El clavo sigue esperando.
Holly está sentada en la oscuridad, escuchando el viento, acariciando la medalla de san Cristóbal.
Deja a un lado la lata de Pepsi, sin beber la mitad que aún le queda. No quiere volver a usar la bacinilla, al menos mientras el hijo de puta que esté de guardia sea el de las manos lampiñas.
La idea de que él vacíe y limpie su bacinilla le da escalofríos. El solo hecho de pedirle que lo haga crearía entre ellos una intimidad intolerable.
Mientras acaricia la medalla con la mano izquierda, se lleva la derecha al vientre. La cintura es estrecha, el abdomen, plano. En su interior, el niño crece en secreto, tan íntimo como un sueño.
Dicen que si las mujeres embarazadas oyen música clásica el bebé nacerá con un coeficiente de inteligencia más alto. Durante su infancia llorará menos y estará más contento.
Tal vez sea verdad. La vida es compleja y misteriosa. Causa y efecto no siempre son evidentes. Los físicos cuánticos aseguran que, a veces, el efecto viene antes de la causa. Ella vio un documental al respecto en Discovery Channel. No entendió mucho; y los científicos que describían los diversos fenómenos admitían que no podían explicarlos, sólo observarlos.
Mueve la mano trazando lentos círculos sobre su vientre, pensando qué bueno, qué dulce sería que el bebé hiciera algún movimiento que ella pudiese sentir. Claro que en esta etapa no es más que un puñado de células, incapaz aún de decir «hola, mami» con una patada.
Sin embargo, incluso ahora, todo su potencial está ahí, presente. Hay una diminuta persona en la concha que es ella, como una perla que se fuera formando poco a poco en el interior de una ostra. Todo lo que ella haga afectará al pequeño inquilino. Se acabó el vino con la cena. Debe reducir cuanto pueda el café. Hacer ejercicio, con constancia y sensatez. Evitar que vuelvan a secuestrarla.
Sus yemas palpan a ciegas la imagen de san Cristóbal, patrono de los niños, lo que la lleva a pensar otra vez en el clavo.
Tal vez está siendo irracional y lleva demasiado lejos todo aquello de que los bebés aprenden en el vientre. Sin embargo, le parece que si, encinta como está, le metiera a alguno el clavo en la carótida, o en el ojo, para llegar al cerebro, el incidente no dejaría de afectar al bebé.
Siempre según Discovery Channel, las emociones extremadamente intensas hacen que el cerebro dé la orden de liberar en la sangre verdaderos torrentes de hormonas u otros productos químicos. Podría decirse que el frenesí homicida es una emoción fuerte.
Si demasiada cafeína en la sangre puede poner en riesgo al niño que está por nacer, raudales de enzimas de mamá asesina no deben de ser recomendables. Claro que tiene la intención de usar el clavo contra un tipo malo, malo de verdad. Pero el bebé no tiene forma de saber que la víctima no era un buen tipo.
Tampoco es que el bebé vaya a nacer con tendencias homicidas por un único incidente violento de defensa propia.
Aun así, Holly piensa mucho sobre el clavo y su utilidad.
Tal vez esa preocupación irracional sea un mero síntoma de preñez, como las náuseas matinales, que aún no han llegado, o como los antojos de helado de chocolate.
La prudencia también desempeña un papel en sus reflexiones sobre el clavo. Cuando uno debe lidiar con personas como las que la han secuestrado, lo mejor es no atacarlas si no se tiene la certeza de que la maniobra tendrá éxito.
Si uno trata de meterle a alguien un clavo en el ojo y, en cambio, se lo clava en la nariz, se verá enfrentado a un psicópata criminal con la nariz lastimada y furioso. Y eso no es bueno.
Sigue acariciando la medalla de san Cristóbal, evaluando los pros y contras de luchar contra crueles pistoleros con un clavo de siete centímetros, y nada más, cuando el representante de la oficina de turismo de Nuevo México regresa. Se agacha frente a ella y deja la linterna en el suelo.
—Te gusta el medallón —dice. Parece agradarle que ella se lo pase entre los dedos como si fuera un rosario o un amuleto.
El instinto le dice que siga la corriente a sus extrañas inclinaciones.
—Me produce una sensación… interesante.
—La niña del ataúd vestía un sencillo vestido blanco con puntillas baratas cosidas al cuello y los puños. Parecía muy tranquila.
A fuerza de mordisquear, se ha arrancado todos los pellejos colgantes de sus labios resecos. Están moteados de rojo y parecen irritados, inflamados.
—Tenía gardenias en el pelo. Cuando abrimos la tapa, el perfume concentrado de las gardenias era intenso.
Holly cierra los ojos para no mirar los de él.
—Llevamos el medallón y la estatuilla de Cenicienta a un lugar cerca de Angel Fire, en Nuevo México, donde hay un vórtice.
Es evidente que supone que ella sabe qué quiere decir con eso de «vórtice».
Su suave voz se vuelve aún más suave, triste, casi.
—Los maté a los dos mientras dormían.
Durante un momento, ella supone que esta afirmación tiene que ver con el vórtice de Angel Fire, Nuevo México, y trata de darle sentido a la frase en ese contexto. Cuando cae en la cuenta de a qué se refiere, abre los ojos.
