Mitch llegó a la ciudad de Orange a las 2.20 de la madrugada y aparcó a una manzana de distancia de su casa.
Cerró las cuatro ventanillas del Chrysler y le echó la llave.
Llevaba una pistola en el cinto, oculta por el faldón de la camisa. Era la del pistolero de rostro terso, el que, cuando dijo «muere», no tuvo fuerzas para apretar una última vez el dedo sobre el gatillo. Contenía ocho balas. Mitch esperaba no tener que usar ninguna.
Había aparcado bajo un viejo Jacarandá en plena floración, y cuando, al bajar, quedó bajo una de las luces que alumbraban la calle, vio que caminaba sobre una alfombra de pétalos malvas.
Con cautela, se aproximó a su casa por el callejón que corría por la parte trasera.
Un leve ruido lo hizo encender la linterna. De entre dos cubos de basura que alguien había dejado listos para la recogida matutina asomó un mapache adaptado a la vida urbana, cuyo rostro pálido de sonrosado hocico palpitante lo hacía parecer una gran rata.
Mitch apagó la luz y siguió hacia su garaje. El portillo del extremo del jardín nunca estaba cerrado. Entró por allí al patio trasero.
En la biblioteca de Campbell le habían confiscado las llaves de su casa, además de su cartera y otros artículos personales.
Guardaba una llave adicional en una diminuta caja fuerte de las que se usan con ese propósito, que estaba asegurada con un candado al muro del garaje y oculta por una fila de azaleas.
Arriesgándose a encender la linterna, pero velándola con los dedos, Mitch separó las azaleas. Giró la ruedecilla para marcar los números de la clave, abrió, sacó la llave de la caja fuerte y apagó la linterna.
Sin hacer ruido, entró al garaje, cuyas llaves eran las mismas que las de la casa.
La luna se había desplazado hacia el oeste y los árboles dejaban pasar poca luz por las ventanas. Se quedó en la oscuridad, escuchando.
Fuera porque el silencio lo convenció de que estaba solo o porque la oscuridad le recordaba demasiado al maletero de donde había escapado dos veces, encendió las luces del garaje.
Su camioneta seguía donde la había dejado. El lugar del Honda estaba vacío.
Subió las escaleras hasta el altillo. La pila de cajas aún disimulaba la rotura de la barandilla.
Al llegar a la parte delantera del altillo, se encontró con que la grabadora y el equipo de vigilancia electrónica ya no estaban allí. Uno de los secuestradores debía de haber regresado a buscarlos.
Se preguntó qué creerían que le había ocurrido a John Knox. Le preocupaba la posibilidad de que la desaparición de Knox ya hubiera tenido consecuencias para Holly.
Cuando un súbito temblor lo estremeció, forzó a su mente a apartarse de esa oscura hipótesis.
Él no era una máquina y ella tampoco. Sus vidas tenían sentido. El destino las había unido con un propósito, y lo cumplirían.
Tenía que creer que era verdad. Si no lo hacía, no le quedaba nada.
Dejó el garaje a oscuras y entró a la casa por la puerta trasera, confiado en que ya nadie vigilaba el lugar.
La escenificación del asesinato en la cocina seguía como la había dejado. Las salpicaduras de sangre ya estaban secas. Las huellas de manos en los armarios, también.
En el lavadero aledaño se quitó los zapatos y los estudió bajo la luz fluorescente. Se sorprendió al ver que no había sangre en ellos.
Los calcetines tampoco tenían manchas de sangre. De todos modos, se los quitó y los echó en la lavadora.
Había manchas pequeñas en la camisa y los pantalones. En el bolsillo de la camisa encontró la tarjeta del detective Taggart. La dejó aparte, metió las prendas en la máquina, echó detergente y la puso en marcha.
De pie frente al fregadero, se lavó manos y antebrazos con jabón y un cepillo de cerdas blandas. No trataba de eliminar pruebas, no pensaba en eso. Tal vez lo que esperaba que se fuera por el desagüe eran, más bien, ciertos recuerdos.
Se echó agua en la cara y el cuello.
Su fatiga era profunda. Necesitaba descansar, pero no tenía tiempo para el sueño. Y aunque intentara dormir, su mente estaría atormentada por temores conocidos y también ignotos, que la harían galopar en círculos, dejándolo despierto y exhausto.
En zapatillas y ropa interior, llevando siempre la pistola, fue a la cocina. Cogió de la nevera un bote de Red Bull, una bebida con alto contenido de cafeína, y se lo bebió.
Cuando estaba terminando la bebida vio el bolso de Holly abierto sobre una encimera.
Ya estaba allí antes.
Pero entonces él no se había detenido a mirar los artículos que estaban esparcidos por la encimera. Un envoltorio de celofán acolchado. Una pequeña caja, abierta por arriba. Un folleto de instrucciones.
Holly se había comprado un test de embarazo. Lo había abierto y, evidentemente, usado, en algún momento entre su regreso del trabajo y la irrupción de los secuestradores.
A veces, cuando eres niño y estás en el cuarto de aprendizaje, y no has hablado con nadie en mucho tiempo, ni oído otra voz que la tuya, en susurros, y cuando se te niega la comida, aunque nunca el agua, hasta durante tres días, cuando llevas una semana o dos sin ver la luz más que en el breve intervalo en que te cambian las botellas para orinar y la bacinilla para los excrementos por otras limpias, llega un momento en que el silencio y la oscuridad ya no parecen condiciones ambientales, sino objetos con entidad propia, cosas que comparten el espacio contigo y, creciendo a cada hora, exigen más y más espacio, hasta que el silencio y la oscuridad te oprimen por todos lados, te aplastan desde arriba, te meten a la fuerza en el espacio mínimo que tu cuerpo sólo puede ocupar si se reduce como un coche comprimido por la prensa de un depósito de chatarra. En medio del horror de esa claustrofobia extrema, tal vez te digas a ti mismo que no puedes soportarlo ni un minuto más, pero sí que puedes, y lo soportas, un minuto, otro, otro, una hora, un día, lo soportas siempre, y entonces la puerta se abre y el cautiverio termina y llega la luz, al fin siempre llega la luz.
Holly no le había dicho que su período se había atrasado. Ya habían albergado falsas expectativas en dos ocasiones. Esta vez, quiso cerciorarse antes de decirle nada.
Antes, Mitch no creía en el destino; ahora sí. Y, al fin y al cabo, si uno cree en el destino debe imaginar que es dorado, que reluce. No esperará pasivamente para ver cuánto destino le sirven, claro que no. Untará tanto destino como pueda en su pan de la vida y se comerá la hogaza entera.
Palpando la pistola, se apresuró a ir al dormitorio. El interruptor que se encontraba junto a la puerta encendía una de las dos lámparas que había en sendas mesillas.
Decidido, con un único objetivo, fue al armario. La puerta estaba abierta.
Sus ropas estaban en desorden. Dos pares de vaqueros se habían caído de sus perchas y estaban sobre el suelo del armario.
No recordaba haber dejado el armario en esas condiciones, pero de todas maneras recogió unos pantalones del suelo y se los puso.
Al abrocharse una camisa de manga larga de algodón azul oscuro, le dio la espalda al armario y vio por primera vez las prendas esparcidas sobre la cama. Unos pantalones color caqui, una camisa amarilla, calcetines deportivos blancos, unos calzoncillos y una camiseta blancos.
La ropa era suya. La reconocía.
Estaba manchada con motas de sangre oscura.
A esas alturas, ya sabía qué aspecto tienen las pruebas fabricadas. Alguien quería colgarle alguna nueva atrocidad.
Cogió la pistola del estante del armario donde la dejara mientras se cambiaba.
La puerta que daba al oscuro cuarto de baño estaba abierta.
Como si fuese la vara de un zahorí, la pistola lo llevó hacia esa oscuridad. Al cruzar el umbral, accionó el interruptor y, conteniendo la respiración, entró al iluminado cuarto de baño.
Esperaba encontrar alguna cosa macabra en la ducha, algo cercenado en el lavabo. Pero todo parecía normal.
En el espejo, vio que su rostro estaba crispado de miedo, cerrado como un puño. Pero nunca había tenido los ojos más abiertos, y ya no era ciego ante nada.
Al regresar al dormitorio, notó algo fuera de lugar en la mesilla cuya lámpara no estaba encendida. Pulsó el interruptor.
En la mesilla había dos pulidas esferas de estiércol de dinosaurio sobre sus pequeñas bases de bronce.
Aunque eran opacas, lo hicieron pensar en bolas de cristal y en siniestras adivinas de viejas películas que predicen un horrible destino.
—Anson —susurró Mitch, y, después, una palabra que no solía emplear—. Dios. Oh, Dios mío.