Capítulo 43

«No me pesa, es mi hermano», dice la canción. Mentira. Anson era hermano de Mitch, y le pesaba.

Arrastrarlo por el pulido suelo de madera de la cocina hasta el lavadero resultó ser más difícil de lo que esperaba. Izarlo para que quedara sentado en la silla fue casi imposible, pero lo logró.

El panel tapizado del respaldo de la silla estaba colocado entre dos barras de acero verticales. Entre cada uno de los lados del panel y aquéllas quedaba un espacio abierto.

Metió las manos de Anson por esas brechas. Con las mismas esposas que le pusieran a él hacía unas horas, aprisionó las muñecas de Anson por detrás de la silla.

En un cajón de herramientas encontró tres cables alargadores. Uno de ellos, grueso y de color naranja, tenía unos doce metros de largo.

Tras hacerlo pasar entre las patas y las barras del respaldo de la silla, Mitch lo amarró en torno a la lavadora. El cable, revestido de caucho, era mucho menos flexible que una soga y no se podían ceñir mucho sus nudos, de modo que Mitch los hizo triples.

Aunque Anson consiguiera incorporarse a medias, tendría que llevarse la silla consigo. Anclado a la lavadora, no tenía manera de moverse.

El golpe de la pistola le había abierto un corte en la oreja. Sangraba, pero no mucho.

Su pulso era lento, pero regular. Tal vez no tardase en recuperar la conciencia.

Dejando encendida la luz cenital, Mitch subió al dormitorio principal. Allí, encontró lo que esperaba, dos lamparillas para iluminación nocturna, ambas apagadas, conectadas a los enchufes de la pared.

De niño, Anson siempre dormía con una tenue luz encendida. Había comenzado a usar lamparillas como ésas en su adolescencia. En todas las habitaciones de la casa guardaba, como prevención ante un posible corte de energía, linternas, cuyas pilas renovaba cuatro veces al año.

Mitch bajó y le echó un vistazo al lavadero. Anson seguía inconsciente en su silla.

El hermano menor registró los cajones de la cocina hasta dar con el lugar donde Anson guardaba sus llaves. Tomó una de la casa. También otras tres, correspondientes a otros tantos coches, y entre ellos, su Honda, y abandonó la casa por la puerta trasera.

Dudaba que los vecinos hubieran oído el disparo. Y aunque hubiese sido así, el estrépito y los alaridos del viento que guerreaba consigo mismo habrían hecho difícil que lo reconocieran como lo que era. Así y todo, se sintió aliviado al ver que no había luz en las casas vecinas.

Subió por las escaleras que llevaban a la sección del adosado ubicada por encima de los garajes y estudió la puerta. Estaba cerrada con llave. Tal como esperaba, la llave de la casa de Anson también abría ésta.

Dentro, encontró la oficina de Anson, instalada en el lugar previsto para sala de estar y comedor. En las paredes, cuadros con motivos náuticos, algunos de los mismos artistas cuyas obras se veían en la otra sección del inmueble.

Había una única silla giratoria frente a cuatro ordenadores. El tamaño de sus unidades de procesamiento, mucho más grande que el que se ve habitualmente en ordenadores caseros, hacía suponer que su trabajo requería de cálculos simultáneos a alta velocidad y de una inmensa capacidad de almacenamiento de datos.

Mitch no era ningún genio de la informática. No se hacía ilusiones con respecto a su capacidad para iniciar estas máquinas, si es que «iniciar» era un término que siguiera en uso, y descubrir la naturaleza del trabajo que había enriquecido a su hermano.

Además, Anson debía de tener barreras y más barreras de contraseñas y procedimientos de seguridad para mantener a raya a los piratas informáticos. Siempre le fascinaron los elaborados códigos y simbolismos arcanos de los mapas que los piratas trazaban para indicar dónde tenían sepultados sus tesoros en los cuentos que tanto le agradaban en su niñez.

Mitch salió, cerró con llave y bajó hasta el primer garaje. Allí encontró el Expedition que habían usado para ir a la finca de Campbell en Rancho Santa Fe y el Buick Super Woody de 1947.

En el otro garaje para dos coches había una plaza vacía. Junto a él estaba aparcado el Honda que Mitch dejara en la calle.

Quizás Anson lo hubiera dejado ahí tras conducirlo hasta Orange para coger dos de las herramientas de jardinería de Mitch, además de algunas de sus prendas, y luego seguir camino hasta la casa de sus padres y asesinarlos. Después, habría regresado a casa de Mitch para poner allí las falsas pruebas.

Mitch abrió el maletero. El cuerpo de John Knox seguía en él, envuelto en la ajada lona de plástico.

El accidente en el altillo parecía haber ocurrido hacía mucho tiempo, en otra vida.

Regresó al primer garaje, puso en marcha el Expedition y lo trasladó a la plaza vacía del segundo garaje.

Después, llevó su Honda al lugar que había quedado libre al lado a la furgoneta Buick. Cerró la gran puerta levadiza del garaje.

De mala gana, bregó hasta sacar el recalcitrante cadáver del maletero del Honda. Cuando quedó sobre el suelo del garaje, lo hizo rodar hasta que estuvo fuera de la lona.

Aún no había comenzado a pudrirse de verdad. Sin embargo, el muerto emitía un siniestro olor agridulce del que Mitch ansiaba alejarse.

El viento gemía en los altos ventanucos del garaje, como si le gustara lo macabro y hubiese venido desde un lugar muy lejano para ver cómo Mitch llevaba a cabo su atroz tarea.

Pensó que esto de arrastrar cuerpos de aquí para allá debía de tener algo de cómico, de farsa, en especial si se tenía en cuenta que Knox estaba rígido por el rigor mortis y que era endiabladamente difícil de manejar. Pero en ese momento carecía por completo de sentido del humor.

Una vez que cargó a Knox en la furgoneta Buick, cuya puerta trasera cerró, plegó la lona y la metió en el maletero del Honda. Llegado el momento, la dejaría en un contenedor de basura o en el cubo de desperdicios de algún desconocido.

No recordaba haber estado tan exhausto nunca; ni en lo físico, ni en lo mental, ni en lo emocional. Los ojos le escocían, sus articulaciones parecían a punto de deshacerse, y sentía que tenía los músculos recocidos, tan blandos como para desprenderse de un momento a otro de los huesos.

Quizás lo que impedía que su maquinaria se detuviese fuesen el azúcar y la cafeína de la chocolatina Hershey. También lo impulsaba el miedo. Pero lo que verdaderamente mantenía sus engranajes en movimiento era la idea de que Holly estaba en manos de unos monstruos.

«Hasta que la muerte nos separe», era el compromiso que había adquirido al formular sus votos matrimoniales. Pero Mitch no quedaría relevado de ellos si su mujer moría. El compromiso perduraría. Pasaría lo que le quedara de vida en una paciente espera.

Fue por el camino peatonal hasta la calle, regresó al Chrysler Windsor y lo condujo hasta el segundo garaje. Lo aparcó junto al Expedition y cerró la puerta levadiza.

Consultó su reloj de pulsera y vio que eran las 4.09.

En hora y media, tal vez algo más, o algo menos, el furioso viento del este traería consigo el alba. Como la atmósfera estaba saturada de polvo, la primera luz sería de un color rosa que no tardaría en difuminarse por el firmamento, adoptando un matiz más definido antes de perderse en el mar.

Desde que conociera a Holly, saludaba cada nuevo día con grandes esperanzas. Ésta sería un alba diferente.

Regresó a la casa y se encontró con que Anson estaba despierto. Y enfadado.