Mitch recordó el aspecto que tenía el callejón durante la tarde anterior, cuando lo inundó la luz carmesí del ocaso y el gato anaranjado de ojos verde radiactivo acechaba entre las sombras, y recordó también cómo el gato había parecido transformarse en ave.
Entonces se había permitido albergar esperanzas. Su esperanza era Anson y su esperanza había resultado una gran mentira.
Ahora, el cielo, pulido por el viento, se veía duro, de un azul glacial, como si fuese un techo de hielo que tomaba su color del océano.
El gato anaranjado se había ido, el ave también. No se movía ningún ser viviente. La intensa luz era como un cuchillo de carnicero que descarnase las sombras hasta reducirlas a huesos.
—¿Dónde está su esposa? —volvió a preguntar Taggart.
El dinero estaba en el maletero del coche. El lugar y la hora del intercambio ya estaban fijados. El reloj corría, el momento se acercaba. Había llegado muy lejos, soportado mucho y ahora estaba muy cerca.
Había descubierto el Mal con eme mayúscula, pero también había llegado a ver algo que antes no percibía en el mundo, algo puro y verdadero. Veía un misterioso sentido en lo que antes sólo le parecía una máquina ecológica.
Si las cosas ocurrían por un motivo, quizás hubiese una razón que no podía pasar por alto para su encuentro con el persistente detective.
«En la riqueza y en la pobreza. En la enfermedad y en la salud. Amar, honrar, cuidar. Hasta que la muerte nos separe».
Sus votos. Los había formulado. Nadie más se había comprometido así con Holly. Sólo él. Él era el marido.
Nadie estaría tan dispuesto a matar por ella, a morir por ella. Cuidar es amar y también expresar ese amor. Cuidar es hacer todo lo que puedes por el bienestar y la felicidad de la persona que amas, apoyarla, confortarla. Protegerla.
Quizás el sentido de su encuentro con Taggart fuese advertirle de que había llegado al límite de su capacidad para proteger a Holly por su cuenta, alentarlo a que se diese cuenta de que solo ya no podía ir más lejos.
—Mitch, ¿dónde está su esposa?
—¿Qué le parezco?
—¿En qué sentido? —preguntó Taggart.
—En cualquier sentido. ¿Qué impresión le doy?
—La gente parece pensar que usted es un tipo recto.
—Pregunté qué le parezco a usted.
—No lo había conocido hasta ahora. Pero me parece que, por dentro, está hecho de muelles de acero y relojes en marcha.
—No siempre fui así.
—Nadie podría serlo. Estallaría en una semana. También me parece que usted cambió.
—Sólo me conoce desde hace un día.
—Cambió de ayer a hoy.
—No soy malo. Supongo que todos los malos dicen eso.
—No de forma tan directa.
En el cielo, tal vez lo bastante alto como para volar por encima del viento, y sin duda lo suficiente como para no proyectar su sombra sobre el callejón, un avión a reacción que el sol bañaba de plata se dirigía hacia el norte. Mitch se lo quedó mirando como si fuera algo extraño. Ahora, el mundo parecía haberse reducido a ese coche, a ese momento de peligro. Pero lo cierto era que el mundo no se había encogido y las maneras posibles de ir de un lugar a otro cualquiera eran casi infinitas.
—Antes de decirle donde está Holly, quiero que me prometa algo.
—Sólo soy un policía. No tengo autoridad para negociar reducciones de condenas.
—Así que cree que le hice daño.
—No. Sólo le estoy hablando con franqueza.
—La cuestión es que no tenemos mucho tiempo. Lo que quiero que me prometa es que, cuando haya oído el meollo del asunto, actúe deprisa y no pierda tiempo hurgando en los detalles.
—En los detalles está el meollo, Mitch.
—Cuando oiga esto, sabrá dónde está el meollo. Pero, con tan poco tiempo, no quiero que la burocracia policial arruine las cosas.
—Soy un policía solo, no una burocracia. Lo único que puedo prometerle es que haré todo lo que me sea posible.
Mitch respiró hondo.
—Holly fue secuestrada. Quieren un rescate.
Taggart se lo quedó mirando.
—¿Me he perdido algo? ¿Le piden un rescate a usted?
—Quieren dos millones de dólares o la matarán.
—Usted es jardinero.
—Créame que lo sé.
—¿De dónde iba a sacar dos millones?
—Dijeron que encontraría el modo. Le dispararon a Jason Osteen para demostrarme cómo actuaban. Creí que sólo era un tipo que paseaba un perro, que habían matado a uno que pasaba casualmente por ahí.
Los ojos del detective eran tan penetrantes que leerlos se hacía imposible. Su mirada diseccionaba.
—Jason creyó que le dispararían al perro. Así, me asustaron para que los obedeciera y, al mismo tiempo, redujeron el eventual reparto de cinco a cuatro partes.
—Continúe —dijo Taggart.
—Cuando llegué a casa y me encontré con la escenografía que montaron allí, cuando me tuvieron a su merced, me ordenaron que fuese a pedirle el dinero a mi hermano.
—¿De veras? ¿Tanto dinero tiene?
—Anson hizo no sé qué operación criminal con Jason Osteen, John Knox, Jimmy Null y otros dos cuyos nombres nunca supe.
—¿Qué operación era ésa?
—No lo sé. No fui parte de ella. No sabía que Anson estuviera metido en esa mierda. Y aunque supiera de qué se trataba, sería uno de esos detalles que usted no necesita saber.
—De acuerdo.
—Lo esencial es que… Anson los estafó a la hora del reparto y sólo se enteraron de cuál había sido el verdadero monto de lo obtenido mucho después.
—¿Por qué decidieron llevarse a su esposa? ¿Por qué no fueron directamente a por él?
