—Soy yo —le dice él en tono tranquilizador.

Holly se esfuerza por penetrar la oscuridad, porque le parece que el campo gravitatorio de la locura del hombre debería condensar la negrura en torno a él, volviéndolo más oscuro que la oscuridad misma; pero no ve nada.

—Te miraba dormida —dice—, pero después de un rato me preocupó que la luz de la linterna te pudiera despertar.

Descubrir su posición por la voz no es tan fácil como Holly había supuesto.

—Qué bueno —dice él— es estar contigo en la oscuridad.

A su derecha. A un metro de distancia. Puede estar de rodillas o de pie.

—¿Tienes miedo? —pregunta el loco.

—No —miente ella sin vacilar.

—Me decepcionaría que tuvieses miedo. Creo que estás ascendiendo hasta la plenitud de tu espíritu, y quien se eleva debe estar más allá del miedo.

Mientras habla, parece haberse movido hasta quedar detrás de ella. La joven vuelve la cabeza, escuchando con atención.

—En El Valle, en Nuevo México, una noche cayó una nevada muy fuerte.

Si no se equivoca, lo tiene a la derecha, de pie. El viento ha enmascarado los sonidos que produce al moverse.

—En El Valle, cayeron quince centímetros de nieve en cuatro horas. La luz que irradiaba la nieve volvía misterioso el paisaje…

Los cabellos se le erizan, la piel de la nuca se le estremece al pensar en la confianza con que él se mueve en esa oscuridad total. Ni siquiera el fulgor de sus ojos lo delata, como ocurriría si fuese un gato.

—Misterioso, de una manera que no se ve en ningún otro lugar del mundo. Parecen hundirse los llanos y alzarse las colinas, como si no fuesen más que campos de bruma y muros de niebla, formas y dimensiones ilusorias, reflejos de reflejos que a su vez no son más que el reflejo de un sueño.

Ahora, la suave voz suena frente a ella y Holly decide creer que él no se ha movido, que siempre estuvo ahí.

Piensa que, al haberse despertado de golpe, no puede confiar inicialmente en sus sentidos. Una oscuridad tan perfecta desplaza el sonido, desorienta.

—En el llano, era una tormenta sin viento, pero en las altas cumbres soplaban fuertes ráfagas, pues, cuando la nevada amainaba, se veía que casi todas las nubes se hacían jirones y se dispersaban en cuanto se acercaban a aquéllas. Entre las nubes que quedaban, se veía un firmamento negro, festoneado de collares de estrellas.

Ella siente el clavo entre los pechos, templado por el calor de su cuerpo, y trata de que ello la conforte.

—Al cristalero le quedaban fuegos artificiales del último 4 de Julio, y la mujer que soñaba con caballos muertos le ofreció ayudarlo a colocarlos y dispararlos.

Sus historias siempre llevan a algún lado, y Holly ha aprendido a temer sus finales.

—Había estrellas, ruedas, volcanes, girándulas, crisantemos dobles y palmeras doradas…

Su voz se ha hecho más suave y, ahora, está más cerca. Tal vez se incline sobre ella, quizás tenga el rostro a treinta centímetros del suyo.

—Estallidos rojos, verdes, azules como el zafiro y dorados iluminaron el cielo negro, y también proyectaron un reflejo colorido y difuso sobre los campos nevados, creando suaves bandas de colores sobre la nieve.

Mientras el asesino habla en la oscuridad, Holly siente que está a punto de besarla. ¿Cómo reaccionará cuando ella, inevitablemente, se aparte, asqueada?

—La nevada se terminaba. Unos pocos copos tardíos, del tamaño de dólares de plata, descendían describiendo amplios círculos. Los colores también se reflejaban en ellos.

Ella se inclina hacia atrás y ladea la cabeza en temerosa anticipación del beso. Entonces, piensa que tal vez él no quiera besarla en los labios sino en la nuca.

—Los copos, centelleantes de fuego rojo, azul y dorado, van cayendo lentamente, reluciendo, como si algo mágico ardiera en lo alto de la noche, como si cayeran ascuas brillantes como joyas de un palacio glorioso que se incendia al otro lado del firmamento.

Se detiene. Es evidente que espera una respuesta.

Holly se la da.

—Suena tan magnífico, tan hermoso. Me hubiera gustado estar allí.

—A mí me hubiera gustado que estuvieses allí —asiente él.

Dándose cuenta de que quizás él tome sus palabras como una invitación, Holly se apresura a seguir hablando.

