Capítulo 38

Mitch cerró la puerta del cuarto de aprendizaje, encerrando los dos cuerpos, y se sentó a pensar en el remate de las escaleras. El miedo, la conmoción y una Red Bull no bastaban para despejar sus pensamientos como lo hubiesen hecho cuatro horas de sueño.

Terribles ráfagas de viento arremetieron contra la casa, cuyos muros se estremecieron, pero resistieron el embate.

Mitch habría llorado si se hubiese atrevido a hacerlo; pero no hubiera sabido por quién derramaba sus lágrimas.

Nunca había visto a Daniel ni a Kathy llorar. Creían en la razón aplicada y en el «análisis de mutua contención», no en las emociones fáciles.

¿Cómo podía uno llorar por quienes jamás habían llorado por sí mismos ni por nadie, por quienes no hacían más que hablar y hablar de sus desilusiones, sus errores, sus penas?

Nadie que conociese la verdad acerca de esta familia podría culparlo si lloraba por sí mismo. Pero no lloraba por él mismo desde que a los cinco años se negó a darles la satisfacción de enseñarles sus lágrimas.

No lloraría por su hermano.

La desganada piedad que sintiera por Anson se había evaporado. No había hervido hasta desaparecer allí, en el cuarto de aprendizaje, sino en el maletero del viejo Chrysler.

Durante el trayecto que lo llevó de Rancho Santa Fe al norte, con las cuatro ventanillas abiertas para ventilar el coche, dejó que el viento se llevara toda ilusión, todo autoengaño. De hecho, el hermano a quien creía conocer, que suponía que amaba, nunca había existido. Mitch no había amado a una persona real, sino al disfraz de un psicópata, a un fantasma.

Ahora, Anson había aprovechado la ocasión para vengarse de Daniel y Kathy, echándole la culpa a su hermano, que, según creía, nunca sería hallado porque estaba muerto y enterrado.

Si no se pagaba el rescate por Holly, sus secuestradores la matarían y quizás se desharían de su cuerpo en el mar. Mitch sería considerado responsable de su asesinato y, también, por algún desconocido procedimiento, del de Jason Osteen.

Semejante matanza sería muy apropiada para alimentar los programas de televisión por cable dedicados a glosar delitos espectaculares. La búsqueda del terrible Mitch, aunque en realidad estuviera muerto y en una tumba en el desierto, sería su principal historia durante semanas, si no meses.

Con el tiempo, quizás llegara a ser una leyenda como D. B. Cooper, el secuestrador de aviones que, décadas atrás, se había lanzado en paracaídas desde uno de ellos, con una fortuna en efectivo, para no ser visto nunca más.

Mitch pensó en regresar al cuarto de aprendizaje para llevarse las tijeras de podar y la pala de mano. La idea de arrancarlas de los cuerpos le repugnaba. Había hecho cosas peores en las últimas horas. Pero no podía hacer eso.

Además, dado que Anson era tan inteligente, era de suponer que habría dejado aquí y allá otras evidencias, además de las herramientas de jardinería. Encontrar esas otras pruebas llevaría tiempo y Mitch no tenía tiempo que perder.

Su reloj de pulsera decía que eran las tres y seis de la mañana. En menos de nueve horas, los secuestradores telefonearían a Anson con nuevas instrucciones.

Quedaban cuarenta y cinco horas para la medianoche del miércoles.

Estaba dispuesto a conseguir que todo acabara mucho antes de ese momento. Nuevos hechos requerían nuevas reglas, y Mitch sería quien las fijara.

El viento, imitando el aullido de los lobos, lo invitó a salir a la noche.

Tras apagar las luces de la planta alta, bajó a la cocina. En el pasado, Daniel siempre había guardado una caja de tabletas de Hershey en la nevera. Le agradaba el chocolate frío.

La caja aguardaba en el anaquel más bajo. Sólo quedaba una tableta. Las golosinas de Daniel siempre habían estado prohibidas para todos los demás.

Mitch se llevó la caja. Estaba demasiado exhausto y demasiado atenazado por la ansiedad como para sentir hambre, pero tenía la esperanza de que el azúcar combatiera el sueño.

Apagó las luces de la planta baja y salió de la casa por la puerta delantera.

Escobas hechas de hojas de palma caídas barrían la calle, y detrás de ellas venía rodando un cubo de basura que vomitaba sus contenidos. Las alegrías se marchitaron antes de hacerse pedazos, los arbustos se sacudían como si quisieran desraizarse a sí mismos; un toldo de ventana arrancado, verde, pero que la luz hacía parecer negro, aleteó locamente, como si fuese la bandera de alguna nación de demonios. Los eucaliptos prestaban mil voces siseantes al viento, que parecía estar a punto de derribar la luna de un soplido y apagar las estrellas como si fuesen velas.

En el Chrysler embrujado, Mitch partió en busca de Anson.