Holly sigue afanándose con el clavo, aunque no progresa, porque si no lo hiciera no tendría nada que hacer, y, sin nada que hacer, enloquecería.
Por alguna razón, recuerda a Glenn Close haciendo de loca en Atracción fatal. Aunque enloqueciera, Holly no sería capaz de cocinar el conejo mascota en una olla, a no ser, claro, que su familia estuviese pasando hambre y no hubiera nada más para comer, o que el conejo estuviera poseído por el demonio. En un caso así, no hay reglas que valgan.
De pronto, el clavo se mueve, y eso es emocionante. Está tan excitada que casi necesita hacer uso de la bacinilla que le dejaron los secuestradores.
Su emoción mengua cuando en el transcurso de la siguiente media hora sólo logra sacar aproximadamente medio centímetro del clavo del tablón del suelo. A partir de ese momento, se resiste y no cede nada más.
Así y todo, medio centímetro es más que nada. El clavo puede tener, ¿cuánto?, ¿siete centímetros de largo? En total, descontando los descansos que se tomó para comer unos trozos de la pizza que le dieron y para que descansaran los dedos, debe de haberle dedicado al clavo unas siete horas. Si logra sacarlo a un ritmo un poco más rápido, de digamos, dos centímetros al día, quizá cuando llegue la hora límite, el miércoles a medianoche, sólo faltarán algo más de dos centímetros.
En caso de que Mitch haya logrado reunir el dinero del rescate antes de ese momento, todos tendrán que esperar un día más, y ella podrá terminar de sacar el maldito clavo.
Siempre fue optimista. La gente dice que es brillante, alegre, feliz, bulliciosa; una vez, irritado por su forma persistentemente positiva de ver las cosas, un amargado le preguntó si no sería una hija natural del ratón Mickey y el hada Campanilla.
Si hubiera sido vulgar, le habría respondido con la verdad: que su padre murió en un accidente de tráfico y su madre al darle a luz, y que fue criada por una abuela llena de amor y alegría.
Pero en cambio, como era brillante, le dijo: «Sí, pero como las caderas de Campanilla son demasiado estrechas como para permitirle dar a luz, me implantaron en el útero de la pata Daisy».
En ese momento, encuentra muy difícil mantener alto el ánimo, lo que es muy poco propio de ella. Pero que a uno lo secuestren afecta al optimismo y al sentido del humor.
Se le rompieron dos uñas y le duelen las yemas de los dedos. Probablemente, si no se las hubiese envuelto en el faldón de su blusa, sangrarían.
En el orden general de los acontecimientos, sus heridas son insignificantes. En cambio, si sus captores comenzaran a cortarle los dedos, como le dijeron a Mitch que lo harían, sí que tendría motivos de queja.
Se da una tregua en su faena con el clavo. En la oscuridad, se tiende sobre el colchón inflable.
Aunque está exhausta, no espera dormirse. Enseguida se encuentra soñando que está en un lugar sin luz que no es éste, no es el sitio donde la tienen prisionera sus secuestradores.
En el sueño, no está encadenada a una anilla empotrada en el suelo. Camina por la oscuridad con un bulto en brazos.
No está en una habitación, sino en una serie de pasadizos. Una red de túneles. Un laberinto.
El bulto se hace más pesado. Los brazos le duelen. No sabe qué es lo que lleva, pero sí que ocurrirá algo terrible si lo deja.
Un mortecino fulgor le llama la atención. Llega a una habitación alumbrada por una única vela.
Mitch está allí. Se siente muy feliz al verlo. También están sus propios padres, a quienes sólo conoció por fotografías.
El hato que lleva en brazos es un bebé que duerme. Es suyo.
Sonriendo, su madre avanza para tomar al bebé. A Holly le duelen los brazos, pero se aferra al precioso bulto.
Mitch dice: «Danos el bebé, cariño. Tiene que quedarse con nosotros. Tú no deberías estar aquí».
Sus padres están muertos, Mitch también, y ella sabe que si les entrega al bebé, éste ya no estará simplemente dormido.
Se niega a darles a su hijo y, entonces, de alguna manera, ve que su madre ya lo tiene en brazos. Su padre apaga la vela de un soplido.
Holly despierta y oye el aullido de una bestia que, aunque no es más que el viento, de todas maneras es una bestia. Martillea las paredes y sacude las vigas hasta hacer que caiga polvo de ellas.
Un suave resplandor, que no es el de una vela sino el de una linterna pequeña, apenas alivia la oscuridad en que ha estado encerrada. Descubre las gigantescas gafas de esquí, los labios cuarteados y los ojos azules de uno de sus carceleros, precisamente el que la preocupa, que está agachado frente a ella.
—Te traje un chocolate —dice.