—Tiene que haber algo más. ¿Qué más ocurrió en El Valle esa noche? Cuéntame más.

—La mujer que soñaba con caballos muertos tenía una amiga que decía ser una condesa de algún país de la Europa oriental. ¿Conociste alguna vez a una condesa?

—No.

—La condesa tenía un problema de depresión. Lo combatía tomando éxtasis. Tomó demasiado éxtasis y entró a ese campo nevado que los fuegos de artificio transfiguraban. Sintió más felicidad que nunca en su vida y se mató.

Otra pausa que requiere una respuesta, y Holly no se atreve a hacer más que un escueto comentario.

—Qué triste.

—Ya sabía que lo entenderías. Triste, sí. Triste y estúpido. El Valle es una puerta que da entrada a un viaje de grandes cambios. Esa noche, en ese momento en particular, la trascendencia se ofreció a todos los presentes. Pero siempre están los que no pueden ver.

—La condesa.

—Sí, la condesa.

Una presión invisible parecía condensar la oscuridad, haciéndola cada vez más negra.

Siente su aliento cálido sobre la frente, los ojos. No tiene olor. Enseguida desaparece.

Tal vez lo que haya sentido no fuera su aliento, sino una corriente de aire.

Quiere creer que sólo fue una corriente de aire y piensa en cosas limpias, como su marido, su bebé, la luz del sol.

—¿Crees en las señales, Holly Rafferty? —dice él, de repente.

—Sí.

—Presagios. Portentos. Augurios. Búhos augures, formas en las nubes, gatos negros, espejos rotos, luces misteriosas en el cielo. ¿Alguna vez viste una señal, Holly Rafferty?

—Creo que no.

—¿Crees que alguna vez lo harás?

Sabe lo que quiere oír y se apresura a decirlo.

—Sí. Así lo espero.

Presiente un aliento tibio sobre la mejilla izquierda, después, en los labios.

Si no es su imaginación y se trata de él, y, en su fuero íntimo, sabe que es él, nada lo diferencia de la oscuridad, aunque sólo unos centímetros los separan.

La oscuridad de la habitación invoca oscuridad en su mente. Se lo imagina hincado frente a ella, desnudo, con el pálido cuerpo cubierto de símbolos arcanos pintados con la sangre de los que mató.

Pugnando por evitar que el miedo que la invade se oiga en su voz, vuelve a hablar, a ganar tiempo.

—Tú viste muchas señales, ¿verdad?

El aliento, el aliento, el aliento sobre sus labios. Pero no llega el beso y, enseguida, tampoco el aliento, porque él se retira.

—Muchas. Tengo una sensibilidad especial para verlas.

—Por favor, cuéntame alguna.

Él calla. Su silencio es un peso afilado y sibilino, una espada que pende sobre ella.

Tal vez ha comenzado a preguntarse si la mujer no estará hablando para eludir el beso.

De ser posible, ella debe evitar ofenderlo. Salir de ese lugar sin desengañarlo de la extraña, oscura, fantasía romántica que parece poseerlo es tan importante como salir de allí sin ser violada.

El hombre parece creer que, al fin y al cabo, ella decidirá que quiere ir con él a Guadalupita, Nuevo México, y que allí «se quedará atónita». Mientras siga empecinado en esa creencia, que Holly ha procurado reforzar con tanta sutileza, tratando de no despertar sus sospechas, quizás pueda sacarle ventaja de alguna manera cuando se haga necesario, en el momento en que la crisis llegue al punto máximo.

Cuando su silencio comienza a parecerle a Holly amenazadoramente prolongado, el asesino habla al fin.

—Esto ocurrió cuando, ese año, el verano se convertía en otoño. Todos decían que las aves se habían marchado al sur antes de lo acostumbrado y se avistaban lobos en lugares donde no los había habido durante una década.

Sentada en la oscuridad, muy erguida, Holly mantiene los brazos cruzados sobre el pecho. Está en guardia.

—El cielo tenía un aspecto hueco. Parecía que se podía quebrar si le tirabas una piedra. ¿Alguna vez estuviste en Eagle Nest, en Nuevo México?

—No.

—Saliendo de allí, yo conducía hacia el sur, por un camino asfaltado, de dos carriles, por lo menos treinta kilómetros al este de Taos. Había dos muchachas haciendo autostop en esta carretera, dirección norte.

En el techo, el viento encuentra otra oquedad y modula una nueva voz. Ahora imita el escalofriante aullido de los coyotes cuando salen de cacería.

