Capítulo 53

El cristal amortiguó su saludo.

—Hola, señor Rafferty.

Mitch se lo quedó mirando durante mucho tiempo antes de bajar la ventanilla. Al otro no le llamaría la atención su expresión de sorpresa; sí su miedo, su conmoción.

El tibio viento agitaba la chaqueta deportiva de Taggart. Hizo ondear el cuello de su camisa hawaiana amarilla y ocre cuando acercó el rostro a la ventanilla.

—¿Puede dedicarme un momento?

—Bueno, tengo cita con el médico —respondió Mitch.

—Está bien, no lo entretendré mucho. ¿Vamos a hablar al garaje, resguardados del viento?

El cuerpo de John Knox estaba a la vista en la parte trasera del Buick. Quizás el detective de homicidios tuviese un olfato particularmente sensible a los primeros hedores de la descomposición y eso lo hiciera acercarse al viejo vehículo, o quizás se aproximaría para admirar la belleza de éste.

—Hablemos en el coche —dijo Mitch, cerrando la ventanilla mientras terminaba de salir del garaje.

Accionó el control remoto del portón y, mientras bajaba, aparcó en batería a un lado de la calzada.

Instalándose en el asiento del acompañante, Taggart habló.

—¿Ha llamado ya a un exterminador para que se ocupe de esas termitas?

—Todavía no.

—No lo postergue demasiado.

—No lo haré.

Mitch no despegaba la vista del callejón. Estaba decidido a mirar a Taggart sólo de cuando en cuando, pues recordaba el poder de penetración de los ojos del policía.

—Si lo que le preocupa son los pesticidas, hoy día existen otras soluciones.

—Lo sé. Pueden congelarlas en los muros.

—Aún mejor, hay un producto, extracto de naranja altamente concentrado, que las mata por contacto. Es totalmente natural y, además, la casa queda impregnada de un olor delicioso.

—Naranjas. Tendré que preguntar por eso.

—Me imagino que habrá estado demasiado atareado como para pensar en termitas.

Un inocente se preguntaría qué estaba sucediendo y estaría impaciente por seguir con sus actividades del día, de modo que Mitch se arriesgó a preguntar.

—¿Qué lo trae por aquí, teniente?

—Vine a ver a su hermano, pero nadie me abrió la puerta.

—Está fuera hasta mañana.

—¿Dónde fue?

—A Las Vegas.

—¿Sabe a qué hotel?

—No me lo dijo.

—¿No oyó el timbre? —preguntó Taggart.

—Debo de haber salido antes de que usted llamara. Tenía cosas que hacer en el garaje.

—¿Le cuida la casa a su hermano hasta que regrese?

—Así es. ¿De qué tiene que hablar con él?

El detective giró una pierna y se volvió de costado en su asiento, quedando enfrentado a Mitch, como si quisiera obligarlo a que lo mirara a los ojos.

—Los números de teléfono de su hermano estaban en la libreta de direcciones de Jason Osteen.

Contento de poder decir algo que fuera verdad, Mitch respondió.

—Se conocieron cuando Jason y yo vivíamos juntos.

—¿Usted no se mantuvo en contacto con Jason, pero su hermano sí?

—No lo sé. Quizás. Se llevaban bien.

Durante la noche y la mañana, todas las hojas sueltas, los desperdicios y el polvo que levantaba el viento habían volado hasta el mar. Ahora, el viento no arrastraba nada que fuera visible. Inmensas masas de aire cristalino, invisibles como la onda expansiva de una explosión, arremetían por el callejón, haciendo que el Honda se meciera.

—Jason andaba con una muchacha llamada Leelee Morheim —dijo el policía—. ¿La conoce?

—No.

—Leelee dice que Jason odiaba a su hermano. Dice que lo había estafado en algún negocio.

—¿Qué negocio?

—Leelee no lo sabe. Pero hay algo sobre Jason que está muy claro, no hacía ningún trabajo honesto.

Esta afirmación obligó a Mitch a mirar al detective a los ojos, frunciendo el ceño en un convincente gesto de desconcierto.

—¿Me está diciendo que Anson estaba metido en algo ilegal?

—¿Cree que eso es posible?

—Tiene un doctorado en lingüística y es un genio de los ordenadores.

—Conocí a un profesor de física que asesinó a su mujer y a un sacerdote que asesinó a un niño.

A la luz los últimos acontecimientos, Mitch ya no creía que el detective fuera uno de los secuestradores.

«Si le hubieses contado algo, Mitch, Holly ya estaría muerta».

También había dejado de preocuparle que los secuestradores pudieran estar vigilándolo u oyendo sus conversaciones. Podía haber un rastreador oculto en el Honda, pero tampoco eso lo preocupaba.

Si Anson tenía razón, Jimmy Null, el de la voz suave, el que se preocupaba porque Mitch se mantuviera esperanzado, había matado a sus socios. Ahora todo debía de estar a cargo de él. En estas últimas horas de la operación, Null no se ocuparía de Mitch, sino de los preparativos para el intercambio.

Ello no significaba que Mitch pudiera pedirle ayuda a Taggart. Tendría que explicar lo de John Knox, que yacía en el Woody Wagon como si éste fuese un coche fúnebre, muerto por partida triple, con el cuello roto, el esófago aplastado y un disparo en el corazón. No sería fácil convencer a ningún detective de homicidios de que Knox había perecido en una caída accidental.

Lo de Daniel y Kathy no sería más fácil de explicar que lo de Knox.

Cuando descubriesen a Anson en ese miserable estado, en el lavadero, les parecería una víctima, no un criminal. Con su talento para el engaño, sería convincente en su papel de inocente y confundiría a las autoridades.

