Capítulo 47

Mitch comenzó por el desván. Se accedía a él por una puerta trampa ubicada en el techo del ropero del dormitorio principal. Una escalera se desplegaba al abrirla.

Dos bombillas desnudas que proporcionaban una insuficiente iluminación al amplio recinto revelaron las telarañas de los ángulos que formaban las vigas.

De cada orificio de ventilación del tejado surgían ansiosas respiraciones, siseos, jadeos hambrientos, como si el desván fuese la jaula de un canario y el viento un gato voraz.

El viento de Santa Ana es tan inquietante en sí mismo que hasta las arañas parecían agitadas. Se movían sin cesar en sus telas.

No se veía nada almacenado en el desván. Estuvo a punto de retirarse, pero una sospecha, una corazonada, lo retuvo.

El suelo de ese recinto vacío estaba entarimado con planchas de madera aglomerada. No era lógico suponer que Anson escondiera dinero en efectivo bajo una plancha de aglomerado fijada por dieciséis clavos. Ante una emergencia, no podría recuperarlo deprisa.

Aun así, Mitch, agachándose para esquivar las vigas bajas, caminó de un extremo a otro, escuchando el sonido hueco de sus pisadas. Se apoderó de él una extraña sensación de augurio, una intuición de que estaba a punto de hacer un descubrimiento.

Su atención se centró en un clavo. Los otros estaban bien clavados, hasta quedar al nivel del suelo, pero éste sobresalía aproximadamente medio centímetro.

Se agachó para estudiarlo. Su cabeza era ancha y chata. A juzgar por su tamaño y por el grosor del tramo que asomaba, debía de tener al menos siete centímetros de largo.

Cuando cogió el clavo entre pulgar e índice y trató de sacarlo, se encontró con que estaba firmemente colocado.

Una sensación extraordinaria lo embargó. Era parecida, aunque no idéntica, a lo que experimentó cuando vio el campo de cebada silvestre transformado en un torbellino por la brisa y plateado por la luz de la luna.

De repente, se sintió tan cerca de Holly que miró por encima del hombro, casi esperando verla allí. La sensación no se desvaneció, sino que creció, hasta convertirse en un escalofrío que le mordía la nuca.

Salió del desván y bajó a la cocina. En el cajón donde encontrara las llaves de los coches había una pequeña colección de herramientas, de las que se usan con más frecuencia. Escogió un destornillador y un martillo de carpintero.

Desde el lavadero, Anson preguntó.

—¿Qué ocurre?

Mitch no respondió.

De regreso en el desván, extrajo el clavo con las orejas del martillo. Empleando el destornillador a modo de cuña, le dio unos golpes en el mango con el martillo, hasta encajarlo debajo de la cabeza de otro clavo. Así, levantó el siguiente, hasta que también éste asomó medio centímetro. Terminó de sacarlo con el martillo.

Las arañas, inquietas, punteaban silenciosos arpegios en sus arpas de seda. El viento nunca callaba.

A cada clavo que sacaba, el escalofrío que sentía en la nuca se hacía más intenso. Cuando extrajo el último, se apresuró a alzar y apartar la plancha de madera aglomerada.

Debajo, sólo se veían los listones donde había estado clavada. Entre uno y otro sólo había paneles cuadrados de fibra de vidrio, puestos a modo de aislante.

Sacó la fibra de vidrio. Bajo el aislante no había una caja fuerte, ni fajos de billetes envueltos en plástico.

La sensación de augurio pasó y también su intuición de que, de algún modo, estaba cerca de Holly. Se quedó sentado, presa del desaliento.

¿Qué demonios le había ocurrido?

Recorrió el desván con la mirada. No se sentía impulsado a levantar más planchas de madera aglomerada.

Su evaluación inicial había sido correcta. Ante la posibilidad de que un incendio se lo hiciese perder, o por algún otro motivo, Anson no escondería mucho dinero en un lugar al que no pudiese acceder a toda prisa.

Mitch dejó a las arañas en la oscuridad, en compañía del infatigable viento.

Tras plegar la escalera y cerrar la puerta trampa del techo del ropero, continuó allí su busca. Miró detrás de las prendas colgadas de perchas, registró los cajones en busca de fondos dobles, palpó cada estante y cada moldura en busca de un resorte oculto que abriera un panel.

En la habitación, miró detrás de cada cuadro, con la esperanza de que alguno ocultara una caja fuerte empotrada en la pared, aunque dudaba de que Anson recurriera a algo tan obvio. Hasta movió la cama de matrimonio de su lugar, pero no encontró en la alfombra ningún cuadrado recortado que ocultara una cripta.