—Tenían edad como para ir a la universidad, pero no eran estudiantes. Se notaba que iban en busca de algo, que confiaban en sus buenas botas de excursión, en sus mochilas y bastones y en toda su experiencia.

Se detiene, para aumentar el interés o, tal vez, saboreando el recuerdo.

—Vi la señal y supe enseguida de qué se trataba. Era un zopilote, que, con las alas completamente extendidas, inmóviles, planeaba sobre sus cabezas. Sin esforzarse, aprovechaba las corrientes de aire e iba exactamente a la misma velocidad a la que avanzaban las muchachas.

Ella lamenta haberlo alentado a embarcarse en esta historia. Cierra los ojos para no ver las imágenes que teme que él vaya a describir.

—A sólo dos metros por encima de sus cabezas y apenas un metro por detrás de ellas, el ave planeaba, pero ellas no lo notaban. Ellas ni lo veían, pero yo sabía lo que significaba.

Holly tiene demasiado miedo a la oscuridad que la rodea como para mantener los ojos cerrados. Los abre, aunque no ve nada.

—¿Sabes qué significaba esa ave, Holly Rafferty?

—La muerte —dice ella.

—Sí, exacto. Sí, te estás elevando hasta la plenitud de tu espíritu. Vi el ave y me di cuenta de que la muerte se cernía sobre las muchachas, que ya no les quedaba mucho tiempo en este mundo.

—Y… ¿les quedaba?

—Ese año, el invierno llegó pronto. Hubo muchas nevadas sucesivas y el frío era muy intenso. El deshielo de primavera se extendió hasta el verano y, cuando la nieve se fundió, a final de junio, sus cuerpos aparecieron, tirados en un campo cerca de Arroyo Hondo, al otro lado de Wheeler Peak, que es el lugar donde las vi en la carretera. Reconocí las fotos del periódico.

Holly reza en silencio por las familias de las muchachas desconocidas.

—Quién sabe qué les ocurrió —continúa él—. Estaban desnudas, así que podemos imaginar en parte lo que habrán soportado; pero, aunque a nosotros nos pueda parecer que se trató de una muerte horrible, trágica también, por lo jóvenes que eran, siempre hay posibilidad de iluminación, incluso en la peor de las situaciones. Si vamos en busca de algo, aprendemos de todo y crecemos. Tal vez toda muerte entrañe momentos de belleza iluminadora y la posibilidad de trascender.

Enciende la linterna. Está sentado en el suelo, directamente frente a ella y con las piernas cruzadas.

Si la luz la hubiese sorprendido cuando comenzó esa conversación, quizás hubiera dado un respingo. Ahora no se sorprende con tanta facilidad y, además, la luz la alivia tanto que sería poco probable que se asustara al verla.

Él lleva las gafas-máscara de esquí que sólo permiten ver sus labios despellejados y sus ojos de color azul berilo. No está desnudo, ni pintado con la sangre de los que mató.

—Llegó la hora de partir —dice él—. Pagarán un millón cuatrocientos mil dólares por tu rescate. Cuando tenga el dinero en mi poder, habrá llegado el momento de tomar una decisión.

La cifra la deja azorada. Tal vez se trate de una mentira.

Holly ha perdido toda noción del tiempo, pero aun así queda confundida y asombrada por las palabras de él.

—¿Ya es… la medianoche del miércoles?

Él sonríe bajo su máscara.

—Faltan unos minutos para la una de la tarde del martes —informa—. Tu persuasivo marido ha convencido a su hermano de que ponga el dinero antes de lo que hubiera parecido posible. Todo esto se ha desarrollado con tanta fluidez, que es obvio que lo que lo impulsa son las ruedas del destino.

Se pone de pie y le indica con un ademán que ella también lo haga. Holly obedece.

Como antes, le ata las manos a la espalda con un chal de seda azul.

Volviendo a ponerse frente a ella, le aparta el cabello de la frente con gesto tierno. Mientras sus manos, tan frías como pálidas, están así atareadas, no deja de mirarla a los ojos con expresión de romántico desafío.

Ella no osa desviar la mirada. Sólo cierra los ojos cuando él se los venda con gruesas gasas, humedecidas para que se adhieran. Las ciñe con otro trozo de seda, al que le da tres vueltas antes de atarlo por la parte posterior de su cabeza.

Sus manos le rozan el tobillo derecho cuando abre el grillete, librándola de la cadena y la anilla.

