El armario de cocina ubicado a la izquierda y debajo del fregadero tenía dos estantes montados sobre carriles. Contenían ollas y sartenes.
Mitch los vació y los hizo correr por sus carriles hasta sacarlos. El suelo del armario quedó a la vista. La operación le llevó cerca de un minuto.
En las cuatro esquinas del suelo había algo que parecían refuerzos de madera. De hecho, eran clavijas que mantenían en su lugar el panel, que no estaba clavado.
Quitó las clavijas y alzó la cubierta del suelo. La plancha de cemento sobre la que se alzaba la casa quedó al descubierto. Había una caja fuerte empotrada en ella.
La combinación que le dio Anson funcionó al primer intento. Abrió la pesada puerta.
La caja ignífuga medía aproximadamente sesenta centímetros de largo por cuarenta y cinco de ancho y treinta de profundidad. Dentro, había gruesos fajos de billetes de cien dólares, envueltos en bolsas de plástico para alimentos, selladas con cinta adhesiva transparente.
También había un sobre de papel. Según Anson, contenía títulos al portador emitidos por un banco suizo. Eran casi tan fáciles de liquidar como los billetes de cien dólares, pero más compactos y manejables cuando hay que cruzar fronteras.
Mitch depositó el tesoro sobre la mesa de la cocina y verificó el contenido del sobre. Contó seis títulos en dólares estadounidenses, de cien mil cada uno, pagaderos al portador, fuera éste o no el mismo que el comprador.
Apenas un día antes, no hubiese imaginado que alguna vez dispondría de todo ese dinero. Dudaba de que volviera a ver semejante cantidad de efectivo en su vida. Pero no sintió el más fugaz asomo de asombro ni deleite al ver tanta riqueza.
Era el rescate de Holly y estaba contento de tenerlo. Ese dinero también era el motivo por el que había sido secuestrada y, por eso, a Mitch le producía tal rechazo que le repugnaba tocarlo.
El reloj de la cocina marcó las 11.54.
Faltaban seis minutos para la llamada.
Regresó al lavadero, que había dejado con la luz encendida y la puerta abierta.
Anson, tan ensimismado como henchido de sí mismo, seguía sentado en su silla húmeda, pero, al mismo tiempo, estaba en algún otro lugar. No regresó a la realidad hasta que Mitch le habló.
—Seiscientos mil en títulos. ¿Cuánto en efectivo?
—Todo lo demás —dijo Anson.
—¿Lo que falta para completar los dos millones? Entonces, ¿hay un millón cuatrocientos mil en efectivo?
—Así es. ¿No es lo que te acabo de decir?
—Lo voy a contar.
—Hazlo.
—Si no está todo, se acabó el trato. Cuando me marche, no te soltaré.
Frustrado, Anson hizo sonar las esposas golpeándolas contra la silla.
—¿Por qué me haces esto?
—Sólo te estoy diciendo cómo están las cosas. Si quieres que mantenga mi parte del trato, mantén la tuya. Voy a contarlo.
Dando la espalda a la puerta del lavadero, Mitch se dirigió a la mesa de la cocina, y Anson confesó.
—Hay ochocientos mil en efectivo.
—¿No un millón cuatrocientos?
—El total, entre efectivo y títulos, es de un millón cuatrocientos mil. Me equivoqué.
—Ajá. Te equivocaste. Necesito seiscientos mil más.
—Es todo lo que hay. No tengo más.
—También dijiste que no tenías esto.
—No siempre miento —replicó Anson.
—Los piratas no entierran todo lo que tienen en un solo lugar.
—¿Puedes dejar esa mierda de los piratas?
—¿Por qué? ¿Te hace volver a la infancia?
El reloj marcaba las 11.55.
Mitch sintió una súbita inspiración.
—Quieres que pare con esa mierda de los piratas, porque si continúo, quizás piense en tu yate. ¿Cuánto tienes allí?
—Nada. En el barco no hay nada. No tuve tiempo de instalar una caja fuerte.
—Si matan a Holly, registraré tus papeles —dijo Mitch—. Me enteraré del nombre del barco y de dónde está amarrado. Iré al embarcadero con un hacha y un taladro eléctrico.
—Haz lo que mejor te parezca.
—Lo abriré de proa a popa, y, cuando encuentre el dinero y sepa que me mentiste, regresaré aquí y te cerraré la boca con cinta adhesiva para que no vuelvas a hacerlo jamás.
