Capítulo 56

Mitch no estaba herido, pero recordó que John Knox se había disparado a sí mismo al caer del altillo del garaje y se agachó junto al detective, preocupado.

En el suelo, junto a Taggart, estaba su pistola. Mitch la apartó, poniéndola fuera de su alcance.

Taggart se estremecía como si sintiese un frío que le llegara hasta el tuétano. Sus manos arañaban las baldosas y burbujas de saliva le bullían en los labios.

Una cinta de humo tenue, delgada y olorosa se elevaba desde la chaqueta deportiva de Taggart. La bala la había atravesado, abriendo un ardiente agujero en ella.

Mitch le abrió la chaqueta, buscando una herida. No había ninguna.

El alivio que experimentó no lo alegró demasiado. Seguía siendo culpable de atacar a un agente de policía.

Era la primera vez que le hacía daño a un inocente. Descubrió que el remordimiento tiene sabor; un amargor le subió por la garganta.

El detective manoteaba el brazo a Mitch, pero no podía cerrar la mano para apresarlo. Procuró decir algo, pero debía de tener la garganta paralizada, los labios entumecidos.

Mitch no quería darle una segunda descarga con el Taser. Dijo «lo siento» y puso manos a la obra.

La llave del coche había desaparecido en la chaqueta de Taggart. Mitch la encontró en el segundo bolsillo que registró.

Desde el lavadero, Anson, tras quedarse pensando en el disparo que había oído y llegar a una conclusión sobre lo que podía significar, se puso a gritar. Mitch lo ignoró.

Tomando a Taggart de los pies, Mitch lo arrastró hasta el patio de ladrillo. Dejó la pistola del detective en la cocina.

Cuando cerraba la puerta trasera, oyó la campanilla del timbre. La policía estaba ante la puerta principal. Mitch, tomándose un momento para echar la llave a la puerta, demorando así el momento en que encontraran a Anson y sus mentiras, le dijo a Taggart:

—La amo demasiado como para confiar en nadie más en todo esto. Lo lamento.

Cruzó el patio a la carrera, frente al garaje. Pasó por el abierto portillo trasero y se encontró en el callejón que el viento barría.

Cuando vieran que nadie acudía a la puerta, los policías se dirigirían al lateral de la casa, al patio, donde encontrarían a Taggart sobre el empedrado. En segundos, estarían en el callejón.

Poniéndose al volante, arrojó el Taser al asiento del acompañante. Llave, encendido, rugido del motor.

En el compartimento de la puerta estaba la pistola de uno de los asesinos a sueldo de Campbell. Quedaban siete cartuchos en el cargador.

No tenía intención de apuntar a los policías. Lo único que podía hacer era huir como alma que lleva el diablo.

Puso rumbo al este, convencido de que un coche patrulla estaba a punto de cruzarse en la salida del callejón, deteniéndolo.

Se llama «pánico» al miedo que vuelve a las personas irracionales, sobre todo cuando lo experimentan muchas personas al mismo tiempo, un público o una turba. El miedo de Mitch sobraba para una muchedumbre, así que el pánico se apoderó de él.

Al llegar al extremo del callejón, dobló a la derecha y salió a la calle. En la siguiente intersección giró a la izquierda, retomando su rumbo este.

Esta zona de Corona del Mar, que, a su vez, es parte de Newport Beach, se llama El Village. Es una cuadrícula de calles que podía cerrarse con apenas tres puntos de control.

Debía sobrepasar esos posibles lugares de detención. Y tenía que hacerlo deprisa.

En la biblioteca de Joseph Campbell, en el maletero del Chrysler y también la segunda vez que entró a ese maletero, tuvo miedo. Pero nunca fue tan intenso como lo de ahora. Entonces temía por él mismo, ahora por Holly.

Lo peor que le podía ocurrir era que la policía lo capturara o lo matara. Había evaluado todas las posibilidades antes de escoger la que le pareció mejor. Aunque ahora no le importaba lo que le pudiera ocurrir en lo personal, sí era consciente de que, si le pasaba algo, Holly se quedaría sola.

Algunas de las calles del Village son angostas. Mitch circulaba por una de ellas. Había vehículos aparcados a uno y otro lado. A la velocidad a la que iba, corría el riesgo de arrancarle la puerta a alguno si alguien la abría de repente.

Taggart podía describir el Honda. En minutos, el departamento correspondiente les suministraría sus datos. No podía permitirse dañar el coche, pues ello lo haría aún más reconocible.

Llegó al semáforo de la carretera de la Costa Pacífica. Estaba en rojo.

Un intenso tráfico se dirigía al norte y al sur por ambos carriles de la carretera.

No podía pasar en rojo y entrar a esa corriente sin provocar una cadena de choques, en medio de la cual él mismo quedaría atrapado.

Echó un vistazo por el espejo retrovisor. Una camioneta de caja cerrada, o quizás una furgoneta modificada se aproximaba. Aún estaba a una calle de él. En el techo se veían luces como las que llevan los coches de policía.

Hileras de viejos árboles se alineaban a uno y otro lado de la calle. Las sombras moteadas y los rayos de luz, formando velos sobre el vehículo, lo hacían difícil de identificar.

Por los carriles que se dirigían al norte, pasó un coche de la policía. Se abría paso con las luces encendidas, aunque sin hacer sonar la sirena.

Por detrás del Honda, el vehículo que lo preocupaba avanzó una media manzana. Entonces, Mitch distinguió la palabra AMBULANCIA estampada en la franja superior del parabrisas. No tenían prisa. Debían de estar fuera de servicio o tal vez llevaban un muerto.

Respiró hondo. La ambulancia frenó detrás de él. Su alivio fue breve, pues enseguida se preguntó si los paramédicos no tendrían por costumbre escuchar la frecuencia policial en sus radios.

El semáforo se puso en verde. Cruzó los carriles que se dirigían al sur y, doblando a la izquierda, tomó la carretera costera con rumbo norte.

Las gotas de sudor se perseguían unas a otras por su nuca, deslizándose bajo el cuello de la camisa antes de resbalar por la espalda.

Sólo llevaba recorrida la distancia de una manzana por la carretera costera cuando una sirena sonó a sus espaldas. Esta vez, lo que vio por el espejo retrovisor fue un coche de la policía.

Sólo los idiotas se hacen perseguir por la policía. Ésta tiene recursos aéreos, además de los otros muchos de que dispone en tierra.

Derrotado, Mitch acercó el vehículo al arcén. En cuanto dejó libre el carril, el coche patrulla siguió su camino a toda velocidad.

Desde el arcén, Mitch siguió mirando hasta que el coche patrulla, tras recorrer dos manzanas, abandonó la carretera. Dobló a la izquierda, internándose en el extremo norte del Village.

Evidentemente, Taggart aún no se había recuperado lo suficiente como para darles una descripción del Honda.

Mitch respiró muy hondo. Lo volvió a hacer. Se acarició la nuca. Se secó las manos en los pantalones.

Había atacado a un oficial de policía.

Guiando el Honda entre el denso tráfico que se dirigía al norte, se preguntó si se habría vuelto loco. Se sentía decidido, temerario quizás, pero no privado de raciocinio. Claro que, desde el interior de su demencial burbuja, un lunático no reconoce la locura.