Enfoca la linterna sobre la venda, y ella apenas ve la luz a través de la gasa y la seda. Evidentemente satisfecho con su obra, baja la linterna.

—Cuando lleguemos al lugar en que se pagará el rescate —promete—, te quitaré las ataduras. Sólo son para el trayecto.

Como él no es el que la golpeó y le tiró del cabello para hacerla gritar, ella es convincente cuando dice.

—Nunca fuiste cruel conmigo.

Él la estudia en silencio. Así lo supone ella, pues se siente desnudada, despojada por su mirada.

Otra vez el viento, la oscuridad, la odiosa incertidumbre que hace que el corazón le dé saltos como un conejo que se estrella contra las paredes de alambre de una jaula.

Holly siente que el aliento de él le roza apenas los labios, y lo soporta.

Tras respirar cuatro veces sobre ella, el tipo susurra.

—Por la noche, en Guadalupita, el cielo es tan vasto que la luna parece haberse encogido, empequeñecido, y las estrellas que se ven de horizonte a horizonte son más que todas las muertes de la historia del mundo. Ahora, debemos marcharnos.

Toma a Holly del brazo y ella no rechaza ese repulsivo contacto, sino que cruza la habitación con él hasta que llegan a una puerta abierta.

Otra vez los peldaños, lo que la lleva al día anterior. Él la guía pacientemente en su descenso, pero como ella no puede agarrarse al pasamanos, va dando cada paso a tientas.

Del desván al primer piso, de ahí a la planta baja y luego al garaje, el loco la va guiando.

—Ahora, un rellano. Muy bien. Baja la cabeza. Ahora, a la izquierda. Cuidado aquí. Y ahora, un umbral.

En el garaje, lo oye abrir la puerta de un vehículo.

—Ésta es la furgoneta en que llegaste aquí —dice, ayudándola a entrar por la parte trasera, al lugar destinado a la carga. El suelo alfombrado sigue oliendo muy mal—. Túmbate de lado.

Sale, cerrando la puerta tras de sí. El característico sonido metálico de una llave en la cerradura elimina toda idea de que pueda escapar en algún momento del trayecto.

La puerta del lado del conductor se abre y él se sienta al volante.

—Es una furgoneta de dos asientos. No hay separación entre ellos y la parte para la carga. Por eso me oyes con tanta claridad. ¿Me escuchas bien?

—Sí.

Él cierra la puerta.

—Puedo girarme en el asiento y verte. Cuando vinimos, contigo iban dos hombres, para asegurarse de que te comportaras como es debido. Ahora, estoy solo. Así que… si en algún punto del camino debo detenerme en un semáforo en rojo y crees que si gritas alguien te oirá, deberé tratarte con más dureza de lo que quisiera.

—No gritaré.

—Bien. Pero de todas formas te explicaré algo. En el asiento del acompañante, junto a mí, hay una pistola con silenciador. Si te pones a gritar, la cogeré, me volveré en el asiento y te mataré. Estés viva o muerta, recogeré la recompensa. ¿Te haces cargo?

—Sí.

—Eso sonó frío, ¿no? —pregunta él.

—Entiendo tu situación.

—Dime la verdad. Sonó frío.

—Sí.

—Piensa que podría haberte amordazado, pero no lo hice. Podría haberte metido una pelota de goma en esa bonita boca antes de sellarte los labios con cinta adhesiva. ¿Acaso no me hubiera sido fácil?

—Sí.

—Y, entonces, ¿por qué no lo hice?

—Porque sabes que puedes confiar en mí.

—No es que sepa, es que espero poder confiar en ti. Y no te amordacé, Holly, porque soy hombre de esperanza y vivo cada hora de esta vida con esperanza. Una mordaza del tipo que acabo de describir es eficaz, pero extremadamente desagradable. No quiero que ocurra nada así de desagradable entre nosotros por si… Mejor dicho, con la esperanza de que vayamos a Guadalupita.

La mente de ella tiene más facilidad para el engaño de lo que hubiera creído posible hace sólo un día.

Con una voz que no suena para nada seductora, sino solemne y respetuosa, le recita los detalles que demuestran que él realmente la tiene hechizada.

—Guadalupita, Rodarte, Río Lucio, Penasco, donde tu vida cambió, y Chamisal, donde también cambió. Vallecito, Las Trampas y Española, donde tu vida volverá a cambiar.

Él calla durante un momento. Después habla.

—Lamento la incomodidad, Holly. Pronto terminará y vendrá la trascendencia, si así lo quieres.