Capítulo 51

Mitch buscó hasta dar con el cajón de la cocina en que Anson guardaba dos cajas de bolsas de basura. Eligió una de las de menor tamaño, de cincuenta litros de capacidad.

Metió los fajos de billetes y el sobre de títulos al portador en la bolsa. Retorció los bordes, pero no la anudó.

A esa hora, y con el tráfico habitual, llegar desde Rancho Santa Fe a Corona del Mar podía suponer hasta dos horas. Aunque Campbell tenía colaboradores en Corona del Mar, no llegarían de inmediato.

Cuando Mitch regresó al lavadero, Anson se mostró curioso.

—¿Quién era?

—Un vendedor de algo.

Los ojos de Anson, verde mar, enrojecidos, eran como océanos enturbiados por la sangre en un festín de tiburones.

—No parecía tratarse de un asunto de ventas.

—Me ibas contar cómo te ganas la vida.

Un malévolo regocijo volvió a asomar en los ojos de Anson. Quería compartir su triunfo, no tanto por orgullo como porque sabía que ese conocimiento heriría a Mitch de alguna manera.

—Imagínate que le envías datos a un cliente por Internet, material aparentemente inocente, fotos, digamos o una historia de Irlanda.

—¿Aparentemente?

—No se trata de datos codificados, que son ininteligibles si no tienes la clave que los descifra. Esto se ve a las claras y no tiene nada de particular. Pero cuando lo procesas con un programa especial, las fotos y el texto se combinan y vuelven a conformarse de una manera totalmente diferente, revelando la verdad oculta.

—¿Qué verdad?

—Espera. Primero tu cliente descarga el programa, pero nunca tiene una copia en disco. Si la policía registra su ordenador y trata de copiar o analizar el programa, éste se auto-destruye, de modo que es imposible reconstruirlo. Lo mismo ocurre con todos sus archivos, sea en su forma original o convertidos.

Mitch, que siempre había bregado por mantener su conocimiento de la informática en el mínimo aceptable para el mundo moderno, no estaba demasiado seguro de entender qué aplicación útil se le podía dar a ese programa. Se le ocurrió una.

—Así, los terroristas podrían comunicarse por Internet y cualquiera que interviniese sus comunicaciones sólo encontraría que están compartiendo una historia de Irlanda.

—O de Francia, o de Tahití, o un largo análisis de las películas de John Wayne. Nada siniestro, ningún código obvio que despierte sospechas. Pero los terroristas no son un mercado estable ni provechoso.

—¿Quién lo es?

—Hay muchos. Pero de lo que te quiero hablar es del trabajo que hice para Julian Campbell.

—El empresario del entretenimiento —dijo Mitch.

—Es verdad que es dueño de casinos en varios países. Entre otras cosas, los usa para blanquear dinero de otras actividades.

Mitch creía que ahora conocía al verdadero Anson, un hombre muy diferente de aquel con quien emprendió el viaje a Rancho Santa Fe. Que ya no le quedaban ilusiones al respecto. Que ya no era ciego por propia decisión.

Pero en ese momento esencial, se revelaba una escalofriante tercera versión de su hermano, casi tan desconocida para Mitch como ese segundo Anson que apareció por primera vez en la biblioteca de Campbell.

Su rostro pareció pertenecer a un nuevo inquilino, que, tras escabullirse por entre los recovecos de su cráneo, se asomara a las familiares ventanas verdes iluminándolas con una luz sombría.

También cambió algo en su cuerpo. Una forma más primitiva pareció ocupar el asiento donde hasta hace un minuto estaba Anson; era la forma de un hombre, pero un hombre en quien el animal se ve con más claridad.

Esta percepción le llegó a Mitch antes de que su hermano comenzara a revelarle en qué consistían sus negocios con Campbell. No podía decirse a sí mismo que se trataba de un efecto psicológico, que lo dicho por Anson lo había transformado a sus ojos, pues el cambio precedió a la revelación.

—El 0,5 por ciento de los hombres son pedófilos —dijo Anson—. En Estados Unidos, eso es un millón y medio de personas. Y hay millones más en el mundo.

En aquella habitación de un blanco brillante, Mitch sintió que estaba en el umbral de la oscuridad, que ante él se abría un portón terrible y que no podía retroceder.

—Los pedófilos son ávidos consumidores de pornografía infantil —continuó Anson—. Lo arriesgan todo por obtenerla, aunque saben que tras la compra siempre puede haber una operación encubierta de la policía, que los llevaría a la ruina. Si la obtienen bajo la forma de aburridos textos sobre la historia del teatro británico y la pueden convertir en excitantes fotos, vídeos, incluso, si logran satisfacer su ansia sin correr peligro, su apetito se vuelve insaciable.

Mitch había dejado la pistola sobre la mesa de la cocina. Quizás sospechaba inconscientemente alguna atrocidad como ésa y temía lo que pudiese hacer con el arma.

—Campbell tiene doscientos mil clientes. De aquí a dos años espera que lleguen a un millón, de todo el mundo, lo que proporcionará ingresos de cinco mil millones de dólares.

Mitch recordó los huevos revueltos y las tostadas que se había preparado en la cocina de aquel ser y el estómago se le contrajo al pensar que había comido en platos, con cubiertos, tocados por esas manos.

—La ganancia neta es del 60 por ciento. Los actores porno adultos lo hacen por diversión. A las estrellas infantiles no se les paga. ¿Para qué quieren dinero a su edad? Tengo una pequeña participación en el negocio de Julian. Te dije que tenía ocho millones, pero lo cierto es que son veinticuatro.

El lavadero parecía intolerablemente lleno. Mitch sintió que, además de su hermano y él, multitudes invisibles se agolpaban allí.

—Hermano, sólo quería que supieras lo sucio que es el dinero que rescatará a Holly. Durante toda tu vida, cada vez que la beses, que la toques, pensarás en el origen de ese dinero mugriento, demasiado mugriento.

Inerme, encadenado a la silla, sentado en su propia orina, empapado en el sudor de miedo que la oscuridad le había hecho brotar, Anson alzó la cabeza e hinchó el pecho con aire desafiante. Sus ojos tenían un brillo triunfal, como si haber hecho lo que hizo, como si facilitar la vil empresa de Campbell fuese pago suficiente, como si haber tenido ocasión de saciar el apetito de los depravados a costa de los inocentes fuera toda la recompensa que necesitaba para sustentarlo durante su presente humillación y en la ruina personal que lo esperaba.

Algunos dirían que se trataba de locura, pero Mitch sabía cuál era su verdadero nombre.

—Me marcho —anunció, pues ninguna otra cosa que dijese valdría de nada.

—Sacúdeme con el Taser —ordenó Anson, como para dejar claro que nada de lo que le hiciera Mitch podía herirlo en forma perdurable.

—¿Invocas el trato que hicimos? —dijo Mitch—. A la mierda con él.

Apagó las luces y cerró la puerta. Como hay fuerzas contra las que es prudente tomar precauciones adicionales, aun cuando parezcan irracionales, volvió a encajar una silla bajo el pomo para mantener la puerta cerrada. Si hubiera tenido tiempo, tal vez hasta la habría clausurado clavándola a su marco.

Se preguntó si alguna vez volvería a sentirse limpio.

Se echó a temblar. Estaba a punto de vomitar.

Fue al fregadero y se echó agua fría en la cara.

El timbre de la puerta sonó.