Sólo faltaban dos horas y media para el trueque. Mitch no confiaba en que la policía, tan burocrática como todos los servicios del gobierno, pudiese confirmar en ese lapso todo lo que él le contara y hacer algo por ayudar a Holly.

Además, John Knox había muerto en una jurisdicción local, Daniel y Kathy en otra, Jason Osteen en una tercera. Competía a tres burocracias independientes.

Y como se trataba de un secuestro, era de suponer que también el FBI se ocuparía del asunto.

El terror lo invadió al pensar en que podía verse obligado a quedarse inmóvil e inerme mientras los minutos corrían y las autoridades, por bienintencionadas que fueran, se demoraban, procurando dilucidar la situación y todo lo que había llevado a ella.

—¿Cómo está la señora Rafferty? —preguntó Taggart.

Mitch sintió como si el otro llegara al fondo de su ser, como si el detective ya hubiese desatado muchos de los nudos del caso y estuviera empleando esa misma cuerda para tenderle un lazo.

Al ver la expresión azorada de Mitch, Taggart añadió:

—¿Se le pasó la migraña?

—Oh, sí. —Mitch casi no pudo ocultar el alivio que le produjo darse cuenta de que el interés de Taggart por Holly se originaba en su supuesta migraña—. Se siente mejor.

—Pero no del todo, ¿verdad? En realidad, la aspirina no es el tratamiento ideal para la migraña.

Mitch intuyó que el otro le tendía una trampa, pero no supo de qué clase, si era un cepo, un lazo, o una fosa, y tampoco supo cómo eludirla.

—Bueno, a ella le sienta bien.

—Pero ya hace dos días que no va al trabajo —dijo Taggart.

Era posible que Iggy Barnes le hubiese dicho al detective dónde trabajaba Holly. A Mitch no le sorprendió que lo supiera, pero que esto viniera después de sacar a colación lo de las migrañas lo alarmó.

—Nancy Farasand dice que es raro que la señora Rafferty se tome un día por enfermedad.

Nancy Farasand era otra de las secretarias de la agencia inmobiliaria donde trabajaba Holly. Mitch había hablado con ella la tarde anterior.

—¿Conoce a la señora Farasand, Mitch?

—Sí.

—Me dio la impresión de ser una persona muy eficiente. Le cae bien su esposa, tiene muy buena opinión de ella.

—A Holly también le cae bien Nancy.

—Y la señora Farasand dice que no es propio de su esposa no avisar que va a faltar al trabajo.

Mitch debió haber llamado al trabajo de Holly esa mañana para decir que seguía enferma. Había olvidado hacerlo.

También había olvidado telefonear a Iggy para cancelar las actividades del día.

Tras vencer a dos asesinos profesionales, había fallado por no estar atento a una o dos obligaciones triviales.

—Ayer —dijo el detective Taggart— usted me dijo que cuando vio cómo le disparaban a Jason Osteen estaba hablando por teléfono con su esposa.

En el coche se sentía encerrado. Mitch quería abrir la ventanilla para que entrara el aire.

El teniente Taggart tenía casi la misma talla que Mitch, pero ahora parecía más fornido que Anson. El jardinero se sintió arrinconado.

—¿Aún sostiene, o piensa que fue así, Mitch, que estaba hablando por teléfono con su esposa?

La verdad era que hablaba con el secuestrador. Lo que en su momento parecía una mentira fácil y segura quizás se hubiese convertido en una trampa. Pero no veía modo de abandonar esa falsedad sin tener una mejor para reemplazarla.

—Sí. Hablaba con ella.

—Dijo usted que ella telefoneó para decirle que se marchaba temprano del trabajo porque tenía una migraña.

—Así es.

—De modo que hablaba con ella cuando le dispararon a Osteen.

—Sí.

—Eso fue a las 11.43 de la mañana. Usted dijo que ésa era la hora.

—Miré mi reloj inmediatamente después del tiro.

—Pero Nancy Farasand dice que la señora Rafferty llamó para avisar que no iría ayer por la mañana, que nunca fue a la oficina.

Mitch no respondió. Sentía que el martillo estaba a punto de caer sobre él.

—Y la señora Farasand dice que usted la telefoneó entre las 12.15 y las 12.30 de ayer.

El interior del Honda parecía más reducido que el del maletero del Chrysler Windsor.

Taggart siguió.

—A esa hora, usted aún estaba en la escena del crimen, aguardando a que yo le hiciera algunas preguntas adicionales. Su asistente, el señor Barnes, siguió plantando flores. ¿Lo recuerda?

Cuando el detective se detuvo, Mitch pudo hablar al fin.

—Si recuerdo ¿qué?

—Que estaba en la escena del crimen —contestó secamente Taggart.

—Claro. Por supuesto.

—La señora Farasand dice que cuando usted la telefoneó entre las 12.15 y las 12.30, pidió hablar con su esposa.

—Ella es muy eficiente.

—Lo que no puedo entender —dijo Taggart— es por qué telefoneó a la oficina de bienes raíces y pidió hablar con su esposa cuarenta y cinco minutos después de que, según su propio testimonio, ella lo hubiera llamado a usted para decirle que se marchaba de ahí porque tenía una terrible migraña.

Grandes, transparentes, turbulentas oleadas de viento inundaban el callejón.

Mitch bajó la mirada al reloj del salpicadero, sintiendo que el corazón le daba un vuelco.

—¿Mitch?

—¿Sí?

—Míreme.

Con renuencia, miró al detective a los ojos.

Ahora, esos ojos de halcón no perforaban a Mitch, no lo taladraban como antes. En cambio, lo que era todavía peor, mostraban compasión, invitaban a las confidencias, inspiraban confianza.

—Mitch… ¿dónde está su esposa?