Mitch registró los dos cuartos de baño, un armario empotrado en el recibidor y dos dormitorios para huéspedes que ni siquiera estaban amueblados. Nada.

En la planta baja, comenzó por el estudio, de paredes de caoba y cubiertas de estantes llenos de libros. Ahí, los posibles escondrijos eran tantos, que sólo lo había registrado a medias cuando, al echarle un vistazo a su reloj, vio que eran las 11.33.

Los secuestradores llamarían en veintisiete minutos.

En la cocina, cogió la pistola y fue al lavadero. Al abrir la puerta, lo recibió un fuerte hedor a orina.

Encendió la luz y se encontró a un Anson sufriente.

La mayor parte de la micción había sido absorbida por sus pantalones, sus calcetines, sus zapatos, pero aun así, al pie de la silla, había un charquito amarillo sobre las baldosas.

Lo más parecido que tienen los sociópatas a las emociones humanas son el amor a sí mismos y la piedad por sí mismos, el único amor y la única piedad de que son capaces de sentir. Su extremado amor por sí mismos va más allá de la egolatría.

El amor psicótico a uno mismo no incluye emociones tan dignas como el respeto por uno mismo, pero sí un orgullo avasallador. Anson sería incapaz de sentir vergüenza, pero su orgullo había caído desde un lugar alto a una ciénaga de autocompasión.

El bronceado no podía ocultar ahora el tono ceniciento de su piel. Su rostro aparecía esponjoso, enfermizo. Los ojos inyectados en sangre eran una estancada ciénaga de sufrimiento.

—Mira lo que me hiciste —dijo.

—Tú te lo hiciste.

Si la autocompasión le dejaba algún lugar para la ira, lo ocultaba bien.

—Esto es enfermizo, tío.

—De lo más enfermizo —asintió Mitch.

—Te estás divirtiendo mucho.

—No. Esto no tiene nada de gracioso.

—Te ríes por dentro.

—Detesto lo que ocurre.

—Si lo detestas, ¿cómo es que no te avergüenzas?

Mitch no dijo nada.

—No veo que te ruborices. ¿Dónde está mi hermano, el que se sonroja?

—Se acaba el tiempo, Anson. Están a punto de llamar. Quiero el dinero.

—¿Y yo qué obtengo? ¿Qué saco de esto? ¿Por qué tengo que dar y dar?

Extendiendo su brazo, en la misma postura que adoptara Campbell cuando lo encañonó, Mitch apuntó la pistola al rostro de su hermano.

—Si me das el dinero, te dejo vivir.

—¿Y qué clase de vida sería la mía?

—Te puedes quedar con todo lo que tienes, menos los dos millones. Pago el rescate y hago las cosas de modo que la policía no se entere nunca de que hubo un secuestro. Así, ni siquiera te interrogarán.

Era indudable que Anson pensaba en Daniel y Kathy.

—Puedes seguir con lo que hacías antes —mintió Mitch—. Vive como mejor te parezca.

A Anson le habría sido fácil endilgarle el asesinato de sus padres a Mitch si éste hubiera estado muerto y sepultado en una tumba del desierto, donde nunca lo encontrarían. Ahora, no le resultaría tan sencillo.

—Te doy el dinero —dijo Anson— y tú me sueltas.

—Así es.

—¿Cómo? —preguntó con tono suspicaz.

—Antes de irme a hacer el trueque, te sacudo con el Taser y después te quito las esposas. Me marcho mientras sigues inconsciente.

Anson se quedó pensando.

—Vamos, pirata. Entrega el tesoro. Si no lo haces antes de que suene el teléfono, todo habrá terminado para ti.

Anson lo miró a los ojos.

Mitch le sostuvo la mirada.

—Lo haré.

—Eres igual a mí —dijo Anson.

—De eso es de lo que quería que te dieras cuenta.

La mirada de Anson no vaciló. Sus ojos miraban de frente. Eran directos, inquisitivos.

Estaba amarrado a una silla. Le dolían los hombros, los brazos. El cañón de una pistola le apuntaba.

Pero sus ojos estaban serenos, calculadores. Parecía como si una rata de cementerio, después de perforar una serie de túneles entre el montón de calaveras donde anidaba, hubiese ido a asomar a esa cabeza viviente, por cuyos ojos atisbaba con ratonil astucia.

—Hay una caja fuerte empotrada en el suelo de la cocina —dijo Anson.