—Te estoy diciendo la verdad.
—Te dejaré encerrado en la oscuridad, sin agua, ni comida. Te dejaré ahí para que te mueras de deshidratación entre tu propia inmundicia. Yo estaré aquí mismo, en tu cocina, sentado a tu mesa, comiéndome tu comida, mientras oigo cómo mueres en la oscuridad.
Mitch no se creía capaz de matar a alguien de una forma tan cruel, pero su propia voz le sonó dura, fría y convincente.
Si perdía a Holly, quizás fuera capaz de cualquier cosa. Había llegado a vivir plenamente gracias a ella. Sin ella, parte de él moriría y sería menos de lo que era ahora.
Anson parecía haber seguido esa misma cadena de razonamiento.
—Está bien. De acuerdo. Cuatrocientos mil.
—¿Qué?
—En el barco. Te diré dónde encontrarlos.
—Aún faltan doscientos mil.
—No hay más. No en efectivo. Tendré que vender algunas acciones.
Mitch se volvió a mirar el reloj de la cocina. Las 11.56.
—Faltan cuatro minutos. No hay tiempo para mentiras, Anson.
—¿Me creerás esta vez? ¿Aunque sólo sea esta vez? No hay más en efectivo.
—Ya tengo bastante con lograr cambiar las condiciones del intercambio —dijo Mitch—. Nada de transferencias electrónicas. Ahora, me veré obligado a regatear para que me hagan una rebaja de doscientos mil.
—Lo aceptarán —le aseguró Anson—. Conozco a estos cerdos. ¿Te crees que rechazarían un millón ochocientos mil? Imposible. Nunca lo harían.
—Será mejor que no te equivoques.
—Oye, ahora estamos de acuerdo ¿no? ¿Verdad que estamos de acuerdo? No me dejes a oscuras.
Mitch ya le había dado la espalda. No apagó la luz ni cerró la puerta del lavadero.
De pie frente a la mesa, se quedó mirando los títulos al portador y el dinero en efectivo. Tomó el bolígrafo y la libreta y se dirigió al teléfono.
No podía soportar mirar el teléfono. Últimamente, los teléfonos no le habían traído más que malas noticias.
Cerró los ojos.
Tres años atrás, Holly y él se habían casado. No hubo familiares presentes en la boda. Dorothy, la abuela que criara a Holly, había muerto de forma repentina cinco meses antes. Holly tenía una tía y dos primos por el lado paterno. No los conocía. No le importaba.
Mitch no podía invitar a su hermano ni a sus tres hermanas sin incluir a sus padres en la invitación. No quería que Daniel y Kathy estuvieran allí.
Lo que lo impulsaba no era la amargura. No es que los excluyera porque estuviera enfadado con ellos o quisiera castigarlos. Daniel y Kathy eran una enfermedad incurable, estructural, para cualquier familia. Si se les permitía llegar a las raíces, indudablemente deformarían la planta y marchitarían su fruto.
Después, le contaría a su familia que él y su flamante mujer se habían escapado juntos. Pero la verdad era que habían celebrado una pequeña ceremonia en su casa, seguida de una recepción para un reducido grupo de amigos. Iggy tenía razón, el grupo musical daba pena. Demasiadas canciones con pandereta. Y un cantante que creía que su mejor recurso eran los largos solos en falsete.
Cuando todos se marcharon y la banda no fue más que un recuerdo cómico, Holly y él bailaron solos, al son de la radio, en la pista de baile provisional que habían instalado en el patio trasero para el evento. A la luz de la luna, ella estaba tan adorable que casi parecía de otro mundo. Inconscientemente la había estrechado con demasiada fuerza, como si temiera que se desvaneciese como un fantasma, hasta que ella le dijo: «Eh, no soy irrompible», y él se relajó y ella le apoyó la cabeza en el hombro. Aunque por lo general era torpe a la hora de bailar, no había dado ni un paso equivocado, mientras giraban en el exuberante jardín, fruto de su paciente labor. Por encima de ellos brillaban las estrellas que él nunca le había ofrecido, pues no era hombre de hacer declaraciones poéticas. Pero ella ya era dueña de las estrellas y, esa noche, también la luna y el cielo le rendían pleitesía.
El teléfono sonó.