Apocalípticas aves generadoras de viento batían sus alas contra los muros, y la oscuridad misma parecía vibrar.
Las manos lampiñas, blancas como palomas, siguen acariciándose la una a la otra entre el fulgor mortecino de la linterna con la lámpara a medio tapar.
La suave voz le sigue hablando.
—En El Valle, en Nuevo México, hay un cementerio donde rara vez cortan el césped. Algunas tumbas tienen lápidas, otras no.
Holly se termina el chocolate. Siente deseos de vomitar. La boca le sabe a sangre. Usa Pepsi para enjuagársela.
—Unas pocas tumbas que no tienen lápidas están rodeadas de pequeñas empalizadas hechas de tablas de viejos cajones de fruta y hortalizas.
Todo esto lleva a algún lado, pero los pensamientos del hombre circulan por sendas neuronales que sólo podrían ser previstas por una mente tan retorcida como la suya.
—Me encantaron las que estaban pintadas de color pastel, de azul como un huevo de petirrojo, de verde pálido, del amarillo de los girasoles marchitos.
A pesar de los oscuros enigmas que yacen por debajo de su suave color, en ese momento, a Holly le repugnan menos los ojos del hombre que sus manos.
—Bajo la luna creciente, horas después de que una nueva tumba fuese cerrada, fuimos con palas. Abrimos el ataúd de madera de una niña.
—El amarillo de los girasoles marchitos —repite Holly, procurando llenar su mente con ese color como defensa contra la imagen de una niña en un ataúd.
—Tenía ocho años y se la llevó el cáncer. La enterraron con una medalla de san Cristóbal en la mano izquierda y una figura de porcelana de Cenicienta en la derecha, porque le encantaba ese cuento.
Los girasoles no bastan y, en el ojo de su mente, Holly ve las manitas que se aferran al santo protector y a la promesa que representa la niña pobre que llegó a princesa.
—Estos objetos, por haber pasado unas horas en la tumba de una inocente, adquirieron un gran poder. La muerte los lavó y los espíritus los pulieron.
Cuanto más lo mira a los ojos, menos familiares le parecen.
—Le quitamos la medalla y la estatuilla y las reemplazamos por… otros artículos.
Una mano blanca se desvanece en el bolsillo de la chaqueta negra del hombre. Cuando reaparece, sujeta una medalla de san Cristóbal por su cadena de plata.
—Aquí está. Tómala.
No la repele que el objeto provenga de una tumba, pero sí la ofende que haya sido robado de la mano de una niña muerta.
Aquí ocurre algo más de lo que él expresa con palabras. Hay un mensaje oculto que Holly no entiende.
Intuye que rechazar la medalla con cualquier argumento tendría consecuencias terribles. Tiende la mano derecha y él deja caer allí la medalla. La cadena se le enrosca en la mano formando caprichosos lazos.
—¿Conoces Española, en Nuevo México?
Cierra la mano en torno a la medalla y responde.
—Es otro de los lugares cuyo encanto me he perdido.
—Mi vida cambió allí —revela él, recogiendo la linterna y poniéndose de pie.
La deja en una oscuridad negra como la pez, con la media lata de Pepsi, que había supuesto que él se llevaría. Su intención es, o fue, aplastar la lata y hacer una palanca en miniatura para trabajar con ella en el empecinado clavo.
La medalla de san Cristóbal funcionará mejor. Fundida en bronce y recubierta de plata o de níquel, es mucho más resistente que el blando aluminio del bote de refresco.
La visita de su carcelero ha transformado la calidad de ese espacio sin luz. Antes, era una oscuridad solitaria. Ahora, Holly imagina que está habitada por ratas y cucarachas y por legiones de cosas horrendas que se arrastran.