Se lo tiende.
Tiene dedos largos y blancos, uñas roídas.
A Holly le desagrada tocar cualquier cosa que él haya tocado. Disimulando su desagrado, acepta la barra de chocolate.
—Todos duermen. Es mi turno de guardia —deposita frente a ella una lata perlada de gotas gélidas—. ¿Te gusta la Pepsi?
—Sí. Gracias.
—¿Conoces Chamisal, en Nuevo México?
Tiene una voz suave y musical. Casi podría parecer la voz de una mujer, pero no del todo.
—¿Chamisal? —pregunta ella—. No. Nunca estuve allí.
—Tuve experiencias en ese lugar —dice él—. Mi vida cambió.
El viento ruge y algo parece temblar en el techo, y ella alza la vista, con la esperanza de ver algo que pueda recordar cuando llegue el momento de testificar, de prestar declaración para acusar a aquellos tipos.
La llevaron allí con los ojos vendados. Al llegar, subieron por unos estrechos peldaños. Cree que quizás se encuentre en un desván.
La mitad de la lámpara de la linterna está cubierta con cinta adhesiva. El techo sigue invisible, en penumbra. La luz sólo llega a la más cercana de las paredes hecha de tablas desnudas. Todo lo demás se pierde en las sombras.
Son cuidadosos.
—¿Conoces Río Lucio, en Nuevo México? —pregunta él.
—No. Tampoco estuve ahí.
—En Río Lucio hay una casita de estuco, pintada de azul con vivos toques amarillos. ¿Por qué no te comes tu chocolate?
—Me lo estoy guardando para después.
—¿Quién de nosotros sabe cuánto tiempo nos queda? —inquiere él con escalofriante suavidad—. Disfruta ahora que puedes. Me gusta verte comer.
Con renuencia, le quita el envoltorio a la chocolatina.
—Una mujer santa llamada Ermina Lavato vive en la casa de estuco azul y amarillo de Río Lucio. Tiene setenta y dos años.
Él cree que afirmaciones como ésas son una conversación. Sus pausas sugieren que le parece obvio que Holly debería tener algo que responderle.
Tras tragar un poco de chocolate, ella habla.
—¿Ermina está emparentada contigo?
—No. Es de origen hispano. Hace unas fajitas de pollo exquisitas, en una cocina que parece salida de la década de 1920.
—No sé cocinar muy bien —dice Holly, incongruente.
Él tiene la mirada clavada en su boca, y cuando ella le da un mordisco al chocolate, tiene la impresión de estar llevando a cabo un acto obsceno.
—Ermina es muy pobre. La casa es muy pequeña, pero hermosa. Cada habitación está pintada de un color distinto, todas en tonos relajantes.
Él le clava la mirada en la boca y ella le devuelve el escrutinio, en la medida en que las gafas se lo permiten. Tiene los dientes amarillos. Los incisivos son afilados, los caninos extrañamente puntiagudos.
—Hay cuarenta y dos imágenes de la Virgen María en las paredes del dormitorio.
Parece tener los labios perpetuamente resecos. A veces, cuando no habla, se mordisquea los jirones de piel que le cuelgan de ellos.
—En la sala de estar hay treinta y nueve imágenes del Sagrado Corazón de Jesús, lacerado por espinas.
Las grietas de sus labios relucen como si estuviesen a punto de supurar.
—Enterré un tesoro en el patio trasero de Ermina Lavato.
—¿Como regalo para ella? —pregunta Holly.
—No. Ella no aprobaría que enterrara lo que enterré. Bebe tu Pepsi.
Ella no quiere beber de una lata que él haya tocado. Pero de todos modos hace un esfuerzo, la abre y bebe un sorbo.
—¿Conoces Penasco, en Nuevo México?
—No viajé mucho por Nuevo México.
Él calla durante un momento y el viento aúlla en medio de su silencio. Cuando ella traga Pepsi, el tipo baja la mirada a su garganta.
—Mi vida cambió en Penasco.
—Creía que eso había ocurrido en Chamisal.
—Mi vida cambió muchas veces en Nuevo México. Es un lugar de cambios y de grandes misterios.
Pensando en algún uso que le podría dar a la lata de Pepsi, para sus planes, Holly la deja a un lado con la intención de no haber terminado de beberla cuando él se marche. Con suerte, se la dejará.
—Te agradarían Chamisal, Penasco, Rodarte, todos esos lugares bellos y misteriosos.
Ella piensa lo que dirá antes de hablar.
—Espero vivir lo suficiente como para llegar a conocerlos.
Él la mira a los ojos. Sus ojos son del azul de un cielo sombrío que anuncia una tormenta inminente, aun en ausencia de nubes.
