Capítulo 40

Mitch, amenazado por los trasgos del viento, que se asomaban a la abierta ventanilla del lado del conductor, pasó frente a la casa de Anson en Corona del Mar.

El viento había hecho caer grandes flores de un blanco cremoso de la gran magnolia, apilándolas frente a la puerta de entrada. La tenue luz que permanecía encendida toda la noche las alumbraba. Fuera de eso, la casa estaba a oscuras.

No creía que Anson se hubiese ido a casa para dormir alegremente nada más matar a sus padres. Debía de andar por ahí, haciendo algo.

El Honda de Mitch ya no estaba aparcado frente al bordillo donde lo había dejado cuando llegó allí la otra vez, siguiendo las instrucciones de los secuestradores.

Aparcó en la calle siguiente, se terminó la tableta de Hershey, cerró la ventanilla y echó la llave a las puertas del Chrysler Windsor. Por desgracia, llamaba la atención entre los vehículos contemporáneos que lo rodeaban. Su anticuada majestad contrastaba con los otros, que parecían salidos de un videojuego.

Mitch caminó hasta el callejón al que daba el garaje de Anson. Se veían luces encendidas en todo el primer piso de la parte trasera del adosado, ubicada encima de los garajes para dos vehículos.

Quizás haya personas cuyo trabajo las mantiene ocupadas hasta pasadas las tres de la madrugada. O tal vez sufran de insomnio.

De pie en el callejón, Mitch separó las piernas, plantándose para resistir el embate del viento. Estudió las ventanas del primer piso, que tenían corridas las cortinas.

Desde lo ocurrido en la biblioteca de Campbell, había entrado a una nueva dimensión de la realidad. Ahora veía las cosas con más claridad que desde su perspectiva anterior.

Si Anson tenía ocho millones de dólares y un yate que ya había terminado de pagar, era probable que fuese dueño de las dos partes del chalé adosado, no de una, como decía. Vivía en la unidad delantera y empleaba la trasera como oficina en la que aplicaba la teoría lingüística al diseño de programas de ordenador, o lo que en realidad hiciera para enriquecerse.

Quien trabajaba por la noche detrás de esas ventanas con cortinas cerradas no era un vecino. El propio Anson estaba allí, encorvado frente a un ordenador.

Tal vez estaba planeando una travesía que lo llevaría, con su yate, a un refugio situado más allá de la autoridad de toda ley.

Un portillo de servicio daba a un estrecho sendero peatonal que corría junto al garaje. Mitch lo siguió hasta el atrio de ladrillo que separaba ambas partes del edificio. Las luces de ese patio estaban apagadas.

Lozanos parterres rodeaban el atrio, en el que había nandinas y helechos, entre los que destacaban las notas rojas que proporcionaban las flores de bromelias y anturios.

Las casas que había atrás y delante, las altas vallas laterales y las viviendas aledañas que se hacinaban en sus angostos terrenos bloqueaban el viento. Éste, en una versión más suave, pero que aún levantaba repentinos remolinos, se deslizaba por la pendiente del techo y danzaba con las plantas del patio en lugar de azotarlas.

Mitch se deslizó bajo las ramas abovedadas de un helecho arborescente de Tasmania, que se mecía y temblaba. Se quedó allí, de cuclillas, escrutando el patio.

Ese dosel de amplias frondas, como de encaje, subía y bajaba, subía y bajaba, pero sin llegar nunca a ocultar del todo el patio. Si se mantenía alerta, no podía dejar de ver a alguien que pasara de la parte trasera a la delantera.

Refugiado bajo la copa del helecho arborescente, percibió el rico aroma de la tierra negra, un fertilizante inorgánico, y el olor vagamente almizclado del musgo.

Al principio, esto lo confortó, pues le recordaba la época en que la vida era más simple, hacía dieciséis horas. Pero al cabo de unos pocos minutos, la mezcla de fragancias le trajo a la mente el olor de la sangre.

En el chalé ubicado por encima del garaje se apagaron las luces.

Una puerta se cerró de golpe, ayudada, tal vez, por la tormenta de viento. El coro de voces del aire no cubrió del todo el retumbar de unos pesados pasos que descendían a toda prisa por las escaleras exteriores que llevaban al atrio.

Entre las ramas, Mitch vio una silueta osuna que cruzaba el patio de ladrillos.

Anson no se dio cuenta de que su hermano estaba detrás de él y se le iba acercando, y lanzó un grito ahogado cuando el Taser le paralizó el sistema nervioso.

Anson se tambaleó hacia delante, procurando mantenerse en pie, y Mitch se mantuvo cerca de él. El Taser le dio otro recado de muchos voltios.

Anson besó los ladrillos. Rodó hasta quedar boca arriba. Su fornido cuerpo se estremecía. Sus brazos se agitaban en un movimiento blando. La cabeza rodaba de un lado a otro y emitía sonidos que sugerían que quizás corriera peligro de tragarse la lengua.

Mitch no quería que Anson se tragara la lengua, pero tampoco estaba dispuesto a hacer nada para impedirlo.