Vio el cielo límpido, la cruda luz, el viento que cortaba y, de los cables de tendido eléctrico, oyó que salía un gemido como el de un animal agonizante.
Mitch condujo al detective hasta la entrada de servicio, de madera pintada. Cuando corrió el cerrojo, el viento se lo arrebató de las manos y lo estrelló contra el muro del garaje.
Era indudable que Julian Campbell enviaría a sus hombres, pero ahora no eran una amenaza, porque no llegarían antes que la policía. Y la policía estaría allí en unos minutos.
Cuando avanzaba por el estrecho sendero peatonal de empedrado, que los protegía del impacto del viento, Mitch se topó con una colección de escarabajos muertos. Dos eran del tamaño de monedas de veinticinco centavos, uno, del diámetro de una de diez. Tenían abdómenes amarillos y rígidas patas negras. Estaban boca arriba, en equilibrio sobre sus élitros convexos, y un suave remolino de aire los hacía girar en lentos círculos.
Anson, esposado a una silla, sentado en su propia orina, sería una figura patética. Desempeñaría el papel de víctima en forma convincente, con la habilidad y la astucia de un psicópata.
Aun cuando Taggart había dado a entender que el relato de Mitch le pareció sincero, quizás se asombrara ante la dureza con que éste trató a Anson. El detective, que no había tenido ninguna relación directa con Anson y que sólo había oído una versión condensada de lo ocurrido, podía pensar que el tratamiento no sólo había sido duro, sino también, lo que era peor, cruel.
Al cruzar el patio, donde el viento volvió a acosarlo, Mitch notaba la presencia del detective a sus espaldas. Aunque estaban en terreno abierto, se sentía sofocado, aplastado por la claustrofobia.
En su mente, oía la voz de Anson: «Me contó que mató a mamá y papá. Los apuñaló con instrumentos de jardinería. Dijo que regresaría y me mataría a mí también».
Cuando llegaron a la puerta trasera, a Mitch le temblaban tanto las manos que le costó meter la llave en la cerradura.
«Mató a Holly, detective Taggart. Inventó el cuento de que la habían secuestrado y vino a pedirme dinero, pero después admitió que la había matado».
Taggart sabía que Jason Osteen no se ganaba la vida con honestidad. Sabía, por Leelee Morheim, que Jason había hecho un trabajo con Anson y que había sido estafado. Así que sabía que Anson delinquía.
Así y todo, cuando Anson contara una historia que contradijera la de Mitch, Taggart le prestaría atención. Siempre se les cuentan distintas historias a los policías. Y, sin duda, la mayor parte de las veces, la verdad estaba en algún lugar situado entre ellas.
Llegar a la verdad tomará tiempo, y el tiempo es como una rata que roe los nervios de Mitch. El tiempo es una trampa que se abre bajo los pies de Holly, el tiempo es un nudo corredizo que se le ciñe al cuello.
La llave entró en la cerradura. El pestillo se corrió con un chasquido.
Desde el umbral, Mitch encendió las luces. Enseguida vio en el suelo un largo rastro de sangre al que antes no le había dado importancia, pero que ahora lo preocupaba.
Cuando golpeó a Anson en la cabeza, le hirió en la oreja. El rastro quedó cuando lo arrastraba al lavadero.
Se había tratado de una herida menor. Pero las manchas del suelo hacían pensar en algo peor que un corte en la oreja.
Tales evidencias engañosas planteaban dudas, aguzaban suspicacias.
El tiempo, puerta trampa, nudo corredizo, rata que roe, soltó un muelle que se tensaba en el interior de Mitch. Al entrar a la cocina, se desabrochó con disimulo un botón de la camisa, metió la mano debajo de ella y sacó el Taser que llevaba metido en la cintura, contra el vientre. Lo había tomado del compartimiento de la puerta mientras se demoraba en el Honda.
—El lavadero queda por aquí —dijo Mitch, dando unos pasos más antes de volverse repentinamente, blandiendo el Taser.
El detective no lo seguía tan de cerca como Mitch suponía. Iba a dos prudentes pasos de distancia.
Algunos Taser disparan cables, que transmiten una descarga paralizante a media distancia. Otros, requieren que el extremo ofensivo del arma entre en contacto con el atacado, lo que requiere un acercamiento tan grande como el de un acuchillamiento.
Este Taser pertenecía a la segunda clase, así que Mitch debía acercarse y hacerlo deprisa.
Cuando Mitch tendió el brazo derecho, Taggart se lo bloqueó con el izquierdo. El impacto estuvo a punto de hacer que Mitch soltara el Taser.
Dando un paso atrás, el detective metió la mano derecha bajo su chaqueta deportiva, buscando, sin duda, el arma que debía de tener en una funda colgada del hombro izquierdo.
Taggart reculó hasta quedar contra una encimera. Mitch amagó con la izquierda, golpeó con la derecha. La mano de Taggart, empuñando la pistola emergió de la chaqueta. Mitch buscaba piel desnuda, no quería arriesgarse a que la tela aislara parcialmente la descarga, así que le dio al detective en la garganta.
Taggart puso los ojos en blanco y abrió la boca. Disparó un tiro antes de que le cedieran las rodillas y se desplomara.
El disparo, que sonó inusualmente fuerte, retumbó en la habitación.