—Es intocable. Es demasiado valioso para algunas personas muy importantes y muy duras. De modo que lo atacaron a través de su hermano menor. Yo. Supusieron que no querría ver cómo yo perdía a mi esposa.
Mitch creía haber hecho una declaración neutra, pero Taggart notó algo más.
—No le quiso dar el dinero.
—Peor aún. Me entregó a cierta gente.
—¿Cierta gente?
—Para que me mataran.
—¿Su hermano le hizo eso?
—Sí, mi hermano.
—¿Y por qué no lo mataron?
Mitch siguió mirándolo a los ojos. Ahora, todo había salido a la luz y no podía pretender reservarse muchos datos si quería que el otro colaborase con él.
—Algunas cosas les salieron mal.
—Por Dios, Mitch, hable.
—Entonces, regresé donde mi hermano.
—Debe de haber sido toda una reunión.
—No brindamos con champaña, pero cambió de idea respecto a lo de ayudarme.
—¿Le dio el dinero?
—Así es.
—¿Dónde está su hermano ahora?
—Vivo, pero atado. El trueque es a las tres y tengo motivos para creer que uno de los secuestradores asesinó a los otros. Jimmy Null. Él solo es quien tiene a Holly ahora.
—¿Cuánto me está ocultando?
—Casi todo lo que ahora no importa —Mitch decía la verdad.
A través del parabrisas, el detective contemplaba el callejón.
Sacó una caja cilíndrica de caramelos duros de un bolsillo de la chaqueta. Levantó el extremo del cilindro y sacó un caramelo. Sostuvo la dulce pastilla entre los dientes mientras cerraba la caja. Cuando la devolvió al bolsillo, su lengua succionó el caramelo de entre los labios. Había algo ritual en la secuencia.
—¿Y bien? —preguntó Mitch—. ¿Me cree?
—Tengo un detector de cuentos chinos más grande que mi próstata —dijo Taggart—. Y no se activó.
Mitch no sabía si sentirse aliviado o no.
Si iba a rescatar a Holly solo y ambos resultaban muertos, al menos no tendría que vivir con la mala conciencia de que la había fallado.
Pero si las autoridades le quitaban el asunto de las manos y Holly moría y él quedaba con vida, la responsabilidad sería una carga intolerable.
No tenía más remedio que reconocer que no había posibilidad alguna de que él lo controlara todo, que era inevitable que el destino fuese su socio en esto. Debía hacer lo que presintiera que estaba bien para Holly, con la esperanza de que lo que sentía terminara por ser lo que realmente estaba bien.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Mitch, el secuestro es un delito federal. Tendremos que notificarlo al FBI.
—Me dan miedo las complicaciones.
—Son buenos. Nadie tiene más experiencia en este tipo de delitos. De todos modos, como sólo quedan dos horas, no tendrán tiempo de enviar un equipo de especialistas. Probablemente quieran que, al principio, nos encarguemos nosotros.
—¿Y eso qué tal es desde mi punto de vista?
—Somos buenos. Nuestro equipo SWAT es de primera. Tenemos un experto negociador para situaciones con rehenes.
—Es mucha gente —lamentó Mitch.
—Yo estaré al mando. ¿Le parece que soy alguien que dispara por diversión?
—No.
—¿Le parece que soy un pesado con los detalles?
—Pesado como el plomo.
El detective sonrió.
—Muy bien. Recuperaremos a su esposa.
Alargó la mano y quitó la llave del coche.
Mitch se sobresaltó.
—¿Por qué hizo eso?
—No quiero que cambie de idea y, después de todo, decida ir solo. No sería lo mejor para ella, Mitch.
—Ya tomé la decisión. Necesito su ayuda. Puede confiarme las llaves.
—Dentro de un rato. Sólo estoy cuidando de usted, de usted y de Holly. Yo también tengo una esposa a la que amo, y dos hijas, ya le hablé de ellas, así que sé cómo está usted ahora mentalmente. Sé lo que siente. Confíe en mí.
Las llaves desaparecieron en un bolsillo de la chaqueta. El detective sacó un teléfono móvil de otro bolsillo.
Mientras encendía el teléfono, Taggart masticó lo que quedaba de la pastilla de caramelo. Un olor a golosina endulzó el aire.
Mitch observó al policía, que pulsaba la tecla de marcación abreviada. Una parte de él sintió que el contacto de ese dedo con ese botón no sólo había emitido una llamada, sino sellado el destino de Holly. Mientras Taggart hablaba en jerga policial con quien lo atendió y le daba la dirección de Anson, Mitch miró para ver si se veía otro avión plateado por el horizonte. El cielo estaba vacío.
Taggart cortó la comunicación y se metió el teléfono en el bolsillo.
—¿Así que su hermano está ahí, en la casa?
Mitch no podía seguir fingiendo que Anson estaba en Las Vegas.
—Sí.
—¿Dónde?
—En el lavadero.
—Vamos a hablar con él.
—¿Por qué?
—Hizo algún trabajo con Jimmy Null, ¿no?
—Sí.
—Entonces, lo conoce bien. Si queremos recuperar a Holly de las garras de Null de forma limpia y eficaz, segura y rápida, necesitamos enterarnos de tantos detalles sobre él como nos sea posible.
Cuando Taggart abrió la puerta del lado del acompañante para salir, un viento transparente irrumpió en el Honda. No llevaba polvo ni desperdicios, sino sólo la promesa del caos.
Para bien o para mal, la situación se le iba de las manos a Mitch. No creía que fuera para bien.
Taggart cerró la puerta, pero Mitch se quedó sentado al volante durante un momento más. Sus pensamientos giraban y se atropellaban; su mente, y algo más, no dejaba de funcionar. Salió al azote del viento.