—Fingían no tener ni idea de lo que ocurrió con John Knox, pero al menos uno de ellos debía saberlo. Probablemente, ambos lo supieran.
En la habitación contigua hay dos hombres muertos. No oyó disparos. Quizás los degolló.
Puede imaginarse sus pálidas manos lampiñas manejando una navaja barbera con la gracia de un prestidigitador cuando hace rodar una moneda entre sus nudillos.
Holly ya se ha acostumbrado al grillete que le apresa el tobillo, a la cadena que la ata a una anilla empotrada en el suelo. De pronto, vuelve a tomar aguda conciencia de que no sólo está encarcelada en una habitación sin ventanas, sino que sólo puede desplazarse por ella tanto como se lo permite la cadena.
—Yo hubiera sido el próximo y se habrían repartido el rescate entre los dos.
Cinco personas planearon su secuestro. Sólo queda una.
Si él la toca, no habrá nadie que responda a sus gritos. Están juntos y a solas.
—¿Y ahora qué ocurre? —pregunta ella, y enseguida se arrepiente de haberlo hecho.
—Hablaré con tu marido a mediodía, como quedamos. Para esa hora, Anson ya habrá conseguido el dinero. De ahí en adelante, depende de ti.
Ella se queda rumiando esa respuesta, pero es un limón seco del que no puede extraer zumo alguno.
—¿A qué te refieres?
Pero no responde, sigue con sus extraños recuerdos.
—En agosto, como parte de una celebración de la iglesia, una pequeña feria itinerante va a Penasco, en Nuevo México.
Ella tiene la loca sensación de que si le arrancara las gafas de esquí, descubriría que ese rostro no tiene más facciones que los ojos azules y la boca de dientes amarillos y labios cuarteados, que no habría cejas, nariz, ni orejas, sino sólo una piel tersa y uniforme, como de vinilo blanco.
—Apenas una noria y otras pocas cosas en las que subirse, además de unos pocos juegos… Y, el año pasado, una adivina.
Sus manos se alzan y se mueven para trazar el contorno de la rueda de la fortuna, pero no tardan en posarse sobre sus muslos.
—La adivina se hace llamar Madame Tiresias, pero, por supuesto, no es su verdadero nombre.
Holly aprieta el medallón con tanta fuerza que los nudillos le hacen daño y la efigie en relieve del santo se le graba en la palma de la mano.
—Lo de Madame Tiresias es puro engaño, pero lo curioso es que sí tiene poderes, aunque no es consciente de ello.
Hace una pausa entre cada afirmación, como si lo que acaba de decir fuese tan profundo que quiere que ella tenga tiempo para absorberlo.
—No necesitaría andar engañando a la gente si supiera quién es en realidad y, este año, tengo intención de hacérselo saber.
Hablar sin que le tiemble la voz no le resulta fácil, pero Holly se controla y le recuerda la pregunta que no respondió.
—¿Qué quieres decir con eso de que las cosas dependen de mí?
Cuando él sonríe, parte de su boca desaparece tras la abertura horizontal de las grandes gafas que parecen una máscara.
Ello hace que su sonrisa resulte astuta, como si nadie pudiera ocultarle nada.
—Ya sabes lo que quiero decir —asegura—. No eres Madame Tiresias. Tienes pleno conocimiento de ti misma.
Ella intuye que si cuestiona esta afirmación pondrá a prueba su paciencia y tal vez haga que se enfade. Su suave voz y sus modales amables son una mera piel de cordero, y Holly no tiene intención de despertar al lobo que se esconde debajo de ella.
—Me has dado mucho que pensar —dice ella.
—Lo sé. Has vivido detrás de una cortina y ahora ves que más allá de ella no sólo había una ventana, sino todo un mundo nuevo.
Temerosa de que una palabra equivocada pueda quebrar el hechizo de la fantasía en que el asesino se ha sumido, Holly sólo asiente.
—Sí.
Él se pone de pie.
—Te quedan unas horas para decidir. ¿Necesitas algo?
«Una escopeta», piensa, pero dice otra cosa.
—No.
—Sé cuál será tu decisión. Pero debes llegar a ella por tu cuenta. ¿Estuviste alguna vez en Guadalupita, en Nuevo México?
—No.
Su sonrisa dibuja una curva.
—Irás y te quedarás atónita.
Se va con su linterna, dejándola en la oscuridad.
Poco a poco, Holly se da cuenta de que el viento aún sopla con fuerza. Desde el momento en que él le contó que había matado a los otros secuestradores, el vendaval había desaparecido de su conciencia.
Durante un rato, no oyó más que la voz del asesino. Su voz sinuosa, insidiosa.
El bebé, esa pequeña formación de células, ahora está sumergido en las secreciones químicas que el cerebro de su madre ordena que se liberen en la sangre mientras se debate en el dilema entre huir o luchar. Quizás eso no sea tan malo. Tal vez, hasta sea bueno. Quizás haga que el pequeño Rafferty, sea cual fuere su sexo, sea más duro.
Y éste es un mundo que requiere, cada vez más, que los buenos también sean duros.
Holly se pone a trabajar diligentemente en el clavo con la medalla de san Cristóbal.