Al coagularse, la sangre le había cerrado el corte de la oreja izquierda, y el calor de su cuerpo iba secando rápidamente la que le había chorreado por la mejilla y el cuello.
Su osuna apostura mostraba unos rasgos más afilados, como si un contagio genético hubiera introducido grandes cantidades de ADN de lobo en su rostro. Anson, con las mandíbulas tan apretadas que le tensaban los músculos faciales, con una rabia que rebosaba como lava de sus ojos, permanecía en un furioso silencio.
Aquí, el sonido del viento no era muy fuerte. Un conducto de ventilación transmitía los suspiros y susurros del exterior a la secadora, haciendo parecer que un alma en pena embrujaba la máquina.
Mitch habló.
—Me vas a ayudar a recuperar a Holly con vida.
Anson no asintió ni negó, sino que se limitó a fulminarlo con la mirada.
Paradójicamente, Anson, atado a la silla, inmovilizado, parecía más grande que antes. Las ataduras realzaban su fuerza física y daba la impresión de que, como un personaje mitológico, sería capaz de cortar sus amarras como si fuesen débiles cordeles cuando alcanzara el cenit de su rabia.
Durante la ausencia de Mitch, Anson había dedicado todas sus fuerzas a tratar de soltar la silla de la lavadora. Las patas de acero de la silla habían raspado y golpeteado el piso de baldosas, dejándole cicatrices que revelaban la intensidad de su infructuoso esfuerzo. Además, había corrido la lavadora, que ya no estaba alineada con la secadora.
—Dijiste que podías reunir el dinero por teléfono, por ordenador —le recordó Mitch—, en tres horas, como mucho.
Anson escupió en el suelo, entre ambos.
—Si tienes ocho millones, puedes permitirte pagar dos por Holly. Una vez que lo hagas, tú y yo no nos volveremos a ver. Podrás regresar a la cloaca que es esa vida que te construiste.
Si Anson descubría que Mitch sabía que Daniel y Kathy estaban muertos en el cuarto de aprendizaje no habría manera de forzarlo a cooperar. Creería que Mitch ya se habría deshecho de las pruebas fabricadas, haciendo así que los ojos de la ley se dirigieran al verdadero culpable.
Mientras creyese que Mitch aún no sabía nada de los asesinatos, era posible que albergara la esperanza de que, en algún momento, la cooperación lo llevase a cometer un error que invirtiera sus respectivas posiciones.
—Campbell no te dejó marchar —dijo Anson.
—No.
—Entonces, ¿cómo…?
—Maté a esos dos.
—¿Tú?
—Ahora, tendré que vivir con eso.
—¿Mataste a Vosky y a Creed?
—No sé cuáles eran sus nombres.
—Los que te acabo de decir.
—Es por tu culpa —dijo Mitch.
—¿Tú mataste a Vosky y Creed? No me lo termino de creer.
—Entonces, será que Campbell me dejó ir.
—Campbell nunca te hubiera dejado ir.
—Cree lo que quieras.
Frunciendo el ceño, Anson lo estudió con mirada agria.
—¿De dónde sacaste el Taser?
—De Vosky y Creed —mintió Mitch.
—¿Así que fue cuestión de quitárselo y nada más?
—Ya te lo dije. Se lo quité todo, incluso la vida. Ahora te daré unas horas para que pienses.
—Puedes llevarte el dinero.
—Lo que debes pensar no es eso.
—Te lo puedes llevar, pero bajo ciertas condiciones.
—Tú no pones las reglas —le dijo Mitch.
—Los dos millones son míos.
—No. Ahora son míos. Me los gané.
—Tranquilízate, ¿de acuerdo?
—Si tú fueras ellos, primero te la follarías.
—Eh, eso fue sólo algo que dije por decir.
—Si tú fueras ellos, primero te la follarías y después la matarías.
—Fue sólo por decir algo. En cualquier caso, yo no soy ellos.
—No, no eres ellos. Eres quien los cruzó en nuestro camino.
—Te equivocas. Las cosas ocurren. Simplemente ocurren.
—Si no fuera por ti, no me estarían ocurriendo a mí.
—Si quieres verlo así, así lo verás.
—En lo que debes pensar es en quién soy ahora.
—¿Quieres que piense en quién eres tú?
—Se terminó lo de fratello piccolo. ¿Entiendes? ¿Eh?
—Pero aún eres mi hermano menor.
—Si me consideras bajo ese aspecto, dirás o harás alguna estupidez con la que me hubieras engañado antes. Pero no ahora.
—Si llegamos a un acuerdo, no intentaré nada.
—El trato ya está cerrado.
—Dame algún margen de acción.
—¿Tanto como para que me mates?
—¿Cómo va a funcionar ningún acuerdo sin siquiera un poco de confianza?
—Limítate a quedarte donde estás y piensa en qué fácil me resultaría matarte.
Mitch apagó las luces y cruzó el umbral.
Desde el lavadero sin iluminación ni ventanas, Anson siguió insistiendo.
—¿Qué estás haciendo?
—Te estoy proporcionando el mejor de los ambientes de aprendizaje —dijo Mitch, y cerró la puerta.
—¡Mickey! —llamó Anson.
«Mickey». Después de todo lo ocurrido le llamaba «Mickey».
—Mickey, no me hagas esto.
Mitch se lavó las manos en el fregadero de la cocina, usando mucho jabón y agua caliente. Trataba de eliminar el recuerdo táctil del cuerpo de John Knox, que sentía en la piel.
Sacó un paquete de lonchas de queso y un frasco de mostaza de la nevera. Encontró una hogaza de pan y se hizo un bocadillo.
—Te oigo, Mickey —oyó decir a Anson desde el lavadero—. ¿Qué haces?
Mitch puso el bocadillo sobre un plato y le añadió embutidos. Luego sacó una botella de cerveza de la nevera.
—¿De qué sirve esto, Mickey? Ya llegamos a un acuerdo. Esto no sirve para nada.
Mitch encajó una silla de cocina inclinada bajo el pomo de la puerta del lavadero, bloqueándola.
—¿Qué es eso? —preguntó Anson—. ¿Qué ocurre?
Mitch apagó las luces de la cocina y fue al dormitorio de su hermano.
Tras dejar la pistola y el Taser sobre la mesilla, se sentó en la cama, con la espalda contra la cabecera tapizada.
No plegó el cobertor de seda acolchada. No se quitó los zapatos.
Tras comer el bocadillo y beberse la cerveza, programó la radio-despertador para las ocho y media de la mañana.
Quería que Anson tuviese tiempo para pensar, pero el principal motivo de esa pausa de cuatro horas era que el agotamiento le embotaba la mente. Necesitaba tener la cabeza despejada para afrontar lo que vendría.
El viento que rugía en el techo y golpeaba las ventanas con la voz salvaje de una turba enloquecida parecía burlarse de él, prometerle que todos sus planes terminarían en el caos.
Lo que soplaba era el Santa Ana, el viento seco que despoja de toda humedad la vegetación de los cañones en torno a los cuales se alzan tantas comunidades del sur de California, convirtiendo su denso follaje en pura yesca. Si un pirómano echaba allí un trapo encendido o alguien recurría a un mechero o usaba cerillas, los telediarios hablarían del gigantesco incendio durante días.
Las cortinas estaban corridas y, cuando apagó la lámpara, un manto de oscuridad cayó sobre él. No usó ninguna de las lamparillas de Anson.
El adorable rostro de Holly apareció en su mente y Mitch habló en voz alta.
—Dios, por favor, dame la fuerza y la sabiduría que necesito para ayudarla.
Era la primera vez en su vida que le hablaba a Dios.
No le prometió ser piadoso ni caritativo. No le parecía que las cosas funcionasen así. No se pueden hacer tratos con Dios.
El día más importante de su vida estaba a punto de amanecer y no creía que pudiera dormir. Pero lo hizo.