Ahora habla a la joven con una voz todavía más suave de lo habitual, no susurrando, sino con queda ternura.
—¿Puedo decirte algo en confianza?
Si la toca, gritará hasta que los otros se despierten.
Interpretando que su expresión revela asentimiento, prosigue.
—Éramos cinco, pero sólo quedamos tres.
No es lo que ella se esperaba. Aunque hacerlo la perturba, le sostiene la mirada.
—Para no tener que repartir entre cinco, sino entre cuatro, matamos a Jason.
En su interior, ella se encoge cuando él le revela el nombre. No quiere saber nombres ni ver caras.
—Y ahora desapareció Johnny Knox —dice—. Johnny se estaba ocupando de la vigilancia y se ha esfumado. Los tres que quedamos nunca hablamos de la posibilidad de repartir el botín en menos de cuatro partes. Ninguno lo planteó.
«Mitch», piensa ella enseguida.
Fuera, el tono del viento cambia. Ya no chilla, sino que sopla emitiendo un gran susurro, como si chistara diciéndole a Holly que lo prudente es permanecer en silencio.
—Los otros dos salieron a hacer cosas fuera —continúa él—. Por separado y a distintas horas. Cualquiera de ellos pudo haber matado a Johnny.
Para recompensarlo por estas revelaciones, ella come más chocolate.
—Quizás hayan decidido repartirlo entre los dos. O tal vez uno de ellos quiera quedarse con todo —dice, mirando ahora la boca de la mujer.
Para que no parezca que quiere sembrar la discordia, ella trata de calmarlo.
—No harían eso.
—Son capaces. ¿Conoces Vallecito, en Nuevo México?
—No.
—Es austero —dice él—. Muchos de esos lugares son austeros, pero hermosos. Mi vida cambió en Vallecito.
—¿En qué cambió?
No responde a la pregunta.
—Deberías ver Las Trampas, en Nuevo México, bajo la nieve. Un puñado de construcciones humildes, campos blancos, colinas bajas que el chaparral sombrea, un cielo tan blanco como los campos.
—Eres todo un poeta —dice ella, y se lo cree a medias.
—No hay casinos en Las Vegas, Nuevo México. Hay vida y hay misterio.
Sus blancas manos se unen, en un gesto que no es de contemplación, ni, por cierto, de plegaria. Es como si ambas tuviesen conciencias independientes y les agradara tocarse la una a la otra.
—En Río Lucio, Eloisa Sandoval tiene un santuario dedicado a san Antonio en su pequeña cocina de paredes de adobe. Doce imágenes de cerámica dispuestas en hilera, una por cada uno de sus hijos y nietos. Enciende velas cada noche, a la hora de las vísperas.
Ella tiene la esperanza de que haga nuevas revelaciones sobre sus socios, pero sabe que debe demostrar un discreto interés por todo lo que dice.
—Ernest Sandoval anda en un Chevy Impala del 64, con gigantescos eslabones de acero a modo de volante, un salpicadero pintado hecho a medida y el techo tapizado de terciopelo rojo.
Los largos dedos con yemas en forma de espátula se acarician unos a otros. Se acarician y vuelven a acariciarse.
—A Ernest le interesan los santos con los que su piadosa esposa no está familiarizada. Y conoce… lugares asombrosos.
A Holly, el chocolate ha comenzado a resultarle empalagoso, a pegársele a la garganta, pero le da otro mordisco.
—En Nuevo México moran espíritus antiguos. Están allí desde antes de que existiera el género humano. ¿Eres una buscadora de la verdad?
No le entiende, pero es mejor fingir que sí, sin exageraciones. Si ella lo alienta demasiado, él no creerá en su sinceridad.
—Creo que no lo soy especialmente. A veces, todos sentimos que… nos falta algo. Pero eso nos ocurre a todos. Así es la naturaleza humana.
—Veo una buscadora en ti, Holly Rafferty. Una diminuta semilla de espíritu lista para florecer.
Sus ojos son claros como un arroyo límpido, pero los sedimentos de su fondo ocultan extrañas formas que ella no sabe identificar.
—Me temo que ves en mí más de lo que hay. No suelo pensar en cosas profundas —dice, bajando la mirada, recatada.
—El secreto es no pensar. Pensamos en palabras. Y lo que subyace a la realidad que vemos es una verdad que las palabras no pueden contener. El secreto es sentir.
—Ves, para ti ése es un concepto simple, pero incluso eso es demasiado profundo para mí —se ríe interiormente de sí misma—. Mi mayor aspiración es dedicarme a los bienes raíces.
—Te subestimas —le asegura él—. En tu interior hay posibilidades enormes.
Sus grandes muñecas huesudas y sus largas manos pálidas son totalmente lampiñas, por naturaleza o porque usa